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Desertificación: cuando ya no hay marcha atrás

Por J.M. Valderrama (CSIC)*

Más de dos tercios del territorio español corren riesgo de desertificación. Tras esta afirmación, muchos de los lectores y lectoras pensarán que nuestro país se va a convertir en un secarral de tierras yermas y agrietadas, pero lo cierto es que esa imagen no es del todo correcta, ya que tendemos a confundir desiertos con desertificación. Mientras que un desierto es un tipo de ecosistema restringido a un territorio en el que se dan unas condiciones climáticas determinadas, la desertificación es un tipo de degradación ambiental propia de los territorios áridos, y es consecuencia de las variaciones climáticas, que se acentúan con el cambio climático, y las actividades humanas inadecuadas. Así lo especifica el artículo 1 de la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación, firmada el 17 de junio de 1994, de ahí que el próximo domingo se celebre el Día Mundial de Lucha contra la Desertificación.

Este fenómeno se achaca a tres grandes motivos: el sobrepastoreo, la deforestación y las actividades agrarias inadecuadas, como el sobrecultivo y la salinización de suelos o aguas subterráneas. El abandono de las tierras de cultivo y el turismo son considerados como causas de desertificación dentro del ámbito Mediterráneo, según apuntan diversos autores. Pero, ¿cuáles son las causas de las causas? O dicho de manera más específica: ¿por qué se sobrepastorea un determinado lugar? ¿Qué lleva a intensificar el uso de las tierras de cultivo? En definitiva, ¿qué hace que las actividades humanas sean “inadecuadas”, como dice la definición oficial de desertificación?

Imagen de Tabernas, Almería. / Colin C Wheeler (CC 3.0).

El ser humano ha desarrollado estrategias para adaptarse a las zonas secas, en las que llueve poco y de manera impredecible. El truco para mantenerse en estos territorios es estar atento a las señales de escasez y adaptar las tasas de extracción de recursos (el pasto consumido, el agua extraída de los acuíferos, los árboles talados) a las de regeneración. El estereotipo que mejor refleja esta situación son los nómadas que siguen las erráticas lluvias y el pasto que brota tras su paso. Cuando la hierba se acaba, deshacen su campamento y buscan nuevos pastizales. La zona pastoreada volverá a ser productiva tras un periodo de regeneración.

En un sistema autorregulado (punto 1 en la figura) como el descrito no pueden darse episodios de desertificación. Pero más que vivir, se sobrevive. Por eso, cuando ocurre alguna perturbación que le es favorable (punto 2), el ser humano la aprovecha. Puede ser un periodo de lluvias extraordinario; o una novedad tecnológica que permita establecerse permanentemente en un territorio y vivir de un modo más desahogado e incluso con lujos hasta entonces impensables.

De repente el sistema aparenta ser más productivo (punto 3). Una subida del precio del trigo en los mercados internacionales puede convertir en un negocio redondo los rácanos campos de secano. En consecuencia, aumentan las tasas de extracción y se genera un sistema económico de mayor envergadura. Este nuevo equilibrio es muy precario, inestable. Tanto, que una vez que aparezcan las primeras señales de escasez -bien porque vuelvan las sequías o porque el ecosistema muestre los primeros síntomas de agotamiento- será necesario retraer el sistema económico a sus dimensiones originales (recorrido del punto 5 al 1). Sin embargo, puede suceder que la nueva situación haya desmantelado las antiguas vías de organización, y ya no sea posible la marcha atrás.

Estructura de los procesos de desertificación. / Los desiertos y la desertificación (CSIC-La Catarata).

En caso de mantener la sobreexplotación —porque deliberadamente se ignoran los síntomas de deterioro o porque no se perciben correctamente—, el sistema se dirige hacia unos umbrales que, a escala humana, son irreversibles como es el caso de pérdida de suelo fértil o salinización de los acuíferos. Este proceso de esquilmación en el que se sobrepasan puntos de no retorno se denomina, en el ámbito climático señalado, desertificación.

Ante la disyuntiva (punto 5) que sugiere este esquema, ¿por qué no detenemos la desertificación eligiendo la opción de regresar del punto 5 al 1 antes de que sea demasiado tarde? Hay tres razones, no necesariamente independientes, para entender -que no justificar- el camino destructivo del NO.

  1. El carácter oportunista resulta en una visión cortoplacista de la realidad. Esto implica maximizar el rendimiento económico en el menor tiempo posible, lo que no deja de ser un caso más de la Tragedia de los Comunes. Esta teoría afirma que cuando varios individuos explotan un recurso compartido limitado y actúan de manera independiente y motivados solo por el interés personal, terminan por arruinar ese recurso común, aunque a ninguno de ellos, ya sea como individuos o en conjunto, les convenga que tal destrucción suceda.
  2. La segunda explicación tiene que ver con la racionalidad limitada del ser humano, principio enunciado por el premio Nobel Herbert Simon y con la distorsión de las señales de escasez. Por un lado, nuestra mente tiende a simplificar las interacciones y elementos que componen un sistema y por otro el componente emocional interfiere en la interpretación de la información. Además, muchas veces ésta es escasa y confusa y no sabemos, a tiempo real, cual es el estado de un sistema. Puede que un acuífero se esté agotando y que al mismo tiempo los precios que se paguen por los productos que se riegan con ese recurso sean muy elevados e inciten a seguir bombeando agua.
  3. El coste de oportunidad. En muchas ocasiones la rentabilidad de las actividades alternativas a la que se realiza es tan baja que es preferible mantenerse en un uso poco productivo e insostenible. Por tanto, para aliviar la presión sobre unos recursos maltratados, han de implementarse políticas que favorezcan la versatilidad socioeconómica del lugar. El desarrollo de la industria agroalimentaria para amortiguar los períodos de crisis que afectan a los centros de producción agrícola es un buen ejemplo de esta estrategia.

Esta visión del problema incide en un hecho simple pero rotundo: la desertificación no consiste en el avance de los desiertos. El enemigo está en casa y para adelantarse al desastre, a que los paisajes empiecen a parecerse a un desierto, es necesario integrar las distintas políticas que afectan a los territorios (agricultura, gestión forestal, agua) y tratar de acoplar nuestras ambiciones a las reglas de la naturaleza. Pensemos con más amplitud de miras.

* J.M. Valderrama es investigador de la Estación Experimental de Zonas Áridas (EEZA) del CSIC y autor del libro Los desiertos y la desertificación de la colección ¿Qué sabemos de?, disponible en la Editorial CSIC y La Catarata. También escribe el blog Dando bandazos.

Día Mundial contra la Desertificación: umbrales que no se deben cruzar

Por el Grupo de Desertificación y Geoecología de la Estación Experimental de Zonas Áridas (CSIC)

Entre los años 50 y 70 del pasado siglo, en el Sahel, un periodo de lluvias extraordinario atrajo a una gran población y sus rebaños hasta el borde del desierto del Sahara. Los asentamientos comenzaron a surgir en lugares que históricamente tan solo eran zonas de pastoreo temporales. El retorno de la sequía atrapó a la gente y sus animales entre el Sáhara, al norte, y los campos de cultivo, al sur. Agotaron los recursos hasta que los animales murieron de hambre.

Desertificación

Desertificación/ Flickr. Erce Tümerk

Este es un caso paradigmático en el que mantener la sobreexplotación de los recursos –porque deliberadamente se ignoran los síntomas de deterioro o porque no se perciben correctamente– conduce a que el sistema se dirija hacia unos umbrales que, a escala humana, son irreversibles (por ejemplo, pérdida de suelo fértil o salinización de acuíferos). Este proceso de esquilmación, en el ámbito climático en el que se sobrepasan puntos de no retorno, se denomina desertificación.

Hoy, Día Mundial de Lucha contra la Desertificación y la Sequía, dentro del Año Internacional de los Suelos, recordamos que el ámbito en el que sucede la desertificación es en regiones áridas, semiáridas y subhúmedas secas. El ser humano ha desarrollado estrategias para adaptarse a estas regiones, en las que llueve poco y de manera poco predecible. En efecto, el aumento de la aridez viene acompañado de una mayor irregularidad en la distribución de las precipitaciones. El truco para mantenerse en estos territorios es estar atento a las señales de escasez y adaptar las tasas de extracción de recursos (el pasto consumido, el agua de los acuíferos) a las de regeneración. Hay años de bonanza y otros de escasez. El estereotipo que mejor refleja esta situación son los nómadas que siguen las erráticas lluvias y el pasto que brota tras su paso. Cuando la hierba se acaba deshacen su campamento y buscan nuevos pastizales. La zona pastoreada volverá a ser productiva tras un periodo de regeneración.

En un sistema autorregulado como el descrito no pueden darse episodios de desertificación. Pero más que vivir, se sobrevive. Por eso, cuando ocurre alguna perturbación que le es favorable, las poblaciones la aprovechan. Puede ser un período de lluvias extraordinario. O una novedad tecnológica combinada con un pequeño milagro económico (nuevos mercados, subvenciones) que permita, súbitamente, alcanzar aguas profundas y regar el desierto. O una subida del precio del trigo que convierta en un negocio redondo los rácanos campos de secano.

De repente el sistema aparenta ser más productivo. En consecuencia aumentan las tasas de extracción y se genera un sistema económico de mayor envergadura. Este nuevo equilibrio es muy precario, inestable. Y las decisiones de los productores pueden estar más influidas por los tipos de interés que por la lluvia que cae o el estado del suelo.

La degradación del territorio es la herencia irreversible de la desertificación, y solo con grandes inversiones puede recuperarse una pequeña parte del esplendor perdido. Un ejemplo actual sería la rápida expansión del olivar que, como consecuencia de suculentos incentivos en forma de subsidios, ha transformado el monte mediterráneo andaluz de forma dramática. Los cultivos se han instalado en pendientes inverosímiles, y la obsesión productivista lleva a limpiar de matas y la más mínima brizna de hierba el suelo que separa los árboles.

Olivares


Olivares en pendientes muy elevadas poco apropiadas para la agricultura y afectados por la erosión. /Jose Alfonso Gómez Calero, IAS (CSIC)

El resultado es que las trombas de agua –algo común en el clima mediterráneo– forman arroyadas que horadan y acarcavan el terreno, dando lugar a unas tasas de erosión nunca vistas. Aunque las señales son más que evidentes, los vientos económicos siguen siendo tan favorables que no levantamos el pie del acelerador. Estamos muy cerca de destrozar amplios territorios para siempre.