Este descubrimiento sobre la malaria salvará las vidas de miles de niños

La malaria es el problema de salud número uno del planeta Tierra. No hay otra enfermedad que sea al mismo tiempo tan ampliamente devastadora, tan resistente al progreso de las investigaciones destinadas a combatirla, que se cebe especialmente con los más indefensos, sobre todo niños, y que históricamente haya recibido tan escasa atención y financiación. Según la alianza Roll Back Malaria (RBM), liderada por Naciones Unidas y el Banco Mundial para coordinar los esfuerzos contra esta epidemia sin fin, en 2007 los fondos para la lucha contra la malaria en todo el mundo ascendieron a 1.500 millones de dólares. Como comparación, en 2004/2005 el gasto global en investigación contra el cáncer fue de 14.030 millones de euros.

Noticia fresca: la desatención y el tradicional encogimiento de hombros en los países desarrollados –absolutamente cualquier otra causa concita más adhesiones; una manifestación exigiendo la erradicación de la malaria podría convocarse en una cabina de teléfonos, si aún existieran– se deben a que a nosotros no nos afecta. Aunque quizá no muchos sepan que el último caso de malaria en España se dio en 1964. La enfermedad lleva solo medio siglo extinguida en Europa, y últimamente los expertos vienen advirtiendo de que el aumento global de las temperaturas barrerá hacia el norte la distribución de las enfermedades tropicales. Si esto sirve como eslogan publicitario para captar el interés del público europeo, bienvenido sea. Pero lo que realmente debería revolvernos las tripas hasta el vómito es el hecho de que cada minuto la malaria mata a un niño en África.

Incluso cuando los pantanos europeos eran zona de riesgo para contraer ese «mal aire», la «mala aria«, la amenaza nunca ha sido comparable a la que sufren los africanos. La forma predominante del plasmodio, el parásito responsable, era aquí Plasmodium vivax, relativamente benigno. En África el mayor riesgo se debe a la especie más maligna, P. falciparum. Entre las manifestaciones más letales de la enfermedad, los colonos europeos en África pronto conocieron la llamada blackwater fever, la fiebre del agua negra, llamada así porque la hemoglobina en la orina le confería un color oscuro. En la película Memorias de África el amigo de Denys Finch-Hatton (Robert Redford), Berkeley Cole (Michael Kitchen), muere de blackwater fever, aunque en realidad el personaje histórico falleció de un no tan romántico ataque cardíaco.

Los casos de blackwater han disminuido desde que se redujo el empleo de quinina para tratar la malaria, lo que llevó a sospechar una posible interacción de este compuesto como detonante de esta forma de la infección. En cambio, otra derivación de la enfermedad no ha perdido fuelle, y se trata de la que se cobra las vidas de millones de pequeños. Es la malaria cerebral. Cuando el parásito, embozado en los eritrocitos, logra saltar el muro que separa la sangre del sistema nervioso central, la supervivencia es una apuesta a la ruleta. Incluso con tratamiento, no hay nada que se pueda hacer sino contemplar la evolución del coma. De un 75 a un 85% logran superarlo; el resto mueren. A menudo, los que sobreviven conllevarán las secuelas durante el resto de sus vidas, en forma de daños neurológicos y cognitivos.

La doctora Terrie Taylor con uno de sus pacientes. Imagen de Jim Peck, MSU.

La doctora Terrie Taylor con uno de sus pacientes. Imagen de Jim Peck, MSU.

Es por todo esto que la doctora Terrie Taylor, osteópata y especialista en enfermedades tropicales de la Universidad Estatal de Michigan (EE. UU.), es mi nueva heroína. Desde 1986 Taylor se dedica a combatir la malaria, a la que se refiere como «el Voldemort de los parásitos». Durante seis meses al año libra la batalla en Malawi, donde investiga y trata a los pacientes, mayoritariamente niños. Imagino que en estos casi tres decenios ha perdido a más criaturas enfermas de lo que cualquiera aguantaría sin arrojar la toalla o perder la cabeza. Pero gracias a su persistencia, ha logrado confirmar cómo la malaria cerebral mata a los niños. Y aunque los tratamientos aún tardarán, es más que probable que muchos futuros adultos le deban la vida.

La historia del hallazgo de Taylor es un ejemplo de cómo a veces los descubrimientos más cruciales dependen simplemente de disponer de las herramientas adecuadas en el lugar donde son necesarias. Aunque algunos avances en la lucha contra la malaria, como las vacunas, han demostrado ser endemoniadamente esquivos, en otros casos se trata solo de una falta de recursos. Hasta 2008 en Malawi no existía un escáner de resonancia magnética por imagen (MRI), una instalación tan común en los países ricos que incluso se emplea en clínicas veterinarias. Ese año la compañía General Electric Healthcare donó una máquina al Hospital Central Queen Elizabeth de Blantyre para apoyar el proyecto de Taylor.

A la izquierda, imagen MRI del cerebro de una niña de 14 meses con evolución favorable. A la derecha, una niña de 19 meses con hinchazón cerebral. Imagen de Terrie Taylor.

A la izquierda, imagen MRI del cerebro de una niña de 14 meses con evolución favorable. A la derecha, una niña de 19 meses con hinchazón cerebral. Imagen de Terrie Taylor.

La doctora y sus colaboradores comenzaron entonces a someter a MRI a los niños que ingresaban con malaria cerebral. Estudios anteriores sugerían que el parásito provoca una hinchazón del cerebro, y que este síntoma podía ser determinante en la letalidad de la infección. En cuanto comenzaron a analizar las imágenes obtenidas por el aparato, las pruebas fueron tan evidentes que incluso alguien sin la menor idea de medicina podría apreciarlo. Como se ve en la figura, que compara el cerebro de una niña de 14 meses con evolución favorable y el de otra de 19 meses en fase aguda, en la segunda la masa encefálica está tan inflamada que apenas cabe en el cráneo; como no tiene otra vía de salida, se expande a través del agujero occipital que conecta con la médula, produciéndose una hernia. Así aplasta el tallo cerebral, que controla la respiración. Como resultado, los niños dejan de respirar, y mueren.

«Ya teníamos sospechas de la hinchazón del cerebro», apunta Taylor, a quien además debo agradecer su gentileza al responder rápidamente a mis consultas; mi correo electrónico recibió una respuesta automática informándome de que la autora se encontraba de minivacaciones; media hora después, recibía su respuesta. «Lo habíamos buscado durante nuestra serie de autopsias, pero nunca lo vimos, probablemente porque las muertes ocurrían muy rápidamente después de producirse la hernia», prosigue. «Y más importante, porque teníamos que retirar la parte superior del cráneo para extraer el cerebro. Esto último liberaba la presión y borraba los signos de la hernia que esperábamos ver». «Nunca lo habríamos visto sin el MRI», sentencia Taylor. Los resultados se publican en The New England Journal of Medicine (NEJM).

La doctora Terrie Taylor ausculta a uno de sus pacientes en el Hospital Queen Elizabeth de Blantyre, Malawi. Imagen de Jim Peck, MSU.

La doctora Terrie Taylor ausculta a uno de sus pacientes en el Hospital Queen Elizabeth de Blantyre, Malawi. Imagen de Jim Peck, MSU.

Así pues, la teoría es sencilla: se trata de encontrar la manera de impedir la hernia cerebral o de evitar sus efectos hasta que la hinchazón remita. Pero naturalmente, las soluciones no son inmediatas; no es tan fácil como rajar el cráneo. «Estamos trabajando en dos frentes paralelos», concreta Taylor. «Uno es intentar determinar las causas de la hinchazón –tenemos cuatro posibilidades– y luego dirigir el tratamiento en función de ello». La segunda opción es evitar la muerte de los niños conectándolos a una máquina que respire por ellos durante la fase crítica: «Nos gustaría conducir un ensayo clínico de ventilación asistida durante uno o dos días; entre los supervivientes, el volumen cerebral realmente regresa a lo normal bastante rápido. Si tan solo pudiéramos respirar por los pacientes durante unos pocos días, podríamos ayudarlos a superar el período vulnerable».

Y así volvemos al problema de los recursos. Un aparato de ventilación mecánica es algo común en nuestros hospitales; en Malawi, es solo un poco menos raro que un ovni. Pero las perspectivas son muy prometedoras. El mensaje final está escrito en las páginas del NEJM: «La hinchazón del cerebro no es inevitablemente fatal».

2 comentarios

  1. Dice ser Una

    ¿Es cierto que uno de los factores determinantes a la hora de contraer la malaria es que tus padres practiquen el Islam?

    Es curioso que se oculte la relación directa.

    21 marzo 2015 | 10:27

  2. Dice ser elnotas

    Pronto las ONG nos pediran dinero para mantenerlos.

    21 marzo 2015 | 15:57

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