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Las sesgadas teorías del hombre cazador y la mujer recolectora

Marta I. GonzálezPor Marta I. González*

Ideas y supuestos preconcebidos sobre cómo son o deberían ser las cosas dirigen nuestra mirada y la interpretación de los datos, observaciones, experimentos… y, en definitiva, lo que aceptamos como conocimiento verdadero. La idea de “ver para creer” ejemplificaría la actitud científica, pero nuestra mirada no es nunca inocente; llevamos en ella todo lo que somos y todo lo que creemos saber. En ciencia, “ver para creer” requiere también un “creer para ver”. Como muestra el cuento del óvulo y el espermatozoide o el caso de la primatología, los estereotipos de género, nuestras concepciones culturales de lo masculino y lo femenino, forman parte de esas creencias arraigadas que condicionan la mirada científica.

Algo similar ocurrió en la paleoantropología, donde durante mucho tiempo reinó el paradigma del ‘hombre cazador’, basado en la idea de que debemos lo que somos a los cazadores del pasado, ya que gracias a ellos los humanos desarrollamos el bipedismo, el uso de instrumentos, el lenguaje, etc. La especie es aquí, una vez más, reducida únicamente a los machos. Fueron las paleoantropólogas Nancy Tanner, Adrienne Zihlman y Sally Slocum las que dejaron en evidencia el sesgo de la hipótesis del hombre cazador con su teoría de la ‘mujer recolectora’. No, decían ellas: realmente somos lo que somos porque las mujeres del pasado recolectaban y criaban a sus hijos. Su teoría estaba bien respaldada por la evidencia disponible, pero era inaceptable para la comunidad científica. Pero su evidente parcialidad hizo visible la oculta e inadvertida parcialidad de la teoría del hombre cazador.

Adrienne Zihlman

Adrienne Zihlman /R.R. Jones.

Arqueología, historia, sociología, psicología… en todas estas ciencias encontramos casos en los que el punto de vista de las científicas muestra la capacidad de los estereotipos de género para definir lo que aceptamos como verdadero.Esta ceguera de género se manifiesta también en la medicina, donde la presuposición de que el varón es el individuo universal de la especie humana impidió durante mucho tiempo, por ejemplo, que se atendiera a las peculiaridades de los trastornos cardiovasculares en las mujeres. Eliminadas de muchos ensayos clínicos porque sus cambios hormonales las hacen ser sujetos ‘inestables’, el conocimiento adquirido sobre el diagnóstico y el tratamiento de la enfermedad coronaria se elaboró sobre datos obtenidos con hombres. Sin embargo, la epidemiología muestra que la enfermedad coronaria es la principal causa de muerte en mujeres de mediana edad. Aunque la auténtica causa de la muerte de un buen número de esas mujeres bien pudo ser la ignorancia: lo que se desconocía sobre este tipo de trastornos en las mujeres en relación a los síntomas específicos, los factores de riesgo o la eficacia y seguridad de los medicamentos para ellas.

En ciencia, en definitiva, lo que se decide ignorar es tan importante como lo que se decide conocer. En estas decisiones, científicos y científicas trabajan desde sus situaciones y sus perspectivas parciales, y estas se reflejan en las preguntas, los métodos, los datos admitidos como relevantes y las respuestas aceptables y aceptadas. Tendemos a ver y a escuchar aquello que encaja con lo que creemos o creemos saber. No hay perspectivas absolutas en ciencia; no existe el ojo de dios, la mirada inocente y no contaminada.

En este sentido, la perspectiva o el punto de vista de las mujeres no es en términos absolutos más objetivo que el de los hombres, pero sí contribuye a una mayor objetividad (al visibilizar lo oculto), específicamente en aquellos ámbitos de la ciencia que se ocupan de los sexos y los géneros.

Por eso, el valor más importante para la objetividad científica probablemente sea el de la pluralidad. Una ciencia que dé cabida a la pluralidad de perspectivas estará mejor preparada para identificar y eliminar los puntos ciegos que provoca una única perspectiva parcial dominante, como lo fue durante mucho tiempo la perspectiva masculina.

Una ciencia más plural será una ciencia más robusta, porque la verdad que aceptamos, decía el ecólogo y matemático Richard Levins, es la intersección de mentiras independientes.

*Marta I. González es investigadora del CSIC. Actualmente trabaja como profesora de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de OviedoEste texto, junto a las dos entradas anteriores (Ni príncipes valientes ni princesas desvalidas: cómo las primatólogas cambiaron la forma de contar el cuento; Los orgasmos de las primates y los prejuicios de la ciencia), forma parte de una charla que Marta I. González impartió en TEDxMadrid, en septiembre de 2014, titulada: ‘Creer es ver: ciencia, mujeres y primates’. En el vídeo puedes ver y escuchar la conferencia completa. 

Los orgasmos de las primates y los prejuicios de la ciencia

Por Marta I. González*

Cuando solo miramos lo que salta a la vista, puede que se nos escape lo interesante. Esto fue lo que ocurrió cuando los primeros primatólogos observaban a los babuinos. Como vimos en la entrada anterior en el caso de los chimpancés, también los primatólogos que estudiaron a los babuinos  se encontraron en primer plano con las peleas y fanfarronadas de los machos. Y en el mundo de la Guerra Fría, elaboraron una narrativa según la cual la vida de los babuinos dependía de la organización jerárquica de sus machos. De acuerdo con esta representación, los babuinos macho eran animales tremendamente agresivos, que competían entre ellos por las hembras, pero que se convertían en una tropa disciplinada, en un ejército bien entrenado, cuando había que defender al grupo.

Babuinos

Vida social de los babuinos / Stig Nygaard

Pero lo que la primatóloga Thelma Rowell vio en la sabana no se parecía en nada a esta imagen: los machos no eran ni tan agresivos ni tan buenos soldados, y tampoco las hembras esperaban simplemente a que llegara su príncipe azul. En caso de ataque, la estrategia era la de ‘sálvese quien pueda’; y eran las relaciones entre las hembras, más bien, las que daban estructura al grupo. Además estaban muy ocupadas consiguiendo comida para su prole y cultivando las amistades que más les interesaban para el futuro de sus retoños.

El modelo militar de los babuinos se fue desmoronando. Jean Altmann, Barbara Smuts y Shirley Strum desmontaron también otras creencias arraigadas, como la de que los machos dominantes tienen prioridad en el acceso a las hembras y por tanto, más hijos en el grupo. Realmente, el más bravucón no era precisamente el que más ligaba. La discreción parecía, por el  contrario, ser una cualidad apreciada por las babuinas a la hora de elegir con quien aparearse. Descubrir este nuevo mundo babuino requería observar lo que estaba sucediendo en un segundo plano, más allá de las ruidosas reyertas de los machos. Para ello, Jean Altmann introdujo protocolos de observación sistemáticos que garantizaran que todos los miembros del grupo, y no solo los que llamaban más la atención, fueran observados.

Bonobos

Vida sexual de los bonobos / Rob Bixby

La vida sexual de las primates es precisamente otro buen ejemplo de la fuerza de las creencias previas para dirigir e interpretar las observaciones. Mientras que tradicionalmente se asumía que la iniciativa sexual era cosa de los machos, los trabajos de Amy Parish con los bonobos o de Sarah Hrdy con los langures nos devuelven una imagen de las hembras como individuos que buscan activamente el sexo y no con el único objetivo de reproducirse. Incluso la posibilidad de que las hembras de los primates disfrutaran del sexo y experimentaran orgasmos fue debatida, aunque nunca se dudó sobre si los machos tenían orgasmos. El sexo para las primates es, en el trabajo de Sarah Hrdy, también placer y estrategia. Hrdy sostiene que el disfrute que proporciona el orgasmo incentiva a las hembras a tener relaciones con muchos machos. De este modo, la confusión sobre la paternidad de sus crías las mantendrá a salvo, dado que en ocasiones los machos matan a las crías que no son suyas para provocar el celo en las hembras que están amamantando.

Bonobos

Siesta compartida / LaggedOnUser.

Curiosamente, la respuesta común a la pregunta de por qué las primates humanas tenemos orgasmos fue que estos tenían la función adaptativa de hacer que las hembras estuvieran siempre disponibles para los machos fortaleciendo de este modo el vínculo en la pareja monógama. La mujer ofrece al hombre sexo ilimitado, y él a cambio la ayuda a cuidar de la prole. En los relatos sobre el origen adaptativo de las conductas encontramos de un modo muy claro la capacidad de las preconcepciones para interpretar las observaciones. Sarah Hrdy le da la vuelta al relato tradicional sobre hembras pasivas y fieles para convertirlas en asertivas y promiscuas. Cómo creemos que debemos ser y cómo somos aparecen articulados de forma necesaria por el poder de la evolución para definirnos.

Las transformaciones que las primatólogas introdujeron en los métodos y los marcos teóricos nos muestran que el punto de vista, la perspectiva, importa. Como mujeres, y en un momento histórico de auge del movimiento feminista, fueron capaces de identificar el sesgo que había estado condicionando observaciones y teorías previas, según el cual los machos de las especies son los individuos interesantes, y las hembras tienen simplemente un papel reproductivo. Al visibilizar a las hembras, iluminaron un enorme punto ciego en la primatología. Su perspectiva parcial desveló la parcialidad de la perspectiva dominante, y el resultado fue una ciencia más objetiva.

*Este texto forma parte de una charla que Marta I. González impartió en TEDxMadrid, en septiembre de 2014. Sigue en este blog el resto la historia de las primatólogas y de cómo cambiaron la forma de contar el cuento. La primera de tres entradas puedes leerla aquí. Marta I. González es investigadora del CSIC. Actualmente trabaja como profesora de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Oviedo.