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Maravillosa naturaleza, hasta en lo repugnante

Hace ya muchos años, cuando aún vivía con mis padres, sucedió que al regreso de unas largas vacaciones nos topamos con una sorpresa aterradora: el frigorífico-congelador había fallado por motivos que ya no recuerdo. Pueden figurarse el panorama si alguna vez les ha ocurrido algo similar. Si no es así, tal vez no lleguen a imaginar lo que una incubadora, pues en eso se había transformado nuestra nevera, puede llegar a hacer con kilos y kilos de comida perecedera en pleno mes de agosto.

Voy a ahorrarles los detalles. La limpieza duró varios días, pero lo que más costó fue eliminar el intenso olor a cadáver que durante semanas siguió impregnando el frigorífico, la cocina, tal vez nuestras propias fosas nasales. Todavía hoy recuerdo perfectamente aquella peste de la descomposición (tal es el poder del olfato).

Pero si traigo hoy este recuerdo es porque en aquella ocasión comprendí perfectamente cómo un tipo tan listo como Aristóteles podía creer en algo tan conceptualmente absurdo como la generación espontánea, es decir, bichos que crecen de la nada; por ejemplo, pulgones que nacían de las gotas de rocío. Aunque otros científicos se anticiparon con intuiciones acertadas y observaciones pioneras, no fue hasta casi ayer mismo, siglo XIX, cuando Louis Pasteur dejó bien demostrado y sentado que todo ser vivo nace de otro ser vivo, incluso los microbios.

Sin embargo, reconozco que mi madre tenía motivos para dudar de Pasteur: carne envuelta en cajones dentro de un congelador cerrado, en un piso de Madrid aparentemente sellado a cal y canto para las vacaciones; ¿cómo demonios habían llegado allí todos aquellos gusanos?

He recordado el episodio a raíz de otro hecho reciente. Tal vez algún seguidor de este blog recuerde que hace varias semanas conté aquí dos experimentos caseros de microbiología que hicimos para la feria de ciencias del colegio de mis hijos. Creo recordar que entonces detallé cómo deshacerse de los cultivos una vez terminados los experimentos: un cubo con lejía a una concentración mínima del 10%, y dejar allí las placas abiertas durante un par de horas.

Pero en esto, como en otras cosas, soy un mal ejemplo. Por falta de tiempo, descuido y dejadez, dejé las placas almacenadas en dos cajas de zapatos en un rincón de la cocina. Hasta que un día mi hijo mayor me dijo: “papá, la cocina está llena de moscas”. “Bueno, llena, llena…”, pensé mientras iba a comprobarlo. Y sí. Llena. Aunque no llevé la cuenta, calculé que esa tarde debí de matar al menos 50 moscas.

Eran moscas negras, peludas, más grandes que las domésticas y más torpes, sin esa ágil capacidad evasiva de las intrusas más habituales en nuestros veranos. Al matarlas, algunas de ellas liberaron larvas. Es decir, que eran ovovivíparas: los huevos eclosionaban aún dentro de la madre, que deposita larvas vivas. Si mi guía de insectos no me falla, este detalle es típico de la familia de los sarcofágidos (Sarcophagidae), a diferencia de la Calliphora vomitoria, el típico moscardón azul de la carne que solemos ver más a menudo.

Las más comunes dentro de este grupo, la subfamilia sarcofaginas, suelen tener rayas blancas y negras en el tórax y un patrón ajedrezado en el abdomen. Por el contrario, las mías iban de luto riguroso, así que debían pertenecer a alguna de las otras dos subfamilias. Esto es todo lo que puedo afinar en mi esfuerzo taxonómico. Si hay algún entomólogo en la sala que pueda aportar alguna pista, será bienvenido.

Una sarcofágida, mosca de la carne. Imagen de pixabay.com / dominio público.

Una sarcofágida, mosca de la carne. Imagen de pixabay.com / dominio público.

De inmediato comprendí que la causa de aquella invasión eran las placas. En algunos de los medios de cultivo habíamos utilizado productos de origen animal, como caldo de carne y leche. Y aunque en la cocina no se notaba ningún olor evidente para los humanos que habitamos en esta casa, era obvio que las moscas sí habían detectado algo que las había llevado hasta allí. Pero ¿por dónde habían entrado? La ventana de la cocina prácticamente nunca se abre, pero hay una rejilla de ventilación que comunica con el exterior, además de las salidas de la caldera de gas y la campana extractora.

Me deshice de las placas al instante, pero en días sucesivos tuve que matar otras varias decenas de moscas, hasta que la infestación desapareció. Es decir, que incluso eliminada la fuente original, aún persistía en el aire un gradiente de concentración de esos compuestos atrayentes, suficiente como para marcarles a las moscas un camino invisible hasta la rejilla de nuestra cocina.

Y todo esto, por repugnante que pueda resultar, no deja de ser una maravilla. Cuando estamos vivos, invertimos una inmensa cantidad de nuestro dinero metabólico (energía que comemos) en el simple mantenimiento bioquímico del organismo. Es decir, en reparar las tuberías, cambiar las bombillas fundidas, arreglar los desconchones y demás tareas necesarias para mantener habitable nuestra casa. Cuando morimos, todo esto se interrumpe, y la casa queda abandonada a su suerte. Comienza entonces un proceso espontáneo de degradación, acelerado por huestes de vándalos (bacterias y hongos) que invaden lo que fue nuestra propiedad para expoliarla de su principal riqueza, las proteínas.

Fruto de toda esta decadencia aparecen compuestos como los adecuadamente llamados putrescina y cadaverina, algunos de los responsables del olor que se nos quedó metido en la nariz durante semanas cuando aquello de la nevera. Algunas de estas sustancias flotan en el aire, no como corrientes continuas, sino como simples penachos dispersados por el viento hasta kilómetros de distancia; ridículamente indetectables para alguien como un ser humano. Pero no para las moscas.

Las moscas poseen un olfato increíblemente fino en sus antenas, que les permite seguir ese rastro desde grandes distancias hasta localizar la fuente. En los últimos años se han llevado a cabo experimentos pasmosamente sofisticados para controlar y seguir el vuelo de las moscas en respuesta a estímulos olfativos, utilizando túneles de viento e inhibiendo selectivamente ciertas regiones del cerebro del insecto. Los investigadores han podido así comprobar que, una vez detectado el cebo olfativo, las moscas recurren a la vista para tratar de localizar la fuente de comida.

En el caso de mis cultivos microbianos, no podían, ya que la fuente del olor eran unas placas dentro de dos cajas de zapatos a las que las moscas no podían acceder. Y probablemente por este motivo se quedaban vagando sin rumbo por la casa o se pegaban a la ventana de la cocina sin saber muy bien qué hacer.

Y hay otro detalle curioso. Para nosotros, compuestos como la putrescina y la cadaverina tienen un olor muy desagradable. Este es un sistema natural que poseemos para la detección de alimentos en mal estado. Antes de que existiera la impresión de fechas de caducidad en los alimentos, la evolución nos dotó de un sensor capaz de alertarnos de que esa comida estropeada podría matarnos.

En el caso de las moscas, ocurre lo contrario: podemos pensar que, para ellas, la carne en descomposición de la que se alimentan y donde depositan a sus crías huele tan bien como para nosotros un plato de risotto con setas. Puede que sean feas, que todo va en gustos, y desde luego que son saquitos ambulantes de enfermedad. Pero recuerden, no caigan en esa falacia de hablar de seres más evolucionados o menos evolucionados: a ver quién de ustedes es capaz de oler desde casa lo que se está cocinando en un restaurante a kilómetros de distancia.

Nunca te hagas a la mar sin bolsas de plástico y una moneda

«I’m gonna have to science the shit out of this«, decía Matt Damon en la película The Martian cuando se quedaba solo y abandonado en Marte. Ignoro cómo adaptaron esta expresión en la versión doblada al castellano, pero probablemente perdería todo el punch del intraducible original. La expresión me ha regresado a la mente al descubrir que David, Marta, Tommy y Armella, los cuatro seres humanos (un comentario sobre esto al final del artículo) que quedaron a la deriva frente a las costas de Borneo, han logrado sobrevivir durante diez días en el mar gracias a su astuta capacidad de science the shit out of this.

Tom Hanks en la película 'Náufrago' (2000). Imagen de 20th Century Fox / DreamWorks Pictures.

Tom Hanks en la película ‘Náufrago’ (2000). Imagen de 20th Century Fox / DreamWorks Pictures.

Según han contado los dos españoles a los medios, construyeron un sistema rudimentario de purificación de agua de mar por evaporación utilizando un par de bolsas, un procedimiento que al parecer habían visto en una película (a mi compañero de blog Carles Rull, de El cielo sobre Tatooine, le gustará saber que el cine puede salvar vidas).

Lo que hicieron fue algo similar a lo que aparece en esta figura. Se vierte agua de mar en un recipiente grande, en cuyo centro se sitúa otro más pequeño. Todo ello se cubre con un plástico en cuyo centro se coloca un pequeño peso, como una piedra o una moneda. La energía solar hará el resto: al calentarse el agua de mar, se evapora y se condensa en el plástico superior, dejando las sales en el recipiente grande. El agua purificada que se condensa en la tapa se agrupa en gotas gracias a la tensión superficial, una de las raras propiedades del agua a las que debemos la vida, y las gotas chorrean hasta caer en el vaso central. En el caso de los náufragos de Malasia, utilizaron bolsas de plástico en lugar de recipientes, lo cual aumenta la dificultad.

Esquema del sistema para purificar agua de mar por evaporación. Imagen de WikiHow / CC.

Esquema del sistema para purificar agua de mar por evaporación. Imagen de WikiHow / CC.

¿Por qué no podemos beber agua de mar? Basta con recordar un dato: nuestros riñones solo pueden procesar agua con una máxima concentración de sales de en torno al 2%. El agua de mar tiene más o menos un 3,5% de sales. Lo que significa que el riñón debe diluir esta concentración utilizando agua ya existente en nuestro organismo. Así que la cuenta es simple: para rebajar la concentración de sal de un litro de agua de mar hasta un 2%, el riñón necesita añadirle 0,75 litros de agua que nos va a arrebatar del cuerpo. Es decir, que si bebemos agua de mar, morimos de sed más rápidamente.

En 1952 el médico y biólogo francés Alain Bombard realizó un experimento de naufragio voluntario del que aseguró haber sobrevivido bebiendo pequeñas cantidades de agua de mar, una cucharada cada 20 minutos dejando que la saliva en la boca diluyera la sal. Puede ser un último recurso en caso de emergencia extrema.

Aquamate Solar Still. Imagen de Landfall Navigation.

Aquamate Solar Still. Imagen de Landfall Navigation.

Por si a alguien le interesa, hay sistemas comerciales por ahí que funcionan según el principio de evaporación, por ejemplo el Aquamate Solar Still de la marca estadounidense Landfall Navigation, que produce entre medio litro y dos litros de agua al día. Por desgracia su tienda online no hace envíos fuera de EEUU, pero aceptan pedidos por email. El precio de 239,95 dólares no es precisamente barato, pero si te salva la vida, es una ganga. También existen unos packs que funcionan mediante ósmosis pasiva.

De propina, he aquí algunos consejos para no morir de sed en caso de naufragio, cortesía del Manual de Supervivencia del Ejército de EEUU:

  • El mismo riesgo de beber agua del mar se aplica a la orina, también rica en sales. No beberla, por mucho que apetezca.
  • Al beber, humedecerse los labios, lengua y garganta antes de tragar.
  • En la medida de lo posible, protegerse del sol, tanto directo como reflejado del mar. Permaneciendo a la sombra, humedecer la ropa y escurrirla durante las horas de más calor, y evitar el ejercicio físico.
  • Comer poco o no comer. El cuerpo necesita consumir agua para hacer la digestión.
  • Los peces marinos son asombrosas máquinas osmóticas; su concentración de sales es menor que la del mar. Pero cuidado: beber solo el fluido alrededor de la raspa y el líquido de los ojos. Evitar otros fluidos como la sangre, ya que son demasiado ricos en alimento que consumirá agua durante la digestión.

Y para terminar, el comentario final del que advertía más arriba. Esto no tiene relación alguna con la ciencia, pero sí con el periodismo: ¿A alguien más le ha llamado la atención que muchos medios se abstuvieran por completo de mencionar que había otros dos seres humanos en la barca junto con los dos españoles? ¿Se les habría ignorado del mismo modo si hubieran sido estadounidenses o alemanes?

PD- Según la información publicada en muy poquitos medios, los otros dos ocupantes de la barca eran el chino Tommy Lam Wai-yin, propietario del hotel de playa donde trabajaban David y Marta, y su pareja, la malasia Armella Ali Hassan. Hay que irse al Borneo Post para leer que el padre de Armella también lloró cuando supo que su hija estaba viva.

¿Y si nuestros recuerdos fueran priones (como los de las vacas locas)?

¿Cómo es posible que recordemos algo ocurrido hace diez, veinte, treinta, cuarenta años? A veces lo más simple para nuestra experiencia diaria es lo más complicado de explicar desde el punto de vista biológico: ¿qué rastro tangible queda hoy en nuestro organismo de aquel episodio de cuando teníamos seis años?

El conocimiento de hoy dicta que los recuerdos a largo plazo se almacenan gracias a cambios en el sistema neuronal con capacidad de perpetuarse, como nuevas proteínas y conexiones sinápticas. Pero ¿cómo se mantienen activas estas conexiones durante años, cuando el estímulo que las provocó lleva largo tiempo desaparecido? La memoria a largo plazo es una especie de fantasma molecular cuya capacidad de persistencia aún esconde muchos secretos.

Eso, una vaca. Imagen de dominio público / Pixabay.

Eso, una vaca. Imagen de dominio público / Pixabay.

En los últimos años está tomando forma una teoría arriesgada, como todo lo nuevo, pero brillante y plausible, como todo lo nuevo que acaba triunfando. Según esta idea, la memoria puede persistir a largo plazo gracias a los priones. Recordemos la famosa encefalopatía espongiforme bovina, el «mal de las vacas locas» que se transmitía a los humanos a través del consumo de tejidos animales contaminados. Las responsables de esta enfermedad son unas proteínas peculiares que actúan como los zombis de la cultura popular, destruyendo, sembrando el caos y convirtiendo a otros en lo mismo que ellos.

En el caso de los priones, se trata de proteínas peligrosamente mal conformadas que además son capaces de transmitir esta configuración errónea a otras. El resultado es que actúan como agentes infecciosos, extendiendo sus efectos patológicos a otras zonas sanas. Estos efectos normalmente consisten en pegarse unas a otras formando bloques que inutilizan las células y las destruyen. Los humanos tenemos una forma propia de encefalopatía similar a la que provocaba el consumo de animales enfermos, la Enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. En las tribus caníbales de Papúa Nueva Guinea se documentó otra forma similar llamada kuru. Las ovejas tienen su propia versión, el scrapie o tembladera.

Como ya conté aquí, los priones son una especie de Cuarto Milenio de la biología. Durante años los biólogos se frotaban los ojos de incredulidad ante la hipótesis de que existían agentes infecciosos capaces de propagarse y transmitirse de persona a persona (o más genéricamente, de animal a animal) sin ningún tipo de material genético, compuestos solo por proteínas que proceden de nuestros propios genes, y que por algún motivo y mecanismo pueden volverse locas y llegar a matarnos. Pura ciencia ficción de serie B. Pero lo bueno o malo de la ciencia, según para quién, es que tampoco se calla cuando lo que tiene que decirnos no va a gustarnos nada. Y aunque los priones fueran en sus inicios una especie de herejía biológica, ahí están.

No solo están, sino que posiblemente en el futuro adquieran mayor protagonismo en campos hasta ahora insospechados. Últimamente vienen acumulándose indicios de que los priones podrían estar implicados en otras enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer (con lo que esto conlleva de que puedan transmitirse). Pero los priones aún tienen mucho por revelar, y casi en el primer puesto figura una pregunta: ¿qué hemos hecho nosotros (biológicamente hablando) para merecer esto (un peligro mortal oculto en nuestros propios genes)? ¿Qué sentido evolutivo tiene su existencia? ¿Lo tiene?

Una posibilidad es que los priones no solo existan para amargarnos la vida, sino que originalmente hayan sobrevivido a los hachazos de la evolución porque en realidad aportan otras funciones beneficiosas, y que hasta ahora solo hayamos conocido lo peor de ellos, su faceta destructora. Pero ¿qué funciones beneficiosas?

Y así volvemos a la memoria. Si se trata de conservar un recuerdo a largo plazo que no puede guardarse en la caja fuerte del material genético, ¿qué mejor que encargárselo a una proteína capaz de perpetuarse? Así es como está naciendo la idea de que los priones puedan ser una especie de guardianes de la memoria.

En 2003, tres investigadores en EEUU descubrieron que al transferir a las levaduras una proteína neuronal de la liebre de mar Aplysia llamada CEPB, dicha molécula se comportaba como un prión, pero en este caso la forma mala era la buena; es decir, la conformación capaz de perpetuarse era precisamente la que le permitía realizar su función. Los tres científicos lanzaron esa arriesgada y brillante hipótesis: «Proponemos que la conversión de CPEB a un estado de prión en las sinapsis estimuladas ayuda a mantener los cambios sinápticos a largo plazo asociados al almacenamiento de memoria».

Otros estudios han venido a darles la razón. En 2012, investigadores del Instituto Stowers de Kansas City (EEUU) revelaron que Orb2, un tipo de proteína CPEB propio de la mosca Drosophila, se acumula en las sinapsis neuronales y ayuda a mantenerlas activas. Cuando se suprime la función de Orb2, las moscas pierden la memoria a largo plazo.

Y sobra decirlo, las proteínas CEPB están presentes en muchos otros organismos, incluidos nosotros. Todavía no sabemos hasta qué punto ese recuerdo del colegio puede depender de un ente biológico que hasta hace poco conocíamos solo por el brote de una oscura y amenazadora enfermedad a comienzos de este siglo, y que pasó además a la historia de las hemerotecas por las poco afortunadas declaraciones de una ministra de Sanidad. Pero sí sabemos que, en las levaduras, los priones conservan una memoria molecular que permite a estos hongos unicelulares sobrevivir a condiciones ambientales adversas.

Ahora sabemos algo más, y no menos sorprendente. Mañana contaré un nuevo estudio que nos descubre cómo los priones también podrían servir para conservar la memoria en seres a los que, para empezar, muchos ni siquiera les sospecharían la cualidad de tener recuerdos.

El olor del pasado nos ayuda a recordarlo

Cuando Proust escribió el famoso pasaje de la magdalena, el té y el torrente de recuerdos que inundaba la mente del narrador, estaba haciendo algo más que crear un recurso literario: el autor plasmaba una filosofía del tiempo y la memoria que tradicionalmente se ha vinculado con el pensamiento de su coetáneo y conocido Henri Bergson. El filósofo explicaba que la memoria de las experiencias pasadas, con toda su carga emocional, se recuperaba a través de los estímulos primarios de los sentidos. Como el sabor de la magdalena y el té.

Imagen de Dennis Wong / Flickr / Creative Commons.

Imagen de Dennis Wong / Flickr / Creative Commons.

El tiempo ha dado la razón a Bergson en algunos aspectos, aunque tal vez Proust debería haberse referido más bien al olor de la magdalena, y no a su sabor. El olfato y el gusto son dos sentidos que entran en juego al mismo tiempo cuando comemos o bebemos, pero es sobre todo el primero el más rico en matices. Solo percibimos cinco tipos de sabores (puede que seis), mientras que el repertorio olfativo es inmenso incluso para una especie de nariz torpe como los humanos. El número de olores diferentes que podemos detectar prácticamente no tiene límite, y ni siquiera tenemos nombres específicos para ellos: los llamamos por aquello que los produce.

Lo poco que todavía conocemos el olfato se revela en algo sorprendente que hemos sabido en los últimos años: los receptores de olor no solo están presentes en la nariz, sino también en otros órganos y tejidos como el tubo digestivo, músculo, corazón, páncreas, hígado, pulmón y piel. Incluso, al menos en los ratones, hay receptores de olor en los testículos. ¿Para qué? Aún no está muy claro. Pero lo que sí conocemos es la capacidad evocadora de los olores, como ya intuyó Bergson. Como al narrador de Proust, son capaces de traernos a la memoria recuerdos muy remotos junto con los sentimientos que los acompañan, y sin la interferencia de un relato verbal.

Esto último se apoya también en otro rasgo único del olfato: mientras que la información de los demás sentidos pasa por una especie de estación intermedia, el tálamo, antes de dirigirse hacia las sedes del cerebro donde se procesa, los olores entran directamente y sin escalas desde el epitelio de la nariz hacia su destino, el bulbo olfatorio. A nivel práctico, esto se traduce para nosotros en que el olfato tiene ese carácter intuitivo y primario, algo que se refleja también en el lenguaje: me da en la nariz…

La relación entre olfato y memoria ha sido explotada por los científicos para estudiar cómo se forman nuestros recuerdos, cómo se reactivan y cómo se almacenan a largo plazo. Hoy sabemos que las memorias se forman en el hipotálamo, y que durante el sueño se trasladan a la corteza cerebral donde se consolidan como recuerdos a largo plazo. Y los olores ayudan a esta consolidación, como demuestra un nuevo estudio de la Universidad de Montreal (Canadá).

Otras investigaciones han explorado el papel de los estímulos durante el sueño en la formación de la memoria. Aunque aquel mito del aprendizaje de conocimientos escuchando durante el sueño que planteaba Huxley en Un mundo feliz hoy no parece factible, sí es cierto que la reactivación de los recuerdos durante el sueño a través de ciertos estímulos puede ayudar a reforzar el aprendizaje en algunos casos.

Y en esto el olfato tiene una ventaja: «El tálamo sirve en parte como una puerta de acceso de información que se cierra parcialmente durante el sueño, para que podamos dormir sin interferencias de los estímulos que nos rodean», me cuenta el primer autor del estudio, Samuel Laventure. Pero como ya hemos dicho, el olfato no pasa por el tálamo. «Esto sugiere que la estimulación olfativa durante el sueño puede ser particularmente eficaz en comparación con la auditiva».

Los investigadores sometieron a un grupo de voluntarios al aprendizaje de ciertas tareas motoras al mismo tiempo que se les presentaba un estímulo olfativo, olor a rosas. A continuación comprobaron cómo los sujetos recordaban lo aprendido al día siguiente, después de una noche de sueño. Los resultados muestran que el aprendizaje se reforzaba cuando a los voluntarios se les presentaba durante el sueño el mismo olor a rosas que estaba presente durante el experimento. Se supone que la presentación del estímulo reactiva el recuerdo, ayudando en el proceso de consolidación de la memoria transitoria en el hipotálamo como memoria a largo plazo en el córtex.

Además, los investigadores comprobaron que esta estimulación olfativa durante el sueño funcionaba cuando se aplicaba en la fase 2 del sueño no-REM/MOR (NREM2), que se ha asociado previamente a esta consolidación de la memoria. Laventure precisa que «los procesos de consolidación de la memoria motora se producen en gran medida, pero no exclusivamente, durante el sueño NREM2». El estudio, publicado en la revista PLOS Biology, muestra además que la estimulación olfativa deja en el encefalograma una firma típica de la consolidación de la memoria, un patrón de ondas cerebrales llamado husos del sueño (sleep spindles). «Solo la estimulación durante NREM2 produjo cambios significativos en los husos del sueño», aclara el coautor del estudio.

El trabajo de Laventure y sus colaboradores se refiere solo a la memoria motora, no a la declarativa, la que asociamos con los recuerdos. Pero otros estudios sugieren que también es posible reactivar este tipo de memorias mediante estímulos recibidos durante el sueño, mientras el olfato permanece activo, siempre dispuesto a llevarnos de viaje al pasado en busca del tiempo perdido.

Este es el bicho que vive en nuestras caras… desde que somos humanos

Les presento a Demodex folliculorum, un ser que vive en los poros y los folículos pilosos de la cara de ustedes, la mía y la del 100% de los humanos adultos. Lo siento, modelos que aparecéis en los anuncios de la tele proclamando jovialmente lo limpias que os sentís tras (presuntamente) eliminar vuestras toxinas bebiendo nosequé. En vuestras cejas, pestañas, frente, pómulos, orejas, nariz, y prefiero no continuar hacia más abajo, viven estos diminutos y adorables animalitos de ocho patas con garras, primitos de las arañas. Y no hay bebida que os libre de ellos.

Un 'Demodex folliculorum'. Imagen de California Academy of Sciences.

Un ‘Demodex folliculorum’. Imagen de California Academy of Sciences.

Somos auténticos ecosistemas andantes. En nuestro cuerpo habitan diez veces más bacterias que células nuestras. Tal vez solemos pensar que, cuando uno de nosotros muere, nuestros restos mortales se convierten en pasto de infinidad de criaturas. Pero lo cierto es que ya somos un universo en miniatura mientras estamos vivos. Lo que sucede más bien es que, cuando morimos, esa pacífica sociedad de miles de millones de seres que hasta entonces vivían tranquilamente a sus cosas dentro de nosotros se ve de repente invadida por inmensas hordas de bárbaros agresivos que exterminarán su pequeño mundo tal como lo conocían. En lo que se refiere a nuestros microbios, el llamado microbioma humano es un campo de la biología que está en pleno auge, y que cada vez está demostrando más relevancia en determinar lo que realmente somos, no solo a nivel fisiológico, sino incluso psicológico.

Últimamente he estado trabajando bastante sobre el tema de la simbiosis. Muchos biólogos piensan que ya no puede considerarse la evolución tomando cada especie aislada, por ejemplo los humanos, sino que a efectos evolutivos debe pensarse en el todo formado por un organismo y todos los que le acompañan en su viaje, lo que se conoce como el holosimbionte. Cada uno de nosotros es un holosimbionte compuesto por el yo biológico más todo el resto de organismos que llevamos encima y dentro. Qué bonita manera de aplicar a la biología aquella famosa idea de Ortega: «yo soy yo y mi circunstancia».

Regresando a nuestro amigo el Demodex folliculorum, es uno de los dos ácaros que viven en los orificios de nuestra piel, junto con su primo D. brevis, que prefiere las glándulas sebáceas. La biología no los considera simbiontes, ya que por el momento no se conoce que nos aporten ningún beneficio. Tampoco lo contrario, salvo en casos de infestación grave, y por ello los clasificamos como comensales.

El gusano espacial que trataba de tragarse el 'Halcón Milenario' en 'El imperio contraataca'. Imagen de 20th Century Fox.

El gusano espacial que trataba de tragarse el ‘Halcón Milenario’ en ‘El imperio contraataca’. Imagen de 20th Century Fox.

Pero si traigo aquí a este animalito precisamente hoy, día del estreno de El despertar de la Fuerza, no es por el parecido razonable entre el gusanito que vive en las cuevas de nuestra piel y el gusanazo que vivía en la caverna de un asteroide en El imperio contraataca. El motivo es que el Demodex es el protagonista de un estudio recién publicado en la revista PNAS y que nos descubre una fascinante conclusión sobre hasta qué punto nuestro destino y el de nuestros inquilinos están vinculados.

Científicos de la Academia de Ciencias de California y otras instituciones (incluyendo a una investigadora de la Universidad de Vigo, Iria Fernández-Silva) tomaron muestras de la cara de 70 personas en distintos lugares del mundo, bien arrastrando por la frente la parte curvada de una horquilla, o bien raspando la piel de la mejilla o del exterior de la nariz con una espátula. Lo primero que comprobaron al analizar las muestras fue que absolutamente todos los sujetos llevaban el Demodex en su piel, confirmando lo que otro estudio del mismo equipo ya mostró el año pasado: todos los humanos mayores de 18 años compartimos este inquilino.

Curiosamente, de las personas que tenían 18 años en el momento del estudio, el Demodex estaba presente solo en el 70% de los casos, indicando que lo adquirimos a lo largo del tiempo. ¿Y de quién? Pues según los análisis de ADN mitocondrial practicados por los investigadores, no de cualquiera a quien saludamos con un par de besos, sino de nuestra gente más próxima: del mismo modo que nosotros y nuestros familiares más cercanos compartimos ADN, también nuestros Demodex y los de nuestros familiares más cercanos comparten su ADN.

Un 'Demodex folliculorum'. Imagen de California Academy of Sciences.

Un ‘Demodex folliculorum’. Imagen de California Academy of Sciences.

Según la directora del estudio, Michelle Trautwein, «el continente de donde procede la ascendencia de una persona tiende a predecir los tipos de ácaros de sus caras». Pásmense: los investigadores descubrieron que algunas personas afroamericanas cuyas familias llevan varias generaciones viviendo en EEUU aún llevan Demodex africanos. «Es alucinante que solo estemos empezando a descubrir cómo nosotros y los ácaros de nuestro cuerpo compartimos profundamente la misma historia», dice Trautwein.

Pero aún más, el estudio de ADN ha permitido a Trautwein y sus colaboradores rastrear la evolución de los Demodex a lo largo del tiempo y su dispersión por el mundo en sus hospedadores humanos. Y resulta que estos animalitos reflejan en su evolución genética la famosa hipótesis llamada Out of Africa, según la cual los humanos modernos surgieron en África y desde allí emigraron hasta colonizar el mundo originando poblaciones distintas. Sin embargo, cuando nosotros aparecimos, los Demodex ya estaban allí: el ADN sugiere que su especie es anterior a la nuestra, pero es posible incluso que su linaje se remonte a más de 3 millones de años atrás, lo que indicaría que nos han acompañado desde el nacimiento del género Homo.

Así que el minúsculo Demodex, que normalmente no nos molesta demasiado, se merece un pequeño homenaje. Hoy rompo mi línea habitual: que entre Sinatra. I’ve got you under my skin (te llevo bajo mi piel).

¿Se adapta la mosca negra al cálido verano?

En el mundo tocamos a 200 millones de insectos por cabeza, según una estimación del entomólogo y parasitólogo Mike Lehane, de la Escuela de Medicina Tropical de Liverpool (Reino Unido). De cada dos especies que hoy habitan la Tierra, una es un insecto. Del millón largo de especies de insectos descritas, unas 14.000 se alimentan de sangre, repartidas en cinco grupos (órdenes) distintos: ftirápteros (piojos), hemípteros (chinches), sifonápteros (pulgas), lepidópteros (las llamadas polillas vampiro del sureste asiático) y, sobre todo, dípteros (moscas y mosquitos).

La web Tree of Life calcula en al menos 150.000 las especies de dípteros descritas. De las miles de ellas que beben sangre, las conocidas por todo el mundo incluyen tábanos y mosquitos (NO las típulas, esos bichos voladores patilargos que entran en casa en las noches de verano y que parecen gigantescos mosquitos; son completamente inofensivas). Pero hay otro grupo más desconocido por el público en general que se está ganando la popularidad a picotazos.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Una mosca negra. Imagen de Fritz Geller-Grimm / Wikipedia.

Los simúlidos (familia Simuliidae), o moscas negras, comprenden más de 2.170 especies. No todas ellas pican; pero algunas fuenten apuntan que sí lo hace el 90%, por lo que podemos suponer que hay al menos unas 1.900 especies de moscas negras chupadoras de sangre. Están extendidas por todo el mundo y reciben nombres diferentes según la región. En general su aspecto es el de pequeñas moscas oscuras de unos cinco milímetros de longitud, con un perfil jorobado. En nuestras latitudes no son vectores directos de enfermedades infecciosas, pero en los trópicos transmiten un parásito que provoca la oncocercosis o «ceguera de los ríos», además de otros posibles patógenos.

Las moscas negras crían sus larvas en las corrientes de agua, y los adultos suelen encontrarse cerca de las zonas húmedas y con vegetación. Atacan durante el día y normalmente al aire libre; al contrario que los mosquitos, no suelen entrar en las casas. Las distintas especies chupadoras de sangre se alimentan de diferentes tipos de animales, y muchas de ellas pican a los humanos. Curiosamente y según las especies, muestran preferencia por partes del cuerpo específicas, ya sean piernas, brazos, cuello u orejas.

Como ocurre con los mosquitos, son las hembras quienes se alimentan de sangre, ya que necesitan algunos de sus componentes para la maduración de sus huevos. Pero mientras que los mosquitos son cirujanos de precisión que perforan la piel con un fino estilete, las moscas negras son diminutos aprendices de Jason Voorhees, provocando minúsculas masacres: primero estiran la piel para después sajarla de lado a lado con sus mandíbulas en forma de cizallas serradas y beberse el charquito de sangre que brota de la herida.

Cuando muerden, las moscas negras introducen en la herida un complejo cóctel de sustancias que en algunas especies incluye hasta 164 proteínas distintas, muchas de ellas de función desconocida. Entre estos compuestos se han encontrado enzimas que impiden la agregación de las plaquetas, como la apirasa; anticoagulantes que inhiben la gelificación del plasma y vasodilatadores que aumentan el flujo sanguíneo hacia los capilares rotos por la mordedura, además de una proteína causante de eritema denominada SVEP, factores antimicrobianos como defensina y lisozima, hialuronidasa que digiere la matriz extracelular, glucosidasas que rompen los carbohidratos, o histamina, implicada en la respuesta inflamatoria. Actualmente está en marcha el Proyecto Genoma de la Mosca Negra, que ayudará a conocer el arsenal químico de estos animalitos.

Muchas fuentes parecen dar por hecho que la saliva tiene también un efecto anestésico local, dado que, dicen, las picaduras no suelen doler. Esta estrategia de adormecer su campo de operaciones para alimentarse a gusto se cita a menudo en el caso de los insectos chupadores de sangre. Pero parece que el mecanismo no está tan claro como podría parecer; según explica Mike Lehane en su libro The biology of blood sucking in insects (2ª ed., 2005), lo más probable es una acción indirecta mediada por enzimas que degradan los mensajeros encargados de disparar la señal de dolor en las terminaciones nerviosas de la herida.

Lo cierto, al menos en mi experiencia personal, es que la mordedura se siente como un leve pinchazo con un alfiler. Pero aunque la picadura no sea muy dolorosa, lo peor viene después: normalmente el lugar de la mordedura se hincha, duele y pica durante varios días. La herida sangra, tarda en cicatrizar y a menudo deja marca permanente. Los síntomas suelen cesar después de una semana, pero muchas víctimas de la mosca negra buscan tratamiento médico cuando notan que su pierna se inflama y duele, sobre todo cuando no saben, literalmente, qué mosca les ha picado. En casos muy esporádicos puede haber complicaciones: «En unas pocas situaciones, la saliva de algunas especies de Simulium se ha asociado con extensiva patología en tejidos y órganos, incluyendo choque hemorrágico y la muerte», decía un estudio de 1997.

El inventario global de especies de mosca negra, actualizado en 2015, cita casi 50 en la España peninsular. Desde hace varios años, todos los veranos se oye hablar de las molestias y trastornos que provocan, pero muchas informaciones restringen el problema al valle del Ebro y otras cuencas del este de la Península. Este año también he leído alguna noticia relativa al sureste de Madrid. Por mi parte, puedo asegurar que en la Sierra de Madrid, zona de Torrelodones, cuenca del Guadarrama, están presentes desde hace varios veranos. Las que tenemos por aquí atacan a mansalva al atardecer (al amanecer no suelo estar ahí para comprobarlo), y sobre todo en pantorrillas y tobillos, especialmente en la cara trasera. Una mosca negra tarda varios minutos en llenarse el buche de sangre, y tal vez por eso busca zonas menos visibles, pero el pinchazo la delata.

De hecho, este verano he notado algo bastante curioso que dejo aquí como observación anecdótica, for the record. A nadie se le escapa que en 2015 nos está cayendo un verano de temperaturas anormalmente altas. He observado (o más bien he sentido los picotazos antes de observar) que, en los días de menos calor, las moscas negras están atacando en las horas centrales en lugar de esperar al atardecer, algo que nunca antes había ocurrido en mis años de incómoda relación con estos insectos.

Suelen aportarse varias razones para que las moscas negras piquen con preferencia en las horas de sol bajo: evitan la noche porque necesitan la luz del día para guiarse por la vista (además, siguen señales químicas como el CO2), aprovechan el aire calmado del amanecer y el atardecer para no ser arrastradas por el viento, y además tienen rangos óptimos de temperatura para su actividad. El libro Medical and Veterinary Entomology (2ª ed., 2009), editado por Gary Mullen y Lance Durden, indica que «la actividad picadora ocurre dentro de ciertos rangos óptimos de temperatura, intensidad de la luz, velocidad del viento y humedad, con óptimos diferentes para cada especie».

Pero suponiendo ciertas condiciones de contorno de luz y viento, la temperatura parece ser determinante. En el volumen 6, parte 6 de Dípteros de la Colección Fauna de la URSS, dedicado a los simúlidos (1989), el autor Ivan Antonovich Rubtsov destacaba la temperatura como factor clave en los ciclos diarios de actividad de las moscas negras. «En el norte, donde las temperaturas moderadas del verano no suprimen la actividad, y en presencia de otras condiciones favorables, las moscas negras atacan a lo largo del día desde la mañana temprano hasta el atardecer, o en el caso de luz continua, a lo largo del período de 24 horas», escribía Rubtsov.

El autor añadía que había dos picos de actividad, alba y ocaso, y dos valles, la noche y el día. «En la mañana, el vuelo y el ataque dependen no solo de la luz, sino también de la temperatura correspondiente (óptima para cada especie)». Pero dado que las franjas de temperaturas son diferentes según la latitud, y que en el territorio de la antigua URSS había una amplia variación climática de norte a sur, Rubtsov pudo observar que las especies de mosca negra adaptaban su rango óptimo de temperaturas en función del clima de la región. Es decir, que en el sur atacaban a temperaturas más calurosas, «con el óptimo en un rango de temperaturas más altas en comparación con el norte».

Además, Rubtsov comprobó que esto no solo sucedía en regiones diferentes, sino que en la misma zona los insectos podían adaptarse en función de la estacionalidad, o incluso dependiendo de las temperaturas medias de cada año: «El rango de temperaturas para la óptima actividad vital se desplaza dependiendo de las temperaturas en una estación o un año». «En años más cálidos […] el rango se desplaza a temperaturas más altas», escribía.

¿Será algo parecido lo que está ocurriendo este verano especialmente caluroso? Rubtsov sugiere que las moscas negras pueden adaptar dinámicamente su rango óptimo de temperaturas a las condiciones concretas de una estación. Dado que este año están atacando a temperaturas tan altas al amanecer y al atardecer, ¿podría ocurrir que un descenso brusco de las máximas y las mínimas les permitiera ampliar su franja horaria de actividad hacia las horas centrales del día, para picar impunemente a las dos de la tarde?

Tonterías que se dicen: todos los embriones humanos empiezan siendo femeninos

En 1866, un científico alemán llamado Ernst Haeckel formuló una teoría llamada Ley de la Recapitulación, que aún hoy se estudia en los cursos de biología de instituto y universidad. Haeckel había emprendido estudios comparativos de embriones cuando descubrió con entusiasmo que Charles Darwin se apoyaba en la embriología para explicar la evolución de las especies. El alemán había observado que los embriones humanos tempranos mostraban estructuras similares a las que aparecen en otras especies en la edad adulta, como hendiduras que recuerdan a las branquias y que se asemejan a los faringotremas, órganos de filtración de unos animales marinos llamados tunicados.

Un feto humano. Imagen de Ivon19 / Wikipedia.

Un feto humano. Imagen de Ivon19 / Wikipedia.

Así, Haeckel llegó a la conclusión de que, durante las primeras etapas de su desarrollo embrionario, los organismos «recapitulaban» sus pasos evolutivos; es decir, que por ejemplo los embriones humanos y de los reptiles iban recordando en su desarrollo la evolución desde las especies más primitivas a los peces, de ellos a los anfibios y luego a los reptiles. Estos se detenían ahí, mientras que los humanos continuaban progresando a mamíferos, monos y finalmente a lo que somos. Haeckel condensó su teoría en una frase brillante, casi un genial eslogan publicitario con enorme gancho: «la ontogenia recapitula la filogenia», siendo la ontogenia el desarrollo de un individuo y la filogenia su origen evolutivo.

Por desgracia para Haeckel, y aunque su teoría tiene algo de cierto, en general ha sido ampliamente desacreditada. Sin contar la utilización política de sus ideas por el nazismo, la parte cierta es que los embriones se parecen en sus primeras fases; en algunos casos la similitud es solo aparente (estructuras parecidas de orígenes distintos que dan lugar a órganos diferentes), pero incluso cuando hay semejanzas embriológicas reales, un embrión nunca es una versión de un organismo adulto de otra especie. Los embriones humanos son siempre humanos; nunca son reptiles ni monos, aunque en una etapa concreta tengan cola.

Cuento todo esto porque, después de la lección que nos dio el caso de Haeckel, me deja perplejo una afirmación que he visto repetida una y otra vez en infinidad de medios, y que parece haber calado en la calle: que todos los embriones humanos comienzan siendo femeninos por defecto, y que solo se convierten en machos cuando entra en acción el cromosoma Y; y que, de no ocurrir esto último, los embriones continuarían su desarrollo como hembras normales.

No tengo la menor idea de cuál es la fuente original de esta tontería. Tampoco puedo esclarecer las razones por las que ha triunfado en la calle, aunque tengo mi sospecha: afirmar que todos los embriones humanos son mujeres por defecto, y que algunos derivan hacia hombres solo debido a una interferencia genética posterior, suena a eso que algunos llaman buenrollismo. Nunca dejen que la realidad les estropee una buena leyenda, sobre todo si es ideológicamente empowering.

Pero a ver, y con todos mis respetos: no. Ni los embriones humanos son nunca reptiles, ni todos los embriones humanos son al principio hembras. En primer lugar, hay que recordar que la determinación del sexo en los humanos –hablo desde el punto de vista estrictamente biológico: sexo, no género– es cien por cien genética. En ciertas especies, como en algunos peces, caimanes o tortugas, las condiciones ambientales como la temperatura de incubación influyen a la hora de determinar el sexo de los individuos. Otros animales, como algunos peces –incluyendo a Nemo– y moluscos, practican el hermafroditismo secuencial, pudiendo cambiar de sexo a lo largo de sus vidas. En esto se basó Michael Crichton para explicar el origen de los dinosaurios machos en su Parque Jurásico. Y aún hay otros sistemas más extraños para determinar el sexo de los individuos. Pero no en el Homo sapiens: un embrión humano es macho (XY) o hembra (XX) desde el mismo momento de la concepción. Punto.

Algunas fuentes que mencionan el falso mito hablan de que primero entra en acción el cromosoma femenino X, y solo luego, si acaso, se activa el masculino Y. Es necesario explicar que en la especie humana no existe un «cromosoma femenino». Las hembras no son tales porque tengan más X, sino porque carecen del cromosoma masculino Y. De hecho, ambos sexos tienen la misma cantidad de X activo: en las células de las mujeres se produce un mecanismo llamado compensación de dosis, mediante el cual se inactiva uno de los dos cromosomas X para que no haya un exceso de producción por parte de sus genes. Es decir, que hombres y mujeres tienen la misma cantidad de genes expresados del cromosoma X (en realidad hay genes del X inactivo que continúan funcionando, muchos de ellos también presentes en el Y). El X que se inactiva en las células femeninas, y que puede ser aleatoriamente de origen paterno o materno, es visible al microscopio como una región densa en el núcleo llamada corpúsculo de Barr, un clásico de las prácticas de biología en institutos y universidades.

De lo anterior queda claro que el cromosoma X no es una especie de baluarte de los genes femeninos. La biología humana es más compleja. Ambos sexos necesitan el X, pero muchos de los caracteres que marcan el dimorfismo sexual en los humanos, aquellos que biológicamente nos diferencian, no residen en los cromosomas sexuales sino en alguno de los otros 22 pares, los llamados autosomas, que se heredan igual del padre y de la madre tanto en embriones masculinos como femeninos. Y por favor, basta de proferir barbaridades como «el gen de la testosterona». Los genes solo producen proteínas, y ni la testosterona ni otras hormonas sexuales lo son: la testosterona no tiene gen; la fabrica la maquinaria celular a partir del colesterol.

Pero volvamos al embrión, y rescatemos lo poco que hay de cierto en el mito: hasta aproximadamente las siete semanas de gestación, cuando se activa un gen del cromosoma Y llamado SRY, no comienza el desarrollo de los genitales masculinos. Ni de los femeninos: durante este período, los embriones tampoco son fenotípicamente hembras; si acaso, podríamos decir que son potencialmente hermafroditas. Antes de la activación del SRY, todo embrión posee dos estructuras diferentes llamadas conductos mesonéfricos y paramesonéfricos. Los primeros darán lugar a los genitales internos masculinos, y los segundos a los femeninos. En función de que aparezca SRY o no, unos progresarán, mientras que los otros se reabsorberán hasta desaparecer. Pero ambos están presentes en todos los embriones; no hay un “proyecto femenino” que se trunque a causa del cromosoma Y.

Ahora, la gran pregunta es: ¿qué sucede en el embrión si no entra en acción el cromosoma Y? Hay un único caso en el que el resultado será una niña sana, y es cuando el embrión tiene la dotación cromosómica normal de una hembra (XX); es decir, carece de Y. En otras situaciones, lo habitual es que el embrión muera. La propia naturaleza nos ha dado el resultado del experimento: los embriones 45,X, aquellos que accidentalmente poseen un solo cromosoma X y carecen del Y, mueren en un porcentaje estimado del 99%; de hecho, se cree que hasta un 15% de todos los abortos espontáneos tienen una dotación cromosómica 45,X. Uno de cada cien sobrevive y llega a término, pero no indemne: estos casos se conocen como síndrome de Turner. Fenotípicamente son mujeres, pero generalmente carecen de un aparato reproductor funcional y no adquieren los caracteres sexuales típicos de la pubertad, como el desarrollo de los pechos; además de sufrir otras anomalías que en su mayor parte no amenazan su vida, pero sí la complican.

Merece la pena añadir un último comentario: la presencia de pezones en los hombres se esgrime a veces como argumento para sostener que los embriones son femeninos por defecto. Es un error tan fundamental como postular lo contrario aduciendo que el clítoris, también sin función biológica esencial conocida, es un pene truncado. El desarrollo de los pezones viene determinado sobre todo por una proteína llamada PTHrP que ejerce una función dual, deteniendo su progresión en los embriones masculinos y promoviéndola en los femeninos. Simplemente es un rasgo común que en los humanos, al contrario que en otras especies (ratones), se conserva en ambos sexos; probablemente porque no ha existido una presión evolutiva contraria en los machos, ya que no son perjudiciales.

Además, los pezones son un carácter sexual secundario que no está gobernado por los cromosomas sexuales: en humanos, el gen de la PTHrP está ubicado en el cromosoma 12. Resumiendo, y explicándolo con una frase simple a lo Haeckel: la mujer hace las tetas, no al contrario.

La Costa Brava, invadida por estrellas de mar clónicas e ‘inmortales’

Parece como si en verano fuéramos más propensos a acordarnos de seres que comparten con nosotros esta roca mojada y a los que tendemos a ignorar el resto del año. En realidad no es así, pero hablar de estrellas de mar en esta estación del año casi transmite una sensación vacacionera refrescante que se agradece en el estío bochornoso que nos ha tocado. Así que es una buena ocasión para contar un estudio publicado el pasado mayo que descubre un relevante dato científico y un curioso dato anecdótico. Estudiantes de periodismo, este es un ejemplo de la tensión entre lo importante y lo interesante de la que alguna vez os han hablado (o deberían haberlo hecho).

Ejemplares de estrella de mar de la especie 'Coscinasterias tenuispina'. Imagen de la Universidad de Gotemburgo.

Ejemplares de estrella de mar de la especie ‘Coscinasterias tenuispina’. Imagen de la Universidad de Gotemburgo.

Primero, el contexto. Un equipo de investigadores de la Universidad de Barcelona, el Centro de Estudios Avanzados de Blanes (Girona) y dos universidades suecas ha estudiado varias poblaciones de una estrella de mar llamada Coscinasterias tenuispina, un habitante de las costas mediterráneas y de los litorales atlánticos, desde Francia hasta Brasil. Dado que soy habitante de interior, ignoro si a esta estrella se le da un nombre común concreto en alguna región litoral, pero tiene la peculiaridad de sus muchos brazos, normalmente siete, generalmente entre seis y doce, motivo por el cual aparece referida en algunas fuentes por el enigmático nombre (es broma) de estrella de muchos brazos.

Los científicos recogieron estrellas de dos poblaciones mediterráneas, en Llançà (Costa Brava) y Taormina (Sicilia), y dos atlánticas, Bocacangrejo y Abades, ambas en Tenerife (estudiantes de biología, la localización de estos emplazamientos es un ejemplo no trivial de las grandes satisfacciones que la ciencia puede proporcionar). El objetivo de los investigadores era estudiar el envejecimiento celular en las estrellas en dos situaciones diferentes: cuando se reproducen sexualmente y cuando se clonan. Las estrellas de mar tienen la alternativa de recurrir a la vieja y clásica, aunque nunca por ello tediosa, reproducción sexual, o bien ceñirse a la también vieja y clásica, más aburrida y desconocida para el ser humano, reproducción fisípara (de “fisión”), consistente en partir su disco central en dos y luego regenerar lo que falta en cada una de las partes para dar lugar a dos individuos genéticamente idénticos.

Otros investigadores ya habían observado que en las planarias, esos gusanos que hacen como las escobas de Mickey Mouse en El aprendiz de brujo, la reproducción por clonación tiene un efecto rejuvenecedor en las células; al menos en lo que se refiere a los telómeros, los pies de los cromosomas que se van acortando con la edad para marcar el declive final hacia esos años tan dorados. Esto también se había observado en un tipo de ascidias marinas.

Ahora, lo importante. El nuevo estudio, publicado en la revista Heredity (del grupo Nature), demuestra que los cromosomas de las poblaciones clónicas tienen los telómeros más largos –más jóvenes— que los de las comunidades en las que predomina la reproducción sexual. Es más: en los clones, las partes nuevas aparecen rejuvenecidas en sus telómeros en comparación con las viejas, como si la clonación favoreciera una especie de reseteado celular. De este modo, la clonación es una manera de mantener a estas estrellas jóvenes y sanas durante más tiempo. El estudio es el primero que muestra este efecto en organismos salvajes que pueden optar entre las dos modalidades de reproducción.

En biología se sabe que la reproducción sexual nos proporciona ventajas evidentes (no, no me refiero a esa; el uso recreativo de los aparatos explica por qué nos gusta tanto hacerlo, no por qué lo hacemos): la recombinación de fragmentos de los cromosomas y la combinación de paternos y maternos no solo ayuda a diluir el efecto de las mutaciones dañinas que puedan surgir con el tiempo, sino que además nos prepara mejor como especie para adaptarnos a los posibles cambios en el entorno.

Y por fin, lo interesante. Muchas especies mantienen la reproducción asexual a pesar de perderse las ventajas del sexo. Pero probablemente obtienen otras a cambio que lo justifican. ¿Qué tal lo más parecido a la inmortalidad a lo que puede aspirar un ser vivo? Gracias a este reseteado de los telómeros, muchas especies han encontrado la fórmula de la eterna juventud. En su estudio, los autores citan algunos ejemplos: en el Mediterráneo hay praderas clónicas de la hierba Posidonia oceanica que llevan viviendo entre miles y decenas de miles de años; en Canadá se han encontrado bosques de clones de álamo temblón (Populus tremuloides) que crecen en red sobre sus raíces y cuya edad se estima en 10.000 años; y en Noruega se han hallado corales clónicos con una edad que ronda los 5.000 años.

En cuanto a las estrellas, se sabe que en diferentes localizaciones las comunidades de la especie analizada en el estudio tienden a optar con preferencia por una de las dos modalidades de reproducción. La coautora del trabajo Helen Nilsson Sköld, de la Universidad de Gotemburgo (Suecia), dice en una nota de prensa: «Nuestros resultados de los marcadores genéticos muestran que las estrellas de mar son más propensas a clonarse a sí mismas en el Mediterráneo. De hecho, en la Costa Brava española parece existir un único clon». Algunos científicos piensan que los linajes clónicos son potencialmente inmortales. Así que, si van de vacaciones a la Costa Brava y por casualidad encuentran una de esas estrellas de muchos brazos, recuerden que nosotros solo somos pobres mortales; trátenla con el respeto que se merece.

¿Cómo ‘ven’ los animales el campo magnético terrestre?

Con todo lo listos y complejos que somos los humanos, solemos andar algo perdidos cuando se trata de capacidades que escapan a la experiencia de nuestra especie, pero que para otros organismos más simples son pan comido. Dado que aún no podemos comunicarnos con otras especies (pero no lo descarten), no pueden contárnoslo, y así nos resulta difícil describir, y no digamos comprender, cómo las feromonas guían a un macho hasta una hembra en celo, cómo las plantas se advierten unas a otras de un peligro, o cómo los animales con camuflaje activo adaptan los colores, los patrones y las texturas de su cuerpo para parecerse a lo que tienen alrededor.

Imagen digital del documental 'Winged Migration' (2001) mostrando un charrán ártico volando sobre África. Imagen de Columbia-Tristar.

Imagen digital del documental ‘Winged Migration’ (2001) mostrando un charrán ártico volando sobre África. Imagen de Columbia-Tristar.

Algunas de estas capacidades no humanas las estamos descubriendo poco a poco, a veces casi por casualidad, o al menos gracias a que en ocasiones nos damos cuenta de su existencia a través de observaciones anecdóticas. Un ejemplo es el magnetismo. Todo niño humano aprende rápidamente que un campo magnético es invisible; no hay nada que podamos ver y que sea responsable de que esa pequeña figurita del Big Ben se quede pegada a la puerta de la nevera sin caerse. Pero si alguna vez sus hijos le preguntan por qué, no tema: en este caso podrá responderles con tranquilidad que ni siquiera los científicos lo saben.

Bien, esto no es del todo cierto. El magnetismo es algo perfectamente descrito y conocido. Pero en todo aquello que llamamos «acción a distancia», sin que medie ninguna interacción física, ya podemos parir ecuaciones para explicarlo y predecirlo, pero nunca llegaremos a interiorizar cómo se produce. Sucede también con la gravedad o con un fenómeno físico llamado entrelazamiento cuántico, por el cual dos partículas separadas pueden estar sincronizadas en sus propiedades de modo que una cambia en función de lo que le suceda a la otra, sin que sepamos cómo lo logran. Incluso Einstein lo puso en duda llamándolo «spooky action at a distance«, con un adjetivo que viene a significar algo raro y asombroso que asusta un poco. Pero el hecho es que ocurre.

En el caso del magnetismo, nuestra sensación como humanos podría ser esa que uno tiene cuando todos los demás hablan de una fiesta a la que no nos han invitado, porque el progreso de la investigación nos está revelando cada vez más casos de animales que son capaces de detectar el campo magnético de la Tierra, eso que para nosotros es completamente invisible y para lo cual tuvimos que inventar la brújula. Desde hace tiempo sabemos que el magnetismo terrestre guía las largas migraciones de las aves o las mariposas, pero a lo largo de los años se ha descrito la orientación magnética en animales tan dispares como abejas, termitas, ratones, bacterias, ratas topo, langostas, peces, tortugas marinas, lobos y murciélagos. Es decir, casi todos, ¿menos nosotros?

Es más: hace unos años se suscitó un interesante debate científico a raíz de un estudio según el cual las vacas y los ciervos preferían alinearse con el campo magnético terrestre norte-sur, algo que no sucedía donde había fuertes interferencias electromagnéticas locales, como líneas de alta tensión. El debate surgió cuando otros estudios no lograron reproducir estos resultados. Pero es que en 2013, un grupo de investigadores checos y alemanes describió que los perros tienden a orinar y defecar según las líneas magnéticas norte-sur. Según el estudio publicado en la revista Frontiers in Zoology, «los perros prefieren excretar con el cuerpo alineado a lo largo del eje norte-sur en condiciones de campo magnético calmado. Este comportamiento direccional se anula con campo magnético inestable». Los científicos añadían que esto explicaba el porqué de tanta vuelta antes de ponerse a ello. Y desde aquí pido a los propietarios de perros una contribución a la ciencia ciudadana: que saquen a pasear a sus animales brújula en mano y que informen de sus observaciones.

Pero entremos en materia: ¿cómo lo hacen todos ellos? El año pasado expliqué aquí una hipótesis según la cual las aves literalmente podrían ver el campo magnético en forma de líneas azules en el aire, gracias a un efecto cuántico en moléculas de su retina sensibles a la luz de este color. En 2012, dos investigadores de EE. UU. descubrieron neuronas en el cerebro de las palomas que registran la dirección y la fuerza del campo magnético. Estas neuronas serían las responsables de recoger la información detectada por algún órgano sensor del magnetismo, y de entregarla a su vez a alguna estructura cerebral encargada de construir un mapa. En cuanto a lo primero, tenemos la hipótesis de la retina, pero también hay indicios de que el oído interno podría tener algo que decir. Y en cuanto a lo segundo, algunos científicos proponen que podría tratarse del hipocampo, la región cerebral donde se ha ubicado la memoria de localización.

Ilustración de la 'antena magnética' descubierta en el gusano 'C. elegans'. Imagen de Andrés Vidal-Gadea.

Ilustración de la ‘antena magnética’ descubierta en el gusano ‘C. elegans’. Imagen de Andrés Vidal-Gadea.

Ahora, lo nuevo: esta semana, un equipo de investigadores de la Universidad de Texas en Austin y la Universidad Estatal de Illinois (EE. UU.) ha publicado un estudio en la revista eLife que descubre la existencia de una especie de antena magnética en un minúsculo gusano nematodo del suelo llamado Caenorhabditis elegans, un animal muy utilizado como modelo de laboratorio. Los científicos observaron algo enormemente curioso: mientras que los gusanos nacidos en Texas excavan hacia abajo en vertical en busca de alimento, los procedentes de otros lugares del planeta, como Inglaterra, Hawái o Australia, lo hacen en un ángulo respecto al campo magnético que corresponde precisamente a lo que sería hacia abajo si estuvieran en sus países de origen. En concreto, los gusanos australianos emigran hacia arriba.

Sorprendidos por este peculiar fenómeno, los investigadores situaron a los gusanos en un campo magnético artificial orientable a voluntad, comprobando entonces que cambiaban la dirección de su movimiento en consonancia. Y descubrieron además que todo esto no sucede en gusanos que llevan alteradas unas neuronas especializadas llamadas AFD, que los C. elegans emplean para detectar la temperatura y los niveles de dióxido de carbono. Así, los científicos han podido comprobar que estas neuronas se activan en respuesta al campo magnético. Según el codirector del estudio, Jonathan Pierce-Shimomura, esto supone el descubrimiento de la primera neurona magnetosensible, y eso que hasta ahora ni siquiera se sabía que los C. elegans fueran capaces de orientarse por el campo magnético. «Hay posibilidades de que otros animales más monos [sic: cuter], como mariposas y aves, empleen las mismas moléculas», ha dicho el investigador.

Así, ya conocemos algo más de cómo algunos animales ven, o sienten, el campo magnético. Y una vez más, ¿los humanos no hemos sido invitados a esta fiesta? No lo den por hecho: en 2011, un intrigante estudio publicado en Nature reveló que una proteína de la retina humana es capaz de guiar la orientación magnética de las moscas cuando se les elimina la suya y se reemplaza por la nuestra. Y esta molécula, llamada criptocromo, es precisamente la versión humana de la que he mencionado más arriba para los pájaros. Es evidente que nosotros no vemos líneas azules en el aire (yo, al menos); pero algunos experimentos controvertidos sugieren que incluso los humanos tenemos una cierta sensibilidad al campo magnético terrestre. En 2014 la investigadora Sabine Begall, de la Universidad de Duisburgo-Essen (Alemania), coautora de los estudios que descubrieron la supuesta capacidad de orientación magnética en vacas y perros, decía lo siguiente en un podcast para NPR News:

Después de publicar nuestro primer estudio sobre el ganado –en 2008– recibimos un montón de llamadas de gente de todo el mundo. Y decían, oye, yo también puedo detectar el campo magnético. Y al principio yo pensaba, bah, no puedo creérmelo. Pero sabes, entre ellos había hasta un ganador del premio Nobel. Y entonces dije, ¿eh?, tal vez hay algo en la historia de que las personas pueden detectar el campo magnético.

Por si fuera poco, desde el año 2000 sabemos también que los taxistas londinenses con un mejor conocimiento del mapa de su ciudad tienen agrandado el hipocampo (otro estudio lo confirmó en 2011), esa región del cerebro en la que almacenamos los mapas mentales y en la que, algunos creen, podría integrarse la orientación magnética de las aves. Y al fin y al cabo, todos los invitados a la fiesta, desde el gusano C. elegans hasta los perros, comparten algún ancestro común que es también nuestro. ¿Acaso los humanos hemos olvidado esta capacidad?

Más razones para sospechar que el alzhéimer es un peaje evolutivo

No se puede ser bueno en todo; quien mucho abarca, poco aprieta, y no se puede estar en misa y repicando. Son expresiones populares y refranes que condensan lo que en su aplicación a la biología se conoce como trade-offs evolutivos (peajes, en mi traducción libre), y que expliqué ayer. Para ahorrarles el clic, resumo que desde tiempos de Darwin se sabe que las adaptaciones ventajosas al entorno a menudo tienen un precio, en forma de otras desventajas asociadas que pueden ser más o menos perjudiciales según el caso, pero de modo que el balance final compensa. El repertorio de adaptaciones de los seres vivos al medio en el que viven es como una sábana demasiado pequeña; si se tira de ella para cubrir una parte del cuerpo, otra tirita de frío.

En el caso de los humanos, es natural que existan estos trade-offs. Los peajes aparecen con frecuencia en casos de hiperespecialización. Y para hiperespecializados, nosotros: los Homo sapiens somos un ejemplo extremo del problema de tener todos los huevos en la misma cesta. De las millones de especies que habitan este planeta, actualmente solo una, nosotros, ha discurrido por el camino evolutivo de desarrollar la capacidad intelectual que nos permite hacer cosas como escribir este artículo o leerlo. De hecho, quienes más cerca estuvieron también de ello, como los neandertales, sufrieron el destino de la extinción.

Ilustraciones como esta, aunque muy populares, transmiten una visión errónea de la evolución humana. Imagen de Wikipedia.

Ilustraciones como esta, aunque muy populares, transmiten una visión errónea de la evolución humana. Imagen de Wikipedia.

Este camino no es una vía hacia ninguna clase de perfección, sino simplemente una opción evolutiva más, que en el caso del ser humano le ha resultado ventajosa; pero la típica estampa de los homininos primitivos caminando en fila detrás de un humano moderno ha transmitido la falsa impresión popular de que la evolución es lineal y que nuestros ancestros eran personas a medio hacer cuyo propósito era servir de modelos intermedios, como en una serie de fotos de un edificio en construcción. La biología no funciona así: en cada momento de la historia, cada una de las especies antecesoras del Homo sapiens estaba bien adaptada a sus circunstancias, como demuestra su éxito evolutivo. Chimpancés, gorilas y orangutanes no están a medio evolucionar, como falsamente sugieren las mil y una películas de El planeta de los simios; de hecho, son inmejorablemente aptos para sobrevivir en su entorno, y hay estudios que sugieren que los chimpancés están realmente más evolucionados que nosotros, ya que su selección natural ha sido más intensa.

Entre los trade-offs estudiados en los humanos hay algunos relacionados con la reproducción. Por ejemplo, los altos niveles de testosterona en los hombres son beneficiosos durante la juventud, pero exponen a mayor riesgo de cáncer de próstata en la vejez. También se cree que la existencia de una reserva de ovocitos en el ovario femenino para toda la vida fértil tiene la ventaja de generar ciclos regulares, lo que facilita la regulación de la reproducción; el inconveniente aparece cuando se agota esta reserva, con la menopausia y sus síntomas.

Pero como es natural, gran parte de los trade-offs propuestos para los humanos afectan a nuestro rasgo más sobresaliente, el cerebro. En 2011, un estudio reveló que la típica reducción del volumen cerebral que aparece en los humanos con la llegada de la vejez no existe ni siquiera en nuestros parientes más próximos, los chimpancés, y que parece estar relacionada con nuestra mayor longevidad. Los investigadores planteaban la posibilidad de que se trate de un trade-off evolutivo cuya contrapartida es la propensión a desarrollar enfermedades neurodegenerativas propias de la edad, como el alzhéimer.

Tomografía de positrones de un cerebro humano con enfermedad de Alzhéimer. Imagen de NIH.

Tomografía de positrones de un cerebro humano con enfermedad de Alzhéimer. Imagen de NIH.

También en 2011, una revisión sobre el enfoque evolutivo del alzhéimer repasaba varias propuestas relativas a cómo los sofisticados procesos destinados a construir y estabilizar nuestra estructura cerebral, manteniendo una plasticidad necesaria durante la larga maduración humana, pueden tener un coste bioenergético en forma de lesiones a edades avanzadas. Algunos investigadores sugieren que el riesgo de padecer alzhéimer a los 85 años es del 50%, y que si llegáramos a cumplir los 130 todos los humanos lo padeceríamos.

Los autores de la revisión, Daniel Glass (Universidad Estatal de Nueva York) y Steven Arnold (Universidad de Pensilvania), destacaban un dato curioso: de los tres alelos (versiones de un gen) de la apolipoproteína E (APOE) que se relacionan diferencialmente con el riesgo de padecer alzhéimer, el que se asocia con un mayor riesgo, APOE ε4, es la forma ancestral que aparece en nuestros parientes y ancestros evolutivos. La forma neutral y la ventajosa (ε3 y ε2 respectivamente) han aparecido exclusivamente en los humanos. ¿Por qué el alelo ε4 sencillamente no ha desaparecido? Una respuesta evidente sería que no afecta a esa «reproducción del más apto» en la que ayer dejábamos la expresión de Darwin. Pero parece que hay algo más; el gen APOE está implicado en muchos procesos, y algunos estudios sugieren que el alelo ε4 confiere otras ventajas, como protección frente al riesgo cardiovascular en respuesta a estrés mental (el típico infarto por susto), frente al daño hepático inducido por virus, y frente al riesgo de abortos espontáneos. De nuevo, un caso de la pleiotropía antagónica que definíamos ayer; es decir, más trade-offs.

Así, el estudio que comenté anteriormente no es el primero que propone la posibilidad de que el alzhéimer sea un trade-off evolutivo que impondría una restricción esencial a la prolongación de nuestra longevidad. En este nuevo trabajo, los investigadores revelan que dos de los genes que muestran señales de selección positiva en humanos son SPON1, que participa en la construcción del andamiaje de los axones y se une a la proteína precursora amiloide impidiendo su ruptura, y MAPT, responsable de la proteína tau que estabiliza la estructura en la que se apoyan las neuronas. Curiosamente, ambas son responsables de nuestra avanzada estructura cerebral, y sus hipotéticos fallos de funcionamiento producirían precisamente dos de los síntomas típicos del alzhéimer, la acumulación de beta amiloide y las madejas de proteína tau. A la vista de estos resultados, la sospecha de que el alzhéimer es el resultado de un trade-off evolutivo parece casi inmediata.

La conclusión es que tal vez esto no nos deja demasiada esperanza a la hora de luchar contra algo que los clínicos ven solo como una enfermedad (y desde el punto de vista patológico no cabe duda de que lo es), pero que para muchos biólogos es además algo más profundo y complejo, el doloroso peaje evolutivo de una larga vida. Como decíamos arriba, los humanos actuales no somos una forma perfecta de nada, sino otra especie más en su incesante camino evolutivo. Y en este breve instante de la historia de la vida en la Tierra que es la civilización, los humanos padecemos alzhéimer.

Si acaso, nuestros descendientes lejanos podrían tener algo más de suerte: dado que actualmente el alelo de APOE más prevalente en la población es el neutral ε3 –el 95% de los humanos tiene al menos una copia–, y que tal vez esto sea simplemente un efecto de la deriva genética (fenómeno que, a diferencia de la selección natural, conserva y extiende en las poblaciones versiones de los genes que no son beneficiosas ni perjudiciales, sino simplemente neutras), según Glass y Arnold sería de esperar que en el futuro el alelo dañino ε4 desapareciera de las poblaciones humanas. Así, al menos el alzhéimer no sería una funesta inevitabilidad para los futuros humanos que sobrepasarán con creces el siglo de vida.