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Un mundo sin antibióticos: era el pasado, pero puede ser también el futuro

Ayer les contaba la historia del ruso Andrei Suchilin y la fascitis necrosante, una enfermedad rara pero no insólita: cada año se detectan en el mundo entre 4 y 10 casos por cada millón de habitantes, según las regiones. Si hacen la cuenta a la escala de la población mundial, comprobarán que esto supone decenas de miles de casos. Datos más concretos hablan de hasta 10.000 casos al año en EEUU, un país donde obviamente las condiciones higiénicas y sanitarias son mejores que en muchos otros. Pero lo más preocupante es que no solo esta terrible enfermedad, sino las infecciones bacterianas en general, podrían convertirse en una amenaza aún mayor debido a un fenómeno cada vez más preocupante.

Probablemente les asaltó una pregunta al leer el caso de Suchilin: si se trata de una infección bacteriana, ¿no puede curarse con antibióticos? En teoría, sí. Pero en su caso, el antibiótico oral que le prescribieron en el centro de salud canario al que acudió, y donde subestimaron el alcance de su infección, no pudo nada contra el caos que ya estaba extendido por su cuerpo. El día del viaje en el avión, la vida de Suchilin ya estaba sentenciada.

Según los expertos, la detección temprana de la fascitis necrosante es vital para la curación. El tratamiento urgente incluye extirpar los tejidos muertos y contaminados –lo que en muchos casos requiere amputaciones– y suministrar una mezcla de antibióticos en vena. Pero esto puede no ser suficiente: una revisión de 2015 sobre infecciones en entornos acuáticos encontró que la mayoría de las bacterias marinas son resistentes a muchos de los antibióticos disponibles. Pero el riesgo no solo acecha en el mar: en los últimos años se ha detectado un aumento de los casos de fascitis necrosante causados por una bacteria común de nuestra piel, el estafilococo; no un estafilococo cualquiera, sino uno llamado MRSA, o (en inglés) Staphylococcus aureus resistente al antibiótico meticilina.

Imagen al microscopio electrónico (coloreada) de estafilococos resistentes MRSA. Imagen de CDC / Wikipedia.

Imagen al microscopio electrónico (coloreada) de estafilococos resistentes MRSA. Imagen de CDC / Wikipedia.

El MRSA es una de las llamadas superbacterias, cepas bacterianas resistentes a los antibióticos. La capacidad de las bacterias para escapar a los antibióticos aparece de forma natural durante su evolución a causa de mutaciones aleatorias, pero se convierte en un rasgo predominante por la presión selectiva que ejerce la presencia de los antibióticos.

Un ejemplo de cómo funciona esta presión selectiva: si el mundo se inundara, la mayoría de la población humana moriría. Los humanos no criaríamos branquias, como en aquella de Kevin Costner, pero probablemente los bajau sobrevivirían. Estos nativos del sureste de Asia, llamados los «nómadas del mar», dedican la mayor parte de su tiempo a la pesca submarina. Un estudio reciente descubría que ciertas adaptaciones genéticas resultan en un bazo más grande, que les proporciona una reserva extra de glóbulos rojos para aguantar la respiración durante tres minutos. Este rasgo, que pudo surgir por mutaciones aleatorias, se ha extendido entre los bajau debido a su modo de vida, pero es minoritario en la población humana en general. En un mundo inundado, la supervivencia de los bajau llevaría a que en unas pocas generaciones ellos fueran la población humana mayoritaria.

En el caso de las bacterias, el mar es el antibiótico; es el factor de presión que lleva al predominio de esas poblaciones resistentes. Esta presión comienza probablemente en la propia naturaleza: muchos antibióticos son de origen natural, y de hecho se han encontrado bacterias resistentes en poblaciones que nunca han tenido contacto con entornos humanos ni ambientes contaminados por nuestros productos.

Pero obviamente, la mayor parte de este efecto se debe a nuestro uso indiscriminado de los antibióticos: se prescriben sin medida, se venden sin prescripción en muchos países, se guardan y reutilizan, se tiran a la basura, y tradicionalmente se han despachado a los animales de granja como si fueran caramelos. Todo este inmenso caudal de antibióticos se vierte a las aguas, se infiltra en el suelo y se deposita en los vegetales que comemos, seleccionando bacterias resistentes en el suelo, en el agua, en los animales y en nuestros propios cuerpos.

Las bacterias resistentes pueden transmitirse por el contacto físico directo, por la contaminación de superficies y objetos o por el consumo de alimentos contaminados, pero además estos microbios poseen curiosos mecanismos para contagiarse esta resistencia entre ellas. Mediante ciertos procesos moleculares, una bacteria de esta población puede fabricar una copia del gen responsable de esta capacidad y pasarlo a otra bacteria de la misma especie o de otra distinta. Así, a menudo ocurre que el uso de los antibióticos selecciona bacterias resistentes de nuestra flora microbiana que de por sí no son peligrosas, pero que si entran en contacto con otras que sí lo son pueden convertirlas en superbacterias.

Las consecuencias de todo este panorama no son hipotéticas, sino muy reales: hoy se calcula que cada año fallecen en el mundo unas 700.000 personas por infecciones bacterianas que no remiten con ningún antibiótico disponible. Pero las previsiones son del todo alarmantes: los expertos calculan que hacia mediados de siglo la cifra podría ascender a unos 10 millones de muertes anuales. La Organización Mundial de la Salud alerta de que el peligro de las superbacterias no es una predicción apocalíptica, sino que hoy ya representa «una de las mayores amenazas a la salud global, la seguridad alimentaria y el desarrollo”.

Algunos expertos incluso llegan a insinuar que ya vivimos en una era post-antibióticos. Ante este escenario, hoy todas las autoridades sanitarias y las instituciones médicas con competencias en el asunto están inmersas en campañas para controlar el abuso de los antibióticos y su vertido al medio ambiente, además de restringir el uso de los más especializados solo para los casos en que falle todo lo demás.

Resistencia a antibióticos: a la izquierda, las bacterias no crecen alrededor de los discos de papel que contienen los fármacos. A la derecha, las bacterias resisten la acción de varios antibióticos. Imagen de Dr Graham Beards / Wikipedia.

Resistencia a antibióticos: a la izquierda, las bacterias no crecen alrededor de los discos de papel que contienen los fármacos. A la derecha, las bacterias resisten la acción de varios antibióticos. Imagen de Dr Graham Beards / Wikipedia.

Pero evidentemente, una gran parte de esta responsabilidad está en nuestras propias manos. Algunas medidas son obvias, como evitar la automedicación y utilizar los antibióticos solo bajo prescripción. Hay que repetirlo una y mil veces: muchas enfermedades contagiosas –como la gripe y los catarros– no están causadas por bacterias sino por virus, y contra estos los antibióticos tienen la misma utilidad que un plumero en un tiroteo.

En cambio, otras medidas no son tan obvias. Por ejemplo, la rápida acción de los antibióticos lleva a muchas personas a suspender el tratamiento antes de tiempo, cuando ya se encuentran bien. Grave error: este golpe débil a las bacterias ayuda a que proliferen aquellas que son moderadamente resistentes. Lo mismo ocurre cuando se guardan los antibióticos y se consumen ya caducados: en este caso la dosis que se toma es insuficiente, lo que produce el mismo efecto que un tratamiento incompleto. El sobrante no debe conservarse, sino llevarse a un punto de recogida de medicamentos.

Hoy lo hemos olvidado, pero antes de la penicilina infinidad de mujeres morían después de dar a luz por infecciones contraídas durante el parto. Fallecían más pacientes por infecciones postoperatorias que por la propia cirugía o la enfermedad que la motivaba. Cualquier ingreso en un hospital era como un cara o cruz contra la posibilidad de contraer alguna bacteria letal. Cualquier herida grave en una pierna o en un brazo era casi el preludio seguro de una gangrena y una amputación. Los niños morían de escarlatina, una enfermedad que hoy sigue presente pero que ya no preocupa; y que, por cierto, está causada por el mismo estreptococo responsable de muchos casos de fascitis necrosante.

Y por supuesto, está la fascitis necrosante. Esta temible pesadilla puede convertirse en algo mucho más frecuente si los antibióticos de primera línea no logran contener lo que comienza como una infección leve. De hecho, algunos estudios revelan que los casos se han disparado en las últimas décadas, aunque aún no está claro si se debe más a un aumento de las resistencias bacterianas o a que ahora se diagnostican más casos que antes pasaban inadvertidos. Pero depende de todos evitar que volvamos al pasado: si hoy asustan enfermedades como el cáncer o el alzhéimer, la perspectiva de vivir en un mundo sin antibióticos es infinitamente más aterradora.

La trágica historia del hombre que olía mal, y por qué debería preocuparnos

Tal vez hayan conocido la historia a través de los medios. Pero lo que probablemente no les hayan contado es que lo ocurrido al ruso Andrei Suchilin, lejos de tratarse de una rareza imposible, no solo podría sucedernos a cualquiera, sino que cada vez va a ser más probable que algo así pueda sucedernos a cualquiera.

La historia se narró en dos partes. La primera se contó dentro de esas secciones de curiosidades que suelen embutirse en los programas de radio para desahogar al oyente de tanto bombardeo político: que Google Maps encuentra un pene gigante dibujado en el suelo en Australia, o que un tipo se tatúa la cara de Rajoy en el brazo. En este caso, la noticia decía que a finales de mayo un avión de la compañía Transavia que volaba de Gran Canaria a Holanda se había visto obligado a un aterrizaje no planificado en Faro (Portugal) debido al insoportable hedor que despedía uno de los pasajeros, y que a algunos incluso llegó a provocarles el vómito.

Noticias parecidas suelen aflorar de vez en cuando: un avión hace una escala de emergencia a causa de algún incidente provocado por un pasajero por motivos variados, ya sea una borrachera o un episodio de flatulencia incontenible. En este caso la tripulación trató de resolver el problema esparciendo ambientadores, pero ni siquiera confinando al pasajero en el baño consiguieron aliviar el hedor. Finalmente y ante las protestas del resto del pasaje, el responsable del percance fue desalojado del avión en Faro y trasladado a un hospital. Otro viajero declaró entonces que era como si aquel hombre no se hubiera lavado en varias semanas.

Después del suceso el pasajero en cuestión, el guitarrista ruso Andrei Suchilin, de 58 años, publicó en su Facebook que durante sus vacaciones en Canarias había contraído algo que el médico español al que acudió había diagnosticado como “una infección normal de playa”. “Lo trágico y lo cómico de toda esta situación es que cogí una enfermedad que (no digamos cómo ni por qué) hace que un hombre apeste”, escribía Suchilin.

El guitarrista ruso Andrei Suchilin en 2017. Imagen de Krassotkin / Wikipedia.

El guitarrista ruso Andrei Suchilin en 2017. Imagen de Krassotkin / Wikipedia.

Por desgracia, la segunda parte de la historia demostró que la situación no tenía nada de cómico, y sí mucho de trágico. A finales de junio se supo que Suchilin había fallecido en el hospital portugués en el que fue internado. La causa de su mal olor resultó ser una fascitis necrosante, una terrible enfermedad bacteriana que puede describirse como una descomposición progresiva del organismo cuando el paciente aún está vivo; partes de él ya han muerto y están descomponiéndose, por lo que el olor es el de un cadáver. Cuando la infección alcanza a los órganos vitales, el paciente muere.

Lo terrorífico de la fascitis necrosante es que no se trata realmente de una enfermedad infecciosa definida con una causa específica, como la malaria o el ébola, sino de una fatal complicación de lo que puede comenzar como una infección cotidiana e inocente. De hecho y aunque son varios los tipos de bacterias que pueden causarla, uno de ellos es un estreptococo, un microbio que convive habitualmente con nosotros provocándonos las típicas infecciones de garganta y otras dolencias leves.

En muchos casos estas infecciones no avanzan más allá de la piel y los tejidos superficiales. Pero si llegan a afectar a la fascia, la capa que conecta la piel con los músculos, la infección puede empezar a progresar en los tejidos profundos, diseminándose por la sangre a todo el organismo y destruyendo los órganos vitales. Y todo ello sin que desde el exterior se note nada demasiado visible; el dolor y el olor, como el de Suchilin, pueden revelar que algo espantoso está sucediendo por dentro, pero a menudo un diagnóstico rápido en una consulta externa puede pasarlo por alto. Se calcula que la cuarta parte de los afectados fallecen; en algunos casos, incluso en solo 24 horas.

Bacterias Streptococcus pyogenes al microscopio en una muestra de pus. Imagen de PD-USGov-HHS-CDC / Wikipedia.

Bacterias Streptococcus pyogenes al microscopio en una muestra de pus. Imagen de PD-USGov-HHS-CDC / Wikipedia.

Pero si el hecho de que la causa pueda ser una simple bacteria común y corriente ya es de por sí un dato inquietante, en realidad son otros dos los que deben ponernos los pelos de punta. Primero, y ahora que estamos en plena temporada de vacaciones, es preciso recordar una advertencia médica que contradice un mito muy extendido: el agua del mar NO desinfecta ni cicatriza las heridas. Pensar en el mar como un desinfectante es sencillamente un inmenso contrasentido, ya que está lleno de vida, grande y pequeña, por lo que es una peligrosa y frecuente fuente de infecciones en las llagas abiertas.

Sobre todo, los expertos alertan de los cortes producidos directamente dentro del agua, ya que pueden introducirnos en tejidos profundos algunas bacterias que viven en el medio marino, que crecen mejor sin aire y que preferiríamos sinceramente no tener dentro de nosotros, como Vibrio y Aeromonas. En particular, las Vibrio han sido la causa de la fascitis necrosante en varios casos descritos de turistas heridos durante excursiones de pesca, y un estudio de 2010 demostró la presencia de estas bacterias en la costa valenciana. Hasta donde sé, no se ha publicado cuál fue la bacteria o bacterias que causaron la muerte al infortunado Suchilin, pero es muy posible que contrajera la infección en el mar.

El segundo motivo es infinitamente más preocupante y requiere una explicación aparte. Porque no solo afecta a la fascitis necrosante, sino a muchas otras infecciones bacterianas, y es el motivo por el que casos como el de Suchilin no solo nos deberían llevar a lamentar su mala suerte y compadecer a su familia, sino también a hacer todo cuanto esté en nuestra mano para evitar un futuro en el que cualquiera podríamos vernos en una situación similar. Mañana seguimos.

El Nobel de Química que murió en España

Los nombres de Santiago Ramón y Cajal y Severo Ochoa son hoy de sobra conocidos incluso para el ciudadano medio sin conocimientos de ciencia. Pero esto, más que un motivo para celebrar, es una razón para el sonrojo: son las dos únicas personas nacidas en España que han alcanzado el reconocimiento de un Nobel de ciencia.

El número de españoles ganadores de un Nobel de Literatura más que duplica esta cifra (cinco, para ser exactos). El historiador del CSIC Ricardo Campos, en un estudio sobre la eugenesia del franquismo (que conté en detalle aquí), escribía que el psiquiatra franquista Juan José López Ibor definía al hombre español como “estoico, sobrio, buscador de gloria militar y literaria, despectivo hacia la ciencia y la técnica e impasible frente la muerte”. Y así hemos llegado a donde estamos.

Para un estadounidense o un británico, aprenderse la lista de sus científicos laureados con el Nobel sería casi misión imposible. Y ni siquiera la diferencia entre su potencia científica y la nuestra es suficiente justificación: como conté aquí en una ocasión, España es el undécimo país en número de publicaciones científicas (de hecho, cuando lo conté éramos los décimos, pero la reciente edad oscura para la ciencia española nos ha hecho perder un puesto que será muy complicado volver a recuperar), pero se queda en un vergonzoso vigésimo séptimo lugar en número de premios Nobel de ciencia, a la altura de Luxemburgo o Lituania.

Wendell Meredith Stanley en 1946, el año en que ganó el Nobel de Química. Imagen de Wikipedia.

Wendell Meredith Stanley en 1946, el año en que ganó el Nobel de Química. Imagen de Wikipedia.

Todo lo anterior me ha venido al hilo del recuerdo de un episodio poco conocido, y es que si este país solo ha alumbrado dos Nobel de ciencia, en cambio ha matado a uno más. Es un decir, claro; en realidad fue su corazón lo que mató a Wendell Meredith Stanley el 15 de junio de 1971, unas horas después de pronunciar una conferencia en la Universidad de Salamanca. Al día siguiente, 16 de junio, el diario ABC (que daba la noticia a toda página bajo el epígrafe “vida cultural”) contaba que Stanley, profesor de la Universidad de Berkeley y Nobel de Química en 1946, había fallecido de madrugada a la edad de 67 años por un infarto de miocardio en su alojamiento, el Colegio Fonseca.

Stanley había viajado a Barcelona con motivo de un congreso científico en compañía de Severo Ochoa, con quien mantenía amistad, y había sido invitado a Salamanca por el bioquímico Julio Rodríguez Villanueva, quien antes de la conferencia de Stanley advirtió de que “las preguntas que formularan al premio Nobel se le hicieran despacio, a causa de que había sufrido varios ataques al corazón”, contaba ABC. La preocupación de Villanueva no pudo ser más premonitoria.

Pero ¿quién era Wendell Meredith Stanley? Resulta curioso que para un país como EEUU un Nobel de ciencia sea algo tan de andar por casa que algunos de ellos sean casi unos completos desconocidos. Fuera de los círculos de la microbiología y la biología molecular (y tal vez dentro), el nombre de Stanley solo invita a encoger los hombros, e incluso su página en la Wikipedia inglesa no le dedica más de cuatro o cinco párrafos.

Casi oculto, Wendell Stanley asoma la cabeza al fondo de esta foto tomada en la Casa Blanca en 1961, durante un encuentro con científicos del presidente John F. Kennedy. Imagen de White House / Wikipedia.

Casi oculto, Wendell Stanley asoma la cabeza al fondo de esta foto tomada en la Casa Blanca en 1961, durante un encuentro con científicos del presidente John F. Kennedy. Imagen de White House / Wikipedia.

Y sin embargo, podríamos decir que Wendell Stanley fue nada menos que el descubridor de los virus. Para los iniciados en el tema esta afirmación puede ser discutible, pero démosle la vuelta: si hubiera que nombrar a un solo científico/a como descubridor de los virus, ¿quién merecería este título más que Wendell Stanley?

En la segunda mitad del siglo XIX el francés Louis Pasteur y el alemán Robert Koch sentaron la teoría microbiana de la enfermedad, según la cual las infecciones estaban provocadas por los microbios. Pasteur, Koch y otros científicos comenzaron a identificar las bacterias responsables de numerosas enfermedades, y las infecciones dejaron de ser un misterio a medida que iban cayendo una tras otra bajo el microscopio de los investigadores.

Pero una se les resistía: la rabia. Nadie era capaz de aislar bajo las lentes una bacteria a la que culpar de la rabia. Lo mismo ocurría con ciertas enfermedades de las plantas, en las cuales los investigadores buscaban causas bacterianas al hilo de los trabajos de Pasteur y Koch, pero sin éxito. Uno de estos científicos era el químico alemán Adolf Mayer, que en 1886 describió una plaga a la que denominó mosaico del tabaco, que arruinaba las hojas de esta planta entonces tan apreciada. Mayer extraía savia de una planta afectada y la inoculaba en un ejemplar sano, observando que la enfermedad se transmitía. Pero cuando estudiaba la savia al microscopio, no encontraba nada.

Mayer y otros investigadores, como el ruso Dmitri Ivanovsky, descubrieron que el misterioso causante del mosaico del tabaco era algo capaz de atravesar no solo un papel de filtro, sino también unos filtros de porcelana inventados por el francés Charles Chamberland y que servían para limpiar un líquido de bacterias. ¿Qué era lo que causaba aquella infección del tabaco?

La teoría de la época suponía que se trataba de una toxina o de una bacteria diminuta, hasta que en 1898 el holandés Martinus Beijerinck se atrevió a aventurar que aquella enfermedad del tabaco estaba causada por otro tipo de agente infeccioso que no era una bacteria, al que llamó “virus”, “veneno” en latín, un término que ya se había empleado siglos antes en referencia a agentes contagiosos desconocidos. Beijerinck acertó al sugerir que el virus era algo más o menos vivo (no como una toxina), ya que solo afectaba a las células que se dividían. Pero se equivocó al proponer que era de naturaleza líquida.

A partir de los experimentos de Beijerinck, los microbiólogos comenzaron a llamar “virus” a todo agente infeccioso invisible al microscopio y que atravesaba los filtros. El primero en detectarse en animales fue el de la fiebre aftosa, y después llegaron los humanos, el de la fiebre amarilla, la rabia, la viruela y la poliomielitis. Pero aunque ya era de conocimiento común que todas estas enfermedades eran víricas, en realidad aún no se tenía la menor idea sobre qué y cómo eran estos virus. Aún se seguía admitiendo generalmente que no eran partículas, sino misteriosos líquidos infecciosos, una especie de veneno vivo.

Aquí es donde entra nuestro Stanley. En la década de los 30 apareció el microscopio electrónico, una herramienta que permitía hacer visible lo invisible al microscopio óptico tradicional. Y con el potencial que ofrecía esta nueva tecnología, en 1935 Stanley se propuso destripar de una vez por todas la naturaleza del virus del mosaico del tabaco, emprendiendo uno de esos trabajos penosos que alguien tenía que hacer en algún momento: despachurró una tonelada de hojas de tabaco, extrajo su jugo, lo purificó, y de todo ello finalmente obtuvo una exigua cucharadita de polvo blanco. Pero allí estaba el virus del mosaico del tabaco, una especie de minúsculo ser con forma alargada que seguía siendo infectivo incluso cuando estaba cristalizado; es decir, lo que llamaríamos más o menos muerto.

El virus del mosaico del tabaco al microscopio electrónico. Imagen de Wikipedia.

El virus del mosaico del tabaco al microscopio electrónico. Imagen de Wikipedia.

En realidad fueron otros investigadores los que después obtuvieron las primeras imágenes de microscopía electrónica del virus del mosaico del tabaco, y Stanley se equivocó en algunas de sus hipótesis, como cuando propuso que el virus solo estaba compuesto por proteínas. Pero no solo su virus fue realmente el primer virus que ya era algo más que un nombre, sino que aquella extraña capacidad de infectar incluso cuando estaba cristalizado descubrió para la ciencia el rasgo fundamental de los virus, y es que no son exactamente seres vivos, o al menos no como los demás. Pero esta ya es otra historia.

¿Las palomas pueden transmitir enfermedades? Sí, como cualquier otro animal (sobre todo los humanos) (II)

Recientemente un amigo sostenía que Paul McCartney no es un buen guitarrista. Hey, ni siquiera está en la lista del Top 100 de Rolling Stone, en la que sí aparecen sus excompañeros George Harrison (en el puesto 11) y John Lennon (55).

Mi respuesta era: McCartney no es un buen guitarrista, ¿comparado con quién? La lista de Rolling Stone, incluso suponiéndole un valor rigurosamente objetivo (que no es así), solo muestra que en el mundo han existido al menos 100 guitarristas mejores que el exBeatle. ¿Cuántos millones de guitarristas son peores que él? Descalificar a McCartney desde la posición de un aficionado es como mínimo presuntuoso, pero sobre todo es perder de vista la perspectiva del contexto: ya quisieran muchas bandas en el mundo, incluso entre quienes le critican, tener un guitarrista como Paul McCartney.

¿Y qué diablos tiene que ver Paul McCartney con las palomas y las zoonosis (enfermedades transmitidas de animales a humanos)?, tal vez se pregunten. Para valorar con la adecuada perspectiva la destreza de McCartney con la guitarra, o el riesgo de transmisión de enfermedades de las palomas, es esencial situar el objeto de valoración en su contexto: ¿comparado con qué? Sí, las palomas pueden transmitir enfermedades a los humanos, y de hecho sucede. Pero ¿cuál es el riesgo real? ¿Con qué frecuencia ocurre?

Imagen de Craig Cloutier / Flickr / CC.

Imagen de Craig Cloutier / Flickr / CC.

Regresemos al estudio de la Universidad de Basilea que cité ayer. Los autores peinaron los datos y tienen la respuesta: entre 1941 y 2003, el total de casos documentados de contagios humanos causados por palomas fue de… 176. En 62 años, 176 casos. ¿Saben cuántas personas mueren en accidente de tráfico solo en un año, concretamente en 2013, el último dato publicado por la Organización Mundial de la Salud? 1.250.000. Incluso suponiendo que los 176 casos de contagios por palomas hubieran terminado en muerte, que ni mucho menos es así, podríamos estimar que en un año mueren más de 446.000 veces más personas en la carretera que por causa de las palomas. Lo cual nos sugiere que deberíamos estar 446.000 veces más preocupados por el riesgo para nuestra salud de los coches que de las palomas.

De esos 60 patógenos que las palomas podrían transmitirnos, solo hay casos documentados de transmisión a humanos para siete de ellos. Ninguno de ellos, ninguno, de Campylobacter (esa bacteria presente en más de dos tercios de las palomas madrileñas analizadas en aquel alarmista alarmante estudio que comenté ayer). La mayoría de ellos, de Chlamydia psittaci y Cryptococcus neoformans. Los autores del estudio suizo concluían: «aunque las palomas domésticas suponen un riesgo esporádico para la salud humana, el riesgo es muy bajo, incluso para los humanos implicados en ocupaciones que les ponen en contacto estrecho con los lugares de anidación».

Pero volvamos a los resultados del estudio sobre las palomas madrileñas. Aparte de en esta especie, ¿dónde más podemos encontrar la Chlamydia psittaci y la Campylobacter jejuni? Respecto a la primera, y aunque la psitacosis se conoce como enfermedad de los loros por su primera descripción en estos animales, lo cierto es que es muy común en las aves: según una revisión de 2009 escrita por investigadores belgas, se ha descrito en 465 especies. Y entre ellas, ya podrán imaginar que se encuentra el ave más directamente relacionada con los hábitos de consumo de infinidad de humanos: el pollo, o la gallina.

Por ejemplo, un estudio de 2014 en granjas belgas descubría que en 18 de 19 instalaciones analizadas estaba presente la bacteria de la psitacosis; o mejor dicho bacterias, ya que recientemente se han descubierto otras especies relacionadas que también causan la enfermedad. Periódicamente las investigaciones, como una llevada a cabo en 2015 en Francia, descubren que la enfermedad ha saltado de los pollos a los trabajadores de las granjas. Por suerte, la psitacosis se cura con antibióticos. Y aunque la transmisión de persona a persona es posible, es muy rara. También los pavos pueden ser una fuente de contagio: los autores de la revisión de 2009 citaban que esta bacteria es endémica en las granjas belgas de pavos, y que por tanto lo es probablemente también en muchos otros países.

Pero también Campylobacter jejuni, el otro microbio detectado en las palomas madrileñas y que puede provocar diarreas en los humanos, se cría muy a gusto en las granjas aviares. En 2017, un estudio de las muestras fecales en instalaciones holandesas encontró una prevalencia de esta bacteria del 97% en las granjas de gallinas ponedoras, y del 93% en las que criaban pollos para carne. Los autores comprobaron que en más de la cuarta parte de los casos los microbios se expanden al suelo y las aguas circundantes, y citaban el dato de que el 66% de los casos de campilobacteriosis en humanos se originan en los pollos, seguidos por un 21% causados por el ganado. Las palomas no aparecen como fuente de ningún contagio.

Claro que, con todo lo anterior, habrá alguien tentado de concluir que las palomas en concreto, pero también las aves en sentido más amplio, son «ratas con alas». Pues bien, y aunque la mayoría de los casos de campilobacteriosis registrados proceden de los pollos, en realidad no son estos animales la mayor fuente posible de contagio de estas bacterias: una nueva revisión publicada precisamente hace unos días nos recuerda que «las especies de Campylobacter pueden aislarse comúnmente en las muestras fecales recogidas de perros y gatos».

Es decir, que la bacteria cuya presencia en las palomas fue tan cacareada (¿o gorjeada?) por aquel estudio en Madrid es muy común en los perros y los gatos; quien lleve a su perro al parque mirando con recelo a las palomas, debería saber que posiblemente su propio animal sea portador de esta bacteria. Claro que, como vengo insistiendo, el riesgo de contagio en cualquier caso es realmente bajo. Sin embargo, es oportuno citar al autor de la nueva revisión: «el contacto con perros y gatos es un factor reconocido de campilobacteriosis humana, y por tanto las personas que viven o trabajan en estrecho contacto con perros y gatos deberían ser advertidas de los organismos zoonóticos que estos animales pueden liberar».

De hecho, Campylobacter no es ni mucho menos el único patógeno peligroso que puede encontrarse en los animales de compañía más populares. Si decíamos ayer que las palomas pueden transmitir 60 enfermedades a los humanos, el Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC) enumera 41 organismos patógenos que los perros y los gatos podrían contagiar a las personas, incluyendo bacterias, virus, hongos y parásitos, pero aclarando que se trata de una lista selectiva, no exhaustiva.

Ahora, y por si hubiera alguien inclinado a pensar que las palomas, las aves en sentido más amplio y los animales de compañía son «ratas con alas o patas», cabe añadir que tampoco los animales de casa son la única posible fuente de contagio. Hoy es raro el colegio que no lleva a sus alumnos de visita a alguna granja-escuela. Pues bien, en 2007 una revisión en Reino Unido recopilaba numerosos casos de brotes de enfermedades causados por las excursiones a estos recintos, y descubría que muchas zoonosis comunes están presentes también en las granjas-escuelas.

Con todo esto no se trata ni mucho menos de alarmar sobre ningún riesgo de contagio por el contacto con los animales, sino todo lo contrario, de explicar que el peligro real de contraer una enfermedad por causa de las palomas es similar al causado por cualquier otro animal de los que conviven con nosotros, y que en cualquier caso el riesgo es muy bajo, siempre que se respeten las medidas higiénicas recomendables como lavarse las manos.

Pero conviene recordar que incluso para los animales de compañía estrictamente sometidos a control veterinario, como es obligado, algunos expertos apuntan que el lametón de un perro puede llevar a nuestros tejidos vivos, como heridas, ojos o mucosas, microbios patógenos que su lengua o su hocico hayan recogido antes de otros lugares poco deseables: «los perros se pasan media vida metiendo la nariz en rincones sucios y olisqueando excrementos, por lo que sus hocicos están llenos de bacterias, virus y gérmenes», decía el virólogo de la Universidad Queen Mary de Londres John Oxford.

Imagen de Max Pixel.

Imagen de Max Pixel.

Claro que, por si hay algún nihilista dispuesto a asegurar que las palomas, las aves en sentido más amplio, los animales de compañía y todos los animales en general son «ratas con alas o patas», es imprescindible aclarar que la principal fuente de contagio de enfermedades infecciosas en los humanos no es otra que los propios humanos. Estas infecciones se transmiten comúnmente entre nosotros por vías como los aerosoles de la respiración o el contacto con superficies contaminadas, pero no olvidemos que también «las mordeduras humanas tienen tasas de infección más altas que otros tipos de heridas» debido a que «la saliva humana contiene hasta 50 especies de bacterias», según recordaba una revisión de 2009.

¿Somos las palomas, las aves en sentido más amplio, los animales de compañía, todos los animales en general y los humanos en concreto «ratas con alas, patas o piernas»? Sería bastante injusto para las ratas; recupero lo que conté en este blog hace cuatro años a propósito de un estudio que analizó la presencia de patógenos en las ratas neoyorquinas:

Catorce de las ratas estudiadas, más o menos un 10% del total, estaban completamente libres de polvo y paja. Un 23% de los animales no tenían ningún virus, y un 31% estaban libres de patógenos bacterianos. De hecho, entre todas las situaciones posibles que combinan el número de virus con el número de bacterias, la de cero virus y cero bacterias resulta ser la más prevalente, la de mayor porcentaje que el resto. Solo 10 ratas estaban infectadas con más de dos bacterias, y ninguna de las 133 con más de cuatro. Solo 53 ratas tenían más de dos virus, y solo 13 más de cinco. Teniendo en cuenta que, sobre todo en esta época del año, no hay humano que se libre de una gripe (influenza) o un resfriado (rinovirus), y sumando las ocasionales calenturas y otros herpes, algún papiloma y hepatitis, además del Epstein-Barr que casi todos llevamos o hemos llevado encima (y sin contar bacteriófagos, retrovirus endógenos y otros), parece que después de todo no estamos mucho más limpios que las ratas.

Resulta que finalmente ni siquiera las ratas son «ratas con patas». Y como también conté aquí, estos roedores muestran en los estudios de laboratorio una capacidad para la empatía con los miembros de su propia especie que en ocasiones nos falta a los humanos. Pero si hay por ahí especies con habilidades sorprendentes, entre ellas están también las palomas: antes de mirarlas con desdén, sepan que estos animales son capaces de distinguir la música de Bach de la de Stravinsky. ¿Cuántos humanos pueden hacer lo mismo?

¿Las palomas pueden transmitir enfermedades? Sí, como cualquier otro animal (I)

Recojo el testigo de mi compañera Melisa Tuya, que ayer daba voz en su blog En busca de una segunda oportunidad a la asociación Mis Amigas Las Palomas, dedicada a promover la protección de estos animales tan desdeñados y aborrecidos por muchos. El espíritu crítico debe incitar siempre a cuestionar los tópicos, y cuando la pregunta es de carácter científico, los que tenemos la suerte de haber recibido formación en este campo contamos con la oportunidad impagable de encontrar una respuesta basada en datos reales. Ah, ¿he dicho impagable? No: si además nos pagan por nuestra curiosidad, mejor que mejor.

La gente en la ciudad y la gente en el campo tenemos en común el hecho de compartir nuestros espacios vitales con las palomas. Y aunque las nuestras, las torcaces (Columba palumbus) puedan parecer subjetivamente más bonitas que las de ellos, las domésticas o comunes (Columba livia domestica), no es más que un juicio opinable sobre dos especies estrechamente emparentadas. Sin embargo, suelen ser las segundas las que reciben el calificativo desdeñoso de «ratas con alas» y el desprecio de infinidad de urbanitas.

Palomas domésticas. Imagen de pixabay.

Palomas domésticas. Imagen de pixabay.

Debo aclarar que, aunque no creo que pueda llegar a considerarme un ornitólogo aficionado, tengo aprecio por las aves, los únicos dinosaurios que lograron sobrevivir a su gran extinción. Pero para dar respuesta a la pregunta «¿son las palomas tan peligrosamente contagiosas como todo el mundo parece creer repitiendo lo que todo el mundo dice?», lo único que voy a hacer aquí es contrastar datos extraídos de fuentes científicas.

Por supuesto, todo el que haya cursado alguna asignatura de microbiología y parasitología ya conoce la respuesta: ¿pueden las palomas transmitir enfermedades peligrosas a los humanos? Sí, por supuesto que pueden. Hay un dato concreto que aparece en múltiples artículos periodísticos, y es el de 60: sesenta enfermedades que las palomas pueden contagiarnos.

Buscando una referencia científica, he encontrado una revisión publicada en 2004 por dos investigadores de la Universidad de Basilea (Suiza) que mencionaba el dato, aunque no puedo saber si es la fuente original (dado que muchos artículos periodísticos no suelen incluir esos subrayados en azul que yo procuro siempre añadir). Pero ahí está el hecho: «la paloma doméstica alberga 60 organismos patógenos humanos diferentes», escribían los autores.

En 2010 tuvo bastante resonancia por aquí un estudio del Centro de Investigación en Sanidad Animal de Valdeolmos (CISA-INIA) que analizó la presencia de microbios patógenos para los humanos en 118 palomas de los parques y jardines de Madrid. Los investigadores encontraron que más de la mitad de los animales (52,6%) llevaban la bacteria Chlamydia psittaci, que puede causar una grave enfermedad respiratoria llamada psitacosis, y que más de dos terceras partes (69,1%) contenía Campylobacter jejuni, otra bacteria causante de diarreas que es una frecuente culpable de las intoxicaciones alimentarias. Los autores concluían: «Por tanto, estas aves pueden suponer un riesgo de salud pública para las poblaciones humanas. Estos datos deberían tenerse en cuenta de cara a la gestión de la población de palomas».

Naturalmente, la información se difundió en muchos medios, que titularon con alguna variación más o menos afortunada, o más o menos alarmista, de la frase con la que Biomed Central, la editorial de la revista científica, lanzó su nota de prensa: «las palomas llevan bacterias dañinas».

Por otra parte y si uno busca casos en las bases de datos de estudios científicos, es innegable que pueden encontrarse casos reales de enfermedades transmitidas al ser humano por las palomas. Si no me falla la búsqueda, el último caso reportado hasta hoy se publicó en enero de este año, y corresponde a una mujer holandesa de 54 años que murió por un fallo respiratorio debido a una infección por Paramixovirus de Paloma de Tipo 1 (PPMV-1). Los autores escriben que la probable ruta de contagio fue «el contacto directo o indirecto con palomas infectadas».

La mujer seguía un tratamiento de inmunosupresión por haber recibido un trasplante de médula ósea, pero a nuestros efectos no nos fijemos en este dato, sino más bien en el hecho de que además de las bacterias analizadas en el estudio de Madrid, las palomas puede también albergar otros organismos peligrosos, como ciertos parásitos y virus transmisibles a los humanos (la gripe aviar es un ejemplo conocido).

Por todo ello, a la menor búsqueda en Google es inmediato encontrar infinidad de webs, incluso de organismos públicos, que advierten contra el contacto con las palomas, incluso indirecto, por el grave riesgo de contraer alguna terrible enfermedad.

Aquí termina el alegato de la acusación. Si ya se han cansado de leer, pueden quedarse con todo lo anterior y utilizarlo como referencia sólida (al menos ahí tienen los enlaces a los estudios) para defender ante sus amigos que las palomas son ratas aladas, sucias y contagiosas. Pero si les interesa conocer la otra cara de la realidad para formarse un juicio crítico, les invito a volver aquí mañana para leer el alegato de la defensa: ahora toca situar todo lo anterior en su contexto más amplio para valorarlo en su justa medida. Y como comprobarán, la cosa cambia radicalmente.

Vuelve el ébola y la vacuna es eficaz, pero puede que no sea efectiva

Esta semana la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha informado de la aparición de un nuevo brote de virus del Ébola en la República Democrática del Congo (RDC). Hasta ayer se han contabilizado 34 casos que se reparten entre dos confirmados, 18 probables y 14 sospechosos, con un total de 18 muertes.

Después del brote de 2014 que se extendió hasta causar una alerta sanitaria global, y que tuvo su propio capítulo en nuestro país, es la segunda vez que el ébola escapa de los reservorios donde permanece dormitando en silencio (probablemente los murciélagos) para causar estragos en la población humana. La anterior, que conté aquí, fue hace justo un año, en mayo de 2017, también en la RDC.

Brote de ébola en África Occidental en 2014. Imagen de EU Civil Protection and Humanitarian Aid Operations / Flickr / CC.

Brote de ébola en África Occidental en 2014. Imagen de EU Civil Protection and Humanitarian Aid Operations / Flickr / CC.

En este nuevo brote el número de casos detectados es mayor, pero no es el único motivo de preocupación. Los epidemiólogos estiman que la epidemia de 2014 alcanzó tan alarmantes dimensiones porque nació en África Occidental, una región con alta densidad y movilidad poblacional donde la expansión del virus llegó a hacerse incontrolable. Por el contrario, en las inmensas y remotas selvas del Congo suele ser más fácil confinarlo; la zona del presente brote está nada menos que a 15 horas en moto del pueblo más cercano. Pero en este caso se dan dos circunstancias que pueden agravar la situación: por una parte, la región afectada está próxima al río Congo, una vía de comunicación esencial que vincula las capitales de la RDC y su vecino del norte, la República Centroafricana; por otra, algunos de los afectados son trabajadores sanitarios, lo que suele contribuir a extender la infección.

Con los datos actuales, la OMS considera ahora que el riesgo es «alto a nivel nacional» en la RDC y moderado en la región central de África, mientras que de momento no hay razón para una alerta global. Las autoridades sanitarias de la RDC han reaccionado con rapidez informando a la OMS para el despliegue de un plan de acción que ya está en marcha. Sin embargo, la OMS advierte de que la respuesta a este brote va a ser «un desafío» y que está preparándose para todos los posibles escenarios.

Es un momento adecuado para repasar en qué estado están los fármacos y las vacunas contra esta enfermedad. Ayer mismo una usuaria de Twitter difundía un artículo que publiqué aquí hace tres años acerca del TKM-Ebola, un nuevo y sofisticado fármaco que había logrado curar de la enfermedad al 100% de los monos en una prueba preclínica. Los indicios eran tremendamente prometedores, y por entonces ya habían comenzado las primeras fases del ensayo clínico.

Pero por desgracia, en humanos resultó un estrepitoso fracaso: en la evaluación inicial de la seguridad los pacientes tratados sufrían ciertos síntomas adversos, pero cuando comenzó a probarse su eficacia el resultado fue que no curaba. Tan sonoro fue el batacazo que la compañía creadora del TKM-Ebola, la canadiense Tekmira, no solo detuvo el desarrollo del fármaco, sino que cambió de nombre y abandonó la línea del ébola.

Hoy continúan en desarrollo y pruebas varios medicamentos experimentales, incluyendo el ZMapp que en 2014 se administró a la enfermera española Teresa Romero. Sin embargo, es dudoso que este fármaco, un cóctel de anticuerpos modificados por ingeniería genética, fuera el responsable de la curación de Romero; los resultados clínicos del ZMapp han mostrado que quizá tenga cierta eficacia, pero el fin del brote de 2014 impidió extender el ensayo lo suficiente como para que los datos fueran estadísticamente significativos.

Por el momento, el único tratamiento específico (aparte de los dirigidos a aliviar los síntomas) que se emplea con éxito es el más clásico, la sangre o suero de los supervivientes a la enfermedad, cuyos anticuerpos pueden proteger a otros afectados. Estos antisueros tienen la ventaja adicional de que en cada caso están naturalmente adaptados a cada cepa concreta (ya que, si proceden del mismo brote, el donante y el receptor tienen el mismo virus), pero también pueden ofrecer protección contra otras cepas e incluso otros virus emparentados con el original. A cambio, el inconveniente es que su producción está limitada por la posibilidad de extraer sangre a los supervivientes.

Las noticias son mejores respecto a las vacunas, aunque existe una aparente paradoja que adelanto más arriba en el título. Como ya expliqué aquí, la vacuna rVSV-ZEBOV (también llamada VSV-EBOV o V920) no es producto del calentón de la epidemia de 2014, sino que fue desarrollada por el gobierno de Canadá mucho antes, en 2003, cuando eran muy pocos países los que dedicaban recursos a una enfermedad que no parecía importar a nadie.

La vacuna, cuya licencia se vendió a la compañía Merck, es eficaz en un 75 al 100% de los casos (aunque algunos investigadores han cuestionado los resultados). Según el último estudio publicado el pasado abril, parece que su efecto protector perdura al menos dos años después del pinchazo. Otras vacunas están actualmente en pruebas, pero por el momento ya existe un stock de rVSV-ZEBOV. Y mientras escribo estas líneas, es posible que los médicos de la OMS y de Médicos Sin Fronteras ya estén vacunando en la región de la RDC afectada por el brote. Un obstáculo es que la vacuna debe conservarse a -80 ºC, lo que en un despliegue de campo obliga a mantenerla en hielo seco.

Un chequeo de fiebre para el control del ébola en Sierra Leona en 2014. Imagen de Wikipedia / JuliaBroska.

Un chequeo de fiebre para el control del ébola en Sierra Leona en 2014. Imagen de Wikipedia / JuliaBroska.

Sin embargo, y aquí viene la paradoja, una cosa es que la vacuna sea eficaz, y otra diferente que sea efectiva. Lo primero se refiere a los resultados de los ensayos clínicos controlados, y en este sentido parece que la V920 ha pasado el test. Pero la efectividad se demuestra cuando la vacuna se prueba en el mundo real, comprobando no si funciona en un pequeño grupo sometido a rigurosos controles, sino en la población general para impedir la expansión de un brote.

Y es aquí donde un estudio publicado esta semana sugiere que la vacuna podría fallar. Como he explicado aquí en numerosas ocasiones, el efecto protector de la vacunación en una población se basa en la llamada inmunidad de grupo (de rebaño, en su traducción literal del inglés). Dado que es imposible vacunar a todas y cada una de las personas, existe un umbral de porcentaje de población vacunada a partir del cual toda la comunidad queda protegida. Podríamos hacer un símil con el tamaño de los agujeros de un colador: si los vamos reduciendo, llega un momento en que no hay hueco suficiente para que pase la pulpa del zumo. Al haber más personas vacunadas, se destruye la red que impide la expansión de una epidemia.

Este es el motivo por el que los movimientos antivacunas, además de basarse en la ignorancia y la superstición, están cometiendo una grave irresponsabilidad contra la sociedad (que en algunos países está penada). Por supuesto, los padres que rechazan las vacunas para sus hijos –quienes no pueden decidir por sí mismos– están poniéndolos en peligro. Pero más allá de esto, la vacunación no es una decisión personal porque perjudica al conjunto de la población al disminuir la inmunidad de grupo; abren agujeros en el colador, y la consecuencia es que mueren otras personas que no pueden vacunarse por problemas médicos, o que sí han recibido la vacuna pero no han desarrollado inmunidad.

En el nuevo estudio, investigadores de Reino Unido, Israel y Uganda han calculado la posibilidad de que la vacunación contra el ébola logre una inmunidad de grupo que prevenga la extensión de este y de futuros brotes, y han llegado a la conclusión de que es muy improbable. Durante los brotes de ébola se estima que cada afectado puede contagiar a cuatro o más personas. En esta situación e incluso con una vacuna que sea eficaz al 90%, se necesitaría inmunizar al 80% de la población para impedir una epidemia. Y dadas las numerosas dificultades de distribuir y administrar una vacuna en África, en casos anteriores solo se ha logrado vacunar al 49% de las personas en situación de riesgo. Según los autores, incluso hasta un 34% de las personas que habían estado expuestas al virus se negaron a vacunarse.

Otro obstáculo es el coste de un programa de vacunación masiva, apuntan los autores. Las vacunas actualmente en pruebas cuestan entre 15 y 20 dólares por dosis, pero el tamaño de la población que debería recibir la vacuna ronda los 462 millones de personas. Por todo ello, los investigadores recomiendan que los esfuerzos de vacunación se centren en el personal sanitario potencialmente expuesto y, a ser posible, en sus pacientes.

En resumen, en parte es cuestión de dinero; pero no solo es cuestión de dinero, sino también de infraestructura, logística, cobertura y acceso a zonas remotas. Pero sobre todo, el principal problema es que muchas personas no piden o rechazan la vacuna. La mayoría de estas personas no han tenido la suerte de disfrutar de un entorno cultural y una educación que les permitan apreciar por qué deberían vacunarse. Mientras, en los países ricos muchos deciden desperdiciar este capital educativo. ¿Quién dijo que el mundo estuviera bien repartido?

El virus asturiano de Lloviu reaparece en Hungría 14 años después

En 2013, investigadores húngaros encontraron medio millar de murciélagos muertos en las montañas de Bükk, una sección de los Cárpatos al noreste del país donde se conocen más de 1.000 cavernas. Los animales eran murciélagos de cueva Miniopterus schreibersii, una especie distribuida sobre todo por el centro-sur de Europa, Oriente Próximo y norte de África, y que suele concentrarse en colonias de miles de individuos en cavidades naturales o artificiales.

En aquella ocasión los investigadores no lograron determinar qué había matado a aquellos animales debido al mal estado de los restos, pero observaron que tenían sangre coagulada en la nariz, como si hubieran sufrido una hemorragia respiratoria. Como resultado de la vigilancia en la zona, en 2016 y 2017 se hallaron nuevos cadáveres con iguales síntomas. Uno de los ejemplares recogidos en 2016 aún estaba lo suficientemente intacto como para analizar sus tejidos en busca de una posible causa de la muerte.

Colonia de murciélagos de cueva ('Miniopterus schreibersii'), la especie en la que se descubrió el virus de Lloviu. Imagen de Wikipedia.

Colonia de murciélagos de cueva (‘Miniopterus schreibersii’), la especie en la que se descubrió el virus de Lloviu. Imagen de Wikipedia.

Los investigadores llevaron aquel y otros murciélagos al laboratorio de nivel de bioseguridad 4 (sí, en Hungría tienen lo que nosotros no tenemos) del Centro de Investigación de Szentágothai, en la Universidad de Pécs, y allí sometieron los restos a una prueba destinada a pescar genomas de posibles virus. En el animal menos dañado estaba la respuesta: allí encontraron un genoma igual en un 98% al del virus de Lloviu, lo más parecido al ébola que se conoce, identificado en 2011 en España y EEUU a partir de murciélagos muertos hallados unos años antes en la cueva asturiana del Lloviu (y cuya historia resumí ayer). Teniendo en cuenta el grado de variación de los virus, un 98% equivale a decir prácticamente idéntico: es el mismo virus, que ha reaparecido 14 años después en el otro extremo de Europa.

Según el estudio, dirigido por los virólogos Ferenc Jakab y Gábor Kemenesi, y publicado en la revista del grupo Nature Emerging Microbes & Infections, los investigadores han detectado el virus en los pulmones y en el bazo del animal, pero no en otros órganos como el riñón, el cerebro o el hígado, ni en una garrapata que encontraron en el cuerpo del murciélago. Aún no pueden saber con certeza en qué tejidos del murciélago se instala preferentemente el lloviu ni si fue la causa de la muerte de los animales, pero su detección en los pulmones y los síntomas de hemorragia respiratoria son indicios que apoyan lo que ya se sospechaba sobre el virus asturiano.

Por desgracia y a pesar de disponer de un laboratorio adecuado para trabajar con el virus, los científicos húngaros tampoco han logrado aislarlo. Los intentos de infectar un cultivo celular para crecerlo y recolectarlo han sido infructuosos, por lo que el lloviu continúa en la naturaleza sin dejarse atrapar para un estudio a fondo, más allá de los experimentos que han reconstruido algunas de sus piezas moleculares.

Respecto a cómo ha llegado el lloviu desde España hasta Hungría, los investigadores tampoco pueden arriesgar ninguna explicación. «Esta incidencia suscita la pregunta de si ha sido una segunda introducción del lloviu en Europa [no puede descartarse que proceda de otro continente, aunque por el momento no se ha hallado en otros lugares] o una circulación silenciosa que ha tenido lugar entre los murciélagos europeos», escriben en el estudio.

Cadáveres de murciélagos de cueva con signos de hemorragia respiratoria en Hungría, en febrero de 2016. En el ejemplar de la izquierda, el más intacto, se detectó el virus de Lloviu. Imagen de S. Boldogh / Kemenesi et al, Emerg Microbes Infect 2018.

Cadáveres de murciélagos de cueva con signos de hemorragia respiratoria en Hungría, en febrero de 2016. En el ejemplar de la izquierda, el más intacto, se detectó el virus de Lloviu. Imagen de S. Boldogh / Kemenesi et al, Emerg Microbes Infect 2018.

Pero como es obvio, es muy plausible es que el virus se haya expandido por Europa. Los murciélagos de cueva son animales migratorios. Según escribe el ecólogo de la Universidad de Murcia Fulgencio Lisón en la Enciclopedia Virtual de los Vertebrados Españoles del CSIC, se han registrado migraciones de 800 kilómetros en España, y estos animales son capaces incluso de cruzar el mar para volar entre Mallorca y Menorca.

Aún se ignora por completo si el lloviu puede representar una amenaza para el ser humano, pero el nuevo estudio alerta de la necesidad de mantener una adecuada vigilancia de los ecosistemas para detectar posibles riesgos de enfermedades emergentes que pudieran afectar a animales o humanos. El año pasado, un estudio descubría que al menos tres grupos distintos de filovirus, incluyendo el ébola, están circulando entre los murciélagos de la fruta en China, muy lejos de los remotos rincones africanos en los que normalmente se les supone. Antes de que un nuevo brote vuelva a desatar la histeria que ocasionó el ébola en 2014, y como suelen decir los expertos, el trabajo más importante es el que se lleva a cabo cuando (aún) no hay epidemia.

Un nuevo hardware para estudiar el virus de Lloviu, primo asturiano del ébola

En 2011 un equipo de investigadores de España y EEUU identificaba el primer virus de la familia del ébola hallado en Europa, detectado en cadáveres de murciélagos recogidos nueve años antes en la cueva asturiana del Lloviu. Siete años después, el bautizado como virus de Lloviu, o LLOV, aún no ha podido ser aislado en el laboratorio. Apenas quedan muestras originales del virus. No sabemos si fue el verdadero responsable de la muerte de los animales. Pero sobre todo, no sabemos hasta qué punto podría ser peligroso para los humanos; aunque todas las pruebas experimentales apuntan que se parece mucho, muchísimo, al ébola.

Nos encontramos en mitad de una apasionante historia científica que desde este blog vengo siguiendo y narrando desde 2014, cada vez que surge alguna de las muy esporádicas y aún fragmentarias novedades sobre el lloviu. Resumiendo lo ocurrido hasta ahora, el virus fue identificado en los murciélagos pescando su genoma en los tejidos de los animales muertos. El análisis de dicho genoma reveló que se trataba de un nuevo filovirus, la familia que hasta entonces comprendía siete virus: ébola, reston, bundibugyo, sudán, taï forest, marbugo y ravn.

Aunque el virus recibió el nombre del lugar donde se halló, se sospecha que, si realmente fue el responsable de las muertes de los murciélagos –se descartaron otras posibles causas–, podía haber estado también presente en otras cuevas de España, Portugal y Francia, donde al mismo tiempo se observó una similar mortalidad en esta especie concreta, Miniopterus schreibersii, o murciélago de cueva.

Un murciélago de cueva 'Miniopterus schreibersii', especie en la que se descubrió el virus de Lloviu. Imagen de Wikipedia.

Un murciélago de cueva ‘Miniopterus schreibersii’, especie en la que se descubrió el virus de Lloviu. Imagen de Wikipedia.

El hallazgo fue obra del equipo del Laboratorio de Arbovirus y Enfermedades Víricas Importadas del Centro Nacional de Microbiología del Instituto de Salud Carlos III (ISCIII), en Majadahonda (Madrid), dirigido entonces por el químico Antonio Tenorio, uno de esos nombres que deberían obtener un mayor reconocimiento en este país tan ignorante de sus brillantes científicos. Sin embargo, dado que en España no existe ni un solo laboratorio de nivel de bioseguridad 4, requerido para trabajar con patógenos tan peligrosos como el ébola (sí, hay quienes dicen: «no los necesitamos»; o sea, que no los necesitan ellos), los experimentos se han realizado en otros centros de EEUU.

Esos experimentos no han logrado aislar el virus; es decir, sacarlo entero de los murciélagos, echarlo a un cultivo de células para que se reproduzca y guardarlo después en un tubo. Como conté hace un par de años, de las muestras originales de los murciélagos en los que se detectó el lloviu, ya apenas queda nada aprovechable. Pero esto no implica que no pueda seguir investigándose: dado que se conoce su genoma, los científicos pueden reconstruir algunas partes de él y utilizarlas para ensayar qué hacen esas partes a los cultivos celulares; por ejemplo, colocar esas partes en un virus del Ébola para comprobar en qué cambia su manera de actuar. Algo así como tener el motor de un Ford y colocárselo a un Renault para ver cómo funciona.

Gracias a este tipo de experimentos con los llamados pseudovirus (un virus disfrazado de otro), científicos de EEUU, Japón, Australia y Alemania, en algún caso con la colaboración del ISCIII, han podido descubrir que teóricamente el lloviu sería capaz de infectar células humanas y de monos, que podría bloquear la respuesta inmunitaria del mismo modo que lo hace el ébola, que posiblemente actúa del mismo modo que el ébola en células de murciélago (aunque ciertos detalles aún están por estudiar), y que parece capaz de escapar de ciertos mecanismos celulares de control del mismo modo que lo hace el ébola.

En resumen, los experimentos no han hecho sino confirmar que el lloviu es una criatura extremadamente parecida al ébola. Lo cual, siempre insisto, no implica que el virus asturiano tenga por qué provocar los mismos efectos que el africano. Se sabe que el ébola mata a humanos y monos, pero no a murciélagos. En virología se dice que estos últimos animales sirven como reservorio del virus, ya que este se mantiene y se reproduce en ellos sin causarles daño. El reston, un pariente muy cercano del ébola, es casi inofensivo para los humanos, pero no para los monos. Y sin embargo el marburgo y el ravn, más diferentes del ébola que el reston, son letales para nosotros y nuestros parientes primates.

De lo anterior se concluye que ciertos virus son capaces de derribar por completo el organismo de una especie sin apenas provocarle molestias a otra, mientras que otros virus muy similares pueden causar efectos diferentes o incluso opuestos. Lo cual solo es una muestra de lo mucho que aún falta por conocer en el campo de los virus y sus mecanismos. En cuanto al lloviu, se supone que podría ser mortal para los murciélagos, aunque no se ha confirmado, y que su reservorio podría estar en los insectos. Su peligrosidad para los humanos es una completa incógnita.

Las últimas novedades sobre el lloviu acaban de llegar en forma de dos nuevos estudios. En el primero de ellos, investigadores de la Academia China de Ciencias Médicas dirigidos por Ying Guo han logrado fabricar nueve pseudovirus que utilizan como base el virus del sida VIH (sería la carrocería del Renault, en el ejemplo anterior), al que le han puesto distintos disfraces para asemejarlo a cada uno de los filovirus conocidos, incluido el lloviu.

Con estos pseudovirus han logrado simular la infección in vitro –en células en cultivo–, pero además con tres de ellos, el pseudoébola, el pseudomarbugo y el pseudolloviu, han infectado ratones de laboratorio en los que pueden seguir el proceso de la infección gracias a que al VIH utilizado se le ha añadido un gen que produce luz.

El estudio chino no aporta un nuevo descubrimiento, sino un nuevo hardware para la investigación, un sistema de estudio que permitirá a los científicos ensayar posibles antivirales contra el ébola, el marburgo y el lloviu. La ventaja de este modelo es que permite trabajar en laboratorios de nivel de bioseguridad 2, menos exigente que el 4, ya que el VIH es un virus de contagio más difícil que el ébola. Por el momento, los autores del trabajo ya han comprobado que dos fármacos llamados clomifeno y toremifeno, anteriormente identificados como inhibidores de la infección por filovirus, protegen a los ratones de la infección por estos pseudovirus.

El segundo estudio sí nos descubre un nuevo dato interesante, pero ya es tarde por hoy. Mañana seguimos.

Los astronautas del futuro podrían (y deberían) reciclar sus heces para comer

Suele creerse que los astronautas comen píldoras, lo cual no es cierto. En los primeros vuelos espaciales se experimentó con tubos de pasta alimenticia, cubitos y comida en polvo. De hecho, en aquellos viajes pioneros los expertos ni siquiera estaban seguros de si sería posible comer en el espacio, ya que no sabían cómo la microgravedad podía afectar a la deglución.

La astronauta Sandra Magnus fue la primera que experimentó con la cocina en el espacio. Imagen de NASA.

La astronauta Sandra Magnus fue la primera que experimentó con la cocina en el espacio. Imagen de NASA.

Pero pasados aquellos tanteos iniciales, los astronautas comenzaron a alimentarse con comidas muy parecidas a las que tomamos aquí abajo, y su dieta está vigilada por nutricionistas que se aseguran de su correcta alimentación. No se preparan un solomillo Wellington, pero sí han llegado a experimentar con la cocina.

El principal problema allí arriba es que las cosas flotan, y por lo tanto no se puede echar un filete a una sartén ni hervir un huevo (el vapor no sube), se sustituye el pan por tortillas mexicanas para no crear una nube de migas y la sal viene en forma líquida. Pero comen pollo, ternera, fruta, verduras, pescado, e incluso en algunos casos pizza o hamburguesas. Las raciones preparadas suelen ir en paquetes sellados y deshidratados por comodidad y conservación, pero no por una cuestión de aligerar el peso del agua, ya que todo alimento seco debe rehidratarse, y en el espacio no es posible ir al río a por agua.

Pero todo esto se refiere a la única presencia humana actual en el espacio, la Estación Espacial Internacional (ISS). Y como siempre aclaro aquí, no olvidemos que la ISS, en términos de viajes espaciales, es casi un simulacro; la estación orbita a solo unos 400 kilómetros sobre la Tierra, algo menos de la distancia en AVE entre Madrid y Sevilla, que el tren recorre en unas dos horas y media. La diferencia en el caso de la ISS es que, al poner esos kilómetros de pie, llevar cualquier cosa allí es más complicado por la pegajosa gravedad de la Tierra. Pero recuerden que si todo flota en la ISS no es porque esté tan lejos que escapa del influjo gravitatorio terrestre, ni mucho menos, sino solo porque está continuamente en caída libre, como en esas atracciones de los parques donde te sueltan de golpe y sientes que la sangre se te sube a la cabeza.

Otra cosa muy diferente serían los viajes espaciales de verdad, esos que nunca parecen llegar. Pero si algún día ocurren, ¿cómo se alimentarán sus tripulantes? En el cine de ciencia ficción que se preocupa de estos asuntos, suelen plantearse posibilidades como los cultivos hidropónicos, que se crecen en agua y sin tierra. Esta es una opción real, y de hecho se practica en la ISS.

El astronauta Ed Lu, comiendo con palillos en la ISS. Imagen de NASA.

El astronauta Ed Lu, comiendo con palillos en la ISS. Imagen de NASA.

Pero tengamos en cuenta una realidad física: la materia no se crea ni se destruye, solo cambia de forma. Para que una tomatera produzca un tomate de 100 gramos, esos 100 gramos de materia debe robárselos a su entorno; otra cosa tiene que perder esos 100 gramos. Este es uno de los fallos más habituales en las otras películas de ciencia ficción, las que no se preocupan de estos detalles, y donde los seres crecen aparentemente de la nada.

En la ISS esto no supone un problema, porque los tripulantes reciben periódicamente naves de la Tierra con suministros frescos. Pero en un supuesto viaje interplanetario largo, no digamos ya interestelar, donde no pudiera llevarse toda la comida desde la Tierra y tuviera que fabricarse a bordo, los astronautas producirían sus propios alimentos, comerían, defecarían; si, como se hace en la ISS, expulsaran sus residuos al exterior, poco a poco irían robando materia al hábitat de la nave hasta que no quedara suficiente para seguir sosteniendo la producción de alimentos.

En el espacio abierto no hay materia que pueda recogerse; salvo que encontraran un oasis (como un planeta) donde repostar la química básica necesaria para sus alimentos, sobre todo carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo y azufre, la situación sería insostenible. Por supuesto, otro tanto ocurre con el agua. Los viajeros también podrían fabricar su propia agua, pero igualmente necesitarían ir reponiendo su stock de hidrógeno y oxígeno.

Así pues, no les quedaría otro remedio: deberían reciclar sus propias heces para producir alimentos. Por asqueroso que esto pueda parecer, mirémoslo desde un punto de vista estrictamente químico: las heces son materia rica en nutrientes. La mayor parte se compone de bacterias, pero contiene todos esos elementos que los viajeros espaciales no podrían permitirse el lujo de tirar al espacio.

Simplemente, esos átomos y moléculas se encuentran en una forma no utilizable directamente, porque han perdido la energía que podemos extraer de ellos. Los seres vivos somos vampiros energéticos. Al digerir el alimento, le robamos energía (y materia, por supuesto). Para transformar esos residuos otra vez en alimento, simplemente debemos aportarles energía para convertirlos en otras formas moleculares que podamos aprovechar como fuente de energía.

Y por suerte, energía sí la hay en el espacio: hay luz, viento solar, rayos cósmicos, partículas que viajan a alta velocidad… La solución consistiría en cosechar esa energía y utilizarla para recargar las moléculas de las heces, como se recarga una pila, y así convertirlas de nuevo en alimento.

Desde hace años, en la ISS se recicla la orina de los astronautas para producir agua potable, y como conté aquí hace unos meses, en la Tierra también se están probando sistemas con este mismo fin. Lo de las heces llevará más trabajo, pero esta semana se ha publicado un estudio que aporta un sistema completo. No es ni mucho menos autosuficiente ni recicla todos los componentes de las heces sino solo un compuesto concreto, pero es un comienzo.

La astronauta italiana Samantha Cristoforetti explica el funcionamiento del retrete de la ISS. Imagen de ESA.

La astronauta italiana Samantha Cristoforetti explica el funcionamiento del retrete de la ISS. Imagen de ESA.

Los investigadores, de la Penn State University, no han utilizado (aún) heces ni orina, sino un residuo sólido y líquido que se emplea habitualmente para testar los sistemas de reciclaje; algo así como una caca humana industrial. El primer paso de su sistema consiste en utilizar ese residuo como comida para microorganismos; aunque nosotros no podemos alimentarnos directamente de nuestras heces, para muchos microbios son un manjar. Este proceso se llama digestión anaerobia. Es similar al que tiene lugar en nuestro tubo digestivo y se aplica en la Tierra al tratamiento de los residuos.

De esta digestión anaerobia, para la cual el aparato utiliza filtros modificados de los que se ponen en los acuarios, los investigadores cosecharon uno de sus preciados productos: el metano, el componente fundamental del gas natural, que contiene carbono e hidrógeno. El metano se sirve entonces a otro tipo de bacteria que lo usa como alimento y que crece muy a gusto comiéndoselo. Esta bacteria, llamada Methylococcus capsulatus, tiene un 52% de proteína y un 36% de grasa, y todo ello en forma comestible; actualmente se emplea como alimento para el ganado. Y no piensen que comer bacterias continúa siendo algo extraño y repelente; ¿qué si no es el yogur?

Los investigadores han probado su sistema asegurándose de que no crecen bacterias tóxicas, aplicando rangos de pH (acidez/alcalinidad) muy restrictivos y temperaturas altas para que la comida no se estropee. De momento es solo un prototipo y aún está muy lejos de convertirse en un aparato práctico; pero hasta el día en que tengamos naves interestelares, hay tiempo de sobra para desarrollarlo. El director del estudio, el geocientífico Christopher House, dice: «imaginen si alguien pudiera refinar nuestro sistema para poder recuperar un 85% del carbono y el nitrógeno del residuo en forma de proteínas sin tener que utilizar hidropónicos o luz artificial; sería un desarrollo fantástico para los viajes al espacio profundo».

El ébola puede esconderse en el semen durante dos años

Hace unos días conté que un oscuro tipo de virus, cuyos efectos reales en el ser humano aún son inciertos, podría convertirse en un protagonista de la investigación en los próximos años, ya que un estudio lo revela como el principal invasor vírico desconocido de nuestro organismo.

Popularmente la palabra virus se asocia con enfermedad, y es lógico que así sea; al fin y al cabo su nombre procede del latín veneno, y se denominaron así por sus efectos antes de saberse qué eran realmente.

Pero aquí hay un biólogo que opina que la designación de un tipo de programas informáticos como virus, en analogía con los biológicos, es engañosa, ya que lleva a una idea equivocada. Los virus informáticos son maliciosos, creados ex profeso para hacer daño, corromper otros programas y sistemas. Hay una intencionalidad destructiva en su acción, y este propósito que sus creadores les otorgan es su única razón de ser.

Reconstrucción del virus del ébola. Imagen de Wikipedia.

Reconstrucción del virus del ébola. Imagen de Wikipedia.

Por el contrario, y dejando claro que en la naturaleza no existe una finalidad, si pudiera hablarse de un «objetivo» de los virus biológicos este no sería destruir, sino simplemente perdurar. Un virus es un parásito, y la lógica bio-lógica de un parásito es utilizar a su anfitrión para perpetuarse; matar es solo un efecto secundario, pero uno generalmente perjudicial para el propio parásito si muere con su hospedador antes de poder infectar a otro.

Esta es la razón de que los virus extremadamente y rápidamente letales tengan unas perspectivas de perpetuación bajas. Los expertos en bioterrorismo no suelen considerarlos una principal amenaza, y en contra de lo que cuentan todas y cada una de las películas del género, si alguna vez la humanidad se extingue debido a un virus, no será por uno de estos.

En biología existe un tradicional y entretenido debate sobre si los virus pueden considerarse seres vivos. Por supuesto, todo depende de la definición de ser vivo, que algunos biólogos simplemente consideran entre innecesaria e inaplicable. Respecto a los virus, la objeción más común para llamarlos seres vivos es que carecen de metabolismo. Otros reparos, como el hecho de que no pueden reproducirse de forma autónoma, dejarían también fuera del club de los seres vivos a muchos otros parásitos celulares.

Pero respecto al metabolismo, hay distintas formas de verlo. Dado que en realidad nadie sabe qué fue antes, si huevo o gallina, virus o célula anfitriona, nadie puede descartar que los virus nacieran como entidades vivas completas para después prescindir de la carga de un metabolismo propio que les lleva a consumir energía y por tanto les pone en riesgo de morir de hambre. Según esta idea, los virus no solo serían seres vivos; serían de hecho las formas de vida más sofisticadas y perfeccionadas que existen, aquellas que se las han ingeniado para prescindir de todo lo que no es necesario llevar encima.

Todo esto que he contado tiene un propósito, y es explicar que los virus no existen para fastidiarnos. Simplemente, existen porque han logrado existir. Desde el punto de vista de un virus, sus hospedadores no somos más que maquinaria de repuesto para utilizar por el camino. Pero dado que tradicionalmente los hemos estudiado por su condición de patógenos infecciosos, muchas de las cosas que pueden hacer probablemente se nos hayan escapado.

Y como consecuencia, cuando nos topamos con alguna de esas cosas inesperadas que pueden hacer, nos preguntamos: ¿por qué? ¿Por qué algunos virus nos infectan sin provocarnos ningún síntoma aparente? La respuesta está en el argumento anterior: un virus que logra instalarse en la mayor parte de la población y perdurar a lo largo de toda la vida del individuo sin causarle ningún daño es un triunfador de la evolución. Un ejemplo podría ser el TTV que comenté el otro día. Y otro ejemplo, aunque tal vez con una estrategia alternativa, podría ser ahora el ébola.

Pero el ébola sí mata, dirán ustedes. Cierto, pero nos mata a nosotros; no a otras especies. Olvidemos nuestro punto de vista antropocéntrico y aprendamos a pensar como un virus, si se me permite la incongruencia. Los virus tienen lo que se conoce como reservorios, especies en las que habitan indefinidamente sin causarles ningún daño. En el caso del ébola, son los murciélagos; nosotros somos solo un accidente en su camino, así que el virus no pierde nada matándonos.

Así, la infección del ébola es crónica y aparentemente asintomática en los murciélagos, mientras que es aguda y a menudo letal en los humanos. O así lo creíamos hasta ahora, cuando un nuevo estudio viene a plantearnos nuevos porqués. Un equipo de investigadores de la Universidad de Carolina del Norte (EEUU) ha descubierto que el semen de algunos supervivientes a la enfermedad del ébola sigue conteniendo ARN del virus (el soporte de su material genético) hasta dos años después de la infección.

Hasta ahora, y para evitar un posible contagio por vía sexual debido a posibles restos del virus en el esperma, las directrices de la Organización Mundial de la Salud (OMS) dictadas en 2016 aconsejaban a los hombres que han sobrevivido a la infección no mantener relaciones sexuales sin preservativo durante 12 meses después de la enfermedad, o hasta que los análisis de su semen hayan resultado negativos para el ARN del virus al menos dos veces.

Los autores del estudio, publicado en la revista Open Forum Infectious Diseases, examinaron el semen de 149 hombres en Monrovia, la capital de Liberia, uno de los países afectados por el brote de 2014. De este grupo, 13 dieron resultado positivo de ARN del ébola, y 11 de ellos habían pasado la infección hace ya dos años. Aún más preocupante, algunos de estos voluntarios ya habían obtenido un resultado negativo en análisis anteriores.

“Parece claro que en algunos supervivientes pueden quedar restos del virus en el tracto genital masculino durante largos períodos de tiempo, lo que tiene posibles implicaciones importantes para la transmisión”, ha dicho el primer autor del estudio, William Fischer.

Lo cierto es que estas implicaciones aún son una incógnita. Se conocen casos de transmisión sexual del ébola al poco tiempo de terminar la fase aguda, pero los investigadores ignoran si la detección de ARN dos años después de la infección puede corresponderse o no con la presencia de virus activo capaz de transmitir la enfermedad. En cualquier caso, tal vez este nuevo hallazgo podría invitar a una revisión de las directrices de la OMS como medida de precaución.

Todo lo cual nos lleva de vuelta al punto de vista del virus. Según Fischer, esta persistencia del ARN, que en algunos casos parece intermitente, “sugiere que necesitamos cambiar nuestra manera de pensar sobre el ébola, ya que ahora no es solo una enfermedad aguda, sino también una con posibles efectos a largo plazo”. De hecho, los autores del estudio descubrieron que la presencia del ARN a largo plazo parece estar asociada a problemas de visión.

Por el momento, la conclusión de todo ello no es una respuesta, sino varias preguntas: ¿por qué? ¿Por qué hace esto el ébola en nosotros? ¿Es una estrategia de supervivencia? ¿Ha aprendido el virus a hacerse un reservorio en algunos de sus huéspedes accidentales? ¿Cómo logra cronificarse sin los estragos de la fase aguda? Solo aprendiendo a pensar como un virus lograremos obtener las respuestas.