Pasen y vean cómo se fabrica una protocélula con caramelos en gravedad cero

Según la Agencia Europea del Espacio (ESA), mi contribución económica a la Estación Espacial Internacional (ISS) –y la de usted– es aproximadamente de un euro al año. Bueno, de momento puedo permitírmelo. Otra cosa es si preferiría que mi euro se invirtiera en otros proyectos espaciales de mayor calado como, pongamos por caso, la exploración de Marte, en lugar de destinarse a mantener (¡ojo: opinión!) un enorme ganso flotante cuyos verdaderos propósitos son oscuros para la inmensa mayoría de la población de los países que lo sostienen ahí arriba.

Tratándose de la ISS, una cosa debe quedar clara: siempre que hablamos de la actividad relacionada con esta instalación –a saber: lanzamientos de cohetes tripulados o no, expediciones a la estación, paseos espaciales y operaciones a bordo–, la mayoría de ello no es exploración espacial. Una parte se restringe a tareas de mantenimiento (es decir, todo el gasto en el que se incurre, y todo el esfuerzo que se invierte, simplemente para que la estación exista), y otra consiste en investigación científica que aprovecha las condiciones de microgravedad para estudiar procesos que, al menos en el estado actual de las cosas, no tienen nada que ver con la exploración espacial.

La Estación Espacial Internacional en 2011. Imagen de NASA.

La Estación Espacial Internacional en 2011. Imagen de NASA.

Solo una pequeña parte de lo que se hace allí arriba consiste en actividades específicamente relacionadas con lo que entendemos como «el universo» (materia oscura y ese tipo de cosas). Por supuesto, hay un blablablá que siempre postulará los desarrollos tecnológicos motivados por la ISS como fundamentos para exploraciones espaciales más ambiciosas; por ejemplo, cohetes interplanetarios. Pero esto es como decir que el descubrimiento del fuego fue un paso esencial en el proceso que llevaría a la fabricación de los ordenadores portátiles. Desde luego, irrebatible, es.

Respecto a la investigación científica que se lleva a cabo en la ISS, no es que sea inapreciable, y no albergo crítica contra ningún proyecto concreto. Pero cuando un estudio de varios años sobre prevención de la pérdida de masa ósea en microgravedad se publica en la revista Journal of Bone and Mineral Research, con un factor de impacto de 6 (el de The New England Journal of Medicine es de 54), a uno le viene a la mente aquella frase publicitaria de la película Alien: en el espacio nadie puede oír tus gritos.

Por no ceñirnos a un caso aislado, un informe de la NASA enumera un total de 201 publicaciones científicas basadas en experimentos realizados en la ISS entre 2000 y 2008. Es decir, unos 22 al año. El dato no parece impresionante, pero lo es aún menos al entrar en el detalle. La gran mayoría de esas publicaciones son en realidad presentaciones a congresos, que no están sujetas al sistema de revisión por pares de las revistas. Y de los estudios que sí aparecen en publicaciones especializadas, lo más reseñable son un PNAS y tres Physical Review Letters. Ningún Science o Nature. La Jefa Científica de la ISS, Julie Robinson, publicó en 2013 su selección de las diez investigaciones más importantes realizadas en la historia de la estación. Hay un par de PNAS, un Physical Review Letters, un PLOS One, algún Journal of Bone and Mineral Research y Journal of Applied Physiology, un Journal of Neurosurgery y alguna cosa intrincadamente más exótica como Combustion and Flame.

Dicho todo esto, y puesto en común mi recelo respecto al ganso flotante, así como mi suspiro mientras imagino hasta qué rincón del espacio nos habrían llevado esos 100.000.000.000 de euros (sí, cien mil millones) de haberse invertido para otro fin, reconozco que de la ISS a veces nos llegan verdaderas maravillas surgidas de la iniciativa personal de sus tripulantes. Y no me refiero a las gansadas de dar patadas a un baloncito, sino a sus fotografías, a sus blogs o a sus pequeños experimentos domésticos que en ocasiones resultan tremendamente interesantes, pedagógicos y divulgativos.

Hoy traigo aquí uno de esos ejemplos. El astronauta estadounidense Don Pettit se ha distinguido por su empuje innovador, parte del cual ha dedicado a hacer de la ISS un aula de demostración de los principios de la ciencia a los terrícolas del sustrato. En el vídeo que inserto más abajo, Pettit emplea unas golosinas muy populares en EE. UU. llamadas Candy Corn para explicar cómo se organizan y funcionan las moléculas del jabón. El astronauta forma una burbuja de agua y le va introduciendo caramelos, cuya parte plana previamente ha sumergido en aceite para que solo el extremo puntiagudo se sumerja en la burbuja. Así logra crear una esfera compacta de caramelos con sus partes polares (hidrofílicas) hacia dentro y sus porciones apolares (hidrofóbicas) hacia fuera.

El resultado es un modelo a escala de lo que se conoce como una micela, pero justo al revés. Las moléculas del jabón son anfipáticas, es decir, tienen un extremo polar (la cabeza) y otro apolar (la cola). En el agua, se organizan en esferas que dejan hacia fuera la parte hidrofílica, mientras que las colas hidrofóbicas se empaquetan hacia dentro huyendo del medio acuoso. Esto explica por qué el jabón arranca la grasa: cuando lavamos una sartén sucia, estas colas hidrofóbicas se unen al aceite y lo arrastran.

Pero la formación de micelas no solo permite que podamos lavar la ropa y los cacharros, sino que también es responsable de algo bastante más trascendente: la existencia de vida. Si en lugar de jabón empleamos otro tipo de moléculas anfipáticas, como fosfolípidos, y si en lugar de una micela simple con su interior hidrofóbico tenemos una capa de moléculas, a cuyas colas adosamos las de otra segunda capa dispuesta simétricamente, lo que obtenemos es una vesícula delimitada por una membrana que separa el agua del interior del medio externo. Y esto no es otra cosa que una célula. Todas las células están organizadas de esta manera. Y así, la separación del agua y el aceite es lo que permite que exista la vida.

Algunos experimentos de biología sintética, como los del premio Nobel Jack Szostak, tratan de construir células a partir de sus ladrillos básicos para comprender cómo surgió la vida en la Tierra. El primer paso es crear micelas de ácidos grasos y luego transformarlas en vesículas de doble capa para introducir en su interior los componentes moleculares necesarios que permitan obtener una protocélula, una célula rudimentaria capaz de ejecutar los procesos básicos de la vida.

Hace un año, Szostak publicó en Science la creación de protocélulas conteniendo ARN que se replicaba de forma autónoma, sin la intervención de enzimas. Según la hipótesis más aceptada, las primeras células sobre la Tierra debían de emplear ácidos grasos como material de membrana en lugar de los más complejos fosfolípidos, y su material genético era probablemente ARN que además debía replicarse espontáneamente. Es decir, algo muy similar a las protocélulas de Szostak, por lo que este experimento es tal vez el que más nos ha acercado al proceso que originó las primeras formas de vida sobre la Tierra. Y todo gracias a las moléculas anfipáticas, los Candy Corn de la naturaleza.

Y aquí, el vídeo de Pettit:

2 comentarios

  1. Dice ser dommart

    ¡Felicidades por el artículo! Hace tiempo que no leía algo tan bien expuesto sobre el mundo científico en un medio de comunicación general. No puedo estar más de acuerdo en cada frase.

    09 noviembre 2014 | 23:23

  2. Dice ser paul

    preferible que los impuestos se inviertan en cualquier estudio científico que mantener una banda de inútiles y vividores como la monarquia

    10 noviembre 2014 | 00:07

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