Archivo de mayo, 2017

Fidget Spinner, la nueva tontería pseudocientífica con onda expansiva periodística

Mientras espero con mis hijos ante el portón del patio del colegio, esperando a que lo abran para despedirlos con el beso de buenos días, observo varios niños y niñas a mi alrededor que de repente parecen sacados de El pueblo de los malditos, o de cualquier otra de esas películas en que los niños empiezan a actuar de forma rara, pero todos de la misma forma rara. En este caso, haciendo girar una especie de gadget con aspas sobre sus dedos.

Un Fidget Spinner. Imagen de Wikipedia.

Un Fidget Spinner. Imagen de Wikipedia.

Mientras me fijo mejor en ello, tratando de romper los candados de legañas de mis ojos, pregunto a mis hijos: «chicos, ¿qué diablos es eso?». «No sé», me contesta mi hijo mayor. «Gonzalo lo tiene. Dice que lo ha comprado en el Supersol».

Todo el que haya dado continuidad biológica a la especie humana sabe que los niños son presa fácil, cándida y permanente de cada nuevo fad, craze o llámese como se llame. En mi experiencia curricular como padre han sido los gormitis, las peonzas, las pulseras de gomas o los hama beads, por citar algunos que me vienen ahora. Y nosotros también tuvimos nuestras modas, aunque menos comerciales. Aún recuerdo, qué tiempos aquellos, cuando llevábamos al colegio un destornillador, mejor cuanto más pesado y afilado, para jugar al clavo, consistente en lanzarlo al suelo para hincarlo en la tierra e ir avanzando sobre una especie de rayuela con puntuaciones. Hoy seguramente nuestros padres perderían la custodia.

Así que no le di la menor importancia. Por suerte, de momento los míos siguen prefiriendo los hama beads, algo más creativo que embobarse mirando cómo gira un cachivache.

Pero hete aquí que de repente empiezan a saltarme en internet artículos en medios de todo tipo, en español e inglés, sobre algo llamado Fidget Spinner. Descubro que no es solo Gonzalo y que Torrelodones no es el pueblo de los malditos, sino que la cosa es internacional.

Pero hete aquí que de repente descubro algo más: varios medios atribuyen a este cacharro presuntas propiedades terapéuticas contra el Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), e incluso contra los Trastornos del Espectro Autista (TEA).

Con la ciencia hemos topado, Sancho. Y aquí estoy.

En una sociedad cada vez más obsesionada por la salud, más medicalizada y más afectada por el fenómeno del disease mongering, cada vez va a ser más frecuente que todo aquello que se nos trata de vender se apoye en presuntas propiedades beneficiosas para la salud. Lo vemos hasta el hastío en los intermedios de la televisión: solo una pequeña parte de los anuncios con proclamas terapéuticas llevan esas advertencias clásicas sobre leer el prospecto y consultar al farmacéutico; el resto de los productos (sobre todo alimentos, pero también muchos gadgets de las teletiendas) no están obligados a llevarlas porque no son medicamentos, pero se publicitan descaradamente como si lo fueran. Hace unos días se me caían las pestañas del susto al ver en un telediario un reportaje sobre el Salón de Gourmets celebrado en Madrid, que más parecía el Salón de la Pseudociencia Nutricional, infestada de alimentos exhibiendo proclamas saludables de muy dudosa base científica.

Así que no es de extrañar que a alguien se le hayan puesto los ojos de dólar, como en los dibujos animados, con la idea de vender juguetitos que mejoran los síntomas del TDAH o los TEA sin que ninguna pelmaza autoridad sanitaria pueda meter las narices en su negocio.

Por su parte, los pobres redactores de algunos medios (sí, esos que no pueden decir a su jefe «no voy a hacer eso», lo mismo que usted) tiran de teléfono para lanzarse a llamar al Doctor X, especialista en Y del Hospital Z. Y el pobre Doctor X, que no sabe ni por dónde le ha venido, trata de salir del paso como puede, sin la menor idea de qué demonios es esa chorrada que le están preguntando, pero sin atreverse tampoco a calificarlo como chorrada, no vaya a ser que luego haya algo.

El resumen: ningún artículo que mencione presuntas (algunos artículos incluso lo dan como hecho cierto) propiedades terapéuticas del Fidget Spinner aporta una sola fuente científica válida. Y el redactor que no puede decir «no» a su jefe tampoco debe llegar al otro extremo de renunciar a su ética profesional atribuyendo propiedades milagrosas al nuevo cacharro de moda solo porque otros medios a su vez le atribuyen propiedades milagrosas basándose en otros medios que antes le han atribuido propiedades milagrosas. Por favor, cuestiónense la veracidad de lo que escriben ustedes mismos, de lo que escriben otros, de lo que escribo yo. Investiguen las fuentes.

Y por favor, no llamen al Doctor X. Lo que pueda decirles sobre este asunto en un asalto telefónico entre la ronda de planta y el café tiene muy poca validez. Lo único válido sería la existencia de estudios clínicos serios que revelen indicios científicos de que este cacharro (o al menos otro similar, dado que este aún es novedad) muestre algún beneficio terapéutico frente a los trastornos referidos. Y por lo que se sabe hasta ahora, eso no existe.

Ni siquiera si se trata de colocar este nuevo gadget como un stress toy, o juguete contra el estrés, aprovechando la avalancha de literatura científica que avala la eficacia de los stress toys. Porque tal avalancha no existe: la eficacia de los stress toys no está ni mucho menos demostrada, por no decir que posiblemente sean del todo inútiles, salvo por la socorrida intervención de nuestro común amigo, el Doctor Placebo.

Un juguete es un juguete. Y si mis hijos mañana me lo piden y el precio es razonable (que no lo sé), no tendré ningún inconveniente en que puedan jugar con sus amigos a ver quién gira mejor el molinillo.

Pero esperemos a ver qué pasa: un artículo en el Boston Globe, un medio que en este caso sí ha hecho bien sus deberes, cuenta cómo Julie Schweitzer, profesora del Instituto de Investigación Médica de Trastornos del Neurodesarrollo de la Universidad de California en Davis, ya ha rechazado varias ofertas de fabricantes de este tipo de fidgets para que avale sus productos (no se menciona, pero siempre es a cambio de un sustancioso cheque), algo a lo que ella se ha negado por falta de pruebas científicas.

Obviamente, no todos los expertos son tan insobornables como Schweitzer. Y si empezamos a ver por ahí que los vendedores del cachivache se tiran finalmente a la piscina de la proclama terapéutica, sin o (mejor) con el apoyo de algún presunto experto, entonces estaremos asistiendo al amanecer de un nuevo caso como el de Power Balance; de esos en los que la justicia acaba actuando, pero cuando la pasta ya está a buen recaudo.

Thomson, el físico que (realmente no) descubrió el electrón

Dicen los libros de texto que el físico inglés Joseph John Thomson descubrió el electrón el 30 de abril de 1897. De lo cual se sigue que la primera partícula subatómica acaba de cumplir 120 años.

Pero en realidad no fue exactamente así.

J. J. Thomson en su laboratorio. Imagen de Wikipedia.

J. J. Thomson en su laboratorio. Imagen de Wikipedia.

A los humanos nos vuelven locos los aniversarios, sobre todo cuando hacen números redondos. En cuanto algo cumple un año, ya nos estamos lanzando a celebrarlo, y luego vienen los cinco, los diez… Y todo hay que decirlo, es uno de los recursos de los que vive el periodismo, incluido el que practica este que suscribe. Y tampoco está mal recordar nuestra historia reconociendo a quienes lo merecen.

Pero a veces, estas efemérides deben servir para aclarar cómo no sucedieron las cosas. Los grandes descubrimientos científicos no suelen ser cuestión de una fecha concreta, ya que normalmente son fruto de un largo proceso de investigación. Incluso cuando hay un momento de eureka, un experimento que revela de súbito un resultado largamente esperado, este deberá esperar a ser divulgado, y a que la comunidad científica le dé su asentimiento.

Las fechas que asociamos a ciertos hallazgos, como la relatividad general de Einstein cuyo  centenario celebrábamos en 2015, suelen ser las de su divulgación. Antes era común que los científicos leyeran sus trabajos ante los miembros de alguna institución científica. Hoy la fecha de un descubrimiento es la de su publicación en una revista después de que los resultados hayan sido validados por otros expertos en un proceso llamado revisión por pares.

En el caso de Thomson, la fecha del 30 de abril corresponde al día en que presentó sus resultados ante la Royal Institution. Pero el físico no presentó el electrón, sino el «corpúsculo», una partícula constituyente de los rayos catódicos que tenía carga negativa y cuya masa era unas mil veces menor que la del ion de hidrógeno.

En realidad, Thomson no fue el primero en intuir que el átomo no era tal á-tomo (indivisible), sino que contenía partículas subatómicas. Tampoco fue el primero en sugerir que esas partículas eran unidades elementales de carga eléctrica. Tampoco fue el primero en deducir que los rayos catódicos estaban formados por algo cargado negativamente, ni fue el primero en intentar calcular una masa para ese algo. Y por último, tampoco inventó la palabra «electrón»; esta había sido acuñada por el irlandés George Johnstone Stoney en 1891, un término esperando algo que designar.

El de Thomson es un caso peculiar. Acudo a Isobel Falconer, historiadora de matemáticas y física de la Universidad de St. Andrews (Reino Unido), experta en la figura de Thomson y autora del libro J.J. Thompson And The Discovery Of The Electron (CRC Press, 1997), entre otros muchos trabajos sobre el físico. Le pregunto si debemos considerar a Thomson el descubridor del electrón, y esta es su respuesta: «descubrir es una palabra muy resbaladiza».

«El trabajo de Thomson reunió un número de líneas separadas que presagiaron el electrón como lo conocemos», prosigue Falconer. «Al demostrar que podía manipular y adscribir masa y velocidad a cargas unitarias, concebidas como estructuras en el éter, reunió la visión mecanística británica y la visión continental de la relación entre electricidad y materia, haciendo de los electrones algo real para los físicos experimentales».

Más que un padre natural para el electrón, Thomson fue el padre adoptivo; recogió a una criatura ya casi existente entonces para presentarla en sociedad y hacerla visible ante los demás. La historiadora añade que la constatación de que los electrones podían explicar las propiedades periódicas de los elementos de la tabla consiguió unificar las visiones del átomo que hasta entonces separaban a físicos y químicos.

Todo lo cual es motivo más que suficiente para conceder a Thomson un lugar de privilegio en el hall of fame de la ciencia, sin necesidad de recordarle por el electrón. «Pienso que Thomson debería ser recordado como un físico prolífico y muy creativo, con gran visión y con olfato para los problemas interesantes, que estaba preparado para romper las reglas en la prosecución de esos problemas», dice Falconer. Tanto la historiadora como otros expertos en la obra de Thomson coinciden en su papel crucial en el cambio de siglo de la física, en su transición hacia la física de partículas. Y no solo a través de su propio trabajo, sino como director del laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, un criadero de premios Nobel.

De hecho, cuando Thomson recibió el Nobel en 1906 no fue por el electrón, sino por su línea principal de trabajo, la conducción de electricidad en recipientes llenos de gas. Curiosamente, el electrón llegó en tubos al vacío, algo que era más bien una rareza en su trabajo.

Tal vez al propio Thomson le sorprendería verse hoy en los libros como el padre del electrón. Según Falconer, era un tipo modesto. Y seguro que de otra paternidad se sentía mucho más orgulloso: vivió para ver cómo su hijo George Paget Thomson le seguía los pasos hasta el mismísimo altar de los Nobel, donde un segundo Thomson recogería su premio en 1937.