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Selección sexual desbocada: cuando los caminos de la seducción son inciertos

Por Gonzalo M. Rodríguez (CSIC)* y Mar Gulis

En Australia, un macho de pergolero satinado (Ptilonorhynchus violaceus) con su plumaje azulado despeja una zona de terreno, construye una especie de escenario y lo tapiza con elementos del mismo color: plumas, piedras, hojas, cristales o plásticos. A continuación, recoge ramitas secas y hace dos paredes que forman algo similar a un pasillo por el que entrar triunfante. Todo ello para deslumbrar a la hembra de su especie.

Macho de pergolero satinado (‘Ptilonorhynchus violaceus’) / Ken Griffiths

Por su parte, en Nueva Guinea y con el mismo propósito, un macho de pergolero pardo (Amblyornis inornata) construye una cabaña de ramitas techada y con aspecto de teatro. Limpia su interior con sumo cuidado para dejar únicamente la tierra a la vista y, sobre ella, va colocando montoncitos de distintos elementos coloridos que dispone como alfombras a la entrada de la pérgola.

En Sri Lanka, un ejemplar de pavo real (Pavo cristatus) despliega su cola en forma de abanico para sorprender a la hembra. Una cola llena de colores, pero aparentemente inútil para el vuelo.

Pavo real (‘Pavo cristatus’) / Jose Miguel Sanchez

Sin duda, procesos fisiológicos o comportamientos tan extravagantes como los descritos han sido seleccionados genéticamente porque provocan una fuerte influencia en las hembras. Pero, ¿por qué pasa esto? ¿Qué tienen esos comportamientos que tanto gustan a las hembras?

Un coste que es necesario asumir

Los ornamentos, los cantos, las mejores cabriolas… son rasgos que se consideran ostentosos, exagerados. Suponen tal riesgo o derroche de energía que, aparentemente, sería más lógico que no existiesen. Sin embargo, pueden explicarse por una relación coste-beneficio en el proceso de comunicación.

Desde el punto de vista del emisor, el macho en este caso, los costes radican en la emisión de la señal, mientras que los beneficios dependen de si el receptor, la hembra, responde o no a la señal enviada.

Por ejemplo, en relación con el coste, cuando el macho de ruiseñor (Luscinia megarhynchos) canta para atraer a la hembra, puede perder hasta un 10% de masa corporal por el esfuerzo que hace. Algo parecido sucede con los machos de muchas especies de lagartos, mamíferos, aves e insectos cuando destinan compuestos muy necesarios para su metabolismo a las secreciones químicas que, a modo de perfume, les permiten llamar la atención de las hembras. Es el caso de las lagartijas lusitana y carpetana (Podarcis guadarramae e Iberolacerta cyreni, respectivamente), que segregan sustancias con ácido oleico y provitamina D3, muy apreciadas por sus parejas.

Macho de lagartija carpetana (‘Iberolacerta cyreni’) / Matthijs Kuijpers

Otros costes a los que el emisor se enfrenta son más indirectos y se relacionan con el riesgo de ser detectado o atraer a individuos indeseados, como depredadores o competidores. Cuando un macho expresa una señal de colores muy llamativos para atraer a una hembra, como la cola del pavo real, asume un riesgo muy grande, ya que no solo será llamativo para la hembra sino que también puede ser visto y cazado por un depredador.

Sin embargo, todos estos costes se compensan con el beneficio que supone fecundar a la hembra. En este caso, el desgate y el riesgo valen la pena.

Cabría preguntarse por qué en los ejemplos citados es el macho el que tiene que hacer tantos esfuerzos para reproducirse. ¿Acaso la hembra no tiene el mismo interés en dejar descendencia? Sí, lo que pasa es que entre ambos sexos hay una diferencia fundamental que da lugar a un conflicto de interés: al macho le cuesta poco producir gametos, y lo hace en gran cantidad, mientras que los de la hembra son pocos y caros. Por eso, para asegurarse descendencia, el macho usa una estrategia basada en conseguir el mayor número de cópulas posibles, mientras que la hembra elige el mejor macho posible. Cantidad frente a calidad.

Cuando la selección se desboca

Lo dicho hasta aquí aclara algunas cosas, pero no acaba de explicar por qué las hembras de algunas especies prefieren machos con rasgos o comportamientos que van en detrimento de sus posibilidades de supervivencia. Para entender esto Ronald Fisher, uno de los genios de la matemática estadística y la biología del siglo XX, expuso la teoría del run-away, es decir selección desbocada.

Pongamos un ejemplo: imaginemos una población de aves en la que los machos son variables en sus rasgos y en la que el emparejamiento se hace completamente al azar, de manera que cada hembra sigue una preferencia distinta al resto. Imaginemos también que, en un momento dado, aparece un nuevo depredador que se mueve por el suelo y que los individuos con una cola más larga y que vuelan mejor consiguen escapar más a menudo de ese depredador.

¿Qué pasará? En pocas generaciones, las hembras con más descendencia serán aquellas que, aunque sea por azar, prefieran aparearse con machos con la cola más larga, porque sus crías también volarán mejor y tendrán más probabilidades de sobrevivir.

Si esa preferencia está ligada a un gen y se hereda, las hembras que elijan machos de cola larga, tendrán hijas que también los prefieran. En este caso, el rasgo del macho (cola larga) y la preferencia de las hembras se habría unido en los mismos individuos y sus genes se heredarían conjuntamente.

Los nuevos individuos se reproducirían más y tendrían más crías y, por tanto, se entraría en un proceso de retroalimentación positiva que desembocaría en que las colas de los machos serían cada vez más largas. Es decir, que ese rasgo se iría exagerando de manera desbocada (de ahí el nombre de esta teoría).

Podría llegarse a un punto en que la cola fuera tan grande que ocasionara un impedimento para la huida de ese depredador. Esto podría parar este proceso de selección, pero no necesariamente. Fisher planteaba que, aunque el rasgo ya no sea óptimo, dado que la preferencia en la hembra sigue existiendo, esos machos seguirán siendo elegidos y el rasgo continuará exagerándose.

Sin embargo, en algún momento entraría la selección natural: la cola sería tan larga que no permitiría volar al ave y los machos con este rasgo serían devorados por el depredador antes de tener oportunidad de reproducirse. Esto supondría el freno definitivo a la exageración.

Está claro que para gustos los colores, olores o sonidos. La preferencia o la atracción puede seguir derroteros muy complicados, variables e impredecibles; también en el juego de la seducción animal para observadores externos como nosotros. En cualquier caso, las preferencias que observamos hoy en las hembras de cualquier especie animal seguramente sean un reflejo del pasado, de ventajas evolutivas que se heredaron por ser beneficiosas y contribuir a incrementar la eficacia biológica de los individuos que las portaban y de aquellos con los que se emparejaban.

 

* Gonzalo M. Rodríguez es colaborador del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC) y autor del libro ‘Cómo se comunican los animales’, con un podcast en Ciencia para leer.

El origen del género Homo: ¿de dónde venimos?

JM Bermúdez de Castro

Por José María Bermúdez de Castro Risueño (CENIEH)*

En este mismo blog, Alberto Fernández Soto y Carlos Briones nos han ilustrado sobre el origen del universo y sobre el origen de la vida, respectivamente. Me toca terminar esta trilogía hablando sobre los seres humanos, la guinda final (por el momento) de los acontecimientos más importantes de una larga historia de 13.800 millones de años.

Durante las últimas cuatro décadas el estudio de la evolución humana ha dado pasos de gigante gracias al hallazgo de numerosos yacimientos, el uso de técnicas revolucionarias, los nuevos enfoques metodológicos y, sobre todo,la capacidad para abordar los problemas desde una perspectiva multi e interdisciplinar.

Figura 2. Este dibujo recrea una escena cotidiana de las sabanas africanas del Pleistoceno Inferior (hace unos dos millones de años), en las que nuestros ancestros daban buena cuenta de una presa. Las herramientas de piedra podían construirse en el mismo lugar, para después ser abandonadas. Dibujo realizado por Eduardo Saiz.

Este dibujo recrea una escena cotidiana de las sabanas africanas del Pleistoceno Inferior (hace unos dos millones de años), donde nuestros ancestros daban buena cuenta de una presa. Las herramientas de piedra podían construirse en el mismo lugar, para después ser abandonadas. Dibujo realizado por Eduardo Saiz.

Ese enfoque nos ha permitido establecer que el lapso temporal entre dos y tres millones de años antes del presente supuso un punto de inflexión en la historia evolutiva del linaje humano. El progresivo enfriamiento del planeta desde finales del Mioceno fue decisivo en ese cambio. Los bosques del continente africano fueron retrocediendo, dejando paso a zonas desérticas y extensas sabanas.

Nuestra condición de primate bípedo y trepador fue quedando atrás. No tardamos en disponer de un cuerpo cada vez mejor adaptado a la marcha, de mayor estatura y de proporciones muy similares a las que tenemos hoy en día.

Además, nuestra dieta tuvo que cambiar en detrimento de los alimentos vegetales. No fue un hecho traumático, porque las proteínas de origen animal ya formaban parte del menú de nuestro ancestro común con los chimpancés. Sin embargo, no podemos obviar que algunas especies de nuestra genealogía se quedaron por el camino. Otras, como las que se incluyen en el género Paranthropus, se adaptaron bien a la dieta vegetariana que ofrecen las sabanas.

Por último, algunos de nuestros ancestros ocuparon un nuevo nicho ecológico que ya no hemos abandonado. La selección natural nos transformó en depredadores oportunistas, sin dejar de ser unos perfectos omnívoros. Gracias a ello hoy lo podemos contar.

Pero la vida de aquellos ancestros no debió ser nada sencilla. Todavía éramos buenas presas para los grandes carnívoros de las sabanas y nuestra comida se movía a gran velocidad. Los yacimientos arqueológicos africanos ofrecen claras evidencias del consumo de diferentes especies de vertebrados. No obstante, la mayoría de las presas no se dejaban atrapar con facilidad. La captura de los medianos y grandes mamíferos no fue posible sin cooperación, astucia y habilidad. Es muy probable que la gran explosión del cerebro humano, tanto en su tamaño como en su complejidad, esté relacionada con este hecho.

Así llegó la tecnología, cuya antigüedad podría superar los tres millones de años. Los chimpancés usan piedras para romper las cáscaras de los frutos secos y suponemos que todos nuestros antepasados tuvieron habilidades similares. Esta cultura primitiva se convirtió en tecnología en el momento en que fuimos capaces de transformar la materia prima para usarla con una función determinada. Tal vez un golpe casual dio origen al primer cuchillo de piedra. Pero lo importante es que esa innovación se extendió con relativa rapidez en los grupos humanos que poblaron las sabanas africanas hace entre tres y dos millones de años.

Los cambios anatómicos de la mano facilitaron el uso y la eficacia de los instrumentos de piedra. La denominada ‘pinza de precisión’ puede definirse de manera muy simple como la capacidad de los dedos índice y pulgar para manipular objetos. Entre otros cambios, el pulgar adquirió una masa muscular considerable, las falanges distales ampliaron su base para la inserción de potentes tendones y las terminaciones nerviosas proliferaron en las yemas de los dedos. Este es quizá el cambio anatómico menos llamativo de aquella época. Pero sin este cambio el cerebro no habría podido operar sobre la materia prima y hoy en día careceríamos de tecnología.

Recreación de un individuo de la especie Homo habilis, realizada por Elysabeth Daynès. Este ejemplar se exhibe en el Museo de la Evolución Humana de Burgos.

Recreación de un individuo de la especie Homo habilis, realizada por Elysabeth Daynès. Este ejemplar se exhibe en el Museo de la Evolución Humana de Burgos.

Los expertos debaten si el incremento de tamaño del cerebro, que pasó de los 400 a los 600 centímetros cúbicos en un tiempo relativamente breve, la pinza de precisión, la fabricación sistemática de herramientas, así como el mayor consumo de carne y la consiguiente reducción del aparato masticador (que requería menos tiempo y esfuerzo para preparar los alimentos en la boca antes de deglutirlos) son caracteres suficientes para establecer la línea roja que diferencia las especies del género Homo de otros géneros de la genealogía humana. No cabe duda de que tales caracteres fueron los detonantes de la ‘gran explosión evolutiva’ que originó un nuevo grupo de especies de esta genealogía.

No obstante, algunos especialistas han optado por ampliar esa lista de caracteres, añadiendo las modificaciones experimentadas en el modelo de crecimiento y desarrollo. Especies como Homo habilis y Homo rudolfensis tuvieron un modelo similar al de los australopitecos y no muy diferente al de los simios antropoideos. Sin embargo, el último millón y medio de años de nuestra evolución se ha caracterizado, sobre todo, por una progresiva prolongación del tiempo que tardamos en concluir el crecimiento y por cambios muy notables en el modelo de desarrollo. Ese modelo ha supuesto la inclusión de la niñez y la adolescencia, así como los cambios en la tasa y el ritmo de crecimiento y maduración del cerebro. Los humanos actuales somos el resultado provisional de esos cambios, que nos han permitido indagar sobre los orígenes del universo del que formamos parte, de la vida y de nosotros mismos.

 

* José María Bermúdez de Castro Risueño es profesor de investigación del CSIC (en excedencia) y presta sus servicios en el Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH) de Burgos. Junto con Alberto Fernández Soto y Carlos Briones Llorente, es autor del libro Orígenes. El universo, la vida, los humanos (Crítica).