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¿Qué le falta a esta música generada por Inteligencia Artificial?

No, no es una adivinanza, ni una pregunta retórica. Realmente me pregunto qué es lo que le falta a la música generada por Inteligencia Artificial (IA) para igualar a la compuesta por humanos. Sé que ante esta cuestión es fácil desenvainar argumentos tecnoescépticos, una máquina no puede crear belleza, nunca igualará a la sensibilidad artística humana, etcétera, etcétera.

Pero en realidad todo esto no es cierto: las máquinas pintan, escriben, componen, y los algoritmos GAN (Generative Adversarial Network, o Red Antagónica Generativa) ya las están dotando de algo muy parecido a la imaginación. Además, y dado que las mismas máquinas también pueden analizar nuestros gustos y saber qué es lo que los humanos adoran, no tienen que dar palos de ciego como los editores o productores humanos: en breve serán capaces de escribir best sellers, componer hits y guionizar blockbusters.

El salto probablemente llegará cuando los consumidores de estos productos no sepamos (no «no notemos», sino «no sepamos») que esa canción, ese libro o esa película o serie en realidad han sido creados por un algoritmo y no por una persona. De hecho, la frontera es cada vez más difusa. Desde hace décadas la música y el cine emplean tanta tecnología digital que hoy serían inconcebibles sin ella. Y aunque siempre habrá humanos detrás de cualquier producción, la parcela de terreno que se cede a las máquinas es cada vez mayor.

Pero en concreto, en lo que se refiere a la música, algo aún falla cuando uno escucha esas obras creadas por IA. El último ejemplo viene de Relentless Doppelganger. Así se llama un streaming de música que funciona en YouTube 24 horas al día desde el pasado 24 de marzo (el vídeo, al pie de esta página), generando música technical death metal inspirada en el estilo de la banda canadiense Archspire, y en concreto en su último álbum Relentless Mutation (Doppelganger hace referencia a un «doble»).

Este inacabable streaming es obra de Dadabots, el nombre bajo el que se ocultan CJ Carr y Zack Zukowski, que han empleado un tipo de red neural llamado SampleRNN –originalmente concebida para convertir textos en voz– para generar hasta ahora diez álbumes de géneros metal y punk inspirados en materiales de grupos reales, incluyendo el diseño de las portadas y los títulos de los temas. Por ejemplo, uno de ellos, titulado Bot Prownies, está inspirado en Punk in Drublic, uno de los álbumes más míticos de la historia del punk, de los californianos NOFX.

Imagen de Dadabots.

Imagen de Dadabots.

Y, desde luego, cuando uno lo escucha, el sonido recuerda poderosamente a la banda original. En el estudio en el que Carr y Zukowski explicaban su sistema, publicado a finales del año pasado en la web de prepublicaciones arXiv, ambos autores explicaban que su propósito era inédito en la generación de música por IA: tratar de captar y reproducir las «distinciones estilísticas sutiles» propias de subgéneros muy concretos como el death metal, el math rock o el skate punk, que «pueden ser difíciles de describir para oyentes humanos no entrenados y están mal representadas por las transcripciones tradicionales de música».

En otras palabras: cuando escuchamos death metal o skate punk, sabemos que estamos escuchando death metal o skate punk. Pero ¿qué hace que lo sean para nuestros oídos? El reto para los investigadores de Dadabots consistía en que la red neural aprendiera a discernir estos rasgos propios de dichos subgéneros y a aplicarlos para generar música. Carr y Zukowski descubrieron que tanto el carácter caótico y distorsionado como los ritmos rápidos de estos géneros se adaptan especialmente bien a las capacidades de la red neural, lo que no sucede para otros estilos musicales.

Y sin duda, en este sentido el resultado es impresionante (obviamente, para oídos que comprenden y disfrutan de este tipo de música; a otros les parecerá simple ruido como el de las bandas originales). Pero insisto, aparte del hecho anecdótico de que las letras son simples concatenaciones de sílabas sin sentido, ya que no se ha entrenado a la red en el lenguaje natural, la música de Dadabots deja la sensación de que aún hay un paso crucial que avanzar. ¿Cuál es?

No lo sé. Pero tengo una impresión personal. Carr y Zukowski cuentan en su estudio que la red neural crea a partir de lo ya creado, lo cual es fundamental en toda composición musical: «Dado lo que ha ocurrido previamente en una secuencia, ¿qué ocurrirá después?», escriben Carr y Zukowski. «La música puede modelizarse como una secuencia de eventos a lo largo del tiempo. Así, la música puede generarse prediciendo ¿y entonces qué ocurre? una y otra vez».

Pero esto ocurre solo un sampleado tras otro, mientras que un tema escrito por un compositor humano tiene un sentido general, un propósito que abarca toda la composición desde el primer segundo hasta el último. Toda canción de cualquier género tiene una tensión interna que va mucho más allá de, por ejemplo, la resolución de los acordes menores en acordes mayores. Es algo más, difícil de explicar; pero al escuchar cualquier tema uno percibe un propósito general de que la música se dirige hacia un lugar concreto. Y da la sensación de que esto aún le falta a la música automática, dado que la máquina solo se interesa por un «después» a corto plazo, y no por lo que habrá más allá. Se echa de menos algo así como una tensión creciente que conduzca hacia un destino final.

Sin embargo, creo que ya pueden quedar pocas dudas de que la música generada por IA terminará también superando estos obstáculos. Ya tenemos muchos ejemplos y muy variados de composiciones cien por cien digitales. Y si hasta ahora ninguna de ellas ha conseguido instalarse como un hit, ya sea entre el público mayoritario o entre los aficionados a estilos musicales más marginales, se da la circunstancia de que tampoco ninguna de ellas ha cruzado la barrera de lo etiquetado como «diferente» porque su autor no es de carne y hueso. Probablemente llegará el momento en que un tema se convierta en un éxito o en un clásico sin que el público sepa que el nombre que figura en sus créditos no es el de la persona que lo compuso, sino el de quien programó el sistema para crearla.

Una vez más: escuchar heavy metal no inclina a la violencia

En 1985 se formó en EEUU el Parents Music Resource Center, un comité encabezado por Tipper Gore –esposa del exvicepresidente y premio Nobel de la Paz Al Gore– cuyo objetivo era, básicamente, censurar la música. A la señora Gore no le gustó nada descubrir un día a su hija escuchando a Prince cantar cómo Darling Nikki se masturbaba una y otra vez, y decidió hacer algo al respecto: aprovechar la influencia de su importante marido, por entonces congresista, para acabar con aquella música obscena y profana.

En concreto, Tipper Gore y sus tres compañeras, también esposas de políticos de Washington, pretendían que la industria musical adoptara un sistema de calificación moral para los discos, que aquellos con portadas «explícitas» se escondieran bajo el mostrador en las tiendas, que las emisoras de radio y televisión se abstuvieran de emitir canciones guarras o violentas, e incluso, por pedir que no quede, que las discográficas rescindieran sus contratos con los músicos ofensivos y que un comité (es decir, ellas) decidiera qué podía publicarse y qué no.

Bloodbath tocando en Alemania en 2015. Imagen de S. Bollmann / Wikipedia.

Fíjense en la fecha: 1985. La nuestra no fue la primera generación en la que los padres se escandalizaban por la música que escuchaban sus hijos; como cuenta la serie Downton Abbey, en los años 20 a los mayores les espantaba el charlestón. Pero en los 80 ya no se trataba solo de que a nuestros mayores les pareciera que «eso no es música, es ruido», sino que además estaban las letras. Si a Tipper Gore le escandalizaba aquella de Prince, alguien tendría que haberle regalado, por ejemplo, el ¿Cuándo se come aquí? de Siniestro Total (en la gloriosa época del gran Germán Coppini), un LP que un servidor tenía que escuchar obligatoriamente con walkman porque las ondas acústicas de aquellas letras no podían profanar el aire de casa.

Las letras de aquellas canciones, pensaban Tipper Gore y otros muchos como ella, nos iban a convertir en adultos trastornados, violentos e impúdicos. Durante las sesiones del PMRC, el profesor de música de la Universidad de Texas Joe Stuessy, también compositor e historiador del Rock & Roll, declaró que el heavy metal «contiene el elemento de odio, una maldad de espíritu», expresada en sus letras de «violencia extrema, rebelión extrema, abuso de sustancias, promiscuidad sexual y perversión y satanismo».

Las fundadoras del PMRC se quedaron colgando de la brocha cuando incluso músicos de estilos más tradicionales como John Denver, en cuyo apoyo confiaban, denigraron aquel intento inquisitorial. Finalmente todo quedó en esas pegatinas que decoran las portadas de ciertos discos para advertir de que las letras son “explícitas”, y que normalmente se exhiben más como gancho que como penalización.

Pero parece que, después de todo, no hemos salido tan malos quienes crecimos escuchando aquellas letras que por primera vez se atrevían a llegar años luz más allá del I wanna hold your hand. Trabajamos, tenemos familias, nuestros másteres y doctorados son auténticos, y la mayoría ni siquiera hemos robado jamás un bote de crema facial del súper.

Y a pesar de ello, el espíritu del PMRC ha continuado muy presente en quienes piensan que las mentes de los demás son más simples que las suyas, y que por tanto les basta con escuchar a los Sex Pistols cantando “I wanna destroy the passerby” para salir a la calle con el primer bate de béisbol o cuchillo de carnicero que se encuentre a mano. Aún en pleno siglo XXI, hay quienes sostienen que determinados estilos musicales son potencialmente nocivos para el equilibrio mental.

Por suerte, hoy contamos con algo más que con nosotros mismos como pruebas vivientes; contamos también con la ciencia. Estudiar qué efectos causan los géneros musicales más extremos en sus fanes es un campo de interés para la psicología experimental. Y como ya he contado aquí en varias ocasiones anteriores, los estudios no logran demostrar que el punk o el heavy metal nos conviertan en peligrosos desequilibrados. Más bien al contrario: según revelaba el año pasado un grupo de investigadores de la Universidad Macquarie de Australia (y conté aquí), escuchar death metal aporta alegría y paz interior a sus seguidores.

Los mismos investigadores acaban de publicar ahora un nuevo estudio que trata de ampliar un poco más sus hallazgos anteriores. En esta ocasión se han preguntado si escuchar death metal, con sus letras rebosantes de caos, masacre, sangre y vísceras, puede desensibilizar frente a la violencia. Según los autores, esta línea de indagación merece un enfoque especial dentro del debate siempre actual sobre si la influencia de los contenidos audiovisuales violentos tiene alguna responsabilidad en la violencia del mundo real.

Los investigadores reunieron a un grupo de 80 voluntarios, 32 de ellos seguidores del death metal, y los sometieron a un test consistente en mostrar simultáneamente una imagen distinta a cada uno de los dos ojos, una neutra y otra de contenido violento. La percepción de los participantes, si captaba más su atención la imagen violenta o la neutra, revelaba su sensibilidad a la violencia; y esto se hizo mientras los voluntarios escuchaban una de dos canciones: Happy, de Pharrell Williams, o Eaten, del supergrupo sueco de death metal Bloodbath.

Bloodbath en 2016. Imagen de Markus Felix / Wikipedia.

Bloodbath en 2016. Imagen de Markus Felix / Wikipedia.

La diferencia en estilo musical es evidente. Y en cuanto a la diferencia entre las letras de ambas, esta es Happy

Porque estoy feliz, da palmas si te sientes como una habitación sin techo
Porque estoy feliz, da palmas si sientes que la felicidad es la verdad
Porque estoy feliz, da palmas si sabes qué es la felicidad para ti
Porque estoy feliz, da palmas si sientes que eso es lo que te apetece

…y esta es Eaten:

Desde que nací he tenido un deseo
Ver mi cuerpo abierto y destripado
Ver mi carne devorada ante mis ojos
Me ofrezco como sacrificio humano solo para ti
Trínchame, córtame en lonchas
Succiona mis entrañas y lame mi corazón
Descuartízame, me gusta que me hagan daño
Bébete mi médula y mi sangre de postre

Se aprecian las diferencias, ¿no?

Pues bien, los resultados del estudio indican que los fanes del death metal son tan sensibles a la violencia como los no aficionados a esta música, con independencia de si escuchan Happy o Eaten. En cambio, los no aficionados a esta música extrema se muestran más sensibilizados a las imágenes violentas cuando escuchan el fetichismo caníbal de Bloodbath que cuando Pharrell Williams les invita a dar palmas.

En resumen, escriben los investigadores, «la exposición a largo plazo a música con temas agresivos no conduce a una desensibilización general a la violencia mostrada en imágenes». Los resultados del estudio muestran que los seguidores del death metal asocian emociones positivas a su música incluso cuando narra un descuartizamiento; simplemente, no es real. Es solo música.

«De hecho, investigaciones recientes sugieren que los fanes y los no fanes del death metal exhiben la misma capacidad de empatía, lo que cuestiona las graves preocupaciones que se han manifestado sobre los peligros de la exposición a música violenta», escriben los investigadores. Va a resultar que las mentes de quienes escuchan música extrema no son más simples que las de quienes advierten de sus peligros. Y que probablemente Prince no le enseñó nada a la hija de Tipper Gore que ella no supiera ya.

Nightwish y Darwin, música y ciencia, metal sinfónico y biología evolutiva

No es frecuente que el rock en general se ocupe de temas de ciencia, a pesar de que un puñado de músicos prominentes tienen formación científica e incluso se han doctorado. Uno de estos últimos, Greg Graffin de Bad Religion, suele salpicar sus temas con reflexiones antropológico-evolutivas. Están, por supuesto, las magníficas serenatas espaciales de Bowie, el Astronomy Domine de Pink Floyd, las referencias tecnocientíficas de Kraftwerk…

Mike Oldfield le dedicó un álbum a la novela de Arthur C. Clarke The Songs of Distant Earth. Y por supuesto, no olvidemos ’39, ese gran tema del astrofísico y guitarrista de Queen Brian May que cuenta cómo un grupo de colonos espaciales regresa a la Tierra para descubrir que el año transcurrido para ellos ha sido un siglo aquí, debido a la dilatación del tiempo según la relatividad especial de Einstein.

Pero no, The Scientist de Coldplay no cuenta: la tribulación de un científico arrepentido por abstraerse en sus números y en sus «preguntas de ciencia, ciencia y progreso», mientras su chica se le escapa porque él no ha escuchado los gritos de su corazón, es, además de una sobredosis de azúcar, si acaso un tema anti-ciencia.

He sabido que el próximo 9 de marzo sale a la venta Decades, un doble álbum recopilatorio que celebra los 20 años de Nightwish, y es una buena ocasión para traerles aquí una recomendación músico-científica. Nightwish es el grupo finlandés que más discos vende en el mundo, una banda de metal sinfónico con toques folk, power y alguna gota gótica. Su estilo se caracteriza por una densa atmósfera sonora que construye capas sobre una base orquestal, coronada por una voz femenina que ya ha cambiado dos veces en la historia de la banda; la vocalista actual es la holandesa Floor Jansen. Pero el alma de Nightwish, su fundador, líder y compositor, es el multiinstrumentista Tuomas Holopainen, ese tipo con aire a lo Íñigo Montoya que se sienta a los teclados.

Imagen de Nightwish.

Imagen de Nightwish.

Hace unos años, Holopainen comenzó a interesarse por la obra de Charles Darwin y del biólogo evolutivo Richard Dawkins. Lo que descubrió de la historia y del funcionamiento de la naturaleza en aquellos libros le fascinó de tal modo que decidió dedicarle todo un álbum. El resultado fue Endless Forms Most Beautiful, el octavo disco de Nightwish, publicado en 2015 y que en palabras de Holopainen es un «tributo a la ciencia y el poder de la razón» a través de «la belleza de la vida, la belleza de la existencia, la naturaleza y la ciencia».

El propio título del álbum está extraído de la última frase de El origen de las especies, el libro en el que Darwin sentó las bases de la selección natural. En este cierre, Darwin resumía el núcleo de su teoría, la evolución de todos los seres vivos a partir de un ancestro común. La cita sirvió también para titular un influyente libro de biología evolutiva publicado en 2005 por el biólogo molecular Sean Carroll.

There is grandeur in this view of life, with its several powers, having been originally breathed into a few forms or into one; and that, whilst this planet has gone cycling on according to the fixed law of gravity, from so simple a beginning endless forms most beautiful and most wonderful have been, and are being, evolved.

Hay grandeza en esta visión de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido originalmente alentada en unas pocas formas o en una; y de que, mientras este planeta ha continuado girando según la ley invariable de la gravedad, desde un comienzo tan simple infinidad de formas de lo más bello y maravilloso han evolucionado y están evolucionando.

Imagen de Nightwish.

Imagen de Nightwish.

El disco cuenta también con la colaboración estelar de Richard Dawkins, que ha leído citas de Darwin y de sus propias obras para abrir y acompañar algunos de los temas. En el single que da título al álbum se narra el viaje de la vida en la Tierra desde sus inicios, pasando por las células eucariotas y por el tiktaalik, un pez fósil que para algunos científicos representa una posible forma de transición hacia los anfibios.

El último tema, The Greatest Show on Earth, una expresión referida a la evolución e inspirada en un libro de Dawkins, es una pequeña joya sinfónica de 24 minutos que pone banda sonora épica y emocionante a la historia de la naturaleza terrestre. La única pega es que el CD no incluya el tema Sagan, dedicado al astrofísico Carl Sagan y que aparece únicamente en el single Élan.

En resumen, Endless Forms Most Beautiful es uno de los mayores homenajes que el rock ha rendido a la ciencia, y probablemente el más profundo que la biología evolutiva ha recibido de la música. Y la demostración de que, al contrario de lo que parecen creer los chicos de Coldplay, las emociones de una persona adulta se alimentan de algo más que el me-quiere-no-me-quiere; y que en concreto, la ciencia es capaz de transmitir emociones enormemente inspiradoras también a quienes se acercan a ella por simple curiosidad.

Les dejo con el clip oficial del tema que da título al álbum, y con un estupendo vídeo subtitulado en castellano que el YouTuber SynnöBlop ha montado para The Greatest Show on Earth. Pero les animo a que escuchen el disco entero –y en su orden, como le gusta a Holopainen– siguiendo este enlace. Y si tienen la fortuna de encontrarse cerca de Villena (Alicante) el próximo 9 de agosto, gozarán de la oportunidad de disfrutar en directo de Nightwish en el festival Leyendas del Rock. Quienes han podido hacerlo aseguran que tienen un directo espectacular.


Escuchar death metal aporta alegría y paz interior a sus seguidores

Ayer les contaba aquí que la ciencia aún no ha podido reunir pruebas convincentes de los beneficios específicos del mindfulness, esa técnica de meditación cuya popularidad ha explotado de tal modo que la onda expansiva nos ha alcanzado incluso a quienes estamos en el radio más distante. Pero aclaré también que esto significa exactamente lo que la frase expresa literalmente: la ciencia no niega los beneficios del mindfulness, sino que hasta ahora no ha podido encontrarlos.

Y no puede decirse que no se hayan buscado; como conté ayer, ya se han hecho casi 5.000 estudios. Por supuesto que algunos sí encuentran efectos positivos, pero no así otros, y la ciencia no consiste en lo que en inglés llaman cherry-picking o coger cerezas (aquí tal vez podríamos hablar de coger setas), elegir los estudios que nos convienen, sino en analizarlos todos en su conjunto. Cuando se examinan globalmente los trabajos válidos publicados, esos beneficios no afloran claramente, o al menos no superan a los que pueden obtenerse de otras actividades como la psicoterapia o el simple ejercicio físico. Y si debemos fiarnos de la experiencia, cuando cuesta tanto demostrar algo… tiende a ser más bien improbable que realmente haya algo que demostrar.

Todo lo cual no supone un alegato científico en contra del mindfulness, sino una llamada al escepticismo frente a cualquier tipo de proclama exagerada que pretenda vender esta práctica como el milagro capaz de cambiarnos la vida. A algunas personas tal vez les aporte beneficios. A otras no. Y en cambio, puede que algunas de estas alcancen la alegría y la paz interior con otras actividades tan alejadas del mindfulness como pueden estarlo la meditación y el death metal.

Cannibal Corpse en concierto en Washington en 2007. Imagen de Chris Buresh / Wikipedia.

Cannibal Corpse en concierto en Washington en 2007. Imagen de Chris Buresh / Wikipedia.

No, no es un ejemplo metafórico. Esto es precisamente lo que descubre un estudio elaborado por tres psicólogos de la Universidad Macquarie de Australia y que se publicará próximamente en la revista Psychology of Popular Media Culture. A través de un ensayo experimental y mediante un amplio arsenal de tests y cuestionarios, los investigadores trataron de saber qué tipo de emociones evoca el death metal en un grupo de 48 fans de este subgénero, en comparación con otro grupo de 97 voluntarios que no escuchan este tipo de música.

Quienes visiten este blog de tanto en tanto quizá recuerden que a finales del año pasado publiqué aquí una serie de artículos (que comenzaba aquí) sobre estudios científicos relacionados con la música, y en especial sobre géneros musicales extremos como el metal y el punk. Un viejo cliché asocia estos estilos de música con la agresividad, la violencia, la conducta antisocial y las vidas desestructuradas. Pero la música solo es música, y si en algunos casos es más que música, lo que hay de más no es realmente música. Con esta frase más propia de Rajoy quiero significar que los científicos no parecen encontrar una relación de causa –escuchar decibelios y guitarras distorsionadas– y efecto –acabar tarado–, a pesar de que algunos claramente abordaron sus investigaciones dándolo por hecho.

Si es que en algunos casos existe una relación, tal vez sea de otro tipo; ya sea que ciertas personas de por sí problemáticas encuentren su nicho en el metal o el punk, o que reaccionen inadecuadamente a un estigma social, o incluso que exista un cierto perretxiko-picking a la hora de destacar ciertos rasgos de los protagonistas de sucesos concretos. Creo evidente que la mayoría de quienes hemos frecuentado estos géneros musicales desde hace décadas no hemos salido tan tarados. Incluso en el caso del black metal, que en los años 90 sirvió de escenario a varios sórdidos crímenes en su Noruega natal, es evidente que la práctica totalidad de sus seguidores jamás ha decapitado a nadie.

Los investigadores del estudio que vengo a contar eligieron el death metal por ser uno de los subgéneros que suelen asociarse con contenidos más violentos en sus letras y su iconografía. Esto es más que innegable en algunos (no todos) de los ocho grupos elegidos por los psicólogos, Cannibal Corpse, At the Gates, Arch Enemy, Nile, Autopsy, Obituary, Carcass y Bloodbath. La canción de Cannibal Corpse utilizada para el estudio, Hammer Smashed Face (Cara aplastada por un martillo), describe una repugnante escena de tortura brutal y asesinato a manos de un psicópata que lo cuenta en primera persona.

(Atención: creo que debo advertir de que el siguiente vídeo no es apto para menores, y probablemente tampoco para muchos mayores).

Fuerte, ¿no? Si nos atenemos a la interpretación más simple, cabría imaginar que los fans de Cannibal Corpse están a un hervor de lanzarse a la calle a descuartizar a sus semejantes. Pero naturalmente, el ser humano es bastante más complicado de lo que sugiere esa lógica simple. Como era de esperar, la música provoca emociones diferentes en fans y no fans del death metal: en los segundos predominan la tensión, el miedo y la furia, pero a los primeros la música que escuchan habitualmente les inspira sobre todo fuerza o energía (3,93 sobre 5), alegría (3,58) y paz (2,73). Según los autores, «parece que los fans pueden atender selectivamente a atributos particulares líricos y acústicos de la música violenta de un modo que promueve objetivos psicosociales».

El estudio está en consonancia con otros que he contado aquí anteriormente y que encuentran diferencias parecidas: la escucha de estilos musicales extremos resulta perturbadora y desagradable para quienes no son aficionados a estos géneros, pero a sus seguidores les induce generalmente emociones positivas. Y por otra parte, si alguien decidiera estudiarlo, es bastante concebible que ocurriera justo lo contrario en un análisis inverso, sometiendo a los metalheads a una selección de grandes éxitos de Operación Triunfo.

Según uno de los fans participantes, «tiene algo que ver con el grito primario dentro de nosotros, es una descarga, aceptación y empoderamiento«. Los autores destacan que probablemente los fans del death metal buscan cosas diferentes en la música que los aficionados a otros estilos musicales, y que las letras violentas se contemplan con distanciamiento psicológico porque no son reales.

¿Obvio? Es un caso parecido al de las películas violentas, aunque los autores aciertan al señalar una diferencia: las convenciones del cine establecen unos criterios morales con respecto a la presentación de la violencia en un contexto narrativo que la explica; los malos pierden y sufren castigo, y cuando los buenos son violentos es porque los malos empezaron primero, o para evitar un mal mayor. Sin embargo, nada de esto existe en Hammer Smashed Face.

Pese a todo, esto nos lleva a esa eterna pregunta que ronda las mentes de padres y madres: ¿la violencia audiovisual (películas, música, videojuegos…) lleva a la violencia real? Pero esta es otra historia más amplia, y si acaso ya repasaremos otro día qué dicen los científicos de ello. Por el momento y por si Cannibal Corpse les ha dejado un regusto demasiado visceral (literalmente), les dejo con First Kill de los grandes Amon Amarth, death metal melódico con esas octavas de guitarra que tanto nos gustan a quienes ya peinamos canas.

¿Fue la epilepsia o la medicación lo que llevó al suicidio a Ian Curtis (Joy Division)?

Si me atrevo a comparar a Ian Curtis con James Dean, algunos de ustedes quizá se pregunten quién demonios es Ian Curtis. Es cierto que la popularidad de ambos no es equiparable para el público español. Pero si les hablo de Enrique Urquijo o Antonio Vega, probablemente sí les resulten familiares, tanto como lo es Ian Curtis para los británicos.

Todos los mencionados son personajes de la cultura contemporánea fallecidos prematuramente. Sin embargo y a diferencia de los cantantes de Los Secretos y Nacha Pop, que antes de dejar este mundo tuvieron tiempo de consolidar un grueso legado creativo, la carrera musical de Ian y de su banda, Joy Division, se resume en solo tres años y dos álbumes, uno de ellos póstumo; además de algún que otro single y EP. Para ser más precisos, según datos de la web oficial del grupo, 43 canciones grabadas en 29 meses.

Ian Curtis. Imagen de Remko Hoving / Flickr / CC.

Ian Curtis. Imagen de Remko Hoving / Flickr / CC.

Estas cifras sí recuerdan a las de James Dean, con tres largometrajes, uno de ellos póstumo, en menos de dos años de trabajo en Hollywood. Y del mismo modo que el impacto del actor ha sido inmenso para una carrera tan efímera, en el mundo del rock es difícil encontrar otro caso similar al de Joy Division, con una influencia tan profunda derivada de una trayectoria tan corta.

Tal vez les venga a la mente el Club de los 27, esa lista de músicos que comparten el haber muerto a los 27 años y de quienes hablé aquí hace unas semanas. Algunos de ellos, como Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain o Jimi Hendrix, han sido enormemente influyentes a pesar de que no pudieron desarrollar su carrera hasta la madurez. Pero Ian Curtis no llegó a cumplir los 24. Músicos como Buddy Holly o Eddie Cochran han perdurado en la memoria muriendo incluso más jóvenes, pero Joy Division logró inaugurar un nuevo sonido que ha inspirado a infinidad de grupos posteriores, y que marcó buena parte de los estilos musicales más prodigados en la escena española de los años 80.

Ian Curtis se suicidó el 18 de mayo de 1980 en la cocina de su casa, colgándose de una cuerda de tender la ropa. Sus compañeros de banda, que a partir de entonces continuaron su carrera bajo el nombre de New Order, quedaron profundamente afectados por una tragedia que no esperaban, incluso a pesar de que Ian ya había avisado con un par de intentos.

Joy Division en 1979. Imagen de Wikipedia / Remko Hoving.

Joy Division en 1979. Imagen de Wikipedia / Remko Hoving.

De hecho, la salud mental y emocional del cantante de Joy Division había sido una preocupación para todos los que le rodeaban, debido a un peligroso equilibrio entre la atroz epilepsia que sufría y la medicación a la que estaba sometido, a lo que se unían sus complicadas relaciones sentimentales con dos mujeres. El estado depresivo que resultaba de todo ello fue sin duda lo que llevó a Ian a tomar la decisión de quitarse la vida, pero aún hoy se discute si en aquel deterioro definitivo de su voluntad de vivir pesó más la enfermedad o el efecto de los medicamentos, y si su caso podría ser un reflejo de otros pacientes en similares situaciones de riesgo.

No hay una respuesta definitiva, y probablemente nunca la habrá. Pero en 2015, tres especialistas en epilepsia y psiquiatría de Oslo y la Universidad de Oxford (Reino Unido) se propusieron llegar lo más lejos que fuera posible a partir de los datos disponibles. En su estudio, publicado en la revista Epilepsy & Behavior, los autores recuerdan cómo Ian sufría ataques epilépticos incluso en el escenario, lo que para el público era parte de sus peculiares y frenéticos bailes en los que parecía evocar sus propios síntomas.

El cantante había sido diagnosticado con epilepsia solo 18 meses antes de su suicidio, aunque el estudio apunta que probablemente la sufría desde muchos años antes. Su mujer, Deborah, recordaba que en una ocasión, mientras asistían a un concierto, una luz estroboscópica le había provocado un ataque que fue interpretado como el efecto de alguna droga. En los últimos tiempos su mal se había acentuado, llegando a provocarle uno o dos ataques por semana.

Tumba de Ian Curtis en el cementerio de Macclesfield, Cheshire. Imagen de Wikipedia / Daniel Case.

Tumba de Ian Curtis en el cementerio de Macclesfield, Cheshire. Imagen de Wikipedia / Daniel Case.

Según los autores, durante el período posterior al diagnóstico tomó fenobarbital, fenitoína, carbamazepina, valproato… Tantos fármacos que, dice el estudio, «llegó a perder la pista sobre qué medicamento debía tomar y cuál no». Sus compañeros de grupo observaban que la medicación le provocaba efectos adversos, sobre todo en su ánimo, y que sus ataques en el escenario le causaban una gran desazón.

Sin embargo, «los datos limitados disponibles dificultan clasificar con precisión el tipo de epilepsia de Ian Curtis», señala el estudio. Los autores apuntan que la epilepsia a menudo va asociada a trastornos psiquiátricos, sobre todo afectivos, y que estos pacientes cuadruplican la probabilidad de suicidio respecto a la población general. Algunos fármacos como el fenobarbital pueden causar depresión, y los investigadores no descartan que la medicación pudiera tener cierta responsabilidad en el declive anímico de Ian. Pero añaden: «las pruebas actuales vinculan el aumento del riesgo de suicidio más con la epilepsia en sí misma que con los tratamientos».

Como conclusión, el estudio no se decanta claramente por una opción, sino que achaca el suicidio de Ian Curtis a «una combinación de depresión grave recurrente y epilepsia focal farmacorresistente». Ya les advertí de que no hay ni habrá probablemente una respuesta. O sí la hay, pero es solo esta. Puede que a la mayoría de los fans de Joy Division no les preocupe demasiado, teniendo en cuenta que el hecho en sí es irreversible. Incluso hay nihilistas para quienes la ventaja de una carrera corta es una carrera perfecta. Evidentemente, a quienes más preocupa todo esto es a quienes sufren en sus carnes (o en carnes cercanas) el azote de la epilepsia.

Y el género musical con más problemas médicos en los conciertos es…

La historia de la música ha quedado tristemente salpicada por la tragedia en varias ocasiones, ya sea por atentados, negligencia o accidentes ocurridos durante la celebración de conciertos. En la mayor desgracia que nos ha tocado de cerca en los últimos años, la fiesta de Halloween en el Madrid Arena en 2012, la casi inexistente y chapucera atención médica presente en el recinto dañó seriamente la imagen de la asistencia sanitaria en los conciertos. En la mayoría de las ocasiones, cuando no son prebendas concedidas a dedo a un amiguete, estos servicios velan por nuestra salud con verdadera dedicación y profesionalidad.

La medicina de conciertos y otros eventos multitudinarios atiende cada año en todo el mundo a miles de personas. En la mayor parte de los casos se trata de afecciones leves, pero estos servicios también salvan alguna que otra vida. Cuando pensamos en la atención médica dispensada durante los conciertos, inevitablemente nos vienen a la mente las borracheras monumentales, pero también los típicos desmayos de los/las fans y, como conté en un artículo anterior, las magulladuras y huesos rotos debidos a prácticas como el moshing y el crowd surfing.

Imagen de Pixabay.

Imagen de Pixabay.

Pero tal vez les pique la curiosidad como me ha ocurrido a mí: ¿qué clase de problemas suelen dar más trabajo a los servicios sanitarios durante los conciertos? ¿Y en qué tipo de conciertos? ¿Son más abundantes los desmayos de quinceañeras cuando Justin Bieber agita el flequillo, o los cráneos fracturados durante un pogo o un wall of death?

Hay varios estudios que han tratado la medicina de conciertos a lo largo de los años, pero sobre todo dos de ellos se han encargado específicamente de recopilar datos de una amplia muestra de conciertos, agrupándolos además en función del tipo de música.

El primero de ellos se publicó hace ya casi un par de décadas, en 1999. En aquella ocasión, un grupo de médicos de urgencias de California reunió los datos de 405 conciertos celebrados a lo largo de cinco años en cinco grandes recintos de aquel estado. De un total de asistentes de más de cuatro millones y medio, los servicios de emergencia atendieron a 1.492 pacientes. Para normalizar las cifras, los autores utilizan el índice de pacientes por cada 10.000 asistentes (PPTT, en inglés). Como promedio, la cifra de atenciones en cada concierto fue de 2,1 pacientes por cada 10.000 asistentes, o PPTT.

Para estudiar la influencia de todos los posibles factores, los autores tuvieron en cuenta el volumen de público, la temperatura o si el concierto se celebraba bajo techo o al aire libre, pero no encontraron ninguna influencia de estas variables en el mayor o menor número de casos de atención médica. Descubrieron que solo había diferencias debidas a un único factor: el género musical. Pero no en el sentido que cualquiera esperaría.

Aquí viene la sorpresa: los conciertos que se llevaron la palma de más casos de atención médica, con nada menos que 12,6 pacientes por cada 10.000 asistentes o PPTT, fueron los de música cristiana y gospel. Los propios autores se mostraban sorprendidos por este resultado, junto con el hecho de que esta categoría tuvo también la edad media más baja de los atendidos, 15 años, frente a los 48 años de media en los conciertos de música clásica, con los pacientes de mayor edad.

Sin embargo, y dado que la muestra total de conciertos solo incluía tres de este género, los autores admiten que las cifras «pueden no ser representativas de los conciertos cristianos o de gospel en general» y que este resultado «podría deberse a simple casualidad». Por desgracia los autores no desagregan los motivos de la atención sanitaria en cada uno de los géneros, así que no sabemos qué fue lo que provocó tantas asistencias médicas en estos tres conciertos.

Por detrás de la música cristiana, el género con más casos de atención médica fue el rap, con 9,5 PPTT, aunque la muestra solo incluye un único concierto del trío femenino Salt-N-Pepa. Dado mi absoluto desinterés por este tipo de música no puedo valorarlo adecuadamente, pero no creo que este grupo sea demasiado representativo de la escena del rap en general.

Al rap le sigue la música latina, con 5,5 PPTT. Solo por detrás aparece el rock, con una cifra bastante más baja de 3,8 PPTT. Dentro del rock, los autores distinguen tres categorías: lo que llaman «rock alternativo» con una media de 4,4 PPTT, y que incluye cosas tan dispares como el punk, REM, Red Hot Chili Peppers, Morrisey, New Order y Depeche Mode, lo cual supone mezclar estilos tan diferentes que no creo que este dato indique gran cosa; el «rock clásico», con 3,8 PPTT; y en último lugar, con el menor número de casos, 3,0 PPTT, el heavy metal. Por último, en torno a los 2 PPTT o por debajo quedan, en orden decreciente, el country, el jazz y el blues, la música ligera y la música clásica.

Claro que los datos pueden agruparse como uno quiera para quedarse con el titular que a cada cual le apetezca. Los autores dividieron los datos en dos grandes grupos, rock y no-rock, llegando a la conclusión de que los conciertos de rock tienen 2,5 veces más casos de atención médica que los de no-rock.

En general, los autores descubrieron que el motivo más frecuente para acudir a la asistencia sanitaria durante un concierto era un traumatismo, sobre todo daños óseos y musculares. Aquí hay otro detalle curioso, y es que en los conciertos de no-rock hay una mayor proporción de casos de traumatismos sobre los totales, un 60%, mientras que en los de rock la cifra es del 57%. De los casos no traumáticos, los más frecuentes en los conciertos de rock eran los provocados por el consumo de alcohol y drogas, mientras que en los de no-rock predominaban los desmayos.

Imagen de Pixabay.

Imagen de Pixabay.

El segundo estudio que vengo a contarles se ha publicado este año, y es obra de un equipo de médicos de New Jersey y Massachusetts. En este caso los autores han reunido los datos de 403 conciertos celebrados a lo largo de diez años en un mismo gran recinto al aire libre, con un total de casi 2.400.000 asistentes. En general, la media de pacientes por concierto fue de 11,4.

Probablemente estarán esperando saber qué dice este estudio sobre los conciertos cristianos y de gospel, pero los autores no incluyen este género en la muestra, así que nos quedamos sin saber si lo del estudio anterior fue solo un espejismo.

Después de ajustar los datos en función del calor, y del mayor número de pacientes cuando el concierto forma parte de un festival, los autores obtienen un índice que denota el aumento de uso de los servicios médicos en cada género musical, algo así como un indicador de riesgo. Y este es el resultado: los conciertos con más heridos y enfermos son los de rock alternativo (0,347), seguidos por el hip-hop/rap (0,327), rock moderno (0,313), heavy metal/hard rock (0,304), y ya a mayor distancia, country (0,175), pop (0,121), rock clásico (0,103), dance y electrónico (0,100).

Pero una vez más, los autores reconocen que la división entre géneros a veces es confusa. El rap/hip-hop o el heavy metal/hard rock están mejor delimitados, pero en el rock alternativo entran pelajes muy variados como Linkin Park, Blink 182, Stone Temple Pilots, Coldplay o Tori Amos, mientras que la diferencia entre rock clásico y moderno ni siquiera es generacional, como podría pensarse: en el clásico sí se incluyen veteranos como Aerosmith, Springsteen, Clapton, los Who, John Fogerty o Roger Waters, pero en la categoría de rock moderno han reunido a gente tan diversa como Creed, Nickelback o Santana.

Claro que Meatloaf aparece en heavy metal/hard rock, pero los Scorpions en rock clásico, mientras que este último apartado incluye también a Rod Stewart, Tom Petty, Joe Cocker y Peter Frampton, y en cambio Bryan Adams, Stevie Nicks, Paul Simon y Ringo Starr no aparecen clasificados como rock, sino como música «adulta contemporánea» junto a los Temptations, Lionel Richie y los New Kids on the Block, pero BB King está incluido en «variedad y otros», mientras que los Backstreet Boys están en pop junto a Selena Gomez, Pitbull o los Jonas Brothers, pero también junto a Maroon 5 o No Doubt…

Todo lo cual implica que los fans de ciertas bandas o intérpretes de una categoría concreta no asistirían ni muertos a un concierto de otros grupos incluidos en el mismo saco. Así que mejor quedémonos con el mensaje que a cada uno le parezca pertinente, siempre que los datos lo sostengan. El mío es este: no, los conciertos de heavy metal y hard rock no entrañan más riesgo para la salud que los de otros géneros. Y de propina, me quedo también con esta conclusión que los autores extraen de sus datos: «la intoxicación por alcohol o drogas fue significativamente más común en el hip-hop y el rap». Sí, ese tipo de música que ahora aparece hasta en los anuncios de televisión dirigidos a los niños.

El headbanging puede dañar el cerebro, y otros riesgos del heavy metal y el punk

Sin duda conocen ustedes el codo de tenista, esa avería de los tendones causada por esfuerzos repetitivos del brazo que no solo afecta a quienes le dan a la raqueta, sino además a los carpinteros y otros trabajadores manuales. También la música tiene una parte de actividad física extenuante que acarrea sus propias dolencias. Un caso típico es la distonia focal, más conocida como distonia del músico, que causa movimientos involuntarios en algún músculo sobreexplotado por el intérprete.

La distonia es un serio problema que puede arruinar una carrera musical. Una revisión de 2015 encontró que afecta a entre el 1 y el 2% de los músicos profesionales, lo cual suma una cifra enorme si se escala a la población mundial. Pero lo curioso de la distonia del músico es que no es una enfermedad del brazo, sino del cerebro. Algunos estudios han revelado que la intensa práctica de los músicos hace que el control cerebral de las extremidades implicadas se desborde hacia otras regiones del cerebro, causando conexiones anómalas entre las neuronas; los músculos están reclutando neuronas que no les corresponden y que no saben hacer lo que se pide de ellas, y así aparecen los movimientos descontrolados.

Headbanging y black metal. Imagen de Wikipedia / Vassil.

Headbanging y black metal. Imagen de Wikipedia / Vassil.

Aunque son más conocidos los casos de pianistas que la sufren en las manos, la distonia puede afectar a intérpretes de cualquier instrumento y de cualquier género. En 2014 se describió en Alemania el caso de un batería de heavy metal de 28 años que había comenzado a sufrirla en su muslo derecho, poco después de haber comenzado a utilizar un pedal doble para el bombo. Este tipo de pedal permite ritmos más rápidos y da una base de percusión más llena también a velocidades más lentas. A costa de un esfuerzo mayor, claro.

Pero respecto a las enfermedades profesionales del heavy metal, si son aficionados al género tal vez se hayan hecho la misma pregunta que yo: si los cantantes, los profesores y otras personas que fuerzan la voz regularmente pueden sufrir problemas de garganta, ¿qué hay de los cantantes de death metal? Si no están familiarizados, les explico que en este subgénero (y en otros relacionados) los vocalistas cantan con lo que se conoce como death growls o death grunts, un gruñido gutural que sale de lo más profundo del ser y que a veces suena parecido a un eructo vocalizado. Es una especie de versión extrema de una forma de cantar utilizada desde mucho antes por músicos como Louis Armstrong, Joe Cocker, Tom Waits y otros.

En fin, es una manera poco natural de emplear la voz, y entre ensayos y bolos, los cantantes de estos grupos pueden estar torturándose la garganta si no recurren a un consejo profesional sobre cómo hacerlo sin dañarse. De hecho, la versión inglesa de la Wikipedia apunta: «El Centro Médico de Nijmegen de la Universidad de Radboud, en Holanda, informó en junio de 2007 de que, debido al aumento de la popularidad del gruñido en la región [por el death metal, se entiende], estaba tratando a varios pacientes que utilizaban la técnica incorrectamente por edemas y pólipos en las cuerdas vocales».

Lo cual debería alarmar a los cantantes de death metal… si fuera cierto. El problema es que no parece haber manera de confirmar estos datos. La fuente de la Wikipedia es un artículo en el diario Nederlands Dagblad en el que el logopeda Piet Kooijman decía estar tratando a varios vocalistas de estos grupos, pero hasta donde he podido encontrar, Kooijman no ha publicado ningún estudio científico al respecto.

De hecho, otros expertos desmienten categóricamente esta afirmación de Kooijman. El laringólogo de la Universidad de Nottingham (Reino Unido) Julian McGlashan ha estudiado la fisiología y la mecánica de la distorsión de la voz en situaciones reales de distintas modalidades de canto, incluido el death metal. Según sus resultados, presentados en varios congresos científicos, los death growls «pueden hacerse de forma segura», siempre que se emplee la técnica correcta con apoyo profesional.

La banda sueca de death metal melódico Amon Amarth, en Alemania en 2017. Imagen de Wikipedia / Markus Felix | PushingPixels.

La banda sueca de death metal melódico Amon Amarth, en Alemania en 2017. Imagen de Wikipedia / Markus Felix | PushingPixels.

Los resultados de McGlashan están en consonancia con un estudio de la Universidad de Santiago de Chile publicado en 2013. Los investigadores examinaron a un grupo de 21 cantantes de rock que utilizaban gruñidos y falsetes, en comparación con un grupo de control de 18 cantantes de pop. Según el estudio, estas modalidades de canto «no parecen contribuir a la presencia de ningún trastorno en las cuerdas vocales» en los sujetos del estudio. Sin embargo, los autores advierten de que su trabajo no cubre los posibles efectos a un plazo mayor con una dedicación intensa, ya que los cantantes examinados tenían una media de edad de 26 años y pertenecían a bandas amateurs.

Pero los musculares y los vocales no son los únicos posibles riesgos que pueden amenazar a metalheads y punks. Un gran clásico también estudiado por la ciencia es el headbanging, el movimiento violento de cabeza. Aunque algunos le suponen un origen más o menos reciente, fuentes bien informadas sitúan sus comienzos en los conciertos de Led Zeppelin allá por finales de los 60.

Por inofensivo que pueda parecer el headbanging, lo cierto es que hay varios estudios científicos que describen casos de daños ocasionados por esta práctica (para quien le interese, ver por ejemplo la lista de referencias en este caso reciente en Japón). El daño suele ser del mismo tipo, un hematoma subdural, o lesión en las meninges cerebrales. En algunos casos el resultado es fatal, como publicó la revista The Lancet en 1991. Hay al menos un par de casos descritos de rotura de la arteria carótida cerebral debida al headbanging, uno de ellos mortal. En 2005 se dijo que el ictus sufrido por el entonces guitarrista de Evanescence, Terry Balsamo, también fue debido al headbanging. Otro riesgo adicional son los daños en las vértebras cervicales.

Por suerte, en nuestra ayuda vienen Declan Patton y Andrew McIntosh, de la Universidad de Nueva Gales del Sur, en Sídney (Australia). En 2008, estos dos investigadores analizaron la biomecánica del headbanging para la edición de Navidad de la revista British Medical Journal, bajo los criterios estandarizados de riesgo de lesiones en la cabeza y la espina dorsal. Patton y McIntosh encontraron que, para evitar daños, a un tempo musical medio de 146 pulsaciones por minuto el ángulo de giro de la cabeza nunca debe superar los 75º. Con ritmos más rápidos, el movimiento debe ser más limitado.

Como alternativas, y ya en un tono más mordaz adecuado a la edición navideña del BMJ, los australianos aconsejaban mover la cabeza solo en un golpe de batería de cada dos, utilizar un collarín, sustituir el heavy metal por Michael Bolton, Celine Dion, Enya y Richard Clayderman, sugerir a bandas como AC/DC que toquen Moon River en lugar de Highway to Hell, y etiquetar los discos de heavy metal con advertencias contra el headbanging.

Los riesgos para los aficionados al metal o al punk aumentan aún más para quienes gustan de sumergirse en esa masa frenética llamada mosh pit, donde se practica el moshing, básicamente empujarse, golpearse y patearse unos a otros en un «estado desordenado similar al de un gas», según un equipo de físicos que lo describió matemáticamente en 2013. Y no necesariamente es una cuestión generacional: en mis tiempos su versión en el punk se conocía como pogo, pero dado que nunca he disfrutado de que me agredan o me escupan, ni de hacérselo yo a otros, cuando la banda actuante era de las que invitaban a ello solía retirarme a un rincón discreto.

Y aún más viendo los adornos que se gastan algunas bandas, como esas muñequeras con clavos afilados que llevan los músicos de black metal. En 2006, dos médicos del Hospital Príncipe de Gales de Sídney (Australia) describieron el caso de un joven de 19 años que había sido empujado, con tan mala suerte que se clavó en el hombro una tachuela de 5 centímetros que llevaba otro tipo en la espalda de su chupa de cuero. Al parecer, en el momento el afectado estaba tan borracho que apenas se enteró, pero a la mañana siguiente tuvo que hacer una visita a Urgencias. La herida le había causado un enfisema subcutáneo, una acumulación de aire bajo la piel. Todo quedó en un susto.

Moshing. Imagen de Wikipedia / Harald S. Klungtveit.

Moshing. Imagen de Wikipedia / Harald S. Klungtveit.

Este mismo mes, tres médicos de urgencias de la Universidad de Massachusetts (EEUU) acaban de publicar una recopilación de lesiones causadas por el moshing. Los autores han reunido los casos de atención médica durante ocho grandes conciertos celebrados en un mismo recinto entre 2011 y 2014, con una asistencia total de más de 50.000 personas. Los resultados del estudio no son sorprendentes: la mayoría de los afectados, en el orden de varios cientos, eran varones con una edad media de 20 años, y que en el 64% de los casos llegaban con lesiones en la cabeza. El 28% de los heridos eran menores de 18 años; el más joven tenía 13. Y aunque el moshing era la causa más común de lesiones, un 20% de los casos se debía al crowd surfing, eso de pasar a alguien sobre las cabezas.

De todo lo anterior, tal vez les haya quedado la idea de que el heavy metal y el punk pueden ser nocivos para la salud. Pero no crean que otros géneros musicales son necesariamente más inocuos. Para la próxima entrega les reservo una sorpresa: ¿qué tipo de conciertos dirían que origina más casos de atención médica? Ni se lo imaginan.

Escuchar heavy metal incita a tirarse en paracaídas (no, en serio)

Si están siguiendo esta pequeña serie que vengo trayendo sobre ciencia, música y sociedad, tal vez piensen que pretendo centrarme exclusivamente en el heavy metal, pero realmente esta no era mi intención. Por casualidad, varios de los estudios que he recopilado últimamente en este campo y que merece la pena comentar tratan sobre el metal.

En el fondo, no creo que sea simple casualidad: es el género más popular entre los, digamos, ruidosos, y probablemente por eso los investigadores lo escogen con preferencia cuando tratan de estudiar cualquier variable en relación con la afición a la música intensa o con los efectos de escucharla. Aún más en el caso de los detractores de estos géneros musicales, que quizá ven con horror cómo el heavy metal (o al menos una parte de él) se ha convertido en mainstream, y por ello buscan como sea (aunque sin demasiado éxito) colgarle incitaciones a la violencia o al consumo de drogas, o algún daño al cerebro o a la salud mental.

Este uso del heavy metal en la investigación llega a tal extremo que a veces raya en la candidatura a los premios Ig Nobel. No lo voy a contar en detalle, pero incluso un grupo de investigadores portugueses ha publicado un par de estudios (uno y dos) sobre cómo el heavy metal y otros tipos de música afectan a la anestesia… en los gatos.

Pero dado que sí, el heavy metal es uno de mis géneros, lo uso gustosamente para mostrarles algunas de las tripas del trabajo científico. Por ejemplo, cómo uno puede hacerse una pregunta y abordarla con varios enfoques distintos: la neurociencia, como estudiar si el heavy metal deja algún rastro particular en nuestro cerebro; o la etnografía, como indagar en el perfil de la comunidad de los metalheads. Algo de esto hacían los estudios que he contado en artículos anteriores, aunque como vimos, con resultados bastante desastrosos.

Ed Force One, el avión de Iron Maiden (pilotado por su vocalista, Bruce Dickinson). Imagen de Flickr / BriYYZ / CC.

Ed Force One, el avión de Iron Maiden (pilotado por su vocalista, Bruce Dickinson). Imagen de Flickr / BriYYZ / CC.

Hay otro interesante estudio publicado en mayo de este año que vuelve a dar vueltas al torno de la misma pregunta: ¿tiene algún fundamento ese viejo tópico que asocia el heavy metal con el riesgo y la violencia? En este caso, los autores no se han fijado en una comunidad concreta, en la que pueden mezclarse otros factores de influencia imposibles de separar. Tampoco han buscado modificaciones en el cerebro, algo muy difícil de interpretar.

En su lugar, han llevado a cabo un trabajo clásico de psicología experimental: someter a un grupo aleatorio de voluntarios a una condición concreta, en este caso escuchar heavy metal, otros tipos de música o ninguna, y evaluar su respuesta a una tarea cuya finalidad los voluntarios desconocen, pero en la que se esconde aquello que los investigadores pretenden medir; en este caso, su mayor o menor propensión a asumir riesgos de uno u otro tipo. Un experimento limpio, destinado simplemente a examinar el efecto directo e inmediato de la música, sin variables confusas ni sesgos en el diseño.

Los autores, Rickard Enström y Rodney Schmaltz, de la Universidad McEwan de Canadá, sometieron a sus voluntarios a uno de entre cinco tipos de música diferentes según una clasificación definida previamente por otros autores y que sirve como una especie de estándar. Las canciones concretas incluidas como ejemplos en esta clasificación no son conocidas, lo que trataba de evitar una posible contaminación por esas ideas, emociones o recuerdos que todos llevamos asociados a ciertas músicas.

A través de los cuestionarios que los voluntarios debían responder, los autores midieron su disposición a asumir riesgos de varios tipos: financieros, como invertir en valores especulativos; de salud y seguridad, como montar en moto sin casco; recreativos, como hacer rafting o saltar en paracaídas; éticos, como revelar un secreto; y sociales, como empezar una carrera pasados los 30 años.

Los resultados indican que sí, escuchar diferentes tipos de música afecta de forma distinta a nuestra disposición a correr riesgos. Pero curiosamente, no en el aspecto de salud y seguridad ni en el ético. Así lo explican los autores:

Cuando las personas escuchan música intensa como heavy metal, estarán más inclinadas a implicarse en actividades recreativas a menudo percibidas como arriesgadas, por ejemplo rafting o tirarse en paracaídas, en comparación con la situación en que no se les pone ninguna música. Para el dominio de riesgo social, sin embargo, el mismo factor musical en cambio reduciría la probabilidad de asumir riesgos sociales, por ejemplo empezar una nueva carrera o discrepar con una figura de autoridad en un asunto importante. Por el contrario, cuando las personas escuchan música [más suave], estarán más inclinadas a correr riesgos sociales y menos a riesgos recreativos.

Enström y Schmalz proponen que los diferentes tipos de música influyen en nuestra conducta de una manera u otra según el estilo o el mensaje. De alguna manera, sugieren, la música «funciona como una banda sonora en la vida de la gente de forma parecida al cine: la música suave en escenas reflexivas y la música intensa en escenas emocionantes».

Imagen de pixabay / fradellafra / CC.

Imagen de pixabay / fradellafra / CC.

Naturalmente, el estudio de los dos canadienses es pequeño y preliminar; al contrario de los que he contado aquí en días anteriores, los autores no pretenden extender sus conclusiones más allá de donde llegan sus datos. Pero dado que, como ellos mismos escriben, «hay poco trabajo empírico mostrando el papel directo de la música en la probabilidad de asumir riesgos», puede servir como un buen punto de apoyo para otras futuras investigaciones que ayuden a analizar cómo nos influye la música de una forma más objetiva, sin partir de ese prejuicio apolillado que nos tacha de bultos sospechosos a quienes escuchamos (e incluso intentamos tocarlo, con nulos resultados) heavy metal o punk. Y de paso, el estudio también les ayudará la próxima vez que vayan a tirarse en paracaídas.

Pero aunque escuchar heavy metal o punk no nos incline a la insensatez de arriesgar nuestro pellejo, lo cierto es que la preferencia por estos tipos de música también puede afectar a nuestra salud de modos peculiares e inesperados. Vuelvan por aquí otro rato, que el próximo día se lo cuento.

No, no se ha demostrado un impacto negativo del heavy metal en los jóvenes

En 2011 se comentó bastante en los medios un estudio según el cual «la música heavy metal tiene un impacto negativo en los jóvenes». Esta es la traducción literal del titular de la nota de prensa publicada entonces por la Universidad de Melbourne (Australia), institución a la que está afiliada Katrina McFerran, la directora del estudio.

Bien, ante todo debo decir que, según lo que he podido leer, McFerran es una terapeuta musical del Conservatorio de Melbourne con una larga y sólida experiencia, y que lleva a cabo un loable empeño en el uso de la música como herramienta de ayuda para colectivos de niños y adolescentes con problemas, incluyendo los inadaptados, los enfermos terminales y los discapacitados. Y en consecuencia, tanto sus credenciales como sus investigaciones son plenamente respetables.

Lemmy KIlmister, de Motörhead, en México en 2006. Imagen de Wikipedia / Alejandro Páez.

Lemmy KIlmister, de Motörhead, en México en 2006. Imagen de Wikipedia / Alejandro Páez.

Pero dicho esto, entremos en harina. Entre la ciencia y los medios existe desde siempre –ya ocurría en tiempos de Darwin– una relación problemática que en muchos casos se asemeja al viejo juego del teléfono roto: desde que la ciencia emite su información hasta que un mensaje cala en la mente del público, a veces media tal grado de distorsión que el mensaje queda irreconocible. A menudo, quienes más se calzan el puño americano para propinar esta paliza extrema a la realidad científica lo hacen movidos por sesgos e intereses. Entre estos se cuentan, por ejemplo, algunas webs actualmente muy populares (no voy a hacerles el favor de citarlas) que sistemáticamente deforman las conclusiones de los estudios científicos para ajustarlas a su agenda pseudocientífica.

Pero no culpemos solo a los periodistas, profesionales o aficionados. A veces también un científico puede actuar motivado por sus propios sesgos con el objetivo de demostrar su preconcepción del mundo, cuando su trabajo realmente debería consistir en tratar de refutar su propia hipótesis por todos los medios posibles y, si finalmente no lo consigue, presentarla como provisionalmente válida. Los estudios científicos jamás dicen «nuestros resultados demuestran», sino «nuestros resultados muestran», o «sugieren», «indican»…

Después de los científicos, el siguiente eslabón en la cadena también puede jugar al teléfono roto, pero a veces con una sordera simplemente fingida. De vez en cuando, los gabinetes de prensa de las universidades y los institutos de investigación tratan de vender lo suyo con titulares o enfoques que estiran un poquito (o un muchito) las conclusiones del estudio para provocar un mayor impacto en los medios. Y no miremos a Australia: también en nuestro país uno encuentra a veces notas de prensa de hospitales que presentan tal procedimiento terapéutico «por primera vez en el mundo», y que los medios repiten sin espíritu crítico y sin hacer sus deberes de documentación; y que cuando uno rasca un poco, descubre que el procedimiento se ha aplicado por primera vez en el mundo… un martes por la mañana.

James Hetfield, de Metallica, en Quito en 2016. Imagen de Flickr / Carlos Rodríguez / Andes / CC.

James Hetfield, de Metallica, en Quito en 2016. Imagen de Flickr / Carlos Rodríguez / Andes / CC.

En el caso de la nota de prensa sobre el trabajo de McFerran, lo curioso es que la ilusión de los detractores del heavy metal queda chafada a poco que uno llegue solo una línea más allá del titular, hasta la primera frase del texto: «la gente joven en riesgo de depresión tiene más probabilidades de escuchar música heavy metal de forma habitual y repetitiva».

Ah. Acabáramos. Así que no es que el heavy metal produzca efectos negativos, como dice el título, sino que quienes ya viven situaciones negativas tienden a escuchar heavy metal. Es que no es lo mismo. Una cosa es la causa y otra es el efecto, y no son intercambiables. Gene Kelly cantaba porque llovía, no llovía porque cantara.

Pero a medida que uno sigue inspeccionando la nota de prensa, la tesis del titular acaba dinamitada por completo. Si seguimos leyendo, encontramos que la propia McFerran dice lo siguiente, entrecomillado: «La mayoría de la gente joven escucha una variedad de música de formas positivas; para aislarse de la multitud, para levantar su ánimo o para darles energía cuando hacen ejercicio, pero la gente joven en riesgo de depresión tiene más probabilidad de escuchar música, sobre todo heavy metal, de forma negativa».

O sea, que en lugar de «la música heavy metal tiene un impacto negativo en los jóvenes», el titular correcto para la nota de prensa habría sido «de aquellos jóvenes depresivos a quienes la música les afecta negativamente, muchos de ellos escuchan heavy metal». Claro que a ver cómo iba a vender la Universidad de Melbourne este pedazo de notición a los medios: pues sí, concebiblemente parece más probable que un joven depresivo escuche heavy metal u otros géneros intensos, como punk, postpunk, gótico o emo, y no Dale a tu cuerpo alegría, Macarena. Lo cual, por otra parte, a algunos los deprimiría mucho más.

Pero McFerran prosigue: «ejemplos de esto son cuando alguien escucha la misma canción o álbum de música heavy metal una y otra vez y no escucha nada más. Hacen esto para aislarse o para escapar de la realidad».

¡Sesgo! ¿Diría lo mismo McFerran de alguien que descubre por primera vez la Patética de Tchaikovsky y la escucha una y otra vez? Todos conocemos la costumbre universal de los bises en los conciertos, pero en los de música clásica existen raras ocasiones en las que el público pide aquello del «play it again, Sam«, y el intérprete repite la misma pieza una segunda vez. Cuando me compro un disco nuevo, sea del género que sea, soy capaz de escucharlo veinte veces seguidas mientras trato de apreciar los matices, las frases de los instrumentos, los arreglos… ¿Estaré escapando de la realidad?

Y continúa McFerran: «si esta conducta sigue durante un período de tiempo, podría indicar que esta persona joven sufre de depresión o ansiedad, y en el caso peor, podría sugerir tendencias suicidas».

Pero diablos, ¿de dónde saca McFerran todo esto? Ninguna de sus frases comienza con un «a mí me parece», un «intuyo» o un «me da en la nariz», así que todo esto se supone apoyado en datos que lo soportan. Pero aquí viene lo mejor, y es que cuando la Universidad de Melbourne publicó su nota de prensa de gran repercusión en los medios, el estudio de McFerran sencillamente no existía. Es decir, aún no se había publicado.

Iron Maiden en París en 2008. Imagen de Wikipedia / Metalheart / Swicher.

Iron Maiden en París en 2008. Imagen de Wikipedia / Metalheart / Swicher.

Por entonces lo único que existía era un preprint, un borrador en PDF colgado en Figshare, una plataforma online donde los investigadores pueden compartir datos y estudios. Pero no olvidemos algo que siempre repito: si uno escribe un poema y lo cuelga en internet, puede decirse que el poema está publicado. Si uno escribe un estudio científico y lo cuelga en internet, de ninguna manera está publicado; solo se considera como tal cuando una revista científica acreditada acepta publicarlo previo paso por un muy exigente filtro de revisión por expertos.

Y la revisión por pares es un mínimo, pero no una garantía; a veces el sistema se columpia, como en el caso del estudio chino sobre el heavy metal y el cerebro que conté hace unos días. Muchos estudios científicos acaban retractándose después de publicarse, y no siempre porque los investigadores hayan falseado sus datos, sino a veces porque una vez puestos a disposición del resto de la comunidad, otros expertos descubren fallos monumentales en ellos o conclusiones que no se sostienen.

Pero incluso en aquella primera versión en PDF de 2011, lo explicado en el resumen (abstract) del estudio ya se parecía poco a aquella contundente sentencia divulgada por la Universidad de Melbourne sobre el impacto negativo del heavy metal. «La encuesta revela que la mayoría de los adolescentes utilizan su música preferida para mejorar su ánimo. Los resultados también identificaron una relación significativa entre los adolescentes que puntuaron alto en el riesgo psicológico y la preferencia por música heavy metal, con una pequeña minoría de este grupo que se sentía peor después de escucharla». Volvemos a lo mencionado más arriba: de los depresivos, algunos escuchan heavy metal, y de estos, a algunos les perjudica. La generalización, tal como se presentó en la nota de prensa, es una falacia inaceptable.

Por fin, después de años en el limbo de internet, el estudio de McFerran se publicó formalmente en 2015 en la revista Nordic Journal of Music Therapy. Pero para entonces, algunas cosas habían cambiado: el título ya no decía «cómo los adolescentes utilizan la música para gestionar su ánimo», como en el PDF original, sino que ahora hablaba de la «relación entre cómo los adolescentes dicen que gestionan su ánimo y las preferencias musicales». Es decir, que el vínculo causa-efecto ya había desaparecido.

Disturbed en 2010. Imagen de Wikipedia / John Peterson.

Disturbed en 2010. Imagen de Wikipedia / John Peterson.

Pero el abstract también añadía más peros al alcance de las conclusiones. En la versión publicada se dice: «el análisis correlacional revela que, mientras que los jóvenes psicológicamente afligidos de esta muestra preferían con mayor probabilidad escuchar música furiosa y tenían una preferencia por el metal, no informaban de un efecto más negativo en su ánimo que con cualquier otro género de música. Los investigadores concluyen que deben emplearse metodologías mixtas para examinar este complejo fenómeno y para evitar interpretaciones de los datos enormemente simplistas». Por último, en la versión publicada había desaparecido esta escandalosa frase del PDF original: «Se examina la idea de que la preferencia por el metal puede indicar una vulnerabilidad a una salud mental deteriorada».

Todo lo cual, a riesgo de equivocarme, me sugiere que los referees (revisores) del Nordic Journal of Music Therapy le dieron leña al estudio hasta que las conclusiones se ajustaran estrictamente a lo que los datos podían justificar, y no al (y si no es así, desde luego se parece muchísmo) empeño personal de McFerran de satanizar el heavy metal a toda costa (de esto ya se encarga el black metal).

Este año se ha publicado otro interesante estudio que aborda específicamente lo que el de McFerran parecía abordar sin abordarlo, es decir, el efecto psicológico de escuchar heavy metal, y que entronca con lo que les decía en el artículo anterior y en otros dos previos (este y este) sobre si este género musical se relaciona con el riesgo y la violencia. El próximo día se lo cuento, no se lo pierdan.

Los viejos rockeros nunca mueren, pero ¿los jóvenes sí?

Si son aficionados a la música, seguro que habrán oído hablar del llamado Club de los 27, nombre sardónico con el que se conoce a una lista de músicos que tienen en común el hecho de haber muerto a los 27 años. Los casos más conocidos son los de Kurt Cobain, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Brian Jones y, más recientemente, Amy Winehouse. Pero existen otros muchos; en España tenemos el caso de Cecilia, y mi favorito personal es D. Boon, cantante y guitarrista de los Minutemen, una de las bandas más influyentes en la historia del punk a pesar de su corta historia.

Graffiti dedicado al Club de los 27 en Tel Aviv (Israel). Imagen de Wikipedia / Psychology Forever.

Graffiti dedicado al Club de los 27 en Tel Aviv (Israel). Imagen de Wikipedia / Psychology Forever.

Obviamente, a nadie se le escapa (o debería escapársele) que la abrumadora mayoría de los músicos mueren a otras edades. Pero para mí fue una sorpresa descubrir que hay quienes realmente creen en la existencia de una especie de maldición o destino o lo que sea que amenaza a los músicos a esa edad concreta, y que algunos incluso relacionan con nosequé mojiganga de Saturno.

Descubrí todo esto precisamente a raíz de un estudio publicado en 2011 por estadísticos de Alemania y Australia en la revista British Medical Journal (BMJ), que desmontaba la idea de que mueren más músicos a los 27 años, cuando yo ignoraba que en serio hubiese alguna idea que desmontar. Claro que el estudio se publicó en la edición de Navidad de esta revista, que cada año reúne estudios reales, pero digamos que festivos.

En aquella ocasión, los autores del estudio recopilaron los casos de 1.046 músicos con algún álbum en el número uno de las listas británicas entre 1956 y 2007. En el 7% que habían muerto durante ese período, los investigadores no encontraron más fallecimientos a los 27 años. Un análisis más amplio publicado en 2014 por la psicóloga musical de la Universidad de Sídney (Australia) Dianna Theadora Kenny, que recopiló una lista de más de 11.000 músicos muertos de 1950 a 2010, descubrió que la edad a la que más músicos mueren no es ni mucho menos los 27 años, sino los 56, aunque sus nombres en general resuenen menos que los del famoso Club. Un ejemplo conocido de muerte a esta edad fue Johnny Ramone.

Johnny Ramone (a la izquierda), tocando con los Ramones en 1976. Imagen de Wikipedia / Plismo.

Johnny Ramone (a la izquierda), tocando con los Ramones en 1976. Imagen de Wikipedia / Plismo.

Sin embargo, agregando las edades de las muertes por décadas, el estudio de BMJ sí descubría que los músicos tienen entre el doble y el triple de posibilidades de morir en la veintena o la treintena que la población general. Suele decirse que los viejos rockeros nunca mueren, y desde luego algunos parecen inmortales, como el caso de Ozzy Osbourne que conté aquí hace unos días. Pero según los datos de aquel estudio, esa vieja sentencia de «vive rápido, muere joven» es algo más que un eslogan.

A la misma conclusión llegaba el año pasado un nuevo estudio elaborado por Kenny, que ha continuado indagando en la necrología musical. En este caso y con la colaboración del experto en riesgos Anthony Asher, la psicóloga aumentó la muestra de músicos muertos a más de 13.000 e incluyó además otros datos relativos a aspectos como la causa de la muerte o el género musical. «Los resultados muestran que los músicos populares tienen una esperanza de vida más corta que la población general», escribían Kenny y Asher. «Los resultados muestran un exceso de mortalidad por muerte violenta (suicidio, homicidio, muerte accidental, incluyendo muertes en vehículos y sobredosis de drogas) y enfermedad hepática para cada grupo de edad estudiado», añadían.

En este caso, los investigadores encontraron que la franja de edad más fatal para los músicos era la más temprana, por debajo de los 25 años, reduciéndose después progresivamente el exceso de mortalidad. Es decir, explico: mueren más músicos que no músicos por debajo de los 25 años. Pero a lo largo de todas las franjas de edad, la tasa de mortalidad de los músicos duplica la del resto de la población. Si uno echa un vistazo a la tabla de las edades de las muertes desde los años 50 hasta ahora, descubre que algo apenas ha variado: la edad promedio de fallecimiento de los músicos se ha mantenido siempre en torno a los 50 años.

Un hallazgo interesante del estudio de Kenny y Asher es que las causas de las muertes en exceso tienden a ser distintas según el género musical. Los suicidios y la ruina hepática predominan en el country, el metal y el rock, mientras que los homicidios son superiores a los normales en 6 de los 14 géneros estudiados, pero sobre todo en el hip hop y el rap. Las muertes accidentales superan a la media de la población en el country, folk, jazz, metal, pop, punk y rock.

En todos los géneros musicales, incluyendo el gospel y el R&B, hay más muertes violentas y menos muertes naturales que en la población general. Si quieren saber qué género musical se lleva la palma de las muertes violentas, no es el metal, ni el punk, ni el hip hop, sino el country. Y si quieren saber cuál destaca sobre los demás en suicidios, en este caso sí, es el metal.

El sueco Per Ohlin, conocido como Dead, cantante del grupo de black metal noruego Mayhem (segundo por la izquierda), quería estar muerto; enterraba su ropa antes de actuar para asemejarse más a un cadáver. Se suicidó en 1991. Imagen de Wikipedia / Mayhem.

El sueco Per Ohlin, conocido como Dead, cantante del grupo de black metal noruego Mayhem (segundo por la izquierda), quería estar muerto; enterraba su ropa antes de actuar para asemejarse más a un cadáver. Se suicidó en 1991. Imagen de Wikipedia / Mayhem.

Curioso, ¿no? Un vistazo ligero al estudio de Kenny y Asher le serviría a cualquiera para defender esa idea extendida, que ya he comentado aquí, de que el rock se asocia al riesgo, la delincuencia, la violencia y las muertes trágicas. Datos para sostenerlo, los hay. Pero no tan deprisa: para interpretar correctamente esos datos, hay que situarlos en su contexto.

En primer lugar, el estudio compara las cifras de los músicos con las de la población general, pero no –porque no era su propósito– con las de alguna otra población que comparta esos rasgos específicos diferenciadores de los músicos, como la fama y el dinero a edades tempranas. Un ejemplo interesante para comparar sería el mundo del cine. Y a riesgo de equivocarme, tal vez los datos también le darían a cualquiera buenos argumentos para defender que el cine destroza las vidas de quienes participan en él.

En segundo lugar, fijémonos en que el estudio incluye todos los géneros de la música popular. Aunque los autores han tenido que agruparlos en 14 para no multiplicar las categorías y tener volúmenes de datos comparables, no olvidemos que en ellos se incluyen también géneros como el folk, el jazz, la polka, la balada, la música tribal y la música cristiana. Y aunque el 90% de los músicos incluidos en el estudio son estadounidenses, no perdamos de vista que este espectro musical lo cubre todo, también a Isabel Pantoja o el Despacito. Así que cualquiera que desee blandir estas conclusiones para atacar al rock, que sepa que también se aplican al folk, el jazz, la polka, la balada, la música tribal y la música cristiana.

Claro que todo lo contado aquí se aplica exclusivamente a los músicos, no a quienes escuchan su música. Pero ¿qué hay de los fans? ¿También imitan a sus ídolos en estas vidas al límite? El próximo día se lo cuento.