El inventor de la PCR y su mapache alienígena

Parece ser que no fue Churchill, sino un tal Charles Dudley Warner a quien no he tenido el gusto de leer, quien dijo aquello sobre la política y los extraños compañeros de cama. La cita me ha venido a la mente a propósito de las insólitas asociaciones entre bocas y palabras que ha producido la crisis del ébola. Escuchar el término PCR en labios de algunos políticos y periodistas políticos ha sido algo tan surreal como ver a una lombriz cantando el Nessun dorma. Dada la entre escasa y nula presencia de la ciencia en la vida pública española, soy de la opinión de que esto pasa de simple anécdota: es un signo de un cambio de los tiempos en el que, por las buenas o por las malas, los científicos deberán asumir una voz cantante y un liderazgo social en muchas situaciones, por desgracia todas ellas amenazantes. Una pena que sea por las malas.

Dicho esto, en realidad hoy vengo aquí a hablar de la PCR. Tampoco creo necesario entrar en demasiados detalles, ya que, imagino, muchos medios a estas alturas habrán explicado ya con palabras y gráficos en qué consiste esta técnica y para qué sirve. Me limito a ventilar en dos párrafos el qué y el cómo, y después pasaré a explicar la curiosa historia del invento y su aún más curioso inventor.

La PCR no es una prueba diagnóstica del ébola, sino una técnica –léase una máquina– que sirve para multicopiar fragmentos genéticos. Como todo el mundo sabe, el ADN y el ARN son cadenas formadas por una combinación de cuatro tipos de eslabones que pueden aparearse dos a dos como piezas de puzle, dando como resultado una cremallera con cuatro formas de dientes. Si esta cremallera se abre, algo que puede hacerse aplicando calor, tendremos dos cadenas sencillas que podremos usar como moldes para reconstruir dos cremalleras enteras. Si las abrimos de nuevo, podremos obtener cuatro. Y así sucesivamente hasta millones. La máquina no es más que un termociclador: alterna ciclos de calentamiento para separar las cadenas con otros de enfriamiento para copiarlas, un proceso que depende de añadir en el tubo los dientes sueltos y la molécula (polimerasa) que los coloca en su sitio.

Eso es todo. Queda claro así que la PCR es una fotocopiadora de genes; sirve para producir millones de copias de un fragmento genético. Y la utilidad de esto en los laboratorios es inmensa. Se puede amplificar un gen para después secuenciarlo, como se hizo en el Proyecto Genoma Humano, o para leer el genoma de un mamut congelado, o de un pedazo de hueso de neandertal. Pero como es obvio, el fragmento solo se puede amplificar si está presente, y esta es la base que permite utilizar la PCR para realizar pruebas de paternidad, identificar el ADN en la escena del crimen o diagnosticar la presencia de una firma genética en una muestra. Por ejemplo, la de un virus. Por ejemplo, la del ébola.

Kary Mullis, inventor de la PCR y premio Nobel de Química en 1993. Imagen de Dona Mapston / Wikipedia.

Kary Mullis, inventor de la PCR y premio Nobel de Química en 1993. Imagen de Dona Mapston / Wikipedia.

Es por sus enormes aplicaciones que, desde su invención en 1983, la PCR se ha convertido en una máquina esencial en los laboratorios. Las primeras máquinas eran mastodónticas y complejas, mientras que las actuales caben en un rincón de la mesa y llevan menos botones que una fotocopiadora estándar. La idea de la PCR es, en realidad, tan simple y tan obvia, que parece una consecuencia casi natural del avance de la biología molecular, algo que debería haber surgido simultáneamente en muchos laboratorios del mundo.

Y sin embargo, no fue así. Aunque ya se había lanzado algún tímido intento en años anteriores, el desarrollo de la idea para llevarla a la práctica fue obra de un peculiar bioquímico y surfista californiano llamado Kary Mullis. En 1983, Mullis trabajaba para una compañía biotecnológica llamada Cetus, ya desaparecida, cuando tuvo una idea mientras conducía por las montañas del norte de California. El propio investigador relataba así el momento en 1990 en un artículo que escribió para la revista Scientific American:

Un viernes por la noche, al final de la primavera, conducía hacia el Condado de Mendocino con una amiga química. Ella dormía. La carretera 101 era fácil. Me gustaba conducir de noche; cada fin de semana viajaba a mi cabaña en el norte sentado durante tres horas en el coche con mis manos ocupadas y mi mente libre.

Mullis comenzó a darle vueltas a un experimento que tenía en mente destinado a diseñar un nuevo método de secuenciación de ADN. En su cabeza comenzaron a tomar forma las cadenas de ADN y los reactivos que debía añadir a la mezcla.

Aquella noche el aire estaba saturado con la humedad y el aroma de los castaños en flor. Los temerarios tallos blancos asomaban desde las márgenes de la carretera hacia el resplandor de mis faros. Estaba pensando en los nuevos estanques que estaba excavando en mi propiedad, mientras planteaba hipótesis sobre todo lo que podía ir mal en mi experimento de secuenciación.

De repente, según relataba el propio Mullis, fue consciente de que su método produciría copias del ADN original de forma exponencial. Y súbitamente su idea dejó de ser un método de secuenciación para convertirse en otra cosa.

Emocionado, comencé a calcular potencias de dos en mi cabeza: dos, cuatro, ocho, 16, 32. Recordé vagamente que dos elevado a diez era aproximadamente mil y que, por tanto, dos a la veinte era alrededor de un millón. Detuve el coche en un desvío sobre el valle de Anderson. Saqué lápiz y papel de la guantera; necesitaba comprobar mis cálculos. Jennifer, mi soñolienta pasajera, protestó aturdida por la parada y la luz, pero exclamé que había descubierto algo fantástico.

Mr. Cycle, la primera máquina rudimentaria de PCR construida por Kary Mullis y su equipo en la compañía Cetus en 1985. Nótese la pegatina con la leyenda 'California Dreamin'. Imagen de Smithsonian Institution.

Mr. Cycle, la primera máquina rudimentaria de PCR construida por Kary Mullis y su equipo en la compañía Cetus en 1985. Nótese la pegatina con la leyenda ‘California Dreamin’. Imagen de Smithsonian Institution.

Y así fue como poco después había nacido la Reacción en Cadena de la Polimerasa, o PCR. Mullis terminaba su artículo citando la pregunta que todo biólogo molecular se formuló interiormente al conocer su procedimiento: «¿Por qué no se me ha ocurrido a mí?» «Y nadie sabe realmente por qué. Desde luego, yo no. Simplemente se me ocurrió una noche», escribía.

Lo cierto es que el método, a pesar de su sencillez conceptual, presentaba ciertos retos técnicos que Mullis solucionó con gran astucia. Uno de los más importantes fue cómo lograr que la polimerasa aguantara los ciclos de calentamiento, para lo cual se recurrió a una enzima procedente de una bacteria, Thermus aquaticus, que tolera altas temperaturas. Debido a que la puesta a punto de la técnica y la construcción de la primera máquina rudimentaria, a la que llamaron Mr. Cycle, fueron trabajos desarrollados en la compañía Cetus, inevitablemente surgieron las disputas sobre si Mullis merecía todo el mérito o este debía repartirse entre los integrantes del equipo. Pero la Academia Sueca no tuvo dudas al conceder al californiano el Nobel de Química en 1993.

Un moderno termociclador, el ProFlex de Applied Biosystems. Su precio, 8.770 euros. Imagen de Life Technologies.

Un moderno termociclador, el ProFlex de Applied Biosystems. Su precio, 8.770 euros. Imagen de Life Technologies.

Tanto en lo que se refiere a la corresponsabilidad del descubrimiento como al curioso relato del «eureka» durante un viaje nocturno por las montañas, es imposible saber si Kary Mullis llegó a embellecer la historia del descubrimiento perfecto. Lo cierto es que el personaje es de todo menos discreto y modesto. Con posterioridad a su salto a la fama, el californiano se ha destacado por sus controvertidas declaraciones sobre asuntos alejados de su experiencia, como antes que él hicieron otros científicos con hambre de notoriedad o saciedad de ego. En su autobiografía publicada en 1998, titulada Dancing naked in the mind field (Bailando desnudo en el campo de la mente), en cuya portada Mullis aparece con el torso desnudo y sosteniendo su tabla de surf, el científico negaba que el VIH fuera el causante del sida, sumándose así a la corriente pseudocientífica liderada por el alemán Peter Duesberg. No contento con esto, Mullis también ha negado la existencia del cambio climático y del agujero de ozono, que para él son conspiraciones orquestadas por gobiernos y científicos. Para rematar su actuación, el inventor de la PCR se declaraba devoto de la astrología.

Pero sin duda, mi favorita de entre todas las excentricidades (léase, las memeces de las personas principales) de Kary Mullis es el episodio de su encuentro en la tercera fase con un mapache alienígena. Cabe apuntar que el científico confesó haber consumido grandes cantidades de LSD durante su juventud, e incluso llegó a reconocer que el ácido pudo ayudarle a alumbrar la idea de la PCR. Pero Mullis asegura que aquella noche en su cabaña de las montañas estaba sobrio y limpio cuando, según recoge Thomas Bullard en su libro The myth and mystery of UFOs (El mito y el misterio de los ovnis), basándose en el relato del propio bioquímico en su autobiografía:

Una vez hubo encendido las luces y dejado las bolsas de la compra en el suelo, se iluminó con una linterna para encaminarse hacia el anexo. Por el camino, vio algo que resplandecía bajo un abeto. Apuntando su linterna hacia el resplandor, parecía ser un mapache con pequeños ojos negros. El mapache habló diciéndole, «Buenas tardes, doctor», a lo que él respondió con un saludo.

A pesar de todo, inventó la PCR, y la ciencia le debe mucho por ello. Se le podía haber ocurrido a cualquiera. Pero fue a él. Simplemente, se le ocurrió una noche.

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