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Leakey, Wilson, Lovejoy: la biología pierde tres nombres brillantes

Tal vez hayan aparecido solo como notas breves en las páginas menos leídas de los diarios, o ni eso. Pero durante estas fiestas navideñas de 2021, con pocos días de diferencia, el mundo de la ciencia –sobre todo la biología y aledaños– ha perdido a tres figuras irrepetibles: E. O. Wilson, Thomas Lovejoy y Richard Leakey. Con variadas trayectorias, perfiles y ocupaciones, los tres tenían algo en común: dieron lo mejor de sí mismos vistiendo camisa caqui y calzando botas de campo, como grandes campeones de la conservación de la naturaleza en tiempos en que esta misión es cada vez más urgente y necesaria.

De izquierda a derecha, Thomas Lovejoy (1941-2021) en 1974, E. O. Wilson (1929-2021) en 2003, y Richard Leakey (1944-2022) en 1986. Imágenes de JerryFreilich, Jim Harrison y Rob Bogaerts / Anefo vía Wikipedia.

De izquierda a derecha, Thomas Lovejoy (1941-2021) en 1974, E. O. Wilson (1929-2021) en 2003, y Richard Leakey (1944-2022) en 1986. Imágenes de JerryFreilich, Jim Harrison y Rob Bogaerts / Anefo vía Wikipedia.

El mismo día de Navidad fallecía a los 80 años de un cáncer pancreático el estadounidense Thomas Lovejoy. Su nombre no resultará muy familiar para la mayoría, pero sí la expresión que en 1980 popularizó entre la comunidad científica: diversidad biológica, después acortada a biodiversidad.

Lovejoy fue un biólogo conservacionista que combinó la ciencia con la política en busca de nuevas fórmulas y propuestas que contribuyeran a la protección de la naturaleza, sobre todo en los países con menos recursos para ello, que suelen coincidir también con los de mayor biodiversidad. De joven dedicó su trabajo a las aves de la Amazonia brasileña, lo que le reveló cómo la deforestación estaba provocando una sangría de especies. Esto le llevó a organizar en 1978 en California la primera conferencia internacional sobre biología de la conservación, que sirvió para dar un encaje académico formal a la investigación en esta área de la ciencia.

Pero si Lovejoy sabía moverse en la selva real, fue en la jungla de los despachos donde hizo sus mayores aportaciones, como gran influencer de la conciencia medioambiental. Bajo su liderazgo en EEUU, una pequeña organización llamada WWF se convirtió en el gigante que es hoy. Trabajó con instituciones como National Geographic, Naciones Unidas, Smithsonian o el Banco Mundial, entre otras, perteneció a diversas sociedades científicas y colaboró con varios presidentes de EEUU. Sus estimaciones de 1980 abrieron los ojos al mundo sobre el deterioro de la biodiversidad y la pérdida de especies. Entre los muchos premios que recibió, en 2008 obtuvo el de Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA.

Con Lovejoy estuvo relacionado el también estadounidense Edward Osborne Wilson, más popular que su colega, conocido como E. O. o por sus sobrenombres, como Ant Man o el Señor de las Hormigas. Fue el mayor especialista mundial en mirmecología, el estudio de este enorme grupo de insectos. El interés por las hormigas le sobrevino a raíz de un accidente infantil de pesca: al tirar demasiado del pez que había mordido su anzuelo, la presa salió disparada del agua y se estrelló contra su cara. Era una clase de perca con duras espinas en la aleta dorsal, una de las cuales le perforó la pupila derecha, lo que unido a un tratamiento médico tardío y defectuoso le arrebató la visión de ese ojo. Más tarde, en la adolescencia le sobrevino una sordera que le incapacitaba para guiarse por el canto de los pájaros o las ranas. Pero su visión del ojo izquierdo era tan fina que comenzó a fijarse en los pequeños seres que no cantan ni croan.

Más allá de las fronteras de su especialidad, el trabajo de Wilson trascendió a la comunidad biológica en general a través de sus estudios sobre sociobiología, la ciencia que busca las raíces biológicas en la evolución del comportamiento y la organización de las sociedades de los vertebrados, incluidos los humanos, basándose en sus teorías sobre los insectos. Su visión de la biología evolutiva fue pionera y original; controvertida, pero inspiradora de grandes debates científicos.

Si Lovejoy era el conseguidor, Wilson era el académico y naturalista, un Darwin de nuestros tiempos. Su trabajo de divulgación y popularización, que llevó a dos de sus libros a ganar sendos premios Pulitzer, le convirtió en una figura mundial de la conservación de la naturaleza, un campo por el que comenzó a interesarse ya en su madurez. Junto a Lovejoy y otros como Paul Ehrlich formaron la primera generación que desde la ciencia hizo saltar la alarma sobre el enorme peligro de la pérdida de biodiversidad para la salud de la biosfera terrestre.

Wilson falleció el 26 de diciembre, un día después que Lovejoy, a los 92 años. Según Science, su muerte se debió a complicaciones después de una punción pulmonar.

El que completa la terna de las figuras de la biología fallecidas estos días es un favorito personal: Richard Leakey nunca fue formalmente un científico, ya que no llegó a estudiar una carrera; su vida no le dejó tiempo para eso. Pero a pesar de ello se le nombra como uno de los paleoantropólogos más reconocibles del siglo XX, y uno de los mayores impulsores de la investigación sobre los orígenes de la humanidad en su cuna africana. El último científico victoriano, se ha dicho de él.

Leakey fue un personaje de novela: un niño de la sabana, un joven aventurero y explorador, guía de safaris, trampero, aviador y buscador de fósiles, un keniano blanco que se metió en política, comprometido con la conservación de la naturaleza y con la lucha contra el totalitarismo y la corrupción política. Y un tipo carismático, inquieto, incómodo y hasta quizá tan difícil de trato que se creó muchos y poderosos enemigos, y su propia mala suerte. Murió este 2 de enero a los 77 años en su casa de Nairobi, sin que se hayan detallado las causas. Pero su vida merece un capítulo aparte. Mañana hablaremos de él.

Según la biología, podríamos ser la única especie inteligente en el universo

El universo no es eterno, y por lo tanto comenzó en algún momento. Lo cual implica que hubo un tiempo en que la vida no existía. Y tan evidente como esto es también que hoy la vida existe; al menos nosotros, todos los seres terrícolas, estamos aquí.

La conclusión es innegable: en algún episodio de la historia del cosmos, al menos una vez, la vida pasó de no ser a ser. Esto es lo que se conoce como abiogénesis. Y es un problema. Un gran problema, porque nadie sabe cómo se produjo. De hecho, es el problema central de la biología: ¿cómo comenzó todo?

Estas rocas de la región de Pilbara, en Australia, contienen los fósiles de microbios más antiguos conocidos, de 3.500 millones de años de antigüedad. Imagen de Baumgartner et al., Geology, 2019.

Estas rocas de la región de Pilbara, en Australia, contienen los fósiles de microbios más antiguos conocidos, de 3.500 millones de años de antigüedad. Imagen de Baumgartner et al., Geology, 2019.

La dificultad de la abiogénesis es obvia: que la vida aparezca a partir de la no vida es algo que, en principio, no ocurre. Solemos llamarlo generación espontánea, y Pasteur y otros demostraron que no existe. Hay ciertas diferencias considerables entre la generación espontánea y la abiogénesis: una de ellas, que rescataremos más abajo, es que la primera ocurriría de forma rápida y rutinaria, como una especie de mecanismo naturalmente programado, mientras que la segunda sería un proceso lento, gradual y excepcional. Pero en el fondo, el resumen es el mismo: vida que surge de algo no vivo.

Tan grande es el problema que tradicionalmente ha dado pie a muchos a defender explicaciones sobrenaturales de la aparición de la vida (en contra de lo que muchos creen, la evolución definida primero por Darwin y Wallace y después reconstituida por otros no explica el origen de la vida, sino solo cómo unas especies dan lugar a otras). Francis Crick, codescubridor de la doble hélice del ADN y un crítico feroz de las religiones, trató de salvar el obstáculo de la abiogénesis proponiendo la panspermia dirigida, la idea de que una civilización alienígena sembró la vida terrestre a propósito.

Lo cual, en realidad, no solamente no resolvía el problema, sino que le daba una patada para alejarlo (¿cómo surgió la vida de la que esa civilización evolucionó?); y, en el fondo, ¿cuál es la diferencia entre hablar de Dios y de una entidad alienígena inteligente, creadora y con un poder incomprensible para nosotros?

Todo hay que decirlo, Crick moderó su postura en años posteriores, cuando se descubrió la capacidad catalítica del ARN, que rompía el ciclo del huevo y la gallina: si la formación del ADN requiere proteínas y la formación de proteínas requiere ADN, ¿cómo empieza el proceso? El descubrimiento de las ribozimas, ARN que actúa como enzimas, conseguía cortar el círculo y convertirlo en una línea con una casilla de salida.

Pero incluso con las ribozimas, la abiogénesis continúa siendo hoy una píldora difícil de tragar. O lo sería, si no fuera porque tenemos la prueba irrefutable de su existencia: nosotros. Por supuesto y dado que la vida es un fenómeno natural, recurrir a explicaciones sobrenaturales es solo negarnos a nosotros mismos nuestra capacidad para comprender el universo por medio del razonamiento y la investigación.

Esta explicación sobre la abiogénesis sirve para entender por qué se ha popularizado tanto la idea de que la vida es abundante en el universo, y por qué en cambio esta idea es, como mínimo, poco razonable. Los primeros que comenzaron a interesarse científicamente por la vida alienígena fueron físicos y matemáticos, como los fundadores de los proyectos SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre). Para un físico, la naturaleza funciona aquí lo mismo que en GN-z11, que creo es la galaxia más lejana conocida hasta ahora. Para un matemático, es un disparate estadístico pensar que la vida terrestre es un fenómeno único.

Físicos y matemáticos han ignorado tradicionalmente el punto de vista biológico, y el público en general simplemente lo desconoce. Desde este enfoque, la vida es lo normal. Pero cuando se introduce el problema espinoso y aún inexplicado de la abiogénesis, lo normal es pensar que la vida es algo muy raro. Y que la vida inteligente, como nosotros, es algo que sencillamente no debería existir.

Pero mejor lo explica Nick Longrich. Este paleontólogo y biólogo evolutivo de la Universidad de Bath, en Inglaterra, atrajo el foco de los medios en 2015 gracias a un hallazgo espectacular, el primer fósil conocido de una serpiente de cuatro patas que vivió en el Cretácico, en la era de los dinosaurios. Este animal, llamado Tetrapodophis, rellenaba el hueco del fósil de transición entre los lagartos y las serpientes; lo que suele llamarse un eslabón perdido.

Reconstrucción de Tetrapodophis, la serpiente de cuatro patas del Cretácico. Imagen de Julius T. Cstonyi.

Reconstrucción de Tetrapodophis, la serpiente de cuatro patas del Cretácico. Imagen de Julius T. Cstonyi.

Recientemente, Longrich ha publicado un artículo en The Conversation cuyo título resume perfectamente el mensaje: “La evolución nos dice que podríamos ser la única vida inteligente en el universo”. Y sí, por supuesto que, como siempre ocurre con esta hipótesis, quienes no observan la naturaleza desde el conocimiento de la biología saldrán a opinar que tal cosa es absurda, que por narices (las narices de los físicos y matemáticos) la vida, incluyendo la inteligente, tiene que ser algo inmensamente extendido por todo el cosmos, y que blablablá… Pero de verdad, lean a Longrich.

En resumen, lo que el biólogo viene a exponer es que, si bien no tenemos ejemplos de vida extraterrestre que poder estudiar, al menos tenemos 4.500 millones de años de historia terrestre. Y eso equivale a muchísimos datos, a un experimento natural inmensamente rico.

Lo primero que podemos concluir de ese experimento natural es que, en un planeta tan sumamente habitable como el nuestro, y en más de 4.500 millones de años, la abiogénesis solo se ha producido una única vez. Si la vida surge inevitablemente allí donde puede, como han defendido los físicos, ¿por qué aquí solo una vez? ¿Por qué no dos, tres, miles, millones?

Este argumento biológico, llamado del segundo génesis (por un segundo origen independiente de la vida, y un tercero, y un cuarto…), ha sido comentado en este blog innumerables veces. Es un argumento que físicos y matemáticos pasaron por alto completamente cuando crearon esas fantasías de un universo rebosante de vida alienígena. Y es un argumento demoledor. Si la vida fuera algo de aparición tan común, en la Tierra lo veríamos casi a diario. Según lo dicho arriba, sería una especie de mecanismo naturalmente programado. En el fondo, lo que defiende la idea de la vida como fenómeno inevitable es una especie de generación espontánea. Pero entonces no tendría ningún sentido biológico que este fuera un proceso autolimitado a una vez por planeta a lo largo de toda su historia de miles de millones de años. Se mire como se mire, se llega a una reducción al absurdo.

Lo que hace Longrich en su artículo es aplicar la misma línea de razonamiento a otros pasos críticos para conducir desde la aparición de la vida, una célula simple, a algo tan complejo como nosotros. Por supuesto, con una célula sencilla no acaba el problema: hay otros muchos complicados procesos que tienen que darse para llevar a la vida inteligente. Y para cada uno de esos pasos, se pregunta Longrich, ¿existe una segunda ocasión en que se haya repetido?

Longrich da cuenta de cómo, en efecto, en muchos casos la evolución ha repetido sus soluciones en distintos linajes de la vida. El ejemplo más típico es el de las alas: las aves vuelan, pero también los insectos y los murciélagos. En todos estos casos las alas aparecieron de forma independiente en distintas líneas evolutivas. Es lo que llamamos evolución convergente. Otro ejemplo son los ojos, que surgieron de modo separado en los vertebrados y en diferentes líneas de invertebrados como los artrópodos, las medusas o los moluscos.

Entonces la pregunta es: ¿ha ocurrido esto mismo en ciertos pasos críticos, como semáforos de la evolución que deben superarse en el camino desde la célula simple a la vida inteligente? De ser así, dice Longrich, la aparición de vida compleja inteligente no solo sería probable, sino casi inevitable.

Pero la respuesta, oh sorpresa, es que no es así: no solo la propia aparición de la vida, sino también la célula eucariota, los seres multicelulares, la reproducción sexual, la fotosíntesis, el esqueleto, y por supuesto la inteligencia, todo ello apareció en la evolución solo una única vez. Según Longrich, “la convergencia parece ser la norma, y nuestra evolución parece probable. Pero cuando buscas la no convergencia, está por todas partes, y las adaptaciones críticas complejas parecen ser las menos repetidas, y por tanto improbables”.

“Estas innovaciones únicas, golpes de suerte críticos, pueden crear una cadena de cuellos de botella evolutivos o filtros”, escribe Longrich. “Si es así, nuestra evolución no fue como ganar la lotería. Fue como ganar la lotería una vez, y otra, y otra, y otra. En otros mundos, estas adaptaciones críticas pueden haber evolucionado demasiado tarde para que emergiera la inteligencia antes de que sus soles hayan degenerado, o no haber evolucionado nunca”.

Longrich hace unos números rápidos: si la aparición de vida inteligente depende, por ejemplo, de siete de estos semáforos evolutivos críticos, cada uno de ellos con un 1% de posibilidades de ponerse en verde (lo cual sería infinitamente mayor de lo que nos muestra el experimento natural de la Tierra), entonces la inteligencia ocurre en uno de cada cien billones de mundos habitables; 100.000.000.000.000. Y, continúa Longrich, “si los mundos habitables son raros, entonces podríamos ser la única vida inteligente en la galaxia, o incluso en todo el universo visible”.

Y lo cierto es que sí, los mundos habitables parecen ser raros. En los últimos años, los científicos planetarios parecen estar asumiendo con perplejidad una evidencia inesperada: hasta ahora y de más de 4.000 exoplanetas conocidos, no hay ni uno solo similar a la Tierra. En un reportaje reciente, el científico planetario Edward Schwieterman, de la Universidad de California en Riverside y el Instituto de Astrobiología de la NASA, me decía: “No debería sorprendernos si las condiciones exactas que encontramos hoy en la Tierra resultan ser raras”.

Así que, antes de caer en ese pensamiento simple de que la vida debe de estar por todas partes, escuchen a la biología; que si de algo sabe, es de vida.

La radiación estelar, un arma de doble filo para la vida en otros planetas

La semana pasada, dos científicos del Instituto Carl Sagan de la Universidad de Cornell publicaban un interesante estudio con una conclusión sugerente: la alta irradiación estelar que reciben algunos de los exoplanetas descubiertos no sería un obstáculo para la supervivencia, ya que la Tierra logró engendrar vida a pesar de que en sus comienzos también estaba sometida a un elevado nivel de radiación del Sol.

En su estudio, publicado en Monthly Notices of the Royal Astronomical Society, Lisa Kaltenegger y Jack O’Malley-James cuentan que Proxima-b, un planeta rocoso en la zona habitable de Proxima Centauri (una de las estrellas del sistema estelar más cercano a nosotros, Alfa Centauri), recibe 30 veces más radiación ultravioleta (UV) que la Tierra actual y 250 veces más bombardeo de rayos X.

En su día, estos datos desinflaron las expectativas de encontrar vida allí, ya que estos niveles de radiación se consideraban demasiado hostiles. Algo similar ocurre con otros exoplanetas potencialmente habitables que también orbitan en torno a enanas rojas, estrellas pequeñas, poco brillantes y templadas que suelen tener un comportamiento temperamental.

Kaltenegger y O’Malley-James han construido modelos de simulación computacional del ambiente de radiación UV en los cuatro exoplanetas habitables más próximos, Proxima-b, TRAPPIST-1e, Ross-128b y LHS-1140b, y con distintas composiciones atmosféricas para imponer diferentes grados de protección frente a los embates de sus estrellas, todas ellas enanas rojas. Al mismo tiempo, los dos investigadores simularon también las condiciones a lo largo de la historia de la Tierra, desde hace 3.900 millones de años hasta hoy.

Ilustración de un planeta habitable en la órbita de una estrella enana roja. Imagen de Jack O’Malley-James/Cornell University.

Ilustración de un planeta habitable en la órbita de una estrella enana roja. Imagen de Jack O’Malley-James/Cornell University.

Los resultados muestran que incluso en las peores condiciones atmosféricas y de irradiación, los exoplanetas analizados soportarían niveles de UV inferiores a los que experimentaba nuestro planeta hace 3.900 millones de años, cuando posiblemente la vida comenzaba a dar sus primeros pasos; unos primeros pasos que llegaron increíblemente lejos. «Dado que la Tierra temprana estaba habitada, mostramos que la radiación UV no debería ser un factor limitante para la habitabilidad de los planetas», escriben los investigadores. «Nuestros mundos vecinos más cercanos permanecen como objetivos interesantes para la búsqueda de vida más allá de nuestro Sistema Solar».

El estudio de Kaltenegger y O’Malley-James es sin duda un argumento a favor de que la vida pueda progresar en entornos más hostiles de lo que solemos imaginar (aunque no aborda otras agresiones como los rayos X). De hecho, sus implicaciones van aún más allá de lo que los autores contemplan, porque la radiación es una causa de variabilidad genética, el sustrato sobre el que actúa la evolución. La radiación mata, pero también muta: puede generar esporádicamente ciertas variantes genéticas que casualmente resulten en individuos mejor adaptados y en el primer paso hacia nuevas especies. Otro estudio reciente muestra que el sistema TRAPPIST-1 puede estar sometido a un intenso bombardeo de protones de alta energía; y una vez más, esto puede ser tan dañino para la vida como generador de diversidad.

Sin embargo, al leer el estudio es inevitable regresar al viejo problema, el principal: sí, la vida puede perdurar, pero para ello antes tiene que haber surgido. ¿Y cómo?

Hasta que un experimento logre reproducir a escala acelerada el fenómeno de la abiogénesis –un término elegante para referirse a la generación espontánea en tiempo geológico, la aparición de vida a partir de la no-vida–, o hasta que un algoritmo de Inteligencia Artificial sea capaz de simular el proceso, seguimos completamente a oscuras.

La especiación es un fenómeno continuo y abundante. La eclosión de seres complejos a partir de otros más sencillos es algo que ha ocurrido infinidad de veces a lo largo de la evolución, incluso cuando se ha hecho borrón y cuenta nueva, como pudo ser el caso de la biota ediacárica hace 542 millones de años. Pero todas las pruebas apuntan a que en 4.500 millones de años la vida solo ha surgido una única vez. Y lo cierto es que aún no tenemos la menor idea de cómo ocurrió.

Lo cual nos lleva una vez más a la misma idea planteada a menudo en este blog, y es que si la abiogénesis ha sido un fenómeno tan inconcebiblemente extraordinario y excepcional en un planeta también inusualmente raro —como conté recientemente aquí–, defender la abundancia de la vida en el universo es más un deseo pedido a una estrella fugaz que un argumento basado en ciencia. Al menos, con las pruebas que tenemos hasta ahora.

Esta ausencia de pruebas obliga a los defensores de la profusión de la vida en el universo a explicar por qué no tenemos absolutamente ninguna constancia de ello. Y a veces les empuja a esgrimir teorías que llegan a rayar en lo delirante. Como les contaré el próximo día.

Pasen y vean a la falsa araña con falsa cabeza de conejo

Uno piensa que ya lo había visto casi todo en formas extrañas de animales y que pocas cosas pueden sorprenderle… hasta que aparece Metagryne bicolumnata, la falsa araña con falsa cabeza de conejo; o de perro, o de lobo, según el gusto de cada cual. Pero para qué tratar de explicarlo. Se trata de esto:

Metagryne bicolumnata. Imagen de Andreas Kay / Flickr / CC.

Metagryne bicolumnata. Imagen de Andreas Kay / Flickr / CC.

No, no es un truco de Photoshop. Esta criatura realmente existe:

Metagryne bicolumnata. Imagen de Andreas Kay / Flickr / CC.

Metagryne bicolumnata. Imagen de Andreas Kay / Flickr / CC.

Y si quieren verla en acción, aquí está:

Todo ello por gentileza del biólogo Andreas Kay, que desde hace siete años se dedica a documentar y fotografiar la increíble biodiversidad de Ecuador, y a dejar el testimonio de su trabajo en Flickr.

Dibujo de Metagryne bicolumnata de Carl Friedrich Roewer, 1959.

Dibujo de Metagryne bicolumnata de Carl Friedrich Roewer, 1959.

En 2017 Kay fotografió en la selva amazónica a esta insólita criatura que sin embargo se conocía ya desde 1959, aunque el dibujo de Carl Friedrich Roewer, el aracnólogo alemán que la describió, era sin duda mucho menos espectacular.

La criatura en cuestión es un opilión; arácnido, pero no araña. Los opiliones están más estrechamente emparentados con los ácaros y los escorpiones, también arácnidos. Aunque a primera vista puedan confundirse con las arañas por sus ocho patas, un vistazo más detallado revela claras diferencias: las arañas tienen el cuerpo dividido en dos partes, cefalotórax y abdomen, mientras que los opiliones tienen ambos fusionados en un único bloque.

A mayor detalle, las arañas tienen varios pares de ojos, mientras que los opiliones solo tienen un par; que en el caso de Metagryne bicolumnata, al que llamaremos opilión conejo, no son los dos puntos amarillos en su falsa cabeza de conejo, sino que aparecen al frente del cefalotórax.

Otra diferencia esencial entre las arañas y los opiliones es que estos carecen de glándulas de seda, por lo que no fabrican tela. Y más importante para nosotros, tampoco tienen glándulas de veneno, por lo que son inofensivos. Para compensar esta falta de armamento, la evolución ha dotado a los opiliones de otras estrategias para defenderse de sus depredadores. Una de ellas, común en estos animalitos, es modificar su aspecto físico, ya sea para camuflarse en su entorno o para asustar.

Por ejemplo, algunos opiliones segregan un fluido defensivo amarillento que es nocivo para los depredadores. Otros, en cambio, carecen de esta defensa; pero alguno de ellos ha desarrollado en su caparazón dos manchas amarillas que simulan el fluido para disuadir a sus atacantes, aunque realmente no posean esta defensa. Estas coloraciones llamativas como advertencia de peligro se conocen en biología como aposemáticas; las serpientes coral, las avispas o las ranas venenosas tropicales avisan con sus colores llamativos de que no es una buena idea meterse con ellas.

En el caso del opilión conejo, el propósito de su estrambótico aspecto realmente no se conoce, aunque parece probable que se trate también de una defensa contra los depredadores. Entre las técnicas de mimetismo, algunas especies inofensivas desarrollan un aspecto parecido a otras peligrosas. Por ejemplo, hay moscas que parecen avispas, y la falsa coral es del todo inocua. Para estos opiliones, tener el aspecto de un temible mamífero puede ser la estrategia perfecta para que a nadie se le ocurra intentar comérselos. Aquellos ejemplares mejor disfrazados logran sobrevivir y pasar a sus descendientes los genes de ese perfecto disfraz, y la evolución sigue su curso.

Por qué los insectos resisten mejor el calor en invierno (sí, el calor)

Nos han acompañado durante todo el verano, para bien y para mal. Para bien, porque cumplen funciones esenciales en la naturaleza. Para mal, porque a veces pueden llegar a ser tremendamente irritantes, ya sea el trompeteo del mosquito en el oído cuando estás a punto de abrazar el sueño, la mosca cosquilleando la pierna en idéntica situación pero en la siesta, las hormigas en procesión a la alacena, o las avispas que por estas fechas del año se convierten en escuadrillas de flying dead (ya expliqué por qué).

Pero dentro de poco, se irán. Uno de los grandes misterios del universo es la desaparición de los insectos cuando empieza el frío. ¿A dónde se marchan? ¿De dónde vuelven? No, en la mayoría de los casos no mueren de frío, como sería fácil pensar. Es un misterio resuelto solo a medias, porque si bien los científicos saben exactamente qué hace cada tipo de bicho para salvar el invierno, los mecanismos biológicos que utilizan para ello aún son fuente de secretos y sorpresas.

Una mariquita en la nieve. Imagen de pxhere.

Una mariquita en la nieve. Imagen de pxhere.

Hace unos días he publicado un reportaje en el que explicaba las distintas estrategias que emplean diferentes tipos de insectos para sobrevivir al invierno. A los más curiosos les recomiendo su lectura si desean sorprenderse ante las maravillas que la evolución biológica puede operar incluso en criaturas (solo aparentemente) tan simples. A los más perezosos, les resumo que básicamente existen dos opciones, evitar el frío o soportar la congelación. Los primeros emigran o, más frecuentemente, se ocultan en lugares templados y cómodos a la espera de que vuelva el buen tiempo. En cuanto a los segundos, sus cuerpos experimentan transformaciones químicas que les permiten tolerar la congelación sin morir.

Esta transformación química es todavía uno de esos secretos parcialmente guardados en el cofre del tesoro de la naturaleza. Todos los insectos que se quedan a aguantar el tirón invernal producen algún tipo de compuesto que los protege del frío, también aquellos que lo evitan; pero los científicos aún están descubriendo cuáles son esos mecanismos y cómo funcionan.

Una muestra de que aún falta mucho por conocer sobre los insectos y el invierno es una curiosidad que me saltó a la atención: el año pasado, los investigadores Henry Vu y John Duman, de la Universidad de Notre Dame (EEUU), descubrieron que al menos tres especies de insectos, los escarabajos Dendroides canadensis y Cucujus clavipes, y la típula Tipula trivittata (esos bichos que muchos suelen aplastar por confundirlos con inmensos mosquitos, pero que son del todo inofensivos), toleran mejor el calor durante el invierno que en verano.

Un escarabajo Dendroides canadensis. Imagen de Robert Webster / xpda.com / Wikipedia.

Un escarabajo Dendroides canadensis. Imagen de Robert Webster / xpda.com / Wikipedia.

Como escriben los investigadores en su estudio, publicado en la revista Journal of Experimental Biology, es lógico pensar que los insectos aguantarán temperaturas más bajas durante el invierno, debido a que su cuerpo se defiende produciendo esas sustancias. De hecho, en la estación fría pueden sobrevivir incluso a temperaturas de entre 20 y 30 °C más bajas que en verano. Pero cuando Vu y Duman sospechaban que su tolerancia al calor sería menor en invierno, lo que descubrieron fue lo contrario: el Dendroides canadensis soporta en verano un máximo de 36 °C, pero en invierno puede aguantar hasta los 38 o 40 °C. El resultado es que en verano este escarabajo puede vivir en un rango de temperaturas que abarca 41 °C, mientras que en invierno esta franja se expande hasta los 64 °C.

¿Por qué los insectos resisten mejor el calor precisamente en la estación más fría del año? Los autores del estudio escriben que se trata de un «fenómeno inesperado» que «no ha sido previamente documentado»; según me cuenta Vu, «¡la gente no suele pensar en analizar qué pasa a altas temperaturas en invierno!». Pero aunque aún no se sabe si es algo generalizado entre los insectos, el entomólogo apunta que el hecho de que las especies examinadas comprendan tanto los que evitan el frío como los que se congelan sugiere que podría ser un fenómeno común.

Aunque no era el objetivo del estudio, es inevitable preguntarse qué sentido o razón biológica tiene esta rareza, y cuál puede ser el mecanismo responsable. Vu me cuenta que aún no puede arriesgar una explicación, pero que «es posible que sea solo un efecto secundario de la adaptación a la tolerancia al frío». Es decir, dado que esta adaptación al frío promueve la estabilidad de las membranas y las proteínas celulares, el resultado es que estos componentes están también mejor preparados entonces para aguantar el calor. «Estas adaptaciones al frío ayudan a temperaturas bajas, pero también pueden ayudar a estabilizar las proteínas y las membranas a temperaturas altas», señala Vu.

Un escarabajo en invierno. Imagen de pixabay.

Un escarabajo en invierno. Imagen de pixabay.

Con respecto al mecanismo biológico concreto, la respuesta podría estar en un campo que ha investigado extensamente el entomólogo David Denlinger, de la Universidad Estatal de Ohio (EEUU). Hasta hace unos años se sabía que, entre los compuestos que protegen a los insectos del frío, se encontraban un par de proteínas de choque térmico (heat shock proteins o HSP), una clase de moléculas descritas en muchos otros organismos y que acuden al socorro de las células cuando las condiciones ambientales son amenazantes; no solo calor extremo, sino también frío glacial, radiación ultravioleta o heridas en los tejidos.

En 2007, Denlinger y sus colaboradores descubrieron que el arsenal de HSP de los insectos es mucho mayor de lo que se creía. Los investigadores descubrieron casi una docena de HSP adicionales que se activan cuando los insectos entran en diapausa, su versión de la hibernación que los deja en estado de reposo durante el invierno.

Dado que las HSP se activan en respuesta a condiciones de estrés ambiental y preparan el organismo para resistir agresiones externas, ¿podrían ser las responsables de que el invierno induzca en los insectos una mayor tolerancia tanto al frío como al calor? «Sí, creo que las HSP pueden estar implicadas tanto en la tolerancia a temperaturas más altas como más bajas», me cuenta Denlinger.

«Su papel a altas temperaturas es bien conocido, pero el hecho de que estas mismas HSP las utilicen los insectos en invierno sugiere puntos en común». El entomólogo añade que otros compuestos producidos por los insectos en invierno, como el aminoácido prolina o el anticongelante glicerol, también pueden aparecer tanto a temperaturas demasiado altas como demasiado bajas, y que sus experimentos también han mostrado cómo un choque de calor puede proteger a los insectos contra el frío.

En resumen, y aunque suene a tópico, se trata de uno más de esos casi infinitos mecanismos de relojería biológica refinados a lo largo de millones de años de evolución, y que está perfectamente sincronizado con los ciclos naturales. Lo cual nos lleva a una pregunta. Por supuesto que las condiciones ambientales en este planeta no han sido siempre las actuales, sino que han variado salvajemente a lo largo de su historia, también desde que existen los insectos. Pero normalmente estas variaciones se producen a lo largo de las eras geológicas, dando tiempo suficiente a la vida para abrirse camino a través de un mundo cambiante. Ahora la situación es otra; y si las condiciones climáticas cambian bruscamente a lo largo de apenas un siglo, ¿qué les ocurrirá a los insectos? Mañana lo contaremos.

Un microparque del Pleistoceno en una placa de cultivo: minicerebros neandertales

Es curioso cómo esto mismo que estoy haciendo ahora, escribir, algo que una inmensa cantidad de humanos hacemos a diario (desde el WhatsApp a los estudios de metafísica), ha tenido un poder tan inmenso en nuestro conocimiento del pasado. Llamamos historia a lo que podemos leer de un modo u otro, y prehistoria a aquello de lo que aún no quedaba registro escrito. Los investigadores dedicados a estudiar aquel periodo que nadie pudo contarnos –arqueólogos, paleontólogos, paleoantropólogos, paleoclimatólogos, paleobotánicos, paleozoólogos y otros paleos– tenían que bastarse tradicionalmente con intentar leer los vestigios que nuestro planeta dejó enterrados, como un juego de pistas.

Y es asombroso cómo estas investigaciones están cambiando gracias a la tecnología y al cruce de disciplinas. Los arqueólogos utilizan la física atómica para fechar las piezas, conocer la historia de su conservación, estudiar su estructura interna o incluso conocer el interior de una pirámide sin entrar. Los paleontólogos aplican modelos de computación para saber si un ave prehistórica podía volar o a qué velocidad corría un tiranosaurio.

Ayer hablaba de esto último entre los mitos y realidades de los dinosaurios a propósito de la nueva entrega de la saga jurásica en los cines. Y mencionaba también que, a una escala mucho más modesta que la imaginada por Michael Crichton, la reconstrucción del pasado es ya uno de los métodos que hoy se utilizan para conocerlo. Como he contado aquí y en algún otro medio, el paleontólogo Jack Horner y otros investigadores tratan de recrear los rasgos de los dinosaurios en las aves actuales.

Pero gracias al ingenio y a la tecnología, tampoco es necesario llegar a resucitar especies largamente extinguidas para aprender algunos de sus rasgos. Estudiando los cráneos de antiguos homininos y relacionando su estructura con la de nuestro cerebro, los investigadores han llegado a deducir cómo era el suyo y cuáles eran sus facultades mentales.

Ahora, los científicos han llevado esta reconstrucción del pasado un poco más allá, creando una especie de microparque del Pleistoceno en una placa de laboratorio: minicerebros neandertales en una placa de cultivo.

Cráneo de Homo sapiens (izquierda) frente a otro de neandertal. Imagen de hairymuseummatt (original photo), DrMikeBaxter (derivative work) / Wikipedia.

Cráneo de Homo sapiens (izquierda) frente a otro de neandertal. Imagen de hairymuseummatt (original photo), DrMikeBaxter (derivative work) / Wikipedia.

La tecnología de los minicerebros, o en general organoides, consiste en el uso de células madre para crear un pequeño bloque de tejido que reproduce la matriz celular tridimensional de un órgano a escala diminuta, en el tamaño de un grano de arroz. La tecnología, desarrollada en esta década, se está aplicando sobre todo a la creación de minicerebros.

Si tenemos en cuenta que el cerebro de un ratón es aproximadamente como un garbanzo, un minicerebro no está tan alejado de un órgano real. Y aunque su estructura es más simple y solo representan un estado temprano de desarrollo, los investigadores han conseguido que sus neuronas formen conexiones y funcionen como pequeños circuitos. Algunos científicos que trabajan en este campo dicen que esto equivale a una forma primitiva de pensamiento, y creen que en un futuro próximo los minicerebros llegarán a ejecutar tareas sencillas de computación, que al fin y al cabo es lo que las neuronas saben hacer.

Sí, parece ciencia ficción, pero ya no lo es. De hecho, un equipo de la Universidad de California en San Diego (UCSD) está estudiando la manera de conectar minicerebros humanos a pequeños robots con forma de cangrejo para que aprendan a controlar sus movimientos. Por supuesto que estos organoides no llegarán a simular un cerebro humano completo, pero dado que al fin y al cabo se trata de células cerebrales humanas, células pensantes, también se están desarrollando estándares éticos que regulen el tratamiento y el alcance de estas investigaciones.

Además de la utilidad más obvia, que sería investigar el funcionamiento del órgano al que simulan, los organoides servirán también para ensayar el efecto de los medicamentos, reemplazando a los animales de laboratorio. Otra de las aplicaciones más jugosas es estudiar cómo funcionan los cerebros enfermos: modificando los genes de las células madre, pueden obtenerse minicerebros con alzhéimer o, por ejemplo y como ya se ha hecho, entender cómo el virus del Zika provoca esas terribles malformaciones en el cerebro de los fetos.

Pero si es posible modificar genéticamente las células madre para que creen un minicerebro enfermo, ¿por qué no un cerebro neandertal? La desaparición de estos primos nuestros que convivieron con nosotros miles de años atrás es un eterno misterio, para cuya resolución los científicos solo cuentan con esas pistas enterradas durante la prehistoria. Pero hoy se conoce el genoma neandertal, que pudo secuenciarse a partir de algunos de esos huesos, y esta información abre la posibilidad de manipular el genoma de las células madre para neandertalizarlas, crear minicerebros, y ver si sus diferencias con los humanos puede revelar alguna otra pista sobre cómo eran distintos a nosotros.

Minicerebro humano. Imagen de Robert Krencik y Jessy van Asperen.

Minicerebro humano. Imagen de Robert Krencik y Jessy van Asperen.

Dos equipos de investigadores están trabajando en esta línea, uno en el Instituto Max Planck de Alemania, y el segundo es el mismo de la UCSD que intenta conectar los minicerebros humanos a los cangrejos robots. En una conferencia reciente la directora de este grupo, Alysson Muotri, presentó un estudio que se publicará próximamente y en el que ha conseguido minicerebros neandertalizados (los llama neanderoides) cambiando una sola letra (o base) del ADN de las células madre; solo una base en un gen llamado NOVA1, que está implicado en el desarrollo del cerebro y que presenta esta ínfima diferencia entre nosotros y los neandertales, y el cambio provoca una reacción en cadena que afecta a otro centenar de proteínas, las cuales comienzan a producirse en sus versiones neandertales.

En su trabajo, que han titulado “Reconstruir la mente neandertal en una placa de cultivo”, los investigadores han comprobado que el impacto de este minúsculo cambio es brutal: mientras que los minicerebros humanos son esféricos, los neandertalizados crecen con forma de palomita de maíz, crean menos conexiones neuronales y forman redes anómalas. Muotri compara algunos de los cambios a los que se han observado en personas con Trastornos del Espectro del Autismo (TEA).

Durante la presentación, según cuenta Science, Muotri aclaró que ni mucho menos pretende comparar a las personas con TEA con los neandertales; ella misma tiene un hijastro con uno de estos trastornos. Pero si el cableado cerebral que tenían los neandertales les dificultaba la socialización y la comunicación al mismo nivel que los humanos actuales neurotípicos, quizá aquellos parientes nuestros estaban peor adaptados para el desarrollo de sociedades complejas. Y de hecho, esta es una posible razón para la extinción de los neandertales que ya ha sido previamente propuesta por otros investigadores.

Westworld, la teoría bicameral y el fin del mundo según Elon Musk (I)

Hace unos días terminé de ver la primera temporada de Westworld, la serie de HBO. Dado que no soy un gran espectador de series, no creo que mi opinión crítica valga mucho, aunque debo decir que me pareció de lo mejor que he visto en los últimos años y que aguardo con ansiedad la segunda temporada. Se estrena a finales del próximo mes, pero yo tendré que esperar algunos meses más: no soy suscriptor de teles de pago, pero tampoco soy pirata; como autor defiendo los derechos de autor, y mis series las veo en DVD o Blu-ray comprados con todas las de la ley (un amigo se ríe de mí cuando le digo que compro series; me mira como si viniera de Saturno, o como si lo normal y corriente fuera robar los jerséis en Zara. ¿Verdad, Alfonso?).

Pero además de los guiones brillantes, interpretaciones sobresalientes, una línea narrativa tan tensa que puede pulsarse, una ambientación magnífica y unas sorpresas argumentales que le dan a uno ganas de aplaudir, puedo decirles que si, como a mí, les añade valor que se rasquen ciertas grandes preguntas, como en qué consiste un ser humano, o si el progreso tecnológico nos llevará a riesgos y encrucijadas éticas que no estaremos preparados para afrontar ni resolver, entonces Westworld es su serie.

Imagen de HBO.

Imagen de HBO.

Les resumo brevemente la historia por si aún no la conocen. Y sin spoilers, lo prometo. La serie está basada en una película del mismo título escrita y dirigida en 1973 por Michael Crichton, el autor de Parque Jurásico, y que aquí se tituló libremente como Almas de metal. Cuenta la existencia de un parque temático para adultos donde los visitantes se sumergen en la experiencia de vivir en otra época y lugar, concretamente en el Far West.

Este mundo ficticio creado para ellos está poblado por los llamados anfitriones, androides perfectos e imposibles de distinguir a simple vista de los humanos reales. Y ya pueden imaginar qué fines albergan los acaudalados visitantes: la versión original de Crichton era considerablemente más recatada, pero en la serie escrita por la pareja de guionistas Lisa Joy y Jonathan Nolan el propósito de los clientes del parque viene resumido en palabras de uno de los personajes: matar y follar. Y sí, se mata mucho y se folla mucho. El conflicto surge cuando los anfitriones comienzan a demostrar que son algo más que máquinas, y hasta ahí puedo leer.

Sí, en efecto no es ni mucho menos la primera obra de ficción que presenta este conflicto; de hecho, la adquisición de autonomía y consciencia por parte de la Inteligencia Artificial era el tema de la obra cumbre de este súbgenero, Yo, robot, de Asimov, y ha sido tratado infinidad de veces en la literatura, el cine y la televisión. Pero Westworld lo hace de una manera original y novedosa: es especialmente astuto por parte de Joy y Nolan el haber elegido basar su historia en una interesante y algo loca teoría sobre la evolución de la mente humana que se ajusta como unos leggings a la ficticia creación de los anfitriones. Y que podría estar más cerca del futuro real de lo que sospecharíamos.

La idea se remonta a 1976, cuando el psicólogo estadounidense Julian Jaynes publicó su libro The Origin of Consciousness in the Breakdown of the Bicameral Mind (está traducido al castellano, El origen de la conciencia en la ruptura de la mente bicameral), una obra muy popular que desde entonces ha motivado intensos debates entre psicólogos, filósofos, historiadores, neurocientíficos, psiquiatras, antropólogos, biólogos evolutivos y otros especialistas en cualquier otra disciplina que tenga algo que ver con lo que nos hace humanos a los humanos.

Julian Jaynes. Imagen de Wikipedia.

Julian Jaynes. Imagen de Wikipedia.

El libro de Jaynes trataba de responder a una de las preguntas más esenciales del pensamiento humano: ¿cómo surgió nuestra mente? Es obvio que no somos la única especie inteligente en este planeta, pero somos diferentes en algo. Un cuervo puede solucionar problemas relativamente complejos, idear estrategias, ensayarlas y recordarlas. Algunos científicos piensan que ciertos animales tienen capacidad de pensamiento abstracto. Otros no lo creen. Pero de lo que caben pocas dudas es de que ninguna otra especie como nosotros es consciente de su propia consciencia; podrán pensar, pero no pueden pensar sobre sus pensamientos. No tienen capacidad de introspección.

El proceso de aparición y evolución de la mente humana tal como hoy la conocemos aún nos oculta muchos secretos. ¿Nuestra especie ha sido siempre mentalmente como somos ahora? Si no es así, ¿desde cuándo lo es? ¿Hay algo esencial que diferencie nuestra mente actual de la de nuestros primeros antepasados? ¿Pensaban los neandertales como pensamos nosotros? Muchos expertos coinciden en que, en el ser humano, el lenguaje ha sido una condición necesaria para adquirir esa capacidad que nos diferencia de otros animales. Pero ¿es suficiente?

En su libro, Jaynes respondía a estas preguntas: no, desde hace unos pocos miles de años, sí, no y no. El psicólogo pensaba que no bastó con el desarrollo del lenguaje para que en nuestra mente surgiera esa forma superior de consciencia, la que es capaz de reflexionar sobre sí misma, sino que fue necesario un empujón propiciado por ciertos factores ambientales externos para que algo en nuestro interior hiciera «clic» y cambiara radicalmente la manera de funcionar de nuestro cerebro.

Lo que Jaynes proponía era esto: a partir de la aparición del lenguaje, la mente humana era bicameral, una metáfora tomada del sistema político de doble cámara que opera en muchos países, entre ellos el nuestro. Estas dos cámaras se correspondían con los dos hemisferios cerebrales: el derecho hablaba y ordenaba, mientras el izquierdo escuchaba y obedecía. Pero en este caso no hay metáforas: el hemisferio izquierdo literalmente oía voces procedentes de su mitad gemela que le instruían sobre qué debía hacer, en forma de «alucinaciones auditivas». Durante milenios nuestra mente carecía de introspección porque las funciones estaban separadas entre la mitad que dictaba y la que actuaba; el cerebro no podía pensar sobre sí mismo.

Según Jaynes, esto fue así hasta hace algo más de unos 3.000 años. Entonces ocurrió algo: el colapso de la Edad del Bronce. Las antiguas grandes civilizaciones quedaron destruidas por las guerras, y comenzó la Edad Oscura Griega, que reemplazó las ciudades del período anterior por pequeñas comunidades dispersas. El ser humano se enfrentaba entonces a un nuevo entorno más hostil y desafiante, y fue esto lo que provocó ese clic: el cerebro necesitó volverse más flexible y creativo para encontrar soluciones a los nuevos problemas, y fue entonces cuando las dos cámaras de la mente se fusionaron en una, apareciendo así esa metaconsciencia y la capacidad introspectiva.

Así contada, la teoría podría parecer el producto de una noche de insomnio, por no decir algo peor. Pero por ello el psicólogo dedicó un libro a explicarse y sustentar su propuesta en una exhaustiva documentación histórica y en el conocimiento neuropsicológico de su época. Y entonces es cuando parece que las piezas comienzan a caer y encajar como en el Tetris.

Jaynes mostraba que los escritos anteriores al momento de esa supuesta evolución mental carecían de todo signo de introspección, y que en los casos en que no era así, como en el Poema de Gilgamesh, esos fragmentos había sido probablemente añadidos después. Las musas hablaban a los antiguos poetas. En el Antiguo Testamento bíblico y otras obras antiguas era frecuente que los personajes actuaran motivados por una voz de Dios o de sus antepasados que les hablaba, algo que luego comenzó a desaparecer, siendo sustituido por la oración, los oráculos y los adivinos; según Jaynes, aquellos que todavía conservaban la mente bicameral y a quienes se recurría para conocer los designios de los dioses. Los niños, que quizá desarrollaban su mente pasando por el estado bicameral, han sido frecuentes instrumentos de esa especie de voluntad divina. Y curiosamente, muchas apariciones milagrosas tienen a niños como protagonistas. La esquizofrenia y otros trastornos en los que el individuo oye voces serían para Jaynes vestigios evolutivos de la mente bicameral. Incluso la necesidad humana de la autoridad externa para tomar decisiones sería, según Jaynes, un resto del pasado en el que recibíamos órdenes del interior de nuestra propia cabeza.

Jaynes ejemplificaba el paso de un estado mental a otro a través de dos obras atribuidas al mismo autor, Homero: en La Ilíada no hay signos de esa metaconsciencia, que sí aparecen en La Odisea, de elaboración posterior. Hoy muchos expertos no creen que Homero fuese un autor real, sino más bien una especie de marca para englobar una tradición narrativa.

Por otra parte, Jaynes aportó también ciertos argumentos neurocientíficos en defensa de la mente bicameral. Dos áreas de la corteza cerebral izquierda, llamadas de Wernicke y de Broca, están implicadas en la producción y la comprensión del lenguaje, mientras que sus homólogas en el hemisferio derecho tienen funciones menos definidas. El psicólogo señalaba que en ciertos estudios las alucinaciones auditivas se correspondían con un aumento de actividad en esas regiones derechas, que según su teoría serían las encargadas de dictar instrucciones al cerebro izquierdo.

Las pruebas presentadas por Jaynes resultan tan asombrosas que su libro fue recibido con una mezcla de incredulidad y aplauso. Quizá las reacciones a su audaz teoría se resumen mejor en esta cita del biólogo evolutivo Richard Dawkins en su obra de 2006 El espejismo de Dios: «es uno de esos libros que o bien es una completa basura o bien el trabajo de un genio consumado, ¡nada a medio camino! Probablemente sea lo primero, pero no apostaría muy fuerte».

El libro de Jaynes y algunas obras influidas por él. Imagen de Steve Rainwater / Flickr / CC.

El libro de Jaynes y algunas obras influidas por él. Imagen de Steve Rainwater / Flickr / CC.

La teoría de la mente bicameral hoy no goza de aceptación general por parte de los expertos, pero cuenta con ardientes apoyos y con una sociedad dedicada a su memoria y sus estudios. Los críticos han señalado incoherencias y agujeros en el edificio argumental de Jaynes, que a su vez han sido contestados por sus defensores; el propio autor falleció en 1997. Desde el punto de vista biológico y aunque la selección natural favorecería variaciones en la estructura mental que ofrezcan una ventaja frente a un entorno nuevo y distinto, tal vez lo más difícil de creer sea que la mente humana pudiera experimentar ese cambio súbito de forma repentina y al mismo tiempo en todas las poblaciones, muchas de ellas totalmente aisladas entre sí; algunos grupos étnicos no han tenido contacto con otras culturas hasta el siglo XX.

En el fondo y según lo que contaba ayer, la teoría de la mente bicameral no deja de ser pseudociencia; es imposible probar que Jaynes tenía razón, pero sobre todo es imposible demostrar que no la tenía. Pero como también expliqué y al igual que no toda la no-ciencia llega a la categoría de pseudociencia, por mucho que se grite, tampoco todas las pseudociencias son iguales: la homeopatía está ampliamente desacreditada y no suscita el menor debate en la comunidad científica, mientras que por ejemplo el test de Rorschach aún es motivo de intensa discusión, e incluso quienes lo desautorizan también reconocen que tiene cierta utilidad en el diagnóstico de la esquizofrenia y los trastornos del pensamiento.

La obra de Jaynes ha dejado huella en la ficción. El autor de ciencia ficción Philip K. Dick, que padecía sus propios problemas de voces, le escribió al psicólogo una carta entusiasta: «su soberbio libro me ha hecho posible discutir abiertamente mis experiencias del 3 de 1974 sin ser llamado simplemente esquizofrénico». David Bowie incluyó el libro de Jaynes entre sus lecturas imprescindibles y reconoció su influencia mientras trabajaba con Brian Eno en el álbum Low, que marcó un cambio de rumbo en su estilo hacia sonidos más experimentales.

Pero ¿qué tiene que ver la teoría bicameral con Westworld, con nuestro futuro, con Elon Musk y el fin del mundo? Mañana seguimos.

 

Nightwish y Darwin, música y ciencia, metal sinfónico y biología evolutiva

No es frecuente que el rock en general se ocupe de temas de ciencia, a pesar de que un puñado de músicos prominentes tienen formación científica e incluso se han doctorado. Uno de estos últimos, Greg Graffin de Bad Religion, suele salpicar sus temas con reflexiones antropológico-evolutivas. Están, por supuesto, las magníficas serenatas espaciales de Bowie, el Astronomy Domine de Pink Floyd, las referencias tecnocientíficas de Kraftwerk…

Mike Oldfield le dedicó un álbum a la novela de Arthur C. Clarke The Songs of Distant Earth. Y por supuesto, no olvidemos ’39, ese gran tema del astrofísico y guitarrista de Queen Brian May que cuenta cómo un grupo de colonos espaciales regresa a la Tierra para descubrir que el año transcurrido para ellos ha sido un siglo aquí, debido a la dilatación del tiempo según la relatividad especial de Einstein.

Pero no, The Scientist de Coldplay no cuenta: la tribulación de un científico arrepentido por abstraerse en sus números y en sus «preguntas de ciencia, ciencia y progreso», mientras su chica se le escapa porque él no ha escuchado los gritos de su corazón, es, además de una sobredosis de azúcar, si acaso un tema anti-ciencia.

He sabido que el próximo 9 de marzo sale a la venta Decades, un doble álbum recopilatorio que celebra los 20 años de Nightwish, y es una buena ocasión para traerles aquí una recomendación músico-científica. Nightwish es el grupo finlandés que más discos vende en el mundo, una banda de metal sinfónico con toques folk, power y alguna gota gótica. Su estilo se caracteriza por una densa atmósfera sonora que construye capas sobre una base orquestal, coronada por una voz femenina que ya ha cambiado dos veces en la historia de la banda; la vocalista actual es la holandesa Floor Jansen. Pero el alma de Nightwish, su fundador, líder y compositor, es el multiinstrumentista Tuomas Holopainen, ese tipo con aire a lo Íñigo Montoya que se sienta a los teclados.

Imagen de Nightwish.

Imagen de Nightwish.

Hace unos años, Holopainen comenzó a interesarse por la obra de Charles Darwin y del biólogo evolutivo Richard Dawkins. Lo que descubrió de la historia y del funcionamiento de la naturaleza en aquellos libros le fascinó de tal modo que decidió dedicarle todo un álbum. El resultado fue Endless Forms Most Beautiful, el octavo disco de Nightwish, publicado en 2015 y que en palabras de Holopainen es un «tributo a la ciencia y el poder de la razón» a través de «la belleza de la vida, la belleza de la existencia, la naturaleza y la ciencia».

El propio título del álbum está extraído de la última frase de El origen de las especies, el libro en el que Darwin sentó las bases de la selección natural. En este cierre, Darwin resumía el núcleo de su teoría, la evolución de todos los seres vivos a partir de un ancestro común. La cita sirvió también para titular un influyente libro de biología evolutiva publicado en 2005 por el biólogo molecular Sean Carroll.

There is grandeur in this view of life, with its several powers, having been originally breathed into a few forms or into one; and that, whilst this planet has gone cycling on according to the fixed law of gravity, from so simple a beginning endless forms most beautiful and most wonderful have been, and are being, evolved.

Hay grandeza en esta visión de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido originalmente alentada en unas pocas formas o en una; y de que, mientras este planeta ha continuado girando según la ley invariable de la gravedad, desde un comienzo tan simple infinidad de formas de lo más bello y maravilloso han evolucionado y están evolucionando.

Imagen de Nightwish.

Imagen de Nightwish.

El disco cuenta también con la colaboración estelar de Richard Dawkins, que ha leído citas de Darwin y de sus propias obras para abrir y acompañar algunos de los temas. En el single que da título al álbum se narra el viaje de la vida en la Tierra desde sus inicios, pasando por las células eucariotas y por el tiktaalik, un pez fósil que para algunos científicos representa una posible forma de transición hacia los anfibios.

El último tema, The Greatest Show on Earth, una expresión referida a la evolución e inspirada en un libro de Dawkins, es una pequeña joya sinfónica de 24 minutos que pone banda sonora épica y emocionante a la historia de la naturaleza terrestre. La única pega es que el CD no incluya el tema Sagan, dedicado al astrofísico Carl Sagan y que aparece únicamente en el single Élan.

En resumen, Endless Forms Most Beautiful es uno de los mayores homenajes que el rock ha rendido a la ciencia, y probablemente el más profundo que la biología evolutiva ha recibido de la música. Y la demostración de que, al contrario de lo que parecen creer los chicos de Coldplay, las emociones de una persona adulta se alimentan de algo más que el me-quiere-no-me-quiere; y que en concreto, la ciencia es capaz de transmitir emociones enormemente inspiradoras también a quienes se acercan a ella por simple curiosidad.

Les dejo con el clip oficial del tema que da título al álbum, y con un estupendo vídeo subtitulado en castellano que el YouTuber SynnöBlop ha montado para The Greatest Show on Earth. Pero les animo a que escuchen el disco entero –y en su orden, como le gusta a Holopainen– siguiendo este enlace. Y si tienen la fortuna de encontrarse cerca de Villena (Alicante) el próximo 9 de agosto, gozarán de la oportunidad de disfrutar en directo de Nightwish en el festival Leyendas del Rock. Quienes han podido hacerlo aseguran que tienen un directo espectacular.


Diez reglas que debería cumplir todo alienígena (también los de ficción)

Hace cosa de un mes, un equipo de zoólogos de la Universidad de Oxford publicaba un estudio destinado a especular sobre cuál podría ser el retrato biológico de un alienígena. Como ya he contado aquí, los científicos no suelen arriesgarse a lanzar divagaciones de este tipo, y cuando lo hacen es en tiempo de extraescolares, después de quitarse la bata. Las revistas científicas tampoco son el lugar donde ponerse a inventar ciencia ficción.

Pero el estudio de Oxford era tan contenido que resultaba casi frustrante. El trabajo de los investigadores puede resumirse en dos ideas: los alienígenas estarán sometidos a evolución por selección natural, como nosotros los terrícolas, y estarán formados por partes más pequeñas en una jerarquía de niveles, como nosotros los terrícolas (genes, células, tejidos, órganos, individuos, sociedades…).

Tal vez no parezcan pistas como para parar las máquinas, aunque como guinda y gancho de cara a los medios, los autores se permitían adornarlo con una propina: el octomita, nombre que daban a un alienígena hipotético basado en estas reglas y que les presento aquí. Aclaro que su aspecto es puramente imaginario; lo esencial del octomita es el esquema basado en niveles crecientes de organización.

El octomita, un alienígena hipotético. Imagen de Levin et al., International Journal of Astrobiology 2017.

El octomita, un alienígena hipotético. Imagen de Levin et al., International Journal of Astrobiology 2017.

Si el estudio no llegaba más allá es porque un trabajo científico (también los teóricos) solo debe llegar hasta donde le deja el suelo bajo sus pies. Mirado de este modo, el hecho de que la argumentación teórica permita sostener estos dos requisitos de la vida extraterrestre cierra bastante el campo de lo que podríamos encontrarnos por ahí fuera, si es que existe algo y si es que algún día lo encontramos.

Como ya expliqué en dos entregas anteriores (aquí y aquí), no todo vale en biología, ni aquí ni en GN-z11 (la galaxia más lejana conocida, a 13.400 millones de años luz). Por tanto, no todo vale a la hora de imaginar la vida extraterrestre. Estudios como el de Oxford, que aplican las reglas de la biología, restringen el repertorio de opciones posibles para cualquier tipo de vida que pueda considerarse como tal, con independencia de cómo sea su planeta natal.

Es más: como les conté anteriormente, y por mucho que las ideas del biólogo y divulgador Stephen Jay Gould sobre la imprevisibilidad absoluta de la evolución hayan calado no solo en la comunidad científica, sino incluso entre el público interesado en estas cosas, los experimentos tienden a quitarle al menos una parte de razón: si nos fiamos de los datos reales que tenemos hasta hoy (y no podemos fiarnos de otra cosa), parece que la evolución tiene algo de margen para lo diferente, pero también algo de determinismo, convergencia y cánones comunes; lo que el biólogo Víctor Soria Carrasco llamaba «un tema central».

Vida en la atmósfera de un planeta similar a Júpiter, según Carl Sagan. Imagen de la serie Cosmos (1980) / PBS.

Vida en la atmósfera de un planeta similar a Júpiter, según Carl Sagan. Imagen de la serie Cosmos (1980) / PBS.

En conclusión, la idea que por ahí circula sobre vida alienígena tan diferente de nosotros que tal vez ni siquiera la veríamos delante de nuestras narices es un buen argumento para el cine, los periódicos y las charlas de café, pero no se compadece con las reglas de la biología.

Así, recogiendo trocitos como el aportado por los investigadores de Oxford y otros, y añadiendo unas gotas de biología esencial, podemos armar una lista con unos cuantos requisitos que debería cumplir todo alienígena, por muy diferente que sea de la vida terrícola; también los de ficción, si pretenden ser plausibles. Por supuesto que esta es una lista en construcción y provisional, que trataré de ir actualizando-completando-rectificando con los datos que nos traigan los nuevos estudios.

  1. Todo ser vivo debe nacer, crecer, (tener capacidad de) reproducirse y morir. De acuerdo, esto es ponerlo muy fácil; pero es la definición más básica y clásica de la vida, aunque hoy se prefiere introducir criterios metabólicos y evolutivos. Qué menos que empezar por esto, pero también tiene su miga: algo tan aparentemente sencillo es uno de los motivos (el otro es el metabolismo, a lo que iré más abajo) por los cuales se discute si los virus son seres vivos. No solamente es que sean parásitos dependientes de piezas ajenas; muchos otros seres vivos también lo son. Es que los virus no crecen.
  2. Todo ser vivo está constituido por materia. Sí, también es fácil llegar a sacar un 2 en esta prueba. Pero ¿en cuántas películas los alienígenas se nos presentan como seres de energía pura que pueden adoptar cualquier forma que se les antoje? Si algo no está formado por materia no es un ser vivo, sino un poltergeist, por muy alienígena que sea. El payaso de It no es un ser vivo.
  3. Todo ser vivo debe estar formado por unidades elementales repetidas en varios niveles jerárquicos, la más básica de las cuales es un gen. La biología se basa en un principio de construcción según el cual hay una coherencia entre las partes pequeñas y el conjunto, o entre genes, células, órganos, individuos y sociedades. Por ejemplo, con células humanas no se puede construir un perro, ni con células alienígenas se puede construir un humano. Esto implica la existencia de genes en sentido amplio; no necesariamente como los terrestres, pero sí como unidades materiales mínimas que llevan la información esencial para construir el siguiente nivel jerárquico.
  4. Todo ser vivo debe respetar las leyes universales de la física. No es posible violar los principios de conservación de la materia, la energía o la cantidad de movimiento, o las leyes de la termodinámica en general.
  5. Todo ser vivo debe estar sujeto a evolución por selección natural y exhibir un cierto grado de adaptación a su entorno de origen. La evolución funciona a escalas temporales dependientes de los procesos biológicos, y estos a su vez dependen de la velocidad de los ritmos físicos y químicos. La evolución funciona en escalas espaciales que permitan la interacción entre un ser vivo y su entorno.
  6. Todo ser vivo debe estar enclavado en un ecosistema que lo sostenga. Una especie alienígena no puede ser la única forma de vida presente en su planeta, a no ser que sea la primera (esta sería una discusión interesante, pero lo cierto es que la abiogénesis aún es una caja negra para la biología) o la última superviviente, en cuyo caso está abocada a la extinción. Un ser vivo, incluso los quimio o fotosintéticos, es parte de la biomasa, pertenece a un ecosistema que lo alimenta pero también lo limita, actuando como cinta transportadora de la energía a lo largo de la cadena alimentaria.
  7. Todo ser vivo debe mantener poblaciones mínimas viables y conexas. La idea del Arca de Noé no permite la supervivencia de una especie. Debe existir un número suficiente de ejemplares en un mismo entorno físico que asegure un tamaño de diversidad genética capaz de sostener la supervivencia de la especie. Para los científicos esta es una estimación compleja que varía para cada especie y que hoy se calcula con simulaciones matemáticas por ordenador. Pero la naturaleza lo sabe.
  8. Todo ser vivo debe tener un metabolismo y una fisiología intrínsecamente plausibles y coherentes. Por ejemplo, los procesos metabólicos producen energía, y parte de esta energía se traduce en calor. Esto impone ciertas limitaciones de cara a construir un organismo, sin importar cómo sean las condiciones de su planeta de origen. Si un ser vivo es muy grande, también lo será el calor interno generado. Su temperatura de funcionamiento debe mantener el solvente biológico (en nuestro caso, el agua) en un estado que facilite las reacciones químicas y que permita a las biomoléculas conservar su configuración estructural nativa (en nuestro caso, el ADN y las proteínas pierden su estructura a temperaturas demasiado altas). Por tanto, toda forma de vida está limitada por su propio rango de temperaturas. Por otra parte, esta regla impone también la necesidad de un metabolismo, al menos durante alguna fase de la vida. Volvemos a lo mencionado antes sobre los virus: no tienen metabolismo cuando están en forma de virión (estado libre), pero sí cuando se activan en su célula hospedadora, aunque para ello utilicen piezas ajenas (algo que también necesitan otros parásitos). Desde este punto de vista, un virión puede entenderse como una fase de resistencia, como una espora o una semilla, y un virus puede caber en la definición de ser vivo. Incluso en cierto sentido, el hecho de subcontratar el metabolismo puede interpretarse como un refinamiento evolutivo que permite ahorrar energía, al menos si es que los virus se han desarrollado a partir de otros organismos que sí tenían metabolismo propio.
  9. Todo ser vivo debe tener un metabolismo y una fisiología plausibles en las condiciones de su entorno original. Por ejemplo, para que un parásito prospere, incluso aunque sea capaz de parasitar formas de vida como los humanos con las que nunca antes haya tenido contacto (lo cual puede ocurrir), ha tenido que coevolucionar con algún hospedador original en su entorno primitivo.
  10. Todo alienígena que baje a la Tierra y prospere debe tener una biología compatible con las restricciones impuestas por las condiciones terrestres. Por ejemplo, es posible que un ser de cincuenta kilos (medidos en condiciones de gravedad terrestre) pueda flotar sin esfuerzo en la atmósfera densa de su planeta de origen, como podría ocurrir en Venus si estuviera habitado. Pero en la Tierra no puede seguir haciendo lo mismo impunemente.

¿Son plausibles los alienígenas (parecidos a nosotros) de la ciencia ficción? (II)

Un humano es un organismo con forma de tubo (boca y ano), simetría bilateral, un bloque central que contiene los órganos internos flanqueado por pares de extremidades para la movilidad y la interacción, y un control centralizado (el cerebro) situado en un apéndice específico (la cabeza) que contiene además los principales mecanismos sensoriales.

Desde los hombrecillos verdes o grises hasta las variaciones como los xenomorfos de Alien, infinidad de películas nos presentan seres antropomorfos, que comparten con nosotros estos mismos planos generales de construcción. Pero ¿es esto posible? ¿Es plausible que un alienígena se parezca tanto a nosotros?

Alienígenas de 'Encuentros en la tercera fase'. Imagen de Columbia Pictures.

Alienígenas de ‘Encuentros en la tercera fase’. Imagen de Columbia Pictures.

La respuesta corta es que nadie lo sabe, dado que, una vez más, aún no conocemos alienígena. Para la respuesta larga, debemos comenzar respondiendo a otra pregunta: ¿la evolución es determinista o indeterminista? Es decir: a partir de una situación inicial y si jugamos la partida dos veces, en la Tierra y en otro planeta, ¿cuánto se parecerá el resultado final en los dos casos?

A su vez, la respuesta corta a esta pregunta es que nadie lo sabe. Hay quienes intuyen que un alienígena debería parecerse algo a nosotros, porque… ¿no? Y hay quienes intuyen que debería ser completamente distinto, porque… también, ¿no?

Pero la simple intuición no responde a la pregunta de hasta qué punto un experimento evolutivo paralelo encontraría o no algunas de las mismas soluciones como adaptaciones favorables en un medio parecido o diferente del terrestre. Haría falta repetir el experimento completo de la evolución, primero en nuestra propia Tierra, después en otros planetas habitables.

Por desgracia, esto no está a nuestro alcance. Tal vez algún día la Inteligencia Artificial logre refinar una simulación lo bastante completa como para darnos pistas reales, pero son tantas las variables implicadas que no será tarea fácil aproximarse lo suficiente a un escenario comparable a la realidad. Sería la simulación más complicada jamás emprendida.

A pesar de todo, tampoco estamos completamente perdidos. Tenemos teorías razonables, y tenemos también algunos datos experimentales que pueden tirar algún que otro raíl en el camino hacia estas respuestas. A continuación les cuento algunas de estas pistas, pero ya les adelanto que la conclusión nos devuelve a la respuesta corta: en realidad, nadie lo sabe.

E. T. Imagen de Universal Pictures.

E. T. Imagen de Universal Pictures.

Comencemos por la teoría. En los años 70 Stephen Jay Gould, una de las mentes más preclaras de la biología evolutiva del siglo XX, defendió la hipótesis de que la evolución no es determinista sino imprevisible, y que si pudiéramos rebobinar la cinta del planeta Tierra unos cuantos millones de años y volver a ejecutar el programa, los humanos ni siquiera estaríamos aquí.

Hay que tener en cuenta que toda la vida en la Tierra (al menos la que conocemos hasta ahora) procede de un antepasado común, el cual ya había adoptado ciertas opciones evolutivas que todos hemos heredado. Al ir diversificándose en ramas separadas, estas a su vez también fueron optando por determinadas soluciones que restringían el repertorio de configuraciones de sus descendientes. Pero según la hipótesis de Gould, que siguen muchos otros biólogos evolutivos, si pudiéramos regresar al comienzo quizá la segunda vez se elegirían soluciones diferentes y todos tendríamos, por ejemplo, simetría radial, como los equinodermos (estrellas y erizos de mar).

La teoría de Gould tendería a rechazar la posibilidad de alienígenas antropomorfos. Pero no todos los expertos están de acuerdo con él. Otros biólogos evolutivos, como Richard Dawkins o Simon Conway Morris, piensan que la evolución es al menos en parte un proceso determinista. Es decir, que desde la misma situación de partida, hay sucesos que tienden a repetirse.

Para comprender lo complicado que resulta teorizar sobre esto, tengamos en cuenta que incluso desde enfoques opuestos puede llegarse a conclusiones parecidas, pero también desde un mismo enfoque puede llegarse a conclusiones opuestas. Dos ejemplos: Conway Morris es creyente, Dawkins es ateo, y ambos son deterministas. Conway Morris es determinista, Gould lo contrario, y ambos se basan en las mismas pruebas, el esquisto de Burgess, un conjunto de fósiles hallado en Canadá a comienzos del siglo XX.

Un fósil de Anomalocaris del esquisto de Burgess. Imagen de Wikipedia / Keith Schengili-Roberts.

Un fósil de Anomalocaris del esquisto de Burgess. Imagen de Wikipedia / Keith Schengili-Roberts.

La razón principal que suelen esgrimir los deterministas es la evolución convergente. A lo largo de la historia de la vida en la Tierra, ha habido innumerables ocasiones en que la evolución ha encontrado las mismas soluciones en ramas independientes del árbol genealógico de los seres vivos.

Por ejemplo, los murciélagos y las aves tienen alas, pero las desarrollaron de forma independiente. Los ojos de los pulpos son pasmosamente parecidos a los nuestros, pero es evidente que ellos y nosotros no procedemos de un antepasado común con ojos. Este año un estudio descubrió que el apéndice, ese colgajo intestinal al que tradicionalmente no se le suponía otra función que llevarnos a Urgencias, ha surgido en la evolución más de 30 veces de forma independiente en unos animales y otros. ¡Más de 30 veces! Esto no solamente nos dice que muy probablemente el apéndice sirve para algo más, sino que es otro magnífico ejemplo de evolución convergente. El propio Conway Morris ha documentado muchos ejemplos en los fósiles de Burgess.

Así que la teoría no nos ofrece una respuesta clara. Pasemos ahora a la práctica: ¿qué nos dicen los experimentos? Obviamente, no podemos regresar al pasado, volver a jugar la partida de la evolución desde el principio y ver qué ocurre. Pero sí podemos hacer lo segundo mejor: ver qué hace la naturaleza en situaciones de evolución a corto plazo, y diseñar experimentos en condiciones controladas donde puedan estudiarse estos trocitos parciales de evolución.

Sobre lo primero, se han estudiado casos en animales como peces y lagartos. Respecto a lo segundo, hace tres años y medio les conté aquí un precioso ejemplo, un experimento con insectos palo llevado a cabo por el español Víctor Soria-Carrasco en la Universidad de Sheffield (Reino Unido). Los investigadores emplearon un tipo de insecto palo californiano que prácticamente nace, vive y muere en la misma planta, y del que existen dos variedades diferentes adaptadas al camuflaje en dos tipos de arbustos. Intercambiando los bichos de planta en unos lugares y otros, podían comparar los cambios genéticos que se producían entre dos de estos experimentos evolutivos independientes.

El resultado fue que en la evolución de estos bichos palo había un 80% de cambios diferentes y un 20% de cambios comunes. O sea, que a pesar de que mayoritariamente la evolución seguía caminos distintos en dos partidas diferentes, había un 20% de evolución convergente, o un 20% de determinismo evolutivo. Por supuesto que entre este caso y la evolución de la vida en otro planeta media un abismo, pero esta era la especulación de Soria-Carrasco sobre si los alienígenas podrían seguir caminos evolutivos parecidos a los nuestros: «muchas cosas serían diferentes, pero probablemente seríamos capaces de distinguir un tema central que siempre sería el mismo».

El experimento más extenso de la historia de la ciencia para entender cómo funciona la evolución se desarrolla desde hace 30 años en la Universidad de Harvard. En febrero de 1988, el biólogo evolutivo Richard Lenski sembró bacterias Escherichia coli en 12 frascos con medio líquido de cultivo, algo habitual en muchos laboratorios de biología. Pero Lenski dejó a las bacterias la glucosa justa solo para sobrevivir durante la noche hasta la mañana siguiente, y por la tarde recogió a las supervivientes para trasvasarlas a un nuevo cultivo. Así, día tras día, durante más de 29 años.

Con la limitación de alimento, Lenski introducía un factor de presión para dirigir la evolución de las bacterias; tal como hace la selección natural, solo las bacterias mejor adaptadas al medio sobrevivirían. Cada 75 días, lo que equivale a unas 500 generaciones de E. coli, los investigadores congelan una parte de los cultivos para capturar una foto del proceso evolutivo. Analizando los genes de las bacterias en estos distintos momentos del proceso, pueden observar cómo están evolucionando, y comparar las 12 líneas entre sí para analizar si siguen los mismos caminos evolutivos o no. En total, en los casi 30 años del experimento se han sucedido más de 68.000 generaciones de bacterias, lo que equivale a más de un millón de años de evolución humana.

Y después de todo esto, el resultado es…

Durante los primeros miles de generaciones, los investigadores observaron que las bacterias seguían caminos al menos no totalmente separados. Los diferentes cultivos tendían a mostrar mutaciones diferentes, pero en los mismos genes. E incluso con las diferencias, todas mostraban un patrón común: las células se hacían más grandes, crecían más deprisa y aprovechaban mejor la glucosa. Esto parece un claro caso de evolución convergente.

Pero ¡oh, sorpresa! De repente, transcurridas unas 31.000 generaciones, una de las 12 líneas empezó a dejar de lado la glucosa y a comer citrato, otra fuente de carbono presente en el medio. Solo una de las 12 líneas. Dado que una característica de E. coli es la incapacidad de metabolizar el citrato, esta línea está evolucionando por el camino de convertirse en una nueva especie diferente. Y esto parece un claro caso de evolución no determinista.

Con todo esto, ¿qué opinan Lenski y sus colaboradores sobre el grado de determinismo de la evolución? Según su último estudio, esto: «nuestros resultados muestran que la adaptación a largo plazo a un ambiente constante puede ser un proceso más complejo y dinámico de lo que a menudo se asume».

Sí, sí, vuelvan a leer la frase, y la segunda vez les dirá lo mismo: nada. Una paráfrasis para decir que, en realidad, no se sabe. Ya les advertí de que aún no tenemos una respuesta definitiva sobre si Gould o Conway Morris, y por tanto sobre si sería posible que en otro planeta evolucionara una especie básicamente similar a la nuestra. Pero quiero dejarles otro ejemplo de un experimento natural que nos ha permitido observar cómo funciona la evolución. Ese experimento se llama Australia.

La idea, de la que también les hablé aquí, es del científico planetario Charley Lineweaver. Es lo que él llama «la falacia del planeta de los simios», o la idea popular de que, como decía Carl Sagan, en otros planetas habitados debe llegarse a un equivalente funcional del ser humano. Lineweaver pone como ejemplo su propio país, una gran isla separada del resto de los continentes desde hace unos 100 millones de años.

De este modo, Australia ha sido un experimento natural de evolución independiente durante millones de años. Y como decía Lineweaver, ¿qué es lo que ha surgido allí? Canguros. La aparición de los humanos en el gran bloque Eurasiafricano no ha interferido absolutamente de ninguna manera en la evolución australiana. Y sin embargo, allí la evolución no ha producido nada similar a los seres humanos. Si Australia fuera la única tierra seca de todo el planeta, no estaríamos aquí. Y por tanto, no hay evolución convergente; si los canguros tienen brazos y piernas como nosotros, es solo porque el antepasado común que compartimos con ellos ya los tenía.

Por todo lo anterior, los científicos no suelen arriesgarse a inventar aliens, a riesgo de ver su credibilidad dañada. Hay excepciones: en los años 70, Carl Sagan propuso un ecosistema modelo para un planeta joviano, un gigante gaseoso como Júpiter. Sagan imaginó varios linajes de seres voladores que controlarían su flotación a través de los distintos niveles de densidad de la atmósfera, formando una cadena alimentaria cuya base estaría sustentada por una especie de plancton atmosférico que se alimentaría de los nutrientes moleculares presentes en el gas. Así lo contaba Sagan en su mítica serie Cosmos:

Como resumen de todo lo contado aquí, mejor quédense con esta cita del gran maestro Sagan:

La biología es más parecida a la historia que a la física. Hay que conocer el pasado para comprender el presente. No hay predicciones en la biología, igual que no hay predicciones en la historia. La razón es la misma: ambas materias son todavía demasiado complicadas para nosotros. Aunque podemos comprendernos mejor comprendiendo otros casos.

A pesar de todo, si es extremadamente difícil aventurar cómo podría ser un alienígena, en cambio es más posible predecir cómo no podría ser. Como les contaba en la entrega anterior, no todo vale, y con esto podríamos arriesgarnos a construir una lista de reglas que debería cumplir un alienígena de ficción para ser mínimamente plausible. Vuelvan otro día y se lo cuento.