Archivo de septiembre, 2016

«La legalización del cuerno de rino legitimaría su consumo»

Tras la pausa del fin de semana, la 17ª Conferencia de las Partes del CITES (Convención sobre el comercio internacional de especies amenazadas de fauna y flora silvestres) deberá votar la propuesta de Suazilandia de legalizar el comercio internacional de cuerno de rinoceronte, prohibido desde 1977. Como conté ayer, la propuesta no saldrá adelante por no contar con el apoyo suficiente, pero abrirá un debate que promete una continuación después de la conferencia.

Como ya expliqué, el asunto es más complejo de lo que parece a primera vista. Entre las opiniones contrarias al levantamiento del veto se encuentra la Fundación Born Free (BFF), una entidad conservacionista creada en Reino Unido por los actores que en 1966 protagonizaron la película Born Free (Nacida libre), después convertida en serie. La película se basaba en la historia real de Joy y George Adamson, una pareja de europeos que entregaron sus vidas a la conservación de los leones en Kenya (y ambos fueron asesinados por ello).

Un rinoceronte negro en la Reserva Nacional de Masai Mara (Kenya). Imagen de J. Y.

Un rinoceronte negro en la Reserva Nacional de Masai Mara (Kenya). Imagen de J. Y.

La postura de BFF me llega a través de su directora de comunicación, Shirley Galligan. En resumen, la fundación se opone «vigorosamente» a la propuesta de Suazilandia, alegando una serie de motivos. Para BFF es imperativo mantener la situación actual, ya que el veto del CITES «ha contribuido enormemente a la protección de los rinos». Galligan señala que el furtivismo contra estos animales se mantuvo a niveles bajos hasta 2007, y que si ha empeorado desde entonces es debido a la nueva demanda procedente de Vietnam que no tiene nada que ver con los usos tradicionales del cuerno, como ya expliqué.

La portavoz de BFF añade que la propuesta de Suazilandia, presentada en el último momento cuando el gobierno de aquel país supo que Suráfrica no elevaría su propia petición con el mismo contenido, no bastaría para cubrir la demanda de cuerno, por lo que no serviría para reemplazar el producto ilegal. «En cambio, complicaría perversamente la persecución [del mercado negro], al proporcionar un medio por el que los cuernos ilegales podrían blanquearse para entrar en el comercio legal», añade.

Además, Galligan traza un paralelismo con el caso del marfil procedente de los elefantes, que no está sometido a una prohibición tan estricta. La portavoz de BFF alega que las ventas puntuales de marfil autorizadas por el CITES «han resultado en un aumento masivo del furtivismo contra los elefantes y en la clara aparición de mercados paralelos de marfil, legal e ilegal, sobre todo en China». Galligan prevé que la legalización del cuerno de rinoceronte acarrearía consecuencias similares.

Pero más allá de las predicciones, que son siempre apuestas falibles, Galligan apunta un argumento cargado de buen juicio. Existen organizaciones como WildAid cuyo objetivo no es luchar contra el furtivismo, proteger a los animales o combatir el tráfico ilegal de especies, sino reeducar la demanda; hacer comprender a los consumidores de materiales como el cuerno de rino que la única poción mágica es la de Astérix y solo funciona en los cómics. Que las presuntas propiedades beneficiosas de este material, compuesto por el mismo ingrediente que el pelo y las uñas, se resumen en dos palabras: absolutamente ninguna. Y por tanto, que se trata simplemente de una moda estúpida que provoca perjuicios evidentes sin aportar a cambio ningún beneficio para los consumidores.

«La propuesta suazi minaría las actividades de reducción de demanda en los países consumidores, legitimando el producto a los ojos de los usuarios existentes y potenciales», dice Galligan. Desde el punto de vista científico, merece aplauso que las organizaciones conernidas por este problema se pronuncien en contra de las supersticiones peligrosas. Pero algo muy distinto es que este objetivo sea asequible. Incluso en países más desarrollados y educados que los del sureste asiático, como el nuestro, la creencia en fórmulas mágicas como la homeopatía continúa vigente. ¿Quiénes somos para dar lecciones de nada a nadie?

¿Quién le pone el cascabel al rinoceronte?

Desde el pasado sábado 24 y hasta el próximo miércoles 5 de octubre, en Johannesburgo se discuten asuntos de importancia que apenas tendrán cabida en los medios de por aquí, inundados hasta el ahogamiento por los juegos florales, minués de salón y exabruptos ocurrentes que la política nacional vomita cada día.

Los problemas que se debaten en la 17ª Conferencia de las Partes del CITES (Convención sobre el comercio internacional de especies amenazadas de fauna y flora silvestres) son reales, y no son solo de interés marginal para ecologistas y científicos: las decisiones del CITES afectan a cuestiones como las economías nacionales de muchos países, las redes del crimen organizado (el de especies es el cuarto comercio ilegal del mundo tras el de drogas, el de productos falsificados y el de personas) o el posible infortunado encuentro de cualquiera de ustedes, si alguna vez viajan a África, con una banda de cazadores furtivos que no dudaría en meterles una bala en la cabeza.

Entre esos asuntos destaca la propuesta de Suazilandia, remoto y pequeño país en el cucurucho de África, para tumbar el veto al comercio internacional de cuerno de rinoceronte, vigente desde 1977. Hace unos días lo conté con detalle en otro medio, pero este es el resumen: aunque el cuerno de rino ya no se emplea oficialmente en la medicina tradicional china, hay una nueva oleada de demanda procedente de Vietnam, donde este material se ha convertido en el capricho de lujo de los nuevos millonarios. Le atribuyen toda clase de milagros, desde aliviar la resaca a curar el cáncer. Naturalmente, el cuerno de rinoceronte es tan eficaz para lo que sea como nuestros recortes de pelo o uñas, ya que todos ellos se componen de queratina.

Un rinoceronte blanco en el Parque Nacional del Lago Nakuru (Kenya). Imagen de J. Y.

Un rinoceronte blanco en el Parque Nacional del Lago Nakuru (Kenya). Imagen de J. Y.

Hay quienes elogian el veto del CITES como un gran triunfo, pero también quienes alertan de que la matanza de rinos continúa aumentando. Y entre estos últimos, algunos han aventurado la posibilidad de abrir una vía al comercio con el objetivo de cubrir la demanda con producto legal a un precio alto, pero inferior al del mercado negro.

Los defensores de esta postura esgrimen el argumento de que el cuerno de rinoceronte recrece después de cortado si se hace adecuadamente, y que por tanto puede cosecharse periódicamente de individuos vivos sin dañar a los animales. De hecho, en algunas regiones de África se despoja a los animales de sus ornamentos para protegerlos de los furtivos.

Todo lo cual, aunque no lo parezca, es materia de reflexión. Aunque no lo parezca, porque en cuestiones como estas la primera tentación es reaccionar visceralmente de manera irreflexiva. Quienes amamos África y su fauna queremos que siga allí por mucho tiempo, y cualquier movimiento que pudiera representar una nueva amenaza repugna a primera vista, sobre todo si como consecuencia de él alguien va a enriquecerse aún más.

En un segundo acercamiento, ya más fundamentado, existe ese viejo lema de que la legalización de lo que sea incrementa la demanda. Pero ¿es cierto? Los defensores del levantamiento del veto alegan que tal cosa no ha ocurrido en los países donde se han legalizado ciertas drogas. Y que por lo tanto el clásico eslogan dista mucho de ser una regla general.

Finalmente, y en el tercer nivel de análisis, resulta que los defensores de la vía del comercio legal no son solo quienes se beneficiarían económicamente de ello, como los criadores surafricanos que mantienen ranchos privados. Algunos de ellos son conservacionistas expertos con historiales académicos o científicos sólidos. En el caso de Suazilandia, la pretensión del país es vender su stock de cuernos y poner en marcha después un mercado estable anual con su cosecha regular de cuernos procedentes de rinos vivos. Los beneficios de este comercio, dicen, se destinarían a la protección de la especie.

Es cierto que la conservación de los rinos es una empresa muy cara, dependiente de países que no tienen precisamente economías desahogadas. Es cierto, en el otro plato de la balanza, que en África las grandes operaciones económicas suelen dejar bastante dinero en el bolsillo de quienes no deberían llevárselo (aunque casi, ¿y dónde no?). Pero también es cierto que los africanos se quejan de que quienes no sufren sus problemas se crean en el derecho a solucionarlos y en la posesión de la verdad sobre cómo hacerlo. Y no les falta razón: los países occidentales no pagan la conservación de sus rinocerontes, pero tampoco les permiten aprovechar sus propios medios para costearla.

Mientras escribo estas líneas, la propuesta de Suazilandia aún no se ha votado, aunque es imposible que alcance la mayoría necesaria de dos tercios de los 182 países del CITES. Pero por si alguien aún duda de que realmente este es un asunto que debería dar en qué pensar a ecólogos, conservacionistas, políticos, economistas y científicos, y con ellos a todos los demás, constato aquí otra sorprendente realidad: incluso entre las ONG conservacionistas no hay una postura unánime. Mañana lo contaré.

Qué es el otoño, en dos patadas

¿Qué es el otoño, mamá/papá? A la pregunta de los tiernos infantes durante estos días, un buen número de madres y padres optarán por distintas estrategias de respuesta: la poética («cariño, el otoño es una rabiosa paleta de ocres y dorados salpicada sobre los campos como una lluvia de purpurina»), la evasiva («pues hijo, es lo que viene después del verano y antes del invierno») o la de Donald Trump («que alguien se lleve a este niño»).

Ni siquiera un subrepticio vistazo a la Wikipedia será de gran ayuda: bastará empezar a leer sobre equinoccios, eclípticas y declinaciones para que una mayoría se decante por la opción c. Pero en realidad, puede ser mucho más sencillo. Aquí lo explico en dos patadas. Eso sí, si hay algún astrónomo en la sala, les ruego que sean clementes y no se me lancen al cuello.

Otoño. Imagen de publicdomainpictures.net.

Otoño. Imagen de publicdomainpictures.net.

Sabemos que el Sol recorre el cielo todos los días, pero este camino va variando a lo largo del año. En un mediodía de verano lo vemos más alto en el cielo, mientras que en invierno sube hasta una altura menor. Imaginemos que la Tierra es un campo de juego. La línea del centro del campo es el ecuador que lo divide en dos mitades, lo que serían nuestros dos hemisferios. Yo me encuentro en el hemisferio norte, así que lo cuento desde mi perspectiva.

Durante la primavera, el Sol está en nuestro campo, y continúa adentrándose más en él hasta el 21 de junio, el comienzo del verano. Ese día alcanza su punto más lejano del centro del campo (el ecuador) y más cercano a nuestra portería, trayéndonos más horas de luz y menos de noche. A partir de entonces, comienza a retirarse hasta el comienzo del otoño (este año, 22 de septiembre); ese día cruza el centro del campo, el ecuador, y continúa su recorrido por el campo contrario (el hemisferio sur) hasta el 21 de diciembre (comienzo del invierno). Y luego, vuelta a empezar.

En resumen: los días de comienzo de primavera y otoño son los dos momentos del año en que el Sol cruza el ecuador. Y dado que esos dos días está en territorio neutral, el día y la noche duran entonces exactamente lo mismo en todos los puntos del planeta: 12 horas de luz, 12 horas de oscuridad. A partir del comienzo del otoño, en el hemisferio norte la noche comienza a ganar minutos al día, mientras que en el sur es al contrario.

Pero debo aclarar que, en la situación real, no tenemos calor en verano y frío en invierno porque el Sol esté más cerca o más lejos de nosotros; nuestra distancia a él es siempre tan grande que esto no influye. La razón de la diferencia de temperatura entre las estaciones se debe a que sus rayos nos caen más directamente en verano y más de refilón en invierno, cuando lo vemos ascender más perezosamente por el cielo.

Así que, lo prometido:

Primera patada: el otoño es cuando el Sol cruza el ecuador para marcharse hacia el hemisferio sur.

Segunda patada: el primer día del otoño es cuando el día dura lo mismo que la noche, antes de que la noche empiece a ganar minutos al día.

Pero aún hay otra patada extra:

Otro de los signos típicos del otoño es que las hojas comienzan a amarillear y a caerse. Pero ¿cómo saben las plantas que ha llegado el otoño? En contra de lo que pudiera parecer, no se debe a las temperaturas, sino a la luz. Es la diferencia en la duración de los días lo que informa a las plantas de que ha llegado el otoño.

En realidad los vegetales no necesitan estar continuamente pendientes de la señal exterior de luz: cuentan con un reloj interno que funciona solo y que les permite guiarse. Este reloj interno sigue activo incluso si las mantenemos con iluminación artificial, aunque las plantas cuentan con el Sol para ajustar su reloj, del mismo modo que nosotros comprobamos el móvil de vez en cuando para poner en hora los relojes de casa.

Girasol. Imagen de Wikipedia.

Girasol. Imagen de Wikipedia.

Un estudio publicado este pasado agosto ha mostrado cómo funciona el reloj interno de las plantas para el caso de los girasoles, con su maravillosa habilidad de contemplar el Sol en su camino a través del cielo. Y con su maravilloso regalo de las pipas.

Sabemos que los girasoles miran al Sol cuando sale por el este y después van rotando su cabeza a medida que transcurre el día, hasta que acaban de cara hacia el oeste en el ocaso. Durante la noche, vuelven a girar para esperar el regreso del Sol al alba.

Los investigadores, de las Universidades de California y Virginia, crecieron las plantas en un espacio interior con una iluminación fija. Descubrieron que durante unos días los girasoles continuaban ejecutando su ritual de este-oeste, hasta que se detenían; se paraban cuando trataban de poner en hora su reloj sincronizándolo con el Sol, pero no lo conseguían.

A continuación, los científicos crearon un día artificial, encendiendo y apagando luces de este a oeste en el espacio interior. Los girasoles volvían entonces a recuperar su movimiento. Pero curiosamente, cuando los investigadores estiraban el día artificial hasta las 30 horas, las plantas perdían la orientación; su reloj interno, como los que fabricamos los humanos, no puede manejar días de 30 horas.

Para entender cómo los girasoles controlan su movimiento, los investigadores pintaron puntos de tinta en ambos lados del tallo, que miran respectivamente hacia el este y el oeste, y midieron la distancia entre ellos a lo largo del tiempo. Descubrieron entonces que durante el día crece más la cara del tallo orientada hacia el este, mientras que por la noche ocurre lo contrario. Este crecimiento diferente en ambos lados del tallo, que está controlado por genes dependientes del reloj interno y de la luz, es el que consigue que la cabeza vaya girando a lo largo del ciclo de 24 horas.

En resumen, el girasol tiene dos tipos de crecimiento: uno continuo, como el resto de plantas, y otro controlado por el reloj interno, cuya precisión depende de esa sincronización con el Sol.

Pero aún falta lo mejor. Los autores del estudio se preguntaron por qué los girasoles, cuando maduran, se quedan permanentemente mirando hacia el este. Y descubrieron algo asombroso: las plantas que miran hacia el este cuando sale el Sol se calientan más por la mañana, y esta mayor temperatura atrae a los insectos polinizadores. Los girasoles encarados hacia la salida del Sol recibían cinco veces más visitas de abejas que las flores inmovilizadas por los investigadores para que miraran hacia el oeste. Cuando anulaban la diferencia de temperatura utilizando un calefactor, las abejas visitaban por igual ambos grupos de flores.

Así, las plantas que esperan a ser polinizadas se quedan de cara al este porque eso les permite reproducirse con mayor facilidad. Pero entonces, ¿por qué no se quedan siempre en esa posición?, se preguntarán. También hay una razón para esto: las plantas que siguen el movimiento del Sol durante su crecimiento reciben así más luz, y consiguen hojas más grandes.

Eso es todo. ¿Ven cómo se puede explicar sin mencionar las palabras equinoccio, solsticio, eclíptica o ritmos circadianos?

150 años de H. G. Wells, biólogo y profeta de la biología

Dicen que a H. G. Wells, que hoy cumpliría 150 años, en realidad no le interesaba demasiado la tecnología como tema principal de sus novelas; muchos autores de ciencia ficción suelen aclarar que les interesa más el impacto de la tecnología en la sociedad. Pese a ello, en su ejercicio profético, Wells tuvo algunos aciertos notables; probablemente el mayor de ellos fue la bomba atómica, como ya conté aquí. En cuanto a sus ensayos de futurología, repartió tiros con puntería dispar.

H. G. Wells en torno a 1922. Imagen de Wikipedia.

H. G. Wells en torno a 1922. Imagen de Wikipedia.

Sin embargo, hay un aspecto menos citado: Wells era biólogo. Y eso le diferencia (junto con Asimov) de otros autores de ciencia-ficción con formación científica o tecnológica que suelen provenir de los campos de la física, la ingeniería o la computación (véase el ejemplo de B. V. Larson que traje aquí ayer).

Wells fue además un biólogo educado en una época en la que sumarse a la teoría elaborada por aquel Charles Darwin aún tenía algo de apuesta arriesgada. Fue alumno de Thomas Henry Huxley, conocido como el Bulldog de Darwin por su fiera defensa de las tesis darwinistas. Esta formación evolucionista caló en el joven aspirante a escritor, manifestándose después en su obra: los marcianos de La guerra de los mundos mueren por selección natural, incapaces de adaptarse al medio hostil terrestre que los elimina con sus infecciones. La hipotética biología de Marte fue un interés constante para Wells, que siguió reflexionando y escribiendo sobre ello hasta varios años después de la publicación de su invasión marciana.

Pero antes de La guerra de los mundos y después de su primera novela, La máquina del tiempo, Wells escribió un segundo «scientific romance«, como por entonces se conocía lo que después se llamaría ciencia-ficción. En La isla del Doctor Moreau (1896), el autor británico relataba la historia de un fisiólogo exiliado en una isla y dedicado a la creación de seres híbridos entre humanos y animales mediante vivisección, la cirugía experimental en organismos vivos.

Aunque hoy se ha convertido en otro de los clásicos inmortales de Wells, en su día la novela no tuvo buena acogida, siendo calificada de indecente y morbosa. Según me cuenta el profesor emérito de la Universidad Kingston de Londres Peter Beck, autor del recién publicado libro The War of the Worlds: From H. G. Wells to Orson Welles, Jeff Wayne, Steven Spielberg and Beyond (Bloomsbury Publishing, 2016), «muchos críticos pensaron que nunca debió publicarse por su temática truculenta». El propio Wells la calificó como «un ejercicio de blasfemia de juventud».

Según Beck, temiendo caer en desgracia ante la crítica, Wells cambió de rumbo en su siguiente novela, La guerra de los mundos, que describió como «una gran historia científica semejante a La máquina del tiempo«. «Fue una manera de enderezar su carrera y su reputación, y sobre todo de mantener sus finanzas a flote; temía fracasar como escritor y tener que regresar al periodismo», dice Beck.

Cartel de la adaptación al cine de 'La isla del Dr. Moreau' realizada en 1977.

Cartel de la adaptación al cine de ‘La isla del Dr. Moreau’ realizada en 1977.

Es evidente que hoy La isla del Doctor Moreau es casi un cuento infantil en comparación con las temáticas exploradas ahora por el terror y la ciencia-ficción. Lo cual nos revela una conclusión: si resultaba repugnante en su día, es porque se adelantó a su época. Wells no fue el primer autor que escribió sobre viajes en el tiempo o sobre alienígenas. En cambio, difícilmente encontraremos muchas referencias anteriores (Frankenstein y poco más) sobre lo que el futuro de la biología podría deparar. Y naturalmente, por entonces se consideraba algo demasiado escabroso.

En tiempos de Wells, el debate en torno a la experimentación biológica se centraba en la vivisección, un término hoy obsoleto que no se emplea en el ámbito científico. Pero hasta llegar aquí, lo cierto es que en épocas pasadas la cirugía agresiva en seres vivos y sin anestesia era práctica común, y siguió siéndolo después de Wells, incluso en humanos. El caso más dramático fue la infame Unidad 731, la división del ejército japonés que durante la Segunda Guerra Mundial creó una auténtica Casa del Dolor (en terminología de Wells) donde se experimentó brutalmente y se asesinó con enorme sufrimiento hasta a 250.000 personas, incluyendo niños y bebés. A diferencia de los campos nazis, la Unidad 731 estaba específicamente dedicada por entero a la experimentación.

El Dr. Moreau explicaba a su horrorizado huésped, el también científico Prendick, cómo había dedicado su vida al estudio de la «plasticidad» de los seres vivos, creando lo que el visitante describía como «animales humanizados» a través de la vivisección y el trasplante. «Las criaturas que usted ha visto son animales tallados y forjados en nuevas formas», decía Moreau.

En lo que respecta a lo estrictamente científico, Wells fue visionario al entrever fronteras de la biología más allá de los objetivos de la experimentación de entonces. En el contexto científico de la época, Darwin había escrito sobre «variaciones» cuyo sustrato físico aún no se conocía. Las leyes de Mendel sobre la herencia, aunque publicadas en 1866, pasaron prácticamente inadvertidas hasta que fueron redescubiertas por la ciencia oficial al borde del cambio de siglo. La palabra «gen» no se acuñaría hasta 1909, y hasta casi mitad del siglo pasado no se confirmaría que el ADN era la sede de la información genética.

Sin embargo, Wells logró atisbar el futuro de la creación de los animales humanizados tal como hoy se entienden; no los monstruos de Moreau, sino ratones que contienen genes o tejidos humanos y que han sido cruciales en el avance de la medicina regenerativa y de los tratamientos contra el cáncer o las enfermedades infecciosas.

Incluso aún sin conocimientos de genética, Wells tuvo una intuición brillante al sugerir que los rasgos fenotípicos de los animales modificados por Moreau no se transmitían a la descendencia; hasta el propio Darwin cayó en la confusión de creer que ciertos caracteres adquiridos podían heredarse (fue su errada teoría de la pangénesis, de la que ya hablé aquí).

Pero al mismo tiempo, Wells intuyó correctamente que estos caracteres adquiridos sí podían modificar otros rasgos fenotípicos; esta es hoy la idea central de la epigenética (cuyas variaciones en realidad sí pueden heredarse, pero esa es otra historia). Y la plasticidad fenotípica, la variación de los rasgos según un fondo genético esté expuesto a un entorno o a otro diferente, es también una noción muy actual de la biología.

Claro que los textos sobre la obra de Wells no suelen centrarse en este tipo de cosas, sino en lo que realmente quiso decir con todo ello. ¿Los peligros de la ciencia desbocada? ¿La monstruosa naturaleza oculta en la condición humana? ¿O en la ambición de los científicos sin corazón? Las interpretaciones son libres. Pero deberían serlo un poco menos cuando el propio autor explicó de qué iba su libro: un año antes de la publicación de la novela (por tanto, se supone que mientras trabajaba en ella), Wells escribió un ensayo titulado The Limits of Individual Plasticity (1895). Curiosamente, algunos párrafos del artículo aparecerían replicados literalmente en la novela.

En aquel ensayo, Wells advertía del horror que supondría el uso de la vivisección para crear monstruos. Pero no se quedaba ahí; el ensayo concluye así:

Hemos dicho lo suficiente para desarrollar esta curiosa proposición. Puede ser que los límites fijos de la estructura y la capacidad psíquica sean más estrechos de lo que aquí se supone. Pero mientras exista la posibilidad, este tratamiento artístico de las cosas vivas, este modelado del individuo común hacia lo bello o lo grotesco, ciertamente parece tan creíble hoy como para merecer un lugar en nuestras mentes entre las cosas que algún día podrían ser.

Es decir, que Wells reconocía el potencial de aquella línea de experimentación para crear también «the beautiful«. Claro que esto no está presente en La isla del Dr. Moreau. Pero ¿quién habría comprado una novela sobre un doctor dedicado a crear lo «beautiful«? Pensemos en el caso de Aldous Huxley: su novela distópica Un mundo feliz (1932) es inmensamente popular; en cambio, lo es mucho menos La isla (1962), la contrapartida utópica que escribió al final de su carrera.

En su intento de provocar, la «blasfemia de juventud» de Wells se pasó de la raya, pero logró mantener la suficiente atención sobre su trabajo como para que su posterior invasión marciana fuera ampliamente leída. Al fin y al cabo, como dice Beck, Wells simplemente quería vivir de lo que escribía. Y parece claro que los lectores sentimos más atracción por el morbo de la distopía que por la hermosura de la utopía. Será nuestra monstruosa naturaleza.

PD. Si alguno de ustedes tiene la suerte de dejarse caer estos días por Woking, la localidad inglesa donde Wells residió durante una parte de su vida, tendrá la oportunidad de disfrutar de un buen puñado de actividades de conmemoración, incluyendo el descubrimiento de una nueva estatua de Wells. Más información en @wellsinwoking y en wellsinwoking.info.

B. V. Larson: «Los autores de ciencia ficción somos cheerleaders de la innovación»

Mañana, 21 de septiembre de 2016, H. G. Wells habría cumplido 150 años.

Si volviese hoy, no nos encontraría viajando en el tiempo, volviéndonos invisibles o recuperándonos de una invasión marciana, pero sí descubriría que aún seguimos pensando, debatiendo y escribiendo sobre todo esto.

Y es que tal vez el mayor legado de los grandes maestros de la ciencia ficción sea su capacidad de haber sembrado ideas que se perpetúan ejerciendo una poderosa influencia, no solo en los autores posteriores, sino también en el propio pensamiento científico.

B. V. Larson. Imagen de YouTube.

B. V. Larson. Imagen de YouTube.

Mañana tocará hablar de Wells, pero hoy quiero abrir boca con uno de sus muchos herederos. Recientemente tuve ocasión de hacer esta breve entrevista al californiano B. V. Larson. Conocido sobre todo por su serie Star Force, Larson es un autor inexplicablemente prolífico que ha forjado su carrera por la vía de la autopublicación. Una elección que le ha funcionado de maravilla, a juzgar por su presencia habitual en la lista de Amazon de los más vendidos en ciencia-ficción.

Larson posee un fenotipo que interesa especialmente a este blog: es uno de los numerosos autores de ciencia-ficción que han surgido desde dentro, desde el mundo de la ciencia y la tecnología. En su caso, es profesor en ciencias de la computación y autor de un exitoso libro de texto que continúa reeditándose.

Según me cuenta, en un momento de su vida trabajó como consultor de DARPA, la agencia de investigación del Departamento de Defensa de EEUU, en la Academia Militar de West Point. Con todo este equipaje, Larson es el tipo ideal a quien hacerle algunas preguntas sobre la relación entre la ciencia y su versión ficticia.

¿Cómo se relaciona la ciencia-ficción con el progreso científico y tecnológico?

No hay duda de que la ciencia-ficción influye en la innovación, pero también lo contrario. En la mayoría de los casos, es difícil decir cuál de las dos comienza el proceso. Los autores de ciencia-ficción son futurólogos que leen las nuevas tendencias en la industria y la ciencia, convirtiéndolas en historias de ficción con extrapolaciones. A su vez, los ingenieros leen estas historias y obtienen inspiración. En otras palabras, para entender el proceso yo pensaría en el papel del escritor creativo y el mundo real de la ingeniería, ambos como partes de un ciclo de innovación.

¿Hay algunas épocas en las que esta influencia haya sido mayor?

Yo diría que la ciencia-ficción fue muy importante desde 1900 hasta la década de 1970, pero menos de 1980 a 2010. Solo ahora está volviendo a ser lo que fue. ¿Por qué? Porque en los 30 años entre 1980 y 2010, la mayoría de la ciencia-ficción que se leía ni siquiera intentaba ser técnica, sino que se centraba en cuestiones sociales. Esto está cambiando ahora, y la ciencia-ficción está volviendo a ser lo que fue originalmente y a recapturar el corazón de los ingenieros.

Se suele hablar del papel de los autores como profetas tecnológicos. ¿Hasta qué punto no predicen, sino que marcan el camino a seguir?

Los ingenieros son quienes merecen la mayor parte del crédito. Los escritores de ciencia-ficción sirven para inspirar, para atraer a la gente joven a expandir el mundo a través de la tecnología, más que para hacer posible lo imposible. Somos más bien cheerleaders, oradores motivacionales, más que poderosos magos. Puede parecer que predecimos el futuro, pero lo que realmente hacemos es estudiarlo y pensar sobre él para hacer predicciones lógicas.

¿Y cuáles serían ahora esas predicciones? ¿Habrá algo de esos avances típicos del género y siempre pendientes, como coches voladores, naves espaciales más rápidas, reactores personales…?

Yo diría que la mayor parte de esas áreas ya han tenido su oportunidad. Piensa en un avión de pasajeros: si volvieras a 1975 y subieras a un avión, la experiencia, la velocidad de vuelo y todo lo demás sería prácticamente igual que hoy. Esto es normal en tecnología. Una vez que una tecnología nueva y poderosa se hace realidad, hay un período de unos 50 años de innovación muy rápida, y después se frena. Con los aviones, pasaron menos de 40 años desde el primer vuelo de los hermanos Wright hasta el ataque japonés a Pearl Harbor con bombarderos. Poco después teníamos aviones volando a todas partes. Y después nada. No ha habido cambios reales en 40 años.

Entonces, ¿qué áreas están ahora en ese período de innovación rápida?

Yo esperaría grandes cambios en el área de la biología. Pastillas que te permitan vivir 10 o 20 años más. Órganos impresos en 3D para reemplazar los dañados. O quizás nanites [nanorrobots] que practiquen nanocirugía dentro de nuestro cuerpo. Implantes cibernéticos, ese tipo de cosas. En eso se centra mi serie Lost Colonies.

¿Puede un cambio de nombre ser letal para los elefantes?

Un elefante es un elefante es un elefante. ¿Qué importa cómo lo llamemos? Aún más, ¿en qué puede influir, fuera de los muros de la ciencia, que se le etiquete con un nombre científico u otro?

Un pequeño elefante huérfano toma su biberón en el David Sheldrick Wildlife Trust, en Nairobi (Kenya). Imagen de J. Y.

Un pequeño elefante huérfano toma su biberón en el David Sheldrick Wildlife Trust, en Nairobi (Kenya). Imagen de J. Y.

Sorprendentemente, las implicaciones pueden ser mayores de las que imaginarían, hasta el punto de que un cambio de nombre puede amenazar aún más la supervivencia de una especie en peligro de extinción. Piénsenlo por un momento: las leyes protegen a las especies, pero las leyes especifican los nombres de dichas especies. ¿Qué ocurre si los nombres cambian? ¿Podría una especie de repente encontrarse en un vacío legal que la desnude de toda protección?

En general, no. Pero puede ocurrir. Y precisamente esto es lo que cuenta un grupo de investigadores de Reino Unido y China en un estudio publicado en agosto en la revista Conservation Letters.

Los investigadores abordan el problema del cambio de nombre científico de las especies. El del elefante no es ni mucho menos un caso aislado; como conté ayer, y a medida que se aclara el dibujo de la filogenia evolutiva de las especies, muchas deben reubicarse y cambiar de denominación científica, lo que se conoce como nomenclatura binomial (género y especie, como Homo sapiens).

El problema surge cuando la legislación no recoge la nueva denominación. Los investigadores abordan específicamente el problema de China, un país donde tradicionalmente se ha masacrado a especies raras por la creencia de que partes de estos animales curan enfermedades humanas.

Aunque el gobierno chino (casi estaba tentado de escribir «los gobiernos chinos», pero no) firmó en 1993 el Convenio de Especies Amenazadas CITES y eso se tradujo en la retirada de su farmacopea tradicional de ingredientes como el cuerno de rinoceronte (acabo de publicar un reportaje sobre esto), lo cierto es que la Lista de Especies Protegidas establecida en la ley china no se actualiza desde 1989, según explican Zhou y sus colaboradores en el estudio.

En concreto, y según los autores:

Los nombres de 25 especies amenazadas, incluyendo 18 mamíferos, se han vuelto incongruentes con la ley china. Además, dos especies de primates, descubiertas recientemente en China, aún no se han incorporado a la ley. Otras seis especies de mamíferos se conocen por diferentes sinónimos en la ley china y en el CITES, dificultando la aplicación de políticas internacionales y la recopilación de datos de comercio ilegal de fauna.

Ya imaginan lo que esto supone. En palabras del estudio, la situación crea «una amplia gama de vacíos legales que potencialmente compromete la capacidad de perseguir el comercio ilegal de fauna». Aunque un tigre es un tigre, un abogado también lo es. Es un abogado, quiero decir, no un tigre.

Los autores concluyen que esta situación puede afectar a otros países, y que ello podría poner en peligro la protección de la fauna. «Recomendamos que los nombres científicos binomiales sean actualizados sistemáticamente en las 181 [hoy son ya 182] naciones firmantes del CITES», sugieren.

¿Afectará esto a los elefantes tras su previsible cambio de nombre? No en lo que respecta al elefante africano en China, dado que esta especie no es nativa del país y por tanto su comercio allí está regulado por las normas internacionales acordadas por los países firmantes del CITES. En cambio, sí podría afectar a los países donde el elefante africano es nativo, puesto que el comercio interior está fuera del ámbito de aplicación del CITES.

Pero el elefante asiático sí vive en China, por lo que el cambio podría concernirle en caso de que se viera afectado por la reorganización taxonómica. La Lista de Especies Protegidas de China ampara a la familia Elephantidae y específicamente al elefante asiático, Elephas maximus. Pero históricamente, la familia de los elefántidos ha sido como la casa de Gran Hermano, con distintos proboscídeos entrando y saliendo alternativamente a lo largo del tiempo; en el caso que nos ocupa, debido a las frecuentes revisiones taxonómicas. Esperemos que la nueva y aún pendiente no cree un nuevo agujero para el tráfico ilegal de especies amenazadas.

Lo siento, elefantes, tenéis que cambiar de nombre

No, no es que a partir de ahora vayamos a tener que llamarlos slon, como se nombran en varias lenguas eslavas, ni tembo o ndovu, como les dicen en swahili (por desgracia, mi swahili aún no llega para saber el motivo de la diferencia entre ambos nombres). Ni que tengamos que inventar una nueva palabra como megatrompero, por poner algo. La ciencia no se mete en el lenguaje común, sino solo en la denominación científica. Y aquí sí: si alguno de ustedes ha conocido al elefante africano de toda la vida como Loxodonta africana, vaya preparándose. Porque este nombre ya no sirve; hay que buscarle otro nuevo.

Recreación del 'Paleoloxodon antiquus'. Imagen de Wikipedia.

Recreación del ‘Paleoloxodon antiquus’. Imagen de Wikipedia.

Esta es la historia. Desde que se inventó la secuenciación de ADN, los taxónomos –los biólogos encargados de clasificar los seres vivos en categorías como órdenes, familias o géneros– pudieron comenzar a construir sus clasificaciones según criterios evolutivos. Hasta entonces, las especies se organizaban sobre todo según criterios morfológicos, de semejanza. Pero en ciertos casos hay rasgos que se parecen mucho en animales que realmente no tienen ningún parentesco cercano entre sí. Parece más lógico utilizar el grado de semejanza en sus secuencias de ADN, porque este criterio retrata mucho más fielmente cuán lejano o cercano es su antecesor común, y por tanto quiénes son hermanos, primos, parientes lejanos o muy, muy lejanos, como nosotros y las bacterias.

Claro que no todos los taxónomos se sumaron con entusiasmo al nuevo sistema. Un curioso ejemplo fue Vladimir Nabokov, más conocido como el autor de Lolita; pero como ya conté aquí, también un apasionado entomólogo especializado en mariposas. Con el advenimiento de las técnicas de ADN a comienzos de los años 70, Nabokov renegó de la posibilidad de utilizar este nuevo sistema para clasificar las mariposas, aferrándose a sus años de entrenamiento mirando genitales bajo el microscopio.

Pero la resistencia de Nabokov era inútil: el genoma de los seres vivos nos revela dónde encajan realmente en la complicada trama evolutiva de la naturaleza. El problema es que, a veces, llevando esta metodología al extremo podemos encontrar que llegamos a espinosos callejones sin salida. Un ejemplo curioso lo comentó hace unos años la bióloga evolutiva y escritora Carol Kaesuk Yoon, y es el caso de los peces.

La idea simplificada es esta: si una madre A tiene tres hijas B, C y D, y B y C llevan el apellido de A, no hay manera de justificar que D no lleve el mismo apellido. Aplicado a la taxonomía evolutiva, si de una línea se deriva un grupo, más tarde un segundo y después un tercero, y los dos primeros se clasifican en un taxón (categoría) con una denominación concreta, el tercero también debe integrarse ahí, dado que de hecho los representantes actuales del segundo y el tercero están hoy evolutivamente más próximos entre sí que los del primero y el segundo (la separación evolutiva de estas dos ramas es más antigua).

Esta idea es la que hoy clasifica como dinosaurios a las aves, y esto resulta muy aceptable. Pero cuando lo aplicamos a los peces, tenemos un problema. Si, como señalaba Kaesuk Yoon, la línea ancestral de los peces se ramificó para originar primero el linaje de los peces actuales (A), después el de los peces pulmonados (B), y por último el que después daría lugar a los mamíferos (C), resulta que B y C tienen que compartir una categoría taxonómica de la que A esté ausente. Pero la cosa es que A y B son peces. Lo que implica que nosotros también debemos serlo; o los peces pulmonados no son peces, o los humanos también somos peces. O nos cargamos los peces e inventamos otro nombre.

¿La solución? No teman, en este caso hay truco: en realidad, «peces» no es un taxón biológico, sino un nombre común. Y ya hemos dicho que la ciencia no entra en los nombres comunes. Pero recuérdenlo la próxima vez que hablen de ellos a la ligera como si nosotros no formáramos parte de su estirpe.

En cambio, el caso de los elefantes que traigo hoy sí es peliagudo. Esta semana se ha celebrado en Oxford el 7º Simposio Internacional de Arqueología Biomolecular. Y según informa Nature, en él se ha presentado el genoma del Paleoloxodon antiquus, un enorme elefante que vivió en Europa en el Pleistoceno y cuyos restos más recientes, de hace unos 70.000 años, se hallaron en Soria.

Hasta ahora, los elefantes vivos se clasificaban en tres especies. Conocemos el asiático (Elephas maximus) y el africano (Loxodonta africana). Pero en 2010 el análisis genético dejó claro que el elefante africano de bosque, que vive en las selvas del interior del continente y hasta entonces se tenía por una subespecie del de sabana (Loxodonta africana cyclotis), no era tal, sino que cumplía los criterios para clasificarse como una especie separada, Loxodonta cyclotis. Y por cierto, aprovecho la ocasión para recomendarles un magnífico libro sobre el elefante africano de bosque: Los silencios de África, de Peter Matthiessen.

Así, estaban dos primos cercanos, los africanos L. africana y L. cyclotis, y un pariente más lejano, el asiático E. maximus. Hasta que ha llegado el genoma del Paleoloxodon antiquus. Por el estudio de los fósiles (según los criterios morfológicos a los que se aferraba Nabokov), se suponía que esta era una rama más cercana al elefante asiático.

Nada de eso: el estudio genético revela que aquel monstruo de cuatro metros de altura estaba más estrechamente emparentado con el elefante africano de bosque que con ninguna otra especie actual. Incluso hoy, los cyclotis están genéticamente más próximos al elefante europeo del Pleistoceno que a sus parientes de la sabana.

Lo cual implica que el género Loxodonta, tal como hoy lo conocemos, ya no sirve. Ahora, los taxónomos tendrán que volver a la pizarra para asignar nuevos nombres. Y sí, para los que tengan hijos en la edad escolar adecuada para estudiar estas cosas, sepan que también habrá que cambiar los libros de texto. Es lo que tiene la ciencia, que avanza…

Pasen y vean lo grande que es el universo

En su famoso cuento Micromegas, una de las obras precursoras de la ciencia ficción, Voltaire relata cómo dos seres alienígenas de proporciones titánicas arriban a la Tierra, que creen desprovista de vida. De su cuidadosa observación llegan a distinguir unos diminutos animálculos, un grupo de filósofos humanos, pero solo alcanzan a conocer la condición inteligente de aquellos minúsculos seres cuando uno de los extraterrestres fabrica una trompetilla con los recortes de sus uñas. Aquel aparato les permite escuchar las conversaciones de los indígenas terrestres y comprender que, aunque limitados, son mucho más de lo que aparentan.

Ilustración de 'Micromegas', de Voltaire, por Charles Monnet.

Ilustración de ‘Micromegas’, de Voltaire, por Charles Monnet.

Naturalmente, no faltan interpretaciones de la fábula de Voltaire, pero la mía es esta: el rasgo distintivo de la evolución de una especie inteligente es su capacidad de conocer la realidad más allá de su experiencia directa.

Habitualmente se señala el pensamiento abstracto como esta frontera. Pero en realidad, el pensamiento abstracto no es conocimiento, sino filosofía. La prótesis que nos permite aplicar la capacidad de abstracción para pasar del concepto al conocimiento real es la ciencia (y con ella, la tecnología). En el relato, los humanos filosofan, pero los alienígenas, más avanzados, saben. Son capaces de trascender a su entendimiento inmediato a través de la ciencia, representada por la construcción de la trompetilla.

Los humanos, aunque todavía primitivos y apenas estrenando la razón, hemos logrado conocer objetos físicos que no podemos ver, tocar, comer ni tropezarnos con ellos, como los agujeros negros o los átomos. Ignoro si tratar de imaginarlos (como visualizarlos) pertenece más al terreno de la ciencia o al de la fantasía. Pero lo esencial no es esto, sino el hecho de que la filosofía haya guiado los conceptos elaborados por nuestro pensamiento hacia el uso de la ciencia para conocer los objetos que representan. Antes de la ciencia, el átomo solo era una idea filosófica. Con la ciencia, es una realidad que podemos comprender, calcular y manejar, aunque escape por completo a nuestra experiencia sensorial.

En el caso de los alienígenas de Voltaire, era un problema de escala. Cuando veo un letrero que dice «A Coruña 563» (paso por él todos los días), la escala se me escapa. ¿Cuántos horizontes debo saltar para llegar hasta allí? A Coruña está fuera de mi experiencia directa. Para mi experiencia sensorial, A Coruña podría estar a un año luz.

Por suerte, cuento con la ciencia. Puedo estimar lo que tardaré en llegar hasta allí en coche, y puedo verlo fácilmente representado en un mapa en comparación con otras distancias.

El año pasado por estas fechas les traje aquí un sobrecogedor cortometraje que permitía apreciar la inmensa escala del Sistema Solar. Hoy les traigo un par de vídeos que nos facilitan la apreciación de tamaños y distancias inimaginablemente mayores que los 563 kilómetros desde mi casa hasta A Coruña. El primero de ellos es visualmente más rico, pero el segundo viaja desde lo ínfimo hasta lo casi infinito. Que los disfruten.

Museo Galileo, también hay ciencia en Florencia (y sin multitudes)

Dado que la cabra tira al monte, no podía pasar por Florencia este verano sin dejarme caer por el Museo Galileo, del que tenía muy buenas referencias.

Busto de Galileo Galilei en el Museo Galileo de Florencia. Imagen de J. Y.

Busto de Galileo Galilei en el Museo Galileo de Florencia. Imagen de J. Y.

Situado a espaldas de la archigigafamosísima Galería de los Oficios, mirando hacia el cercano Ponte Vecchio sobre el Arno, lo primero que sorprende es lo bien que se respira por allí. En cada rincón hiperturístico de la capital toscana se embuten masas de gente cual chorizo en tripa, buscando la belleza que mareó a Stendhal y el encanto que sedujo a E. M. Forster. Aunque la primera sigue intacta, es difícil disfrutar de ella cuando el segundo ha desaparecido por completo, disuelto en el parque temático turístico en el que vienen convirtiéndose ciudades como aquella. Pero por suerte, en el Museo Galileo puedes respirar tranquilo e incluso extender los brazos sin empujar a nadie; por desgracia, porque esto revela la escasa prioridad por la ciencia de la inmensa mayoría de los turistas que visitan Florencia.

Pero al grano. Cabe advertir de que el museo no es casa-museo. Galileo, nacido en Pisa pero florentino de por vida, residió en varios lugares distintos de la ciudad. Su morada más conocida, donde sufrió arresto domiciliario y donde murió, es Villa Il Gioiello, que se encuentra en Arcetri, a las afueras. Pero el museo no ocupa una residencia del astrónomo, sino que es la reconversión (desde 2010) del antiguo Museo de Historia de la Ciencia, ubicado junto al río en un céntrico palacio del siglo XI.

El Museo Galileo presume de albergar una de las mayores colecciones del mundo de instrumentos científicos antiguos. Todavía he podido leer por ahí que el auge de la ciencia en Florencia fue una señal de su decadencia artística, ignorando que en el Renacimiento aún no se había inventado la confrontación actual entre ciencias y letras; humanismo y ciencia eran inseparables, con Leonardo como ejemplo de cabecera. Lo cierto es que la ciudad fue tan importante para el conocimiento como lo fue para el arte: los Medici y los Duques de Lorena impulsaron el progreso científico con su mecenazgo, como queda bien reflejado en la colección del museo. Y no olvidemos que el mapa con el que Colón convenció a los Reyes Católicos procedía de Florencia.

Las dos plantas (más sótano) del museo reúnen aparatos de todas las ramas históricas de la ciencia. Hay instrumentos meteorológicos, ópticos, geográficos, eléctricos, mecánicos, químicos, astronómicos y quirúrgicos, si no me dejo nada. Hay cilindros electrostáticos, barómetros, botellas de Leyden, microscopios, esferas armilares, mapas, globos terráqueos, modelos anatómicos de cera, relojes…

En fin, un paraíso para quien sienta fascinación por los cacharros antiguos, y una buena oportunidad para explicar a los niños cómo, por qué y para qué se inventaron muchos de aquellos cachivaches. Y por supuesto, hay telescopios, incluyendo los primeros de Galileo y también algunos de los primeros gigantescos telescopios de precisión. Tampoco falta la reliquia, en forma de huesudos dedos del astrónomo, a poca distancia de los libros que le valieron una condena de por vida.

El museo también ilustra algunos fenómenos científicos curiosos, como la paradoja mecánica del doble cono que (solo) aparentemente rueda cuesta arriba, un artefacto inventado en el siglo XVIII. También se ilustra el concepto de anamorfosis, un dibujo o escultura cuyo sentido solo puede percibirse cuando se refleja en un espejo deformado o se observa desde un punto de vista distinto al natural. Finalmente, abajo hay una pequeña sección interactiva, de esas de apretar botones. A mis hijos les encantó, aunque es bastante birriosa en comparación con los museos dedicados a ello, y por tanto es la parte menos interesante.

De izquierda a derecha y de arriba abajo: modelos anatómicos en cera de fetos en el útero materno; telescopios y obras de Galileo; huesos de los dedos de Galileo; anamorfosis de una esfera armilar en un espejo convexo. Imágenes de J. Y.

De izquierda a derecha y de arriba abajo: modelos anatómicos en cera de fetos en el útero materno; telescopios y obras de Galileo; huesos de los dedos de Galileo; anamorfosis de una esfera armilar en un espejo convexo. Imágenes de J. Y.

Una última curiosidad a destacar es que el Museo Galileo, tal como hoy lo conocemos, es sobre todo el producto del empeño de una mujer, la historiadora de la ciencia y museóloga Maria Luisa Righini Bonelli (1917-1981). Aunque ella no lo creó, sino que recibió el encargo de dirigirlo en 1961, sin su intervención quizá el museo habría desaparecido cuando en 1966 un desbordamiento del Arno inundó el edificio y dañó gravemente la colección.

Righini Bonelli, que vivía en un apartamento en el propio inmueble, sacó de allí los instrumentos más valiosos, sin ayuda y con sus propias manos, arriesgando su vida sobre la cornisa que une la sede del museo con la Galería de los Oficios. Hasta el 20 de noviembre de este año, una exposición temporal en el sótano del museo recuerda la hazaña de la mujer que salvó un precioso tesoro histórico-científico para que hoy todos podamos seguir disfrutándolo. Aunque seamos solo unos pocos.

Fiebre hemorrágica Crimea-Congo, una nueva-vieja lacra esperada

Regresa uno de vacaciones y se encuentra con un nuevo susto sanitario. Esta vez en forma de una «nueva» infección que ha matado a un hombre de 62 años y que mantiene en jaque la vida de una enfermera que le atendió. Ayer fue ingresado un hombre que estaba sometido a seguimiento y que tuvo contacto con los afectados.

Una garrapata 'Hyalomma marginatum' conservada en alcohol. Imagen de Wikipedia.

Una garrapata ‘Hyalomma marginatum’ conservada en alcohol. Imagen de Wikipedia.

La fiebre hemorrágica de Crimea-Congo (FHCC) no es una sorpresa, sino la desgraciada materialización de una amenaza que lleva tiempo flotando sobre nosotros y que no tomamos suficientemente en serio. A través de las crisis del ébola y del zika, epidemiólogos, virólogos y microbiólogos nos están advirtiendo de que nuestros fortines sanitarios del primer mundo se van a ver cada vez más invadidos por infecciones antes desconocidas en nuestras latitudes, y que debemos estar preparados para responder a ello. Es cierto que en general no se tratará de pandemias generalizadas y apocalípticas; pero que se lo cuenten a la familia del hombre que simplemente decidió salir a dar un paseo por el campo en Ávila.

En octubre de 2014, aún en plena crisis del ébola, publiqué un reportaje enumerando otras amenazas infecciosas de las que muy pocos han oído hablar, pero que cualquier día podrían convertirse en tristemente familiares. Entre ellas estaba el virus de la FHCC. No tengo dotes adivinatorias: el virus es uno de los patógenos incluidos en el grupo de máximo riesgo biológico por la legislación española. Y teniendo en cuenta que su presencia en España se conoce desde 2011, era cuestión de tiempo.

La FHCC no es una enfermedad nueva. Su primera aparición identificada en tiempos modernos fue durante la Segunda Guerra Mundial en la península de Crimea, entonces en la URSS. Hasta un par de decenios después no se comprendería que se trataba del mismo virus detectado unos años antes en el Congo. Estos dos lugares tan distantes son muestra de la enorme dispersión geográfica del virus, presente en una gran franja tropical y templada de todo el Viejo Mundo, desde China hasta Europa y Suráfrica.

El salto del virus a humanos es raro, ya que se produce a través de una desagradable garrapata que causa heridas muy feas con necrosis del tejido allí donde pica. Pero una vez que surge un caso, el contagio es probable, ya que se transmite entre personas a través de los fluidos corporales. Otra vía de transmisión es la carne, sangre o fluidos de animales infectados. Aún no hay una vacuna aprobada ni un tratamiento específico; la enfermedad suele tratarse con el antiviral ribavirina, pero es más una cuestión de fe: su eficacia real no está demostrada.

En 2010, un equipo del Centro de Investigación Biomédica de La Rioja y de las Universidades de Zaragoza y Extremadura detectó el virus en garrapatas de ciervos de la provincia de Cáceres. Era la primera vez que se encontraba el virus en Europa occidental. En 2013, el mismo equipo descubrió el virus en garrapatas de aves migratorias en Marruecos, estableciendo así una posible vía de entrada del patógeno desde África hacia Europa.

Frente a ciertas informaciones publicadas, una cosa debe quedar clara. Se ha dicho que las garrapatas transmisoras están presentes sobre todo en el suroeste de la Península. Probablemente este dato procede originalmente de un estudio de 2013 dirigido por Agustín Estrada-Peña, experto de la Universidad de Zaragoza que participó en la identificación del virus en las garrapatas de Cáceres. En aquel estudio se localizaban en el cuadrante suroeste de la Península dos de las más de 30 especies de garrapatas que transmiten la FHCC, Hyalomma marginatum y Rhipicephalus sanguineus (la típica de los perros).

En el estudio de los ciervos de Cáceres el virus se encontró en otra especie de garrapata en la que no se había hallado antes, Hyalomma lusitanicum, que también está presente en la misma zona de la Península. Sin embargo, los datos más recientes del Centro Europeo para el Control de Enfermedades (ECDC) indican que Hyalomma marginatum, la especie que con más frecuencia transmite la FHCC, está presente en la mayor parte de la Península, como se ve en este mapa:

Distribución en 2016 en Europa y Asia occidental de la garrapata 'Hyalomma marginatum', transmisora de la Fiebre Hemorrágica Crimea-Congo. Imagen de ECDC.

Distribución en 2016 en Europa y Asia occidental de la garrapata ‘Hyalomma marginatum’, transmisora de la Fiebre Hemorrágica Crimea-Congo. Imagen de ECDC.

Por otra parte, Hyalomma marginatum es una garrapata de las aves, por lo que su movilidad está asegurada. Esta especie fue la que se encontró en las aves migratorias de Marruecos. Además, las aves (al parecer, salvo el avestruz) no sufren la infección por FHCC, mientras que el ganado sí adquiere el virus pero no desarrolla síntomas, por lo que no puede confiarse en la observación de si el animal está enfermo o no.

¿Significa todo esto que debemos alarmarnos? Desde luego, una picadura de garrapata siempre debe ser motivo para acudir de inmediato a buscar ayuda médica, ya que estos parásitos transmiten también otras enfermedades. Y es importante que los especialistas puedan comprobar de qué especie se trata; si la extraemos (más información aquí), debemos llevarla al centro médico conservada en alcohol.

Por lo demás, el hecho de que el paciente fallecido contrajera la enfermedad en Ávila sugiere que las garrapatas infectadas podrían estar presentes en otros lugares de la Península. En 2011 ya escribían los expertos en un informe del Ministerio de Sanidad: «En general, en España, la probabilidad actual de infección en humanos se estima baja, pero dada la presencia del vector en algunas zonas del territorio español y el hecho de que haya sido detectado el virus productor de la FHCC en garrapatas, la posibilidad de infección no puede descartarse».

Por desgracia, esta posibilidad ya es real. Lo necesario ahora es que se cumplan las recomendaciones del ECDC y que el asunto no caiga en el olvido cuando no haya más muertes que echar a los titulares.