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Pasen y vean: la naturaleza es cruel (para nosotros)

Cuando los leones matan a sus víctimas antes de comérselas, no lo hacen por compasión, sino probablemente porque esta estrategia les resulta más ventajosa a la hora de alimentarse. Y sin embargo, parece que esta técnica de caza les ha granjeado ante los humanos una aureola de cazadores nobles y piadosos en contraste con la de otros depredadores, como las hienas, capaces de ir comiéndose una presa por el camino incluso cuando la mitad de la víctima aún lucha inútilmente por escaparse. A quien prefiera quedarse con la imagen de El rey león, los leones son los buenos y las hienas los villanos, le recomiendo encarecidamente que no vea estos vídeos de leones devorando presas vivas.

Sin ánimo de recrearme en un gore excesivamente desagradable, sino para mostrar cómo la naturaleza sobrevive a base de comernos los unos a los otros, traigo hoy aquí este vídeo que, incluso tratándose de insectos, no aconsejo para aquellos demasiado sensibles. En él se puede observar cómo una mantis, uno de los depredadores más eficaces del planeta, atrapa a una mosca con sus patas delanteras cubiertas de espinas y comienza a comérsela viva, empezando por la cabeza: primero devora su aparato bucal, prosigue con el cerebro vaciando su cavidad cefálica, y termina con los ojos hasta que no queda nada. Y todo ello con ese inquietante sonido en directo que nos hace agradecer el hecho de que no existan mantis de nuestro tamaño.

En este otro vídeo, una enorme sanguijuela de Borneo no descrita hasta ahora, y que ha recibido el apelativo de gigante roja, devora vivo a un enorme gusano de unos 80 centímetros. Tratándose de sanguijuelas y gusanos la escena puede repugnar intrínsecamente a algunos, pero por ser criaturas que nos inspiran menos ternura que un elefante o una gacela, resulta más tolerable desde ese concepto tan antrópico según el cual toda criatura debería tener derecho a ser rematada antes de ser devorada.

La naturaleza puede resultarnos cruel, pero solo es naturaleza. Se trata de sobrevivir, de comer o ser comido, aunque estas imágenes siempre nos resultan perturbadoras. En Kenya, mi lugar en el mundo, he tenido ocasión de asistir a algunos de esos espectáculos crueles de la naturaleza. Un sapo se retorcía en silencio tratando de liberarse inútilmente de la masa de hormigas siafu que le cubría mientras cientos de potentes mandíbulas iban desgajando su carne a bocados minúsculos pero extremadamente dolorosos, a juzgar por la pugna desesperada del pobre animal. Me impresionó tanto aquella visión que traspasé el relato a mi última novela, Tulipanes de Marte.

En otra ocasión pude observar cómo un marabú devoraba vivo a un flamenco en las orillas del lago Nakuru. El marabú, animal feo donde los haya pero cuyas plumas solían emplearse como adornos de lujo en sombreros y boas, es generalmente un carroñero que aprovecha los restos de los banquetes de los depredadores. Pero también es la gran rata alada de muchas ciudades africanas, donde se congrega en los vertederos de basura para rapiñar los despojos comestibles que encuentra entre los detritus. Los marabús también pueden cazar presas de pequeño tamaño, pero no es habitual contemplar cómo se comen a un animal grande vivo. En el Nakuru, donde suelen concentrarse grandes bandadas de flamencos, muchos de estos animales mueren; de viejos, pero también en oleadas masivas debidas a envenenamiento de las aguas del lago, por los vertidos de la ciudad cercana o por el crecimiento de algas tóxicas.

El flamenco caminaba trabajosamente por la orilla del lago, doblando sus articulaciones hasta que se venció bajo su peso y cayó con el vientre sobre la arena mojada. Ni siquiera el cuello podía sostener su cabeza. Era evidente que le quedaban apenas unos minutos de agonía, pero entonces apareció el marabú, se plantó a su lado y comenzó a asaetearle con su pico afilado en el dorso, entre las alas. Mientras el marabú iba arrancando jirones de carne y vísceras bañados en sangre, al flamenco apenas le quedaba vigor para tratar de sacudir sus alas. El penoso espectáculo continuó hasta que el infortunado flamenco dejó de moverse y el marabú pudo concluir su almuerzo. No tengo un vídeo del momento, pero dejo aquí una foto.

Un marabú devora un flamenco enano aún agonizante en las orillas del lago Nakuru (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Un marabú devora un flamenco enano aún agonizante en las orillas del lago Nakuru (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

¿Siguen los pájaros caminos azules en el cielo?

Hubo hace unos años una película titulada The core (El núcleo) que contaba cómo la vida en la Tierra sufría riesgo de extinción inminente debido a que el campo magnético terrestre desaparecía a causa de una parada en seco del núcleo líquido del planeta, por lo que un equipo de científicos se encargaba de pilotar una nave construida con un material indestructible y descender hasta el centro de la Tierra para detonar allí una bomba nuclear y restaurar así la rotación del núcleo y el campo magnético, salvando a la humanidad y a todas las criaturas vivas de morir horriblemente carbonizadas por la radiación solar.

He escrito el párrafo anterior de un tirón en una sola frase con el propósito deliberado de eludir la tentación de detenerme a hincarle el diente a tan jugosa propuesta argumental. En su día, con ocasión del estreno de la película, ya circularon suficientes comentarios sobre la presunta ciencia de The core, tan de «venga ya» que incluso en su momento se informó de ciertas protestas de científicos y personajes públicos pidiendo más respeto a las leyes de la ciencia en el cine. A lo que vengo es a uno de los efectos que en la película se asociaban a la anulación del campo magnético terrestre: los pájaros se esmendrellaban contra cualquier obstáculo en su camino por efecto de haber perdido la brújula interna que les sirve de guía.

Dejando aparte el hecho de que los pájaros de la película, además de ser incompetentes navegantes, también debían de ser ciegos –ya he dicho que no entraré más en la trama de The core–, lo cierto es que en este caso se ilustraba correctamente un fenómeno conocido: que las aves, al menos ciertas especies, son sensibles al campo magnético terrestre y que emplean esta capacidad para conducirse en sus largas migraciones de hemisferio a hemisferio del planeta.

Para nosotros, pobres humanos con solo cinco sentidos y en ocasiones con alguno defectuoso –mis seis dioptrías y pico ya me habrían costado la vida hace rato si hubiera nacido en una época anterior a la corrección visual–, resulta difícil imaginar cómo las aves perciben el magnetismo. Podemos describirlo científicamente, pero otra cosa es representárnoslo mentalmente. ¿Ven líneas en el aire, como las que dibujamos en los mapas? ¿Huelen hacia dónde tira el norte, como quien sigue la estela de un perfume? ¿Escuchan de dónde viene el runrún? Evidentemente, no es nada de esto. ¿O tal vez sí?

Ante todo, conviene dejar claro que la llamada «magnetocepción», o capacidad para sentir campos magnéticos, es un área de investigación aún tan oscura que prácticamente todas las apuestas están abiertas, ya que aún no se ha localizado un órgano claramente responsable de este sentido, tal como los ojos para la vista o el oído para el sonido. Se sabe que ciertos organismos, como algunas bacterias, poseen partículas de magnetita, imanes naturales que también podrían hallarse en el pico de las palomas. Sin embargo, en los últimos años se ha venido manejando una idea fascinante sobre un posible mecanismo que permitiría a los pájaros ver el campo magnético terrestre, y que se basa en un efecto de la mecánica cuántica conocido como entrelazamiento.

Dos partículas cuánticas se encuentran entrelazadas cuando no se comportan de modo independiente, sino que actúan de forma coordinada en alguna de sus propiedades incluso cuando se encuentran separadas. Por ejemplo, supongamos dos electrones entrelazados, e imaginemos que uno de ellos lleva pintada una flecha apuntando hacia arriba y el otro hacia abajo. Con esta simbología se representa una propiedad llamada espín. Mientras ambos electrones se encuentren entrelazados, sus flechas apuntarán en estas direcciones opuestas, como si cada una supiera hacia dónde señala la flecha de la otra. El entrelazamiento cuántico es un fenómeno bien conocido en el mundo de lo infinitamente pequeño, aunque sea difícil encontrar una comparación en la escala de las cosas grandes. Pero lo que realmente importa no es imaginarlo, sino saber que existe y poder dominarlo con vistas a aplicaciones prometedoras, como la computación cuántica.

Un petirrojo europeo en Holanda. Foto de Arjan Haverkamp / WIkipedia.

Un petirrojo europeo en Holanda. Foto de Arjan Haverkamp / WIkipedia.

En los últimos años se ha descubierto en la retina de algunos pájaros una molécula llamada criptocromo que posee pares de electrones entrelazados. La hipótesis es que cuando un rayo de luz (un fotón) choca con uno de estos pares de electrones, uno de ellos puede absorber esta energía y emplearla para saltar a otra molécula. Dado que los espines son sensibles al magnetismo, la separación entre ambos electrones puede causar que reaccionen de manera ligeramente diferente según su orientación respecto al campo magnético terrestre. Si el bamboleo de los espines los despareja, los electrones quedarán separados y perderán su entrelazamiento. Pero si por el contrario ambos mantienen sus espines opuestos, se combinarán de nuevo recobrando su estado original y devolviendo la energía absorbida del fotón, que se transmitirá al nervio óptico enviando una señal al cerebro.

En resumen, y si esta hipótesis llegara a encontrar suficiente respaldo empírico, se confirmaría que los pájaros literalmente son capaces de ver el campo magnético terrestre con sus ojos. E incluso tendría un color, el azul, ya que es esta longitud de onda la que excita las moléculas de criptocromo. Aunque aún quedan muchos experimentos por delante para asegurar que los pájaros vuelan de norte a sur y de sur a norte siguiendo una especie de carretera azul pintada en el aire, los indicios son muy sugerentes. En mayo de este año, un estudio publicado en Nature descubría que ciertos tipos de emisiones electromagnéticas habituales en la actividad humana, como las de radio de onda media (lo que llamamos AM) o las producidas por las conexiones de los aparatos a la red eléctrica, son capaces de desorientar a los petirrojos europeos, una especie que posee criptocromo en su retina.

El director del estudio, Henrik Mouritsen, de la Universidad de Oldenburg (Alemania), declaró entonces que se trataba de energías tan bajas que difícilmente podían afectar a un proceso de lo que se conoce como física clásica. Y desde luego, ninguno de estos campos electromagnéticos afectaría a un sistema de orientación basado en partículas de magnetita. Mouritsen, en cambio, subrayaba que su efecto sobre los espines de los electrones podía bastar para anular la brújula magnética de los pájaros, en caso de que la hipótesis del entrelazamiento sea correcta. «Nos resulta muy difícil encontrar una explicación que no esté basada en cuántica», concluía el investigador.

Para terminar, en este blog ya he dejado clara anteriormente mi fascinación por los pájaros. Y dado que hoy sábado 4 y mañana 5 de octubre celebramos el Día Mundial de las Aves, promovido por BirdLife International y en España por SEO/BirdLife, es una buena ocasión para extraer una clara conclusión del estudio de Nature: dado que la interferencia de las ondas que producimos con la brújula migratoria de las aves es un efecto real, quizá habría que empezar a incluir la contaminación electromagnética como uno de los factores a considerar en el impacto ambiental que nuestra actividad humana ejerce sobre las poblaciones de aves.

Pasen y vean a la increíble mosca hinchable, el pulpo andante y las hormigas forzudas

No por suerte ni por casualidad, sino por una lógica evolución –en este caso la del ser humano–, las fieras y otros animales están desapareciendo progresivamente de los circos. Hoy se ve difícil que un niño conlleve los sufrimientos circenses que narra el Dumbo de Disney (película estrenada en 1941 y adelantada a su tiempo) y pueda al tiempo disfrutar de las forzadas monerías de sus parangones en la vida real.

Este comentario sirve para introducir la idea de que la naturaleza es el verdadero circo donde los animales no dejan de sorprendernos con comportamientos inéditos e insólitos nacidos simplemente de su instinto y de la adaptación evolutiva. Incluso con el gran volumen de conocimiento que hemos acumulado a estas alturas de nuestro progreso científico, nuestros primos del reino animal continuamente dejan boquiabiertos a investigadores y observadores casuales. Y gracias a la facilidad con la que hoy se puede capturar un vídeo y difundirlo, también a nosotros. Para muestra, hoy reúno aquí tres enjoyados botones. Pasen y vean.

El primero de ellos muestra el desgarbado garbeo de un pulpo fuera del agua en la reserva marina Fitzgerald, en la costa de California (EE. UU.). Los visitantes tuvieron ocasión de grabar la grotesca caminata del animal, que depositó frente a ellos los restos de un cangrejo antes de deshacer el camino y regresar al elemento en el que no parece el alienígena de Men in Black disfrazado con el pellejo del tipo al que acaba de matar. Los pulpos son animales que nos resultan familiares (y sabrosos), pero que aún nos revelan secretos sorprendentes. Hace unos días, investigadores del Instituto de Investigaciones Marinas del CSIC divulgaban la grabación en vídeo del canibalismo en los pulpos, un comportamiento observado ahora por primera vez en la naturaleza.

El segundo vídeo nos muestra la cara más punk de la metamorfosis. A cualquiera que piense en esta palabra le vendrán a la mente, tal vez, un par de famosas obras literarias y ese proceso natural que extrae la etérea belleza de una mariposa a partir de la humilde vulgaridad de una oruga. Seguramente la transformación de una larva de mosca –una de las criaturas que colectiva y popularmente solemos conocer como gusanos de la carne– en un insecto romperá la magia de la oruga y la mariposa, pero es pasmoso observar cómo la mosca aprovecha que su cutícula exterior aún es maleable para inflarse a medida que escapa de la dura crisálida hasta alcanzar su tamaño adulto, hinchando la cabeza hasta casi expulsar los ojos como esos muñecos que se aprietan. Absténganse quienes sientan repugnancia por los bichos.

Contra el mal... ¡la Hormiga Atómica! Imagen de Hanna-Barbera / Wikipedia.

Contra el mal… ¡la Hormiga Atómica! Imagen de Hanna-Barbera / Wikipedia.

Por último, el más difícil todavía. Recientemente, el entomólogo y fotógrafo estadounidense Alex Wild publicó en su blog Myrmecos un vídeo que documenta cómo las hormigas del género Leptogenys forman largas filas, mandíbula con abdomen, para transportar una presa voluminosa, un milpiés. Wild rebuscó en la literatura científica sin encontrar ninguna referencia a este prodigioso comportamiento. La entrada en el blog de Wild recibió respuesta por parte del experto mirmecólogo Christian Peeters, quien había observado esta misma y rara conducta en Camboya cuatro años antes. Peeters dijo haber tratado de describir formalmente este esfuerzo colectivo de las hormigas en un artículo científico, pero no fue capaz de localizar más ejemplos, sin los cuales el fenómeno no puede pasar de ser carne de YouTube a convertirse en ciencia. «Parece ocurrir solo en ciertas épocas del año», escribía Peeters. Por su parte, Wild logró encontrar otro vídeo procedente de un apicultor camboyano.

El orangután madrileño que barre los cacahuetes

Hay en la muralla de la Torre de Londres un hueco parcialmente tapiado en el que, según cuenta un cartel colocado allí, se alojó en 1255 un elefante regalado por el rey Luis IX de Francia a su homólogo inglés, Enrique III. El animal, al parecer un trofeo de las Cruzadas, no era el único habitante no humano de la fortificación londinense. Veinte años antes se había fundado allí la Royal Menagerie, nombre extravagante para una especie de primitivo zoológico que causaba delicia y horror en la corte inglesa. Lo que hoy causa horror es comprobar el espacio vital del que disfrutaba, o más bien padecía, el elefante, que vivía casi literalmente emparedado con una tronera en la muralla para sacar la cabeza. No es de extrañar que el animal sobreviviera apenas tres años, una muerte prematura a la que al parecer contribuyó notablemente el vino tinto que le daban para beber.

Pero casos como el anterior no pertenecen exclusivamente a los oscuros tiempos medievales. Hasta muy bien entrado el siglo pasado aún perduraban instalaciones zoológicas donde los animales vivían hacinados y alienados, lo que les provocaba comportamientos agresivos que, por otra parte, encandilaban a los visitantes. Así no es de extrañar que la idea de las fieras salvajes fuera un terreno idóneo para las historias de terror, como en el cuento de Edgar Allan Poe Los crímenes de la calle Morgue, en el que un orangután en fuga asesinaba sádicamente a dos mujeres. En la visión clásica, se tomaba por perversión animal lo que no era más que el resultado de la tortura del cautiverio.

Una de aquellas instalaciones que confinaban a los animales entre barrotes y cemento fue la Casa de Fieras del Retiro de Madrid, clausurada en 1972 cuando se construyó el Parque Zoológico de la Casa de Campo, hoy Zoo Aquarium de Madrid. En su día, el entonces nuevo zoo fue considerado un modelo de innovación para el bienestar de los animales, con sus recintos abiertos, espaciosos y diseñados de acuerdo a las necesidades de cada especie. Con todo, no es un secreto que una parte de la opinión pública abomina de cualquier clase de parque zoológico, y esta es una controversia que gradualmente ha ido desplazando la percepción general hacia una mayor exigencia, incluso intransigencia, en el mantenimiento de animales salvajes en cautividad. No pretendo entrar en esta polémica, al menos hoy. Pero resulta reconfortante comprobar cómo el Zoo de Madrid ha ido prescindiendo de especies para las que se ha demostrado que el cautiverio es enormemente perjudicial, como los elefantes africanos. Aquel guepardo que daba vueltas tristemente a su pequeño recinto circular como los presos de la película El expreso de medianoche también hace tiempo que desapareció del zoo madrileño.

Un orangután en el zoo de Schönbrunn, en Viena. Foto de Zyance vía Wikipedia.

Un orangután en el zoo de Schönbrunn, en Viena. Foto de Zyance vía Wikipedia.

Un caso especial es el de los grandes simios. No cabe duda de que la elevada inteligencia de estos animales hace que chirríe aún más la idea de una prisión inmerecida de por vida. Cuando uno se detiene a observar a los gorilas, chimpancés y orangutanes, siempre se escucha de alguien el mismo comentario: «si es que parecen personas». También se puede argumentar que precisamente su cercanía evolutiva a los humanos los hace más aptos para convivir con nosotros en unas condiciones que ellos no sufren como una condena, sino como una existencia privilegiada donde se atienden todas sus necesidades, se les curan sus enfermedades, se les mantiene en sus grupos familiares naturales y se les ofrecen diversión y estímulo para su intelecto. Tampoco pretendo suscitar esta polémica. Pero no niego que la visión de los simios cautivos me produce cierta tristeza.

Todo esto viene a cuento de mi última visita al zoo de Madrid, el fin de semana pasado, y del comportamiento de un orangután que nos dejó atónitos a quienes lo observábamos. La capacidad de estos animales de utilizar herramientas es algo documentado ya desde los años 70 del siglo XX por la primatóloga Birute Galdikas. Pero una cosa es leerlo o verlo en un documental, y otra muy diferente contemplarlo en vivo y en directo. El orangután al que me refiero, un viejo macho con grandes orejeras, estaba sentado junto a la verja del recinto sin prestarnos la menor atención a los humanos que nos arremolinábamos allí, concentrado en la tarea de hacerse con unos cacahuetes que algún visitante desaprensivo había arrojado y que habían caído fuera de su alcance, al otro lado de la valla. Lo más sorprendente es que el orangután no empleaba solo una herramienta, sino dos: en primer lugar, utilizaba un tallo de bambú con raíces a modo de escoba para barrer el suelo y acercarse los cacahuetes hasta el cercado. Hecho esto, dejaba a un lado este utensilio y agarraba un palito más fino con el que hacía pasar los cacahuetes por el estrecho hueco que quedaba entre la valla y el suelo. Y así, cambiando de instrumento según lo necesario en cada momento, estuvo un buen rato hasta que se hizo con todos los cacahuetes y se los zampó, no sin antes pelarlos diestramente.

Por desgracia, no tenía a mano un smartphone con el que grabar un vídeo del increíble espectáculo, algo que me habría encantado. Pero conductas como esta nos recuerdan una vez más que con los grandes simios nos enfrentamos a un terreno éticamente cenagoso, porque estos animales son lo suficientemente inteligentes para vivir entre nosotros e imitarnos, pero no lo bastante para decirnos si es eso lo que realmente quieren.