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El primer Einstein fue quemado vivo

Nada mejor para colocar el chorro final de nata a esta semana dedicada a Einstein que una vuelta a los orígenes. El otro día conté que, según el punto de vista del propio físico alemán, la que hoy se recuerda como su genialidad individual era realmente una consecuencia directa del trabajo de otros antes que él; esa imagen clásica en ciencia de ver más allá aupándose sobre los hombros de gigantes. O en otra más pop a lo Indiana Jones, recorrer el último tramo hasta el escondite del Santo Grial gracias a que otros fueron resolviendo las pistas del mapa. Lo cual no oscurece el mérito de Indy, ni el de Albert.

Retrato de Giordano Bruno (1548-1600). Imagen de Wikipedia.

Retrato de Giordano Bruno (1548-1600). Imagen de Wikipedia.

En el caso de Einstein, él mismo citó a Faraday, Maxwell y Lorentz. En el principio hubo un londinense inigualable llamado Michael Faraday, un humilde aprendiz de encuadernador que nunca fue a la Universidad y que a pesar de ello descubrió el electromagnetismo; de él deberíamos acordarnos cada vez que pulsemos un interruptor y se haga la luz. Su relevo lo recogió un aristócrata escocés llamado James Clerk Maxwell que tradujo a ecuaciones lo que Faraday había descubierto.

Poco después el holandés Hendrik Lorentz comenzó a trabajar sobre las ecuaciones de Maxwell, descubriendo que se podía aplicar a ellas un tipo de transformaciones para hacerlas funcionar en cualquier sistema de referencia. Dicho de otro modo, que las leyes eran siempre válidas si dejamos de contemplar el espacio y el tiempo como términos absolutos; si olvidamos la ficción de que en el espacio existe algo que lo rellena y que permite definir un punto fijo. Lo que Einstein empleó como premisa, la constancia de la velocidad de la luz en el vacío, era una consecuencia del trabajo de Lorentz sobre las ecuaciones de Maxwell que explicaban las observaciones de Faraday.

Los sistemas de referencia a los que se aplicaban las transformaciones de Lorentz son aquellos que se mueven uno respecto al otro a una velocidad constante. Este es el escenario de la relatividad especial, descrito por Einstein en 1905 y que diez años más tarde amplió al caso más general que incluye la aceleración, en el que por tanto encajaría la gravedad y, con ella, todo el universo.

Pero fijémonos en esta situación de dos sistemas que se mueven uno respecto al otro a velocidad constante. No es un concepto físico abstracto. Cuando volamos en un avión, si no miramos por la ventana, y si no fuera por el ruido de los motores y las posibles turbulencias, parecería que en realidad no estamos moviéndonos. Si dentro del avión pudiéramos lanzar hacia la proa a velocidad constante a una mosca dentro de una caja de cerillas (algo hoy ya imposible debido a las normas de seguridad), la mosca tampoco notaría su movimiento. La mosca y nosotros somos víctimas de una ilusión, porque en realidad nos desplazamos cuando creemos estar quietos. ¿O es al revés?

Mientras, la estela de nuestro avión en el cielo capta la atención de un turista, que reposa apaciblemente sobre una hamaca en una playa ecuatorial. Pero ¿en realidad reposa apaciblemente? El turista no cae en la cuenta de que él, su tumbona, la playa con sus palmeras y todo lo demás están desplazándose a una disparatada velocidad de 1.600 kilómetros por hora, la de la rotación de la Tierra en el Ecuador. Pero el turista no cae en la cuenta de esto porque la Tierra no lleva motores ni sufre turbulencias. Y cuando mira hacia lo que existe fuera de su enorme nave, observa que en apariencia son el Sol y las estrellas los que se mueven.

Todo esto nos lleva a la conclusión de que el movimiento es siempre relativo y que para un observador es imposible tener una constancia real (=física) de su movimiento. El siguiente vídeo lo ilustra de una manera impecable. En este programa de la BBC, el físico Brian Cox deja caer desde lo alto una bola de bolos y una pluma dentro de una cámara de vacío, para eliminar la interferencia del aire. Ambos objetos caen exactamente al mismo tiempo, dado que experimentan la misma aceleración debida a la gravedad, y por ello los dos llevan la misma velocidad en cualquier momento concreto de su caída.

Con esto se comprende por qué algo hoy obvio para nosotros, que la Tierra gira en torno al Sol, fue históricamente tan difícil de entender y de demostrar. Aristóteles lo dejó claro: si la Tierra se moviera, una piedra lanzada hacia arriba debería caer en trayectoria oblicua, y no en vertical, ya que el suelo avanzaría mientras la piedra está en el aire. Costó mucho demostrar que Aristóteles se equivocaba.

Los libros de ciencia le atribuyen este mérito a Galileo Galilei. El italiano aportó pruebas de observación que demostraban el modelo astronómico de Copérnico, según el cual la Tierra giraba en torno al Sol. Pero sobre todo, Galileo consideraba que tanto podía decirse que, para nosotros, el universo entero se movía respecto a la Tierra, como lo contrario: introdujo el concepto de relatividad.

En su obra Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo Tolemaico, e Coperniciano (Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo), publicado en 1632, Galileo exponía el caso de un barco que se mueve a velocidad constante y sobre un mar en calma: alguien que estuviera experimentando con el movimiento de cualquier objeto en el interior del barco no notaría ninguna diferencia entre sus observaciones y las de alguien repitiendo los mismos experimentos en tierra.

Regresando brevemente hacia delante, la relatividad de Galileo sería el punto de partida que permitió a Isaac Newton formular sus leyes del movimiento, y siglos más tarde a Einstein recoger las transformaciones de Lorentz sobre las ecuaciones de Maxwell del fenómeno descrito por Faraday para concluir que la naturaleza se explicaba mejor suponiendo que las leyes físicas son inmutables y que, por tanto, son el espacio y el tiempo los que se deforman.

Volvamos ahora de nuevo hacia atrás. Lo cierto es que, como en el caso de Einstein, en realidad tampoco lo de Galileo fue un chispazo de genialidad individual. Desde Aristóteles, que puso los deberes, hubo otros gigantes que prestaron sus hombros, aunque Galileo no era demasiado propenso a reconocerlo: en 1610, su amigo Martin Hasdale le escribió una carta en la que decía:

Esta mañana tuve la oportunidad de hacerme amigo de Kepler […] Le pregunté qué le gusta de ese libro tuyo y me respondió que durante muchos años ha intercambiado cartas contigo, y que está realmente convencido de que no conoce a nadie mejor que tú en esta profesión […] Respecto a este libro, dice que realmente mostraste la divinidad de tu genio; pero estaba en cierto modo molesto, no solo por la nación alemana, sino por ti mismo, ya que no mencionaste a aquellos autores que iniciaron el asunto y te dieron la oportunidad de investigar lo que has hallado ahora, nombrando entre ellos a Giordano Bruno entre los italianos, a Copérnico y a sí mismo.

La carta figura en la colección de la correspondencia de Galileo, según recoge un estudio firmado por Alessandro De Angelis y Catarina Espirito Santo que se publicará próximamente en la revista Journal of Astronomical History and Heritage. Pero dejando aparte el censurable comportamiento de Galileo, y el hecho de que otros estudiosos como Jean Buridan o Nicole Oresme ya habían reflexionado en torno a las ideas que el italiano desarrollaría más tarde, De Angelis y Espirito Santo destacan un nombre que aparece en la carta de Hasdale y cuya contribución al principio de la relatividad no se ha reconocido: Giordano Bruno.

En 1584, Bruno publicó una obra titulada La cena de le ceneri (La cena del Miércoles de Ceniza) en la que empleó antes que Galileo el ejemplo del barco para enunciar que el avance de este era irrelevante de cara a cualquier observación del movimiento de las cosas en su interior. Esto lo atribuyó a una «virtud» por la cual todos los objetos del barco toman parte en su movimiento, estén en contacto con él o no. Según el estudio, Bruno estaba anticipando el concepto de inercia, la innovación introducida por Galileo (aunque acuñada por Kepler) que diferenciaba su visión de la de autores anteriores; para estos, el hecho de que un objeto suspendido dentro de un barco se moviera junto con la nave se debía a que era el aire el que lo arrastraba.

Según De Angelis y Spirito Santo, es probable que Galileo estuviera enterado del trabajo de Bruno e incluso que ambos llegaran a conocerse, ya que coincidieron en Venecia durante largos períodos. Pero aparte de que Galileo nunca admitiera esta influencia, los autores opinan que el hecho de que Bruno fuera quemado en la hoguera por sus ideas teológicas ha devaluado su contribución a la física. Así que por mi parte, y para cerrar esta semana de relatividad, vaya aquí mi recuerdo a Giordano Bruno, el primer Einstein, quemado vivo en Roma el 17 de febrero de 1600, en una época de matanzas auspiciadas por el fanatismo religioso. Y mi deseo de que ojalá esa época termine algún día.

El breve instante en que estamos aquí, y tal vez solos

Quizá hayan oído que estamos de aniversario. Este miércoles se cumplen cien años desde que Einstein culminó su presentación de la teoría general de la relatividad a la Academia Prusiana de Ciencias. Mañana contaré alguna cosa sobre Einstein y su trabajo, pero hoy quiero aprovechar la ocasión para traer aquí otro asunto que guarda cierta relación con uno de los conceptos einstenianos, el distinto transcurrir del tiempo según la situación del observador.

Muchas fuentes atribuyen a Einstein una cita sobre la relatividad, comparándola con la distinta percepción del tiempo según que uno lo pase con una «mujer hermosa», suele decir la frase, o bien sentado sobre un fogón ardiente. Internet convierte en verdad que Fulano dijo X, y ya puede Fulano abandonar su pretensión de que jamás lo hizo. Pero aún queda alguna fuente rigurosa por ahí, como el blog Quote Investigator (QI), que rastrea los orígenes de presuntas citas. En este caso, QI llegó a la conclusión de que no hay ninguna prueba de la veracidad de la cita, pero concede que tal vez Einstein pudo dar esta explicación a su secretaria, Helen Dukas, quien le hacía de escudo frente a los molestos requerimientos de la prensa y el público, y que ella pudo transmitir esta idea a los medios.

Fotograma del vídeo de Business Insider.

Fotograma del vídeo de Business Insider.

Bien, a lo que iba. Obviamente, Einstein sabía mejor que nadie que la relatividad no trata de la percepción subjetiva del tiempo, sino que este transcurre de hecho de forma diferente en distintos sistemas. Pero si hablamos de esa impresión del correr del reloj, hoy les hablo de un vídeo que les ayudará a situar el tiempo en su justa perspectiva. Concretamente, el breve instante que ocupamos los humanos en todo esto.

Les hablo, porque lamentablemente no puedo insertarlo aquí, ya que el formato en su página original no lo permite. El medio que lo ha creado, Business Insider, suele colgar después sus vídeos en YouTube, pero aún no lo ha hecho con este. Se trata de un vídeo que muestra la historia de la Tierra como si fuera la distancia en línea recta de un viaje desde Los Ángeles hasta Nueva York. Las 2.450 millas (3.943 kilómetros) que separan ambas ciudades son los 4.540 millones de años de edad de esta roca mojada. El hecho de relacionar espacio y tiempo se convierte así también en un homenaje a Einstein, aunque no creo que fuera el propósito de sus autores.

A lo largo del viaje encontramos en qué momentos/puntos kilométricos van ocurriendo los distintos acontecimientos de la historia del planeta. Y por si les interesa, los humanos modernos aparecemos ya una vez que hemos llegado a Manhattan, a 570 pies (174 metros) del destino final. Toda nuestra historia registrada como especie ocupa solo los últimos 15,7 pies, menos de 5 metros. Desde la Segunda Guerra Mundial hemos recorrido 2,6 pulgadas, 6,6 centímetros. Pueden encontrar el vídeo aquí.

No es el primer ejercicio de este tipo que sitúa en perspectiva nuestra ínfima existencia como especie en la larga historia de la Tierra, pero quizá la analogía de las distancias nos facilita la imagen mental, ya que resulta muy fácil hacerse una idea sobre qué representan 174 metros, o 6 centímetros, en el recorrido total entre ambas ciudades.

Entre las muchas reacciones y reflexiones que el vídeo puede inspirar a cada cual, yo me quedo con una, la relativa a la vida alienígena. Recientemente escribí un reportaje dando voz a los científicos que sostienen la hipótesis pesimista de nuestra posible soledad en el universo. La idea es impopular, pero es tan científicamente argumentable como la contraria, aunque el público general tienda a descartarla bajo el sesgo geocéntrico. En realidad no tenemos ecuaciones que nos predigan de una manera solvente cuáles son las posibilidades reales de vida en otros lugares del universo; las únicas disponibles, como la famosa Ecuación de Drake, son puramente especulativas.

El caso es que ciertos físicos y filósofos de la ciencia tratan de parametrizar las variables implicadas con el fin de acercarse a una conclusión más fundamentada. La buena noticia (para quien le parezca tal, como a mí) es que algunos de ellos dan casi por segura la existencia de otras civilizaciones. La mala es que ahora han desplazado el foco tradicional, que solo se fijaba en el momento presente, a la historia completa del universo, o incluso a todo su pasado y todo su futuro. Me encantaría ver un vídeo como el de Business Insider, pero que mostrara toda la vida del universo, desde el Big Bang hace 13.800 millones de años, hasta que muera la última estrella del universo dentro de unos 100 billones de años. ¿Imaginan a cuánto quedaría reducida la presencia del ser humano?

No imaginen; ya se lo digo yo. Si las cuentas no me fallan, 7,9 milímetros. Más o menos la longitud de una mosca. Eso es lo que la existencia del ser humano representa en toda la trayectoria del universo desde el Big Bang (Los Ángeles) hasta que se agote el combustible de la última estrella (Nueva York). Con la salvedad, claro, de que nuestra extinción no es algo hoy previsible, pero sería muy optimista confiar en que aún estemos por aquí dentro de millones de años.

Así, si existiera al menos otra civilización tecnológica a lo largo de toda la vida del universo, un supuesto que algunos autores dan por estadísticamente muy probable, imaginen las posibilidades de que la suya y la nuestra coincidamos en algún momento de nuestra historia; es decir, que dos moscas situadas al azar entre Los Ángeles y Nueva York solapen al menos parcialmente. No imaginen; ya se lo digo yo: empleando una fórmula de probabilidad de intervalos solapantes, el resultado es más o menos de 0,000000004; o dicho de otro modo, de una posibilidad entre 250 millones.

No pretendo que estos cálculos sean impecables, y por supuesto que deberían tenerse en cuenta muchos otros factores. Pero estas cuentas de servilleta de bar (o más pomposamente, problema de Fermi) nos dan una aproximación útil de la que podemos concluir esto: si suponemos que el universo alumbra en toda su historia otra civilización inteligente además de la nuestra, la posibilidad de que coincidamos en el tiempo ellos y nosotros es de una entre 250 millones. Un poquito desolador, ¿no?

Salvando las distancias en física cuántica (II)

He aquí un motivo por el que algunos físicos aún no creen que los experimentos de entrelazamiento cuántico, como el de Hanson que mencioné ayer, demuestren la acción a distancia entre partículas: las mediciones sobre estas se llevan a cabo solo unos nanosegundos después de que ambas se hayan separado. Esto, sostienen los críticos, podría dar pie a que recuerden esa programación previa, ese guión que ambas estarían interpretando según lo acordado.

Así pues, lo único que un investigador puede hacer es tratar de fijar condiciones experimentales restrictivas en exceso, de una forma que convenza incluso a los más escépticos; como si un mago actuara desnudo para demostrar fehacientemente que no lleva nada escondido en la ropa. Para muchos físicos, la prueba de Hanson llega a este nivel, y por tanto basta para certificar oficialmente el nacimiento de la acción a distancia. Pero no para todos.

Ilustración artística del cuásar ULAS J1120+0641, el más distante conocido hasta ahora. Imagen de ESO/M. Kornmesser vía Wikipedia.

Ilustración artística del cuásar ULAS J1120+0641, el más distante conocido hasta ahora. Imagen de ESO/M. Kornmesser vía Wikipedia.

Con el fin de zanjar el debate, el físico del Instituto Tecnológico de Massachusetts David Kaiser se propone llevar a cabo lo que considera el experimento definitivo: medir dos fotones procedentes de estrellas distantes del universo, dos partículas que han estado separadas durante miles de millones de años. Es del todo imposible, argumenta Kaiser, creer razonablemente que las partículas puedan mantener ninguna clase de coordinación a través de toda la historia del universo. Si funciona, quienes aún creen que la acción a distancia es magia, ese efecto «spooky» o truculento que decía Einstein, deberán aceptar que se trata de ciencia real.

Sin embargo, Hanson no está de acuerdo en que el experimento de Kaiser vaya a demostrar nada que el suyo no haya probado ya. Otro de los críticos de la acción a distancia, el australiano Michael Hall, aducía que es difícil, incluso en un caso como el de Kaiser, asegurar una total independencia de las mediciones, ya que podría existir un sesgo provocado por algún tipo de correlación que se nos escapa entre los aparatos y aquello que miden, las partículas. «Por ejemplo, no todos los fotones detectados podrían proceder de las fuentes cósmicas a las que apuntan los telescopios; algunos vendrán de luz extraviada», me escribía Hall en un correo electrónico. Además, proseguía Hall, «debería tener que asumirse que no se ha actuado de ninguna manera sobre los fotones a través de una causa común en el pasado relativamente reciente de los dos detectores utilizados».

Hanson está de acuerdo en esto último: por mucho que los emisores de las partículas, las estrellas, estén separados en el espacio por miles de millones de años luz, y en el tiempo por miles de millones de años, los detectores no lo van a estar: ambos, y por tanto las partículas al medirlas, estarán aquí, en la Tierra. Con lo cual, razona el físico holandés, y puestos a ponernos escrupulosos, el experimento de Kaiser tampoco descartaría una posible relación causal entre los medidores y los sistemas medidos. «Ningún experimento puede probar que los ajustes de las mediciones fueron elegidos al azar, y ningún experimento puede probar que los ajustes están determinados por la luz estelar de una galaxia distante», dice Hanson.

Para solventar este inconveniente, Hall apuntaba una propuesta: «Sería interesante tener un experimento en el que los propios detectores estuvieran separados por una gran distancia; la distancia Tierra-Luna sería un buen comienzo, ¡si alguna vez conseguimos llevar astronautas ahí arriba de nuevo! Marte sería aún mejor». Pero aunque Hall y Hanson coincidan en la objeción a la propuesta de Kaiser, no lo hacen en sus consecuencias. Para el holandés, la conclusión es que es imposible llevar más allá la finura y la pulcritud de los experimentos de acción a distancia, ni siquiera llevando un detector a Marte: «Uno puede hacer el experimento de forma diferente, pero no será mejor que lo que ya hemos hecho; no queda ninguna fisura que pueda cerrarse experimentalmente».

Lo que subyace a toda esta discusión, opina Hanson, es que algunos de los críticos no están discutiendo posibles deficiencias experimentales, sino la interpretación del propio teorema de Bell, explicado en bruto en mi artículo de ayer y que inspira los experimentos de entrelazamiento cuántico que ponen a prueba la acción a distancia. «Esta es una discusión teórica completamente independiente de nuestro experimento», precisa Hanson. «Uno puede eliminar cualquiera de los muchos supuestos subyacentes en la derivación de la desigualdad de Bell». «Pero estoy bastante seguro de que nadie podría diseñar un escenario que los abordara en ningún otro experimento», prosigue, y concluye: «Nuestro experimento cierra todas las fisuras que pueden cerrarse; el resto no pueden distinguirse experimentalmente, y por tanto son parte intrínseca de las teorías».

Dicho de otro modo: tal vez algunos físicos jamás acepten ninguna demostración empírica del teorema de Bell porque piensan que es indemostrable, o bien porque en el fondo piensan que es incorrecto. Y tal vez es comprensible que exista un cierto horror vacui, un miedo al vacío que el reconocimiento de la acción a distancia abriría en nuestro entendimiento de la física de la naturaleza y que no sería inmediato rellenar, dado que la actual formulación de la mecánica cuántica impide la posibilidad de su existencia.

Uno de los defensores de la acción a distancia, el estadounidense John Cramer, que está tratando de poner a prueba la comunicación no local entre partículas, me hacía notar que el problema parte del hecho de que esta prohibición no es algo que se haya demostrado, sino que se dio por sentado desde el principio y se integró en la definición de las reglas del juego: «Hay pruebas de que los creadores originales de la actual formulación utilizaron la imposibilidad de la señalización no local como directriz, y la incorporaron en el formalismo», decía. «Si se hiciera una reformulación más imparcial de la mecánica cuántica eliminando este sesgo intrínseco, podría proporcionarnos una indicación de cómo se podría llevar a efecto la señalización no local».

En realidad la solución teórica a lo anterior ya podría existir. Algunos físicos han mostrado que ciertas modificaciones a la mecánica cuántica actual (técnicamente se llama no-linealidad) permitirían que la comunicación superluminal –más rápida que la luz– encaje, pero hasta ahora ningún experimento ha demostrado que este enfoque sea válido. Claro que para los partidarios del modelo actual es al revés: dado que la comunicación superluminal no existe, la modificación propuesta no puede ser correcta, y por lo tanto nunca se demostrará. Las apuestas están abiertas.

Salvando las distancias en física cuántica (I)

El entrelazamiento cuántico es uno de los argumentos más palpitantes que se están ventilando hoy en el mundo de la ciencia, quizá lo más parecido a una revolución científica que tenemos ahora en ciernes y a la vista. No por la novedad del problema, pero sí por un cada vez más firme vislumbre de una solución que refuta al gran Einstein, como repasé hace unos días en un reportaje.

¿Acción a distancia? Imagen de Wikipedia.

¿Acción a distancia? Imagen de Wikipedia.

El hecho de que dos partículas cuánticas distanciadas puedan comportarse como un ballet sincronizado a ciegas, aparentemente comunicándose entre ellas por un mecanismo instantáneo, es decir, más rápido que la luz, es un fenómeno que ya hizo a Einstein rascarse su alborotada mata de pelo.

Precisamente porque nada puede, o podía, viajar más aprisa que la luz, el alemán no se lo creía: aquello no era ciencia, sino algo spooky, que viene a significar truculento o siniestro. Al fin y al cabo, precisamente él había construido la relatividad general, demostrando que la gravedad no actuaba a distancia, sino a través de un campo.

Nada puede actuar a distancia, pensaba Einstein, por lo que debía de existir un secreto solo conocido y compartido por las propias partículas, un conjunto de «variables ocultas» desconocidas e inaccesibles para la mecánica cuántica y que funcionaban cuando las partículas estaban juntas antes de separarse, y no a distancia. En otras palabras: las partículas conspiraban entre ellas de manera que ya sabían lo que harían después, sin que hubiera ninguna comunicación. Claro que no es fácil imaginar cómo podrían ponerse de acuerdo previamente para que una dijera «ay» exactamente cuando los investigadores pincharan a la otra; de ahí que fueran variables ocultas.

El de la posible acción a distancia fue uno de los problemas más erizados de la física durante gran parte del siglo XX; al menos, para quienes veían ahí un problema. Claro que a partir de 1964 ya nadie pudo mirar para otro lado: aquel año John Bell demostró que toda posible teoría de variables locales se quedaba corta a la hora de sostener lo que la mecánica cuántica podía hacer. Estas desigualdades comenzaron a convertirse en objeto de experimentación a partir de los años 70, y no han dejado de serlo hasta hoy.

Mientras los experimentos, uno detrás de otro, han ido cimentando la idea de que la acción a distancia parece ser real, no todos los físicos se han dejado convencer con la misma facilidad. El problema reside en que no es fácil demostrar que absolutamente todos los parámetros del experimento se están poniendo a prueba y no se han dado por hecho previamente.

Por poner un ejemplo sencillo, los ensayos clínicos escrupulosamente diseñados requieren un doble ciego: ni los médicos ni los pacientes saben quién está tomando la medicación y a quién se le ha administrado solo un placebo. Pero ¿quién ha hecho la selección? ¿Cómo la ha hecho? ¿Se puede asegurar al cien por cien que la distribución ha sido de verdad aleatoria y que nadie está enterado de qué paciente está tomando qué? ¿O puede haber existido algún sesgo o pequeña trampa, aunque sea involuntaria? Todo el que quisiera ponerse excesivamente tiquismiquis (qué gran palabra) a la hora de criticar un ensayo clínico podría cuestionar si el doble ciego realmente lo fue, o si algo de lo que los investigadores dicen o creen demostrar estaba en realidad ya determinado por las condiciones de partida del estudio.

En el caso de los experimentos sobre las desigualdades de Bell, estos resquicios han sido difíciles de rellenar. Pero para muchos físicos, el reciente estudio dirigido por Ronald Hanson, de la Universidad Tecnológica de Delft (Holanda), ha terminado por taparlos definitivamente. Hanson separó las partículas por más de un kilómetro y añadió una especie de venda más a los ojos de los aparatos para garantizar que las mediciones no se entendían entre ellas a espaldas de los investigadores, casi blindando la fidelidad de las observaciones.

El resultado, publicado en Nature, ha terminado de convencer a muchos de que nuestro universo, y con él, todo lo que conocemos, emplea de forma intensiva y rutinaria un «truculento» mecanismo de influjo a distancia que nosotros no podemos emplear para comunicarnos, pero sí las partículas subatómicas. ¿Es o no es una revolución? Lo realmente revolucionario no consiste en hacerle un Nelson a Einstein, que sería algo bastante feo e irreverente, sino en cambiar la idea que tenemos sobre cómo funciona la naturaleza.

Sin embargo, el experimento de Hanson aún no ha convencido a todos. Como Hanson se ha ocupado de recalcarme, y con toda la razón, ninguna de las críticas presenta objeción a su diseño experimental ni a sus resultados; todos los físicos a los que consulté los consideran impecables. Pero de cara a su interpretación, hay quienes piensan que aún queda una grieta por tapar antes de asegurar que no queda ninguna posible gotera. La explicación, mañana.

15 años de la Estación Espacial Internacional: lo mejor de la ISS en la web

Toda ocasión es buena para recordar que la ciencia existe, y la poderosa maquinaria publicitaria de la NASA no desperdicia ninguna oportunidad para dejarse ver. Esta semana, la primera organización espacial del planeta Tierra celebra el 15º aniversario de la Estación Espacial Internacional (ISS).

En realidad el primer módulo se lanzó al espacio en 1998, pero fue dos años después cuando la estación se convirtió en una avanzada permanente del ser humano en la baja órbita terrestre con la llegada de la primera expedición, el 2 de noviembre de 2000.

Así era, así es. La ISS en 2000 (izquierda) y ahora (derecha). Imágenes de NASA.

Así era, así es. La ISS en 2000 (izquierda) y ahora (derecha). Imágenes de NASA.

Desde entonces, la ISS siempre ha estado habitada, y ha ido creciendo a lo largo de los años gracias a la colaboración de sus cinco socios: EE. UU., Rusia, Japón, Canadá y la Agencia Europea del Espacio (ESA). Esta última agrupa a 22 países del continente, pero solo 10 de ellos participan en la ISS: Alemania, Francia, Italia, España, Bélgica, Holanda, Noruega, Suecia, Dinamarca y Suiza.

Aprovechando esta conmemoración, hoy reúno aquí un puñado de enlaces a algunas de las mejores webs sobre la ISS.

  • Todo sobre la ISS, en la web de la ESA, la de la NASA, y en la página preparada por la NASA para celebrar el 15º aniversario.
  • Visita virtual a la ISS: gracias a la paciencia de la astronauta italiana Samantha Cristoforetti, que se tomó la molestia de fotografiar todos los rincones del interior de la estación, la ESA ha montado este recorrido panorámico virtual que nos permite desplazarnos y curiosear por sus módulos.
  • ¿Dónde está la ISS? Varias webs ofrecen información en tiempo real sobre la situación de la estación. La web de la ESA muestra su trayectoria orbital, una simulación de la vista de la Tierra desde la estación sobre los mapas de Google y un vídeo en streaming de la imagen real captada por una cámara a bordo de la ISS. Para divisar el paso de la estación por nuestros cielos, la web de la NASA dispone de una página titulada Spot the Station (Avistar la Estación), donde el usuario puede introducir su localización y recibir instrucciones sobre cuándo y a dónde mirar. Incluye un servicio de alertas. Además, la web Heavens Above ofrece una vista interactiva de la ubicación real de la ISS y una app disponible para Android que incluye la visualización de la estación. Otras webs que siguen el recorrido de la ISS en tiempo real son ISS Tracker e ISS AstroViewer.
  • Spacewalk, juego de simulación de paseos espaciales: lo más parecido a sentirse como Sandra Bullock y George Clooney en Gravity, pero con la seguridad de vivir para contarlo. El juego plantea varias misiones con distintos grados de dificultad. Está disponible para Windows, Mac y Linux, e incluso hay una versión para jugar con el casco de realidad virtual Oculus Rift. Se accede desde la web del juego o a través de la NASA. El siguiente vídeo da una idea de los gráficos y la dinámica del simulador. Más vídeos aquí.

  • Hablar con la ISS: cualquier radioaficionado que lo desee puede comunicarse con los tripulantes de la estación, que cuenta con un equipo para este fin. No siempre está disponible, ya que depende de que los astronautas quieran conectarse. Para seguir la actividad y saber cómo y cuándo es posible llamar al espacio, dos radioaficionados crearon la web ISS Fan Club.
15 años de la ISS en datos. Imagen de NASA.

15 años de la ISS en datos. Imagen de NASA.

Año 1 después de McFly: ¿adiós al ordenador personal y al móvil?

Con ocasión del advenimiento del año 1 d. M. F. (después de McFly), las comparaciones entre nuestro 2015 y el suyo han llegado hasta a los telediarios. Siempre es un ejercicio curioso; aunque al parecer Robert Zemeckis, el director de la trilogía, declaró que su pretensión nunca fue tanto plasmar un futuro creíble como simplemente divertido. En mi caso, esta semana he conmemorado la ocasión tirando por otro derrotero, el de los viajes en el tiempo, que siempre da mucho jugo y mucho juego.

Pero quería dejar aquí un comentario relativo a esos parecidos y diferencias entre el pasado de Marty, su presente, su futuro, nuestro presente y nuestro futuro. La saga de Back to the Future basa su tono de comedia sobre todo en un elemento, el choque cultural, un argumento que el cine ya ha desgranado en muchas y distintas versiones: la del cambio de país, la del emigrante del campo a la ciudad, incluso la del extraterrestre camuflado como un humano más. En este caso, es el cambio de época. Pero curiosamente, y mientras que en la segunda parte este choque se plasma sobre todo en el factor tecnológico, en la película original el efecto se expresaba más bien en detalles sociológicos: las marcas comerciales (Levi’s, o Calvin Klein en el original*), los personajes (Ronald Reagan), los usos y costumbres (el comportamiento de la madre de Marty), la música (el Johnny B. Goode)…

¿Por qué? Si bien lo miramos, se diría que el salto tecnológico entre 1955 y 1985 no fue tan sustancial. Incluso entre 1955 y 2015, solo ha sido realmente revolucionario para el humano común en un aspecto, el de todo aquello que lleva una pantalla: ordenadores, smartphones, tablets.

Marty McFly descubre que un ordenador de su tiempo es una reliquia en 2015, en 'Regreso al futuro parte II'. Imagen de Universal Pictures.

Marty McFly descubre que un ordenador de su tiempo es una reliquia en 2015, en ‘Regreso al futuro parte II’. Imagen de Universal Pictures.

Esta semana he dedicado un día a fijarme a mi alrededor y pensar en cómo nuestra vida se ha transformado en función de la tecnología desde una época como 1955. Los automóviles de hoy esconden innovaciones impensables entonces, pero siguen siendo coches que circulan por una carretera. Seguimos viajando en avión, tren, metro o autobús, sufriendo atascos de tráfico, iluminándonos con bombillas que encendemos con una llave en la pared, escuchando la radio, viendo la televisión, trabajando en una oficina, lavando la ropa en una máquina giratoria y planchándola con una placa de metal caliente, aspirando el suelo con una escoba de succión, cocinando y tomando cañas en los bares (por suerte) que luego nos vetan la posibilidad de conducir.

Esto último, porque aún no tenemos coches que se conduzcan solos. Como tampoco disponemos de automóviles (ni patines) voladores, ni vivimos bajo tierra, ni las calles nos llevan directamente al piso 157, ni pasamos las vacaciones en Marte, ni nos teletransportamos a Nueva Zelanda para desayunar, ni limpiamos la casa pulsando un botón, ni nos pintamos (se pintan) las uñas con un lápiz electrónico, ni tenemos robots o avatares virtuales que trabajen por nosotros, ni viajamos en el tiempo, ni nos metemos en una máquina que nos rejuvenezca y nos cure todos nuestros males, ni nos congelamos para resucitar en el futuro. Desde 1955 hemos asistido a innumerables mejoras incrementales y graduales en todo aquello que nos rodea, pero casi nada que realmente cambie lo esencial de nuestra forma de vida.

Aunque fue en los 80 cuando se popularizó el posmodernismo, aún seguía viva la herencia del optimismo tecnológico de la modernidad. La verdadera revolución de la tecnología en todos los ámbitos de la vida humana fue la de parte del siglo XIX y parte del XX, cuando surgieron todas esas innovaciones disponibles hoy que no existían en 1855, pero sí en 1955.

Como ya he mencionado, solo en la forma de comunicarnos, relacionarnos e informarnos a través de los dispositivos de pantalla es en lo que este 2015 se diferencia radicalmente de 1955, pero también del 1985 de Back to the Future. Recuerdo 1985; 17 años. Entonces no pensábamos que en 2015 fuéramos a tener coches voladores, pero sí habríamos apostado por que la vida hoy sería muy diferente; por supuesto, mejor. Quizá, más que optimismo, un cierto candor.

Para vislumbrar qué podría depararnos el futuro en este único campo que tanto ha cambiado en unas pocas décadas, nadie mejor que un experto. Esta semana estuve conversando con el historiador de la computación David Greelish, autor del libro Classic Computing: The Complete Historically Brewed. Greelish es de los que piensan que la evolución de la informática personal está ahora inmersa en una etapa de meseta, en comparación con los últimos 30 años. «Pienso que es justo decir que el portátil nuevo que utilizamos ahora no es tan radicalmente diferente del que usábamos en 2010, o incluso en 2005», dice. «En un período de tiempo mucho más corto, puedo decir lo mismo de los smartphones y tablets«.

Lo cual no implica, en opinión de Greelish, que nada vaya a cambiar, sino que la transformación no será tan revolucionaria como la que hemos presenciado a lo largo de nuestras vidas. El experto piensa que «el futuro cercano es muy excitante», y que variará el concepto de dispositivo autónomo personal que empleamos hoy. «Creo que estamos solo a una década o así del momento en el que ya no habrá ordenadores o smartphones o incluso televisión como hoy los entendemos, como aparatos independientes. Simplemente, habrá pantallas de distintos tamaños conectadas a la nube».

Estas pantallas, prosigue Greelish, podrán sostenerse en una mano, en las dos, apoyarse en la mesa, en la pared o ser la pared. Todas ellas nos permitirán acceder a cualquier tipo de archivo digital. Pero el hecho de que el objetivo final sea la disponibilidad del contenido, y que esto se facilite a través de innumerables opciones y formatos, acabará también con esa actual dependencia del móvil, ya que el aparato pasará a un segundo plano. «No importará si es tu pantalla o no», afirma Greelish. «El futuro de la computación en la nube no es tus datos en cualquier lugar, sino más bien tu ordenador en cualquier lugar; yo podría estar en casa de un amigo y no solo acceder a mis datos, sino a todo mi material digital. Cualquier pantalla puede convertirse en mi pantalla también para mis apps, convirtiéndose en mi ordenador».

De hecho, Greelish apunta una tendencia que viene pujando en los últimos años y que asoma tanto en las ferias de tecnología como en las páginas de las revistas de ciencia: las pantallas plegables, quién sabe si incluso desechables. «Un smartphone o tablet se podría guardar en un bolsillo, desdoblarse y hacerse más grande; esto captará nuestra atención y será divertido por un tiempo».

¿Y más allá de esto? «Predecir el futuro es un terreno peligroso, ya que quienes lo hacen casi siempre acaban pareciendo ridículos en el futuro», advierte Greelish. Pero tal vez tampoco haga falta un ejercicio de futurología muy certero para entender que, si lo importante son los contenidos, la barrera que supone el uso de un dispositivo debería tender a minimizarse. Al fin y al cabo nuestros aparatos no dejan de ser, en el fondo, sofisticadas prótesis: lo que emitimos y percibimos finalmente consiste en actividad cerebral electroquímica. Algunos investigadores están abriendo el camino hacia la comunicación directa de cerebro a cerebro, algo que nos permitiría incluso prescindir de las pantallas.

Y añado: solo espero que todo esto no haga realidad ese verso de Bad Religion:

Cause I’m a 21st century digital boy

I don’t know how to read but I got a lot of toys

*Levi’s ya era una marca de sobra conocida en los años 50 en EE. UU. En la versión original en inglés Marty decía llamarse Calvin Klein, pero esta marca aún no era popular en la España de los 80, por lo que los traductores optaron por cambiarlo.

Pasen y vean el monólogo de Mary Roach sobre el orgasmo

A quienes aún no conozcan el vídeo que les traigo hoy, les recomiendo que gasten/inviertan 17 minutos y 11 segundos de su preciado tiempo en disfrutar de este monólogo de Mary Roach sobre el orgasmo.

Un servidor no es especialmente aficionado a ese género del espectáculo actualmente llamado «monólogo» y en tiempos de Gila conocido como «contar chistes»; principalmente porque cuando una cosecha es excesiva, la calidad media del resultado no suele ser muy apreciable. Pero al contrario que la mayoría de los monologuistas, Mary Roach tiene algo que contar, y lo hace tratando el eterno tema de risitas –sexo, sexo, sexo– con un tono de humor alejado del típico estilo de barra de bar al que por aquí estamos más acostumbrados.

Un técnico insemina a una cerda mientras la estimula. Captura de vídeo de TED.

Un técnico insemina a una cerda mientras la estimula. Captura de vídeo de TED.

En esta charla TED de hace ya algunos años, la escritora y periodista, dotada del genio para contar la ciencia con gracia, repasaba diez observaciones curiosas sobre el orgasmo, recogidas durante la investigación que sintetizó en su libro Bonk: The Curious Coupling of Science and Sex. Entre otras cosas, Roach logró convencer a su marido para que ambos posaran en pleno coito mientras su actividad era retratada por una máquina de resonancia magnética.

Aunque la presentación es en inglés, el vídeo cuenta con subtítulos en castellano que permiten seguir con detalle la disertación de Roach. No se lo pierdan. Y dado que mañana comienza la semana laboral, les llamo la atención sobre la escena del hombre y la cerda. Les ayudará a apreciar un poco más su propio trabajo.

¿Cómo estiró el cuello la jirafa?

Siete vértebras cervicales. Esta es la ley que usted debe respetar si desea ser un mamífero. A menos que sea un perezoso; no de los que se quedan hasta el mediodía en la cama, sino de los que tienen dos o tres dedos y viven en el trópico americano.

Jirafa masái en el Parque Nacional de Nairobi (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Jirafa masái en el Parque Nacional de Nairobi (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

El elegante y flexible cuello de los cisnes esconde una cadena de 22 a 25 vértebras cervicales. Entre los animales que llevamos una columna vertebral a nuestras espaldas existe una gran variedad de opciones respecto al número de huesos cervicales.

Pero no en los mamíferos.

Solo manatíes (seis), perezosos de dos dedos (Choloepus, de cinco a siete) y de tres dedos (Bradypus, ocho o nueve) se permiten el lujo de rebelarse contra lo que para el resto es una ley obligatoria: siete vértebras cervicales. Dejando de lado las glándulas mamarias, más o menos evidentes según la especie, desde el delfín a la jirafa y desde Danny de Vito a Audrey Hepburn, el de las siete vértebras cervicales es uno de los pocos rasgos comunes y exclusivos de (casi) todos los mamíferos.

Pero ¿por qué? Cuando existe una característica tan conservada entre los muy diferentes descendientes de un abuelo común, los biólogos evolutivos suelen ver en ello la pistola humeante de un rasgo VIP, uno tan esencial que ha navegado a través de la evolución sin sufrir ninguna perturbación, como un ministro atraviesa los controles de los aeropuertos sin que nadie le despeine. Pero dado que la extraña atracción de los humanos hacia este número (días de la semana, mares, colores o enanitos) no parece suficiente justificación para necesitar siete vértebras y no seis u ocho, debía de haber algo más.

Ese algo más reside en lo que se llama pleiotropía, término de origen griego que viene a significar algo así como «varias respuestas». Los genes pleiotrópicos son aquellos que controlan varios rasgos o funciones aparentemente no relacionados entre sí. El número de vértebras cervicales depende de unos genes llamados Hox que son esenciales para desarrollar el plan general anatómico del cuerpo en el eje cabeza-cola. En genética del desarrollo, decir Hox es hablar de una de las cajas fuertes del genoma, un reducto inviolable que protege algunos de nuestros genes más esenciales.

Se entiende entonces que las mutaciones en los genes Hox son fatales: producen defectos en el desarrollo y en el sistema nervioso, así como cánceres muy tempranos. Los errores en los Hox alteran el número de vértebras cervicales, pero esto de por sí no sería necesariamente letal si no fuese por el resto de daños que provocan estas mutaciones. Los datos indican que hasta el 7,5% de todos los embriones humanos llevan un número equivocado de vértebras cervicales, y por tanto mutaciones en los Hox. Muchos de ellos mueren antes de nacer; los defectos en los Hox son los responsables de un buen número de abortos espontáneos cuando hay anomalías anatómicas. El resto suelen fallecer antes de alcanzar la edad reproductiva.

La coautora del nuevo estudio Melinda Danowitz sostiene una vértebra de jirafa. Imagen de NYIT.

La coautora del nuevo estudio Melinda Danowitz sostiene una vértebra de jirafa. Imagen de NYIT.

¿Qué hay de los perezosos y los manatíes? Las investigaciones apuntan que estos animales parecen evitar los perjuicios de la rebeldía cervical gracias a su lento metabolismo, que por ejemplo les protege del desarrollo rápido de cánceres agresivos. Curiosamente, y si la hipótesis es correcta, la lentitud de estos animales es precisamente lo que los mantiene vivos: live fast, die young.

Con todo lo anterior, el caso de la jirafa resulta asombroso. Frente a la enorme flexibilidad del cuello del cisne, quien haya visto una jirafa bebiendo agua de una charca ha podido comprobar lo complicado que es acercar la cabeza al suelo bajo la tiranía de las siete vértebras. La solución de la jirafa para tener un cuello largo sin violar la ley fue alargar sus vértebras, pero a costa de una rigidez que la obliga a despatarrarse aparatosamente para poder beber. La pregunta entonces es: ¿qué necesidad había de un cuello tan largo?

La respuesta es que, en el fondo, nadie lo sabe con absoluta certeza. Se supone, y siempre se ha supuesto, que el cuello de rascacielos ha proporcionado a la jirafa el acceso a un estante del supermercado natural al que nadie más llega desde el suelo; estos animales se alimentan de las hojas de las copas de las acacias, y la evolución los ha dotado además de una lengua dura para evitar los pinchazos de las espinas de estos árboles. Otra teoría atribuye el largo cuello de las jirafas a una ventaja en el combate con fines reproductivos. Pero sea cual sea el motivo, y a pesar de que la prueba del éxito evolutivo siempre la tenemos en la mera existencia del animal en cuestión, el cómo y el porqué del cuello de la jirafa continúa siendo materia de especulación.

Un nuevo estudio viene a aportar algo de claridad al cómo. Un equipo de investigadores de la Facultad de Medicina Osteopática del Instituto Tecnológico de Nueva York ha estudiado la tercera vértebra cervical (C3) en 71 especímenes de dos especies actuales y nueve extintas de la familia de las jirafas. Comparando todos estos huesos, los científicos han podido trazar la evolución de este hueso desde el Canthumeryx, el primer jiráfido que vivió hace 16 millones de años, hasta las jirafas actuales.

Ilustración del 'Samotherium', el primer jiráfido. Imagen de Apokryltaros / Wikipedia.

Ilustración del ‘Samotherium’. Imagen de Apokryltaros / Wikipedia.

Los resultados del estudio, publicado en la revista Royal Society Open Science, muestran que el primer antepasado de las jirafas ya tenía un cuello ligeramente largo, pero el verdadero estirón comenzó hace unos siete millones de años en una especie extinguida llamada Samotherium. Curiosamente, este animal solo elongó la porción de la vértebra más próxima a la cabeza. El crecimiento de la parte trasera, la que mira hacia el cuerpo, no se produjo hasta hace un millón de años, ayer mismo en el reloj evolutivo. Las jirafas actuales son los representantes más cuellilargos de la familia porque son los únicos que han adoptado las dos fases del alargamiento vertebral. De hecho, el único primo hoy vivo de la jirafa, el okapi de África central, sufrió un acortamiento después de la primera etapa.

Así pues, dos especies de la misma familia, okapi y jirafa, siguieron caminos evolutivos divergentes. Curiosamente, el primero vive en selvas donde existe abundante alimento vegetal a todas las alturas, mientras que la segunda habita en las sabanas donde predominan la hierba y los árboles dispersos, y donde un cuello largo sí puede representar una ventaja entre las grandes poblaciones de herbívoros que compiten por el sustento. Y también curiosamente, son las dos únicas especies supervivientes de lo que antes fue una gran familia. Está claro que la evolución no da puntadas sin hilo.

Esta es la verdadera razón por la que no hay un Nobel de Matemáticas

¿Por qué no existe un premio Nobel de Matemáticas? La pregunta la lanzó un usuario en Twitter a raíz de mi cobertura de los premios para este y otros medios, pero de hecho es una duda tan habitual que incluso figura en las FAQ (preguntas frecuentes) de la web de la Fundación Nobel.

Retrato de Alfred Nobel por Emil Österman. Imagen de Wikipedia.

Retrato de Alfred Nobel por Emil Österman. Imagen de Wikipedia.

Es curioso, dado que no suele preguntarse lo mismo acerca de otras disciplinas que tampoco tienen categoría reservada en estos premios, como por ejemplo la geología, la ingeniería, la arquitectura, la arqueología o incluso la invención, que fue el terreno al que Nobel dedicó su vida. Pero sobre todo, la biología.

Y digo sobre todo, no porque uno sea biólogo, sino porque esta ciencia ya existía como tal en tiempos de Alfred Nobel y consta que él seguía el trabajo de figuras como Darwin o Haeckel. La biología solo tiene cabida en los premios Nobel a través de especialidades concretas como la bioquímica, la biofísica o la biomedicina; pero campos tan fundamentales para el conocimiento humano como la evolución biológica o la paleoantropología quedan fuera del alcance de los galardones.

La respuesta a todo ello, como suele ocurrir en estos casos, es mucho más sencilla de lo que cabría esperar. Ante todo, conviene aclarar que los premios fueron el designio de Alfred Nobel en su testamento. La Fundación que lleva su nombre, creada después de su muerte para ejecutar su última voluntad y administrar su legado, se limitó a seguir lo más fielmente posible lo que el empresario e inventor de la dinamita había dejado escrito: conceder cinco premios anuales en las categorías de Física, Química, Medicina o Fisiología, Literatura y Paz a los que durante el año precedente hayan aportado «el mayor beneficio para la humanidad» (aunque es obvio que la apostilla de «durante el año precedente» no se respeta).

Para ello, el propio Nobel encargó específicamente a ciertas instituciones la tarea de valorar los méritos de los candidatos: la Real Academia Sueca de las Ciencias (Física y Química), el Instituto Karolinska (Fisiología o Medicina), la Academia Sueca (Literatura) y el Parlamento noruego (Paz). Pero estos organismos se limitan a su labor asignada; únicamente en 1968 se permitió al Banco Central sueco que instituyera un galardón en Economía en memoria de Alfred Nobel; no es un premio Nobel como tal, pero por cierto, ha distinguido a matemáticos como el célebre John Nash. Después de aquello, la Fundación decidió no incluir nuevos premios.

En resumen, los premios Nobel no nacen como una iniciativa de alguna institución destinada a premiar la excelencia del conocimiento humano en todas sus formas, sino que fueron simplemente la decisión individual de un hombre. Y Nobel destinó su legado a lo que le vino en gana. Así que la única respuesta cien por cien segura es que no hay un Nobel de Matemáticas sencillamente porque Nobel no quiso que hubiera un Nobel de Matemáticas.

Respecto al porqué, entramos en el terreno de la especulación, y aquí es conveniente desalentar la propagación de leyendas falsas. Al contrario de lo que cuenta el mito, no, la mujer de Nobel no se lió con ningún matemático. Para comenzar, Nobel nunca estuvo casado. Y de las tres mujeres con las que mantuvo relaciones sentimentales a lo largo de su vida, en ninguna biografía consta un hecho similar. La primera, Alexandra, fue un amor de juventud que no prosperó. La segunda, Bertha von Suttner, se casó con un conde austríaco. Y sobre la última, Sofie Hess, no existe ninguna referencia documental a una relación con ningún otro nombre.

De hecho, ni las matemáticas ni los matemáticos aparecen mencionados de ninguna manera en la biografía escrita por Kenne Fant, la más completa sobre el inventor de la dinamita y la gelignita. Un artículo publicado en 1985 por los matemáticos suecos Lars Gårding y Lars Hörmander en la revista The Mathematical Intelligencer desterraba no solo la leyenda de los cuernos, sino también lo que ambos autores llamaban la «versión sueca» del mito: una presunta agria relación de Alfred Nobel con el prominente matemático Gösta Mittag-Leffler.

Según Gårding y Hörmander, esta supuesta enemistad es «una invención académica sin ninguna credibilidad», ya que «Nobel y Mittag-Leffler apenas tuvieron relación». Lo cierto es que el empresario emigró de Suecia siendo muy joven y apenas residió en un lugar estable durante la mayor parte de su vida, hasta tal punto que Victor Hugo le nombró «el vagabundo más rico de Europa». Gårding y Hörmander concluían que, simplemente, «el pensamiento de un premio en matemáticas nunca entró en la mente de Nobel».

Es posible, aunque especulativo, que Nobel no creyera en las aplicaciones prácticas de las matemáticas, más allá de como soporte a otras ciencias. La decisión de donar el 94% de su fortuna a la institución de los premios estuvo motivada por un deseo de contrarrestar el daño que a su memoria habría causado su dedicación a los explosivos y las armas, por lo que insistió en el beneficio a la humanidad como el principio rector de estas distinciones. Tal vez por eso no contempló el reconocimiento de los avances en matemáticas, en un momento en que aplicaciones esenciales como la computación aún ni siquiera podían atisbarse en el horizonte.

Pasen y vean la belleza de la lava del Kilauea

Uno de los espectáculos visuales que todo ojo humano debería contemplar al menos una vez en la vida es un volcán en erupción. Y tal vez el mejor lugar del mundo para hacerlo es la Isla Grande de Hawái. Primero, porque el entorno para disfrutar de su contemplación está libre de peligro, no solo por la propia dinámica del volcán, sino también porque está situado en un país que dispone de los estándares y los medios adecuados para garantizar la seguridad de los visitantes (tal vez demasiado; uno desearía poder acercarse un poquito más).

Erupción del volcán Kilauea (Hawái) en 2009. Imagen de Javier Yanes.

Erupción del volcán Kilauea (Hawái) en 2009. Imagen de Javier Yanes.

Segundo, porque el entorno del entorno también merece la pena. En España existe en general una idea muy equivocada sobre lo que es Hawái. Dado que la mayor parte de las referencias que vemos por aquí retratan la capital del Estado, Honolulu, suele cuajar la idea de que, desde el punto de vista turístico, Hawái es Benidorm (no pretendo ofender a nadie, pero es una opción que no es la mía). No es así: Honolulu puede ser algo parecido a Benidorm, pero el resto del archipiélago es la Polinesia estadounidense; parajes remotos y relativamente intactos con un desarrollo turístico comparativamente discreto y amable, pero con los estándares de vida de la primera potencia mundial.

De hecho, es sorprendente que algunas islas aún ni siquiera cuenten con un anillo completo de comunicación por carretera. Hasta hace pocos años, la ruta Saddle Road, que une las dos principales ciudades de la Isla Grande (Hilo y Kailua Kona) recorriendo el canalillo entre los pechos volcánicos del Mauna Kea y el Mauna Loa, era considerada la más peligrosa del Estado por su trazado y conservación.

Así se ve la Tierra centrada en Hawái. Imagen de Google Earth.

Así se ve la Tierra centrada en Hawái. Imagen de Google Earth.

Una vez hecha la promoción turística, la ciencia: Hawái es una rareza volcánica, ya que se encuentra en mitad de ninguna parte, no solo desde el punto de vista geográfico (en calidad de prueba, adjunto imagen de cómo se ve el planeta ¿Tierra? si más o menos lo centramos en el archipiélago), sino también geológico. La mayoría de las regiones volcánicas activas del planeta se encuentran en fronteras entre placas tectónicas, como el Anillo de Fuego del Pacífico. Sin embargo, Hawái se sitúa en mitad de la placa del Pacífico, en un emplazamiento que debería ser geológicamente tranquilo.

Y sin embargo, Hawái existe precisamente por los volcanes; en el afán por explicarlo, el llamado punto caliente de Hawái se ha convertido en uno de los fenómenos volcánicos más estudiados del planeta. Y el hecho de que aún se continúe investigando demuestra que aún no se comprende del todo por qué Hawái existe. La hipótesis tradicionalmente más aceptada –en este caso, «tradicionalmente» se remonta solo a los años 70 del siglo pasado– es una pluma mantélica, una fuga de material desde el contacto entre el manto y el núcleo terrestre, que trepa en vertical a través de las profundidades hasta abrirse camino a través de la corteza por un mecanismo de convección (el mismo proceso por el que el agua bulle al calentarla). Sin embargo, investigaciones recientes sugieren que el mecanismo real puede ser aún más complejo y que el origen podría estar ubicado lejos del archipiélago y en una zona menos profunda.

Sea como sea, Hawái tiene volcanes. Muchos; extintos, dormidos y activos. Entre estos últimos, el Kilauea, en el sureste de la Isla Grande, lleva en erupción continua desde el 3 de enero de 1983, y no parece que tenga intención de cansarse. El Kilauea es un volcán en escudo, llamados así por expulsar lava muy fluida que se dispersa sin construir el típico cono elevado. El comienzo de la actual erupción sí formó un cono de 700 metros llamado Puʻu ʻŌʻō, pero poco después la lava comenzó a fluir mansamente a través de tubos subterráneos de varios kilómetros que la conducían mayoritariamente hasta el océano, desatando una electrizante tormenta de fuego, luz, sonido y vapor. En 2014 la lava encontró una vía de escape hacia el noreste y comenzó a fluir con más intensidad tierra adentro, hacia la localidad de Pahoa. El río ardiente llegó a traspasar los límites del pueblo, amenazando las viviendas.

En alguna otra ocasión he traído aquí vídeos amateurs de la lava del Kilauea, pero nada comparable a disfrutar del impecable trabajo de un profesional. El realizador hawaiano Lance Page ha producido The Fire Within (El fuego interior), esta pieza sobrecogedora de poco más de seis minutos en la que ha capturado toda la belleza y la fiereza del Kilauea. En su página de Vimeo, el autor explica:

Esta película de seis minutos y medio es mi mejor intento de capturar lo que sentía al contemplar la roca fundida quemando lentamente una densa selva húmeda, o al atisbar dentro de un lago de lava de 200 metros de ancho en el cráter de la cumbre del Kilauea. Nunca he estado en otro lugar del planeta que requiriese tanto respeto y conciencia del entorno natural a mi alrededor. Su inesperada belleza y el inquietante sentido del peligro eran una lección de humildad que pone las cosas en perspectiva. El Kilauea realmente me cambió la vida.

Kilauea – The Fire Within from Page Films on Vimeo.