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Los demonios del queso: la sal y la grasa. ¿Seguro?

Tomás GarcíaPor Tomás García Cayuela (CSIC)*

El queso ha sido y es una parte muy importante de nuestra alimentación. Si bien no es imprescindible, es un alimento muy completo, rico en proteínas, lípidos, minerales como el calcio, y vitaminas. Sin embargo, dos de sus componentes, la sal y la grasa, han estado siempre en el punto de mira por su relación con la hipertensión y la obesidad, respectivamente. ¿Qué hay de cierto en todo esto? ¿Es tan mala la grasa del queso? ¿Habría que elegir quesos bajos en sal? Vayamos por partes.

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Un consumo de 60 gramos diarios de queso Camembert no tendría efecto en los lípidos sanguíneos ni en la presión arterial. / Myrabella.

Efectivamente, el consumo de elevadas cantidades de sal puede ser muy peligroso para nuestra salud. Puesto que muchos quesos presentan altos niveles, la tendencia actual en la industria quesera es la de reducir este componente. Sin embargo, según la mayoría de estudios observacionales y clínicos realizados hasta el momento, no existe relación directa entre el consumo moderado de queso y el riesgo de incidencia de hipertensión. Por tanto, la única precaución que se debe seguir es controlar las raciones que se toman, sobre todo con determinados tipos, como los curados, que pueden llegar a aportar casi 1 gramo de sal por cada porción de 80 gramos. En cambio, sí sería imprescindible reducir al máximo el consumo de alimentos precocinados, ya que muchos de los aditivos que contienen están formados por sales de sodio (la denominada ‘sal invisible’).

Veamos qué sucede con el segundo ‘demonio’ del queso. Durante los últimos 30 años, la grasa del queso y demás productos lácteos enteros ha sido considerada como la mala de la película, por aportar muchas calorías y ser una fuente de grasa saturada innecesaria en nuestra dieta. Además, se asumía que esa grasa estaba relacionada con la obesidad y que aumentaba el riesgo de enfermedad cardiovascular. En este sentido, en las guías alimentarias lo que se aconsejaba –y se sigue aconsejando, de hecho– era tomar productos bajos en grasa o desnatados, en lugar de los productos enteros. Con los nuevos estudios científicos, estas creencias han sido cuestionadas de la siguiente manera:

  • La grasa láctea no es una fuente innecesaria de grasa saturada. Hay que tener en cuenta que esta grasa puede llegar a tener más de 400 tipos de ácidos grasos. Además, es muy compleja y contiene ácidos grasos que presentan actividades biológicas muy importantes: el ácido mirístico interviene en la síntesis de proteínas; los ácidos grasos de cadena media y corta previenen la oxidación de otros ácidos grasos de cadena más larga, y favorecen su bioconversión a ácidos grasos esenciales para el desarrollo del cerebro y el sistema nervioso; asimismo, los ácidos grasos de cadena ramificada ayudan a mantener la estabilidad de las membranas celulares.
  • El queso y los productos lácteos en sí mismos no provocan un aumento del colesterol malo (LDL) ni incrementan el riesgo de enfermedad cardiovascular. En muchos de los estudios en los que se ha sustituido la grasa insaturada por saturada en una dieta, no se observan cambios significativos en los niveles de colesterol de los individuos.
  • El consumo de lácteos enteros no contribuye a la obesidad y a la aparición de enfermedades metabólicas. La grasa láctea no solo es saciante, lo que ayuda a comer menos, sino que también tiene un papel regulador en el metabolismo de la glucosa y la aparición de diabetes tipo 2.
 La grasa de los lácteos en general es saciante y tiene un papel regulador en el metabolismo de la glucosa / Dorina Andress

La grasa de los lácteos en general es saciante y tiene un papel regulador en el metabolismo de la glucosa. / Dorina Andress.

Además de no tener un impacto negativo en la salud, el consumo de queso (también de yogur natural o leche entera) puede tener un efecto protector sobre nuestro metabolismo. Así lo confirmó un estudio de la Universidad de Dinamarca en el que los participantes consumían 80 gramos de queso Gouda (27% de grasa) al día y algunos que tenían síndrome metabólico redujeron sus niveles de colesterol. En otra investigación, publicada en el International Journal of Food Sciences and Nutrition, se comprobó que el consumo diario de 60 gramos de queso Camembert no tenía efecto en los lípidos sanguíneos ni en la presión arterial.

¿Este efecto protector se debe solo a la grasa? En un estudio de la misma publicación, se comparó el consumo de queso con el de mantequilla (a igualdad de contenido en grasa) y los resultados obtenidos fueron muy distintos, pues solo con el queso se observó una disminución del colesterol sanguíneo LDL. Por tanto, una hipótesis es que, además de la grasa, otros factores de la matriz del queso están actuando en el organismo, como el calcio, las caseínas o las propias bacterias fermentadoras.

En definitiva, los últimos metanálisis indican que el queso, consumido como parte de una dieta equilibrada, no está relacionado con el riesgo de obesidad, síndrome metabólico, diabetes tipo 2 o enfermedad cardiovascular. Tampoco influye en los niveles de lípidos sanguíneos o de presión arterial, como siempre se había dicho, por su contenido en grasa o sal. Pensemos mejor en el queso como un alimento completo donde todos sus componentes están relacionados entre sí y no como un conjunto de nutrientes aislados.

 

*Tomás García Cayuela es investigador en el Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación (CIAL), centro mixto del CSIC  y la Universidad Autónoma de Madrid, y en el Tecnológico de Monterrey (México). Además, es creador del blog de divulgación sobre gastronomía y ciencia El Saber Culinario.

El queso se originó por accidente hace 8.000 años

Por Ana Rodríguez González (CSIC)*Foto Ana Rodríguez González miniatura

El queso forma parte de la dieta del ser humano desde hace más de 8.000 años y su producción es uno de los ejemplos más antiguos de la aplicación de procesos biotecnológicos a la elaboración de alimentos.

El inicio del queso parece situarse en el valle Fertile Crecent, ubicado entre los ríos Trigris y Eufrates en la antigua Mesopotamia (actualmente Irak), y probablemente ocurrió de forma accidental tras ser domesticados los animales productores de leche (ovejas, cabras, y, posteriormente, vacas). La transformación de leche en queso se habría visto favorecida por el clima cálido de la zona, que provocó el crecimiento de la microbiota láctica, contaminante natural de la leche, con la consecuente producción de ácido y la coagulación espontánea de la leche (coagulación ácida) . Por otro lado, el almacenamiento del producto resultante en vasijas habría permitido la separación del suero y cuajada. De sabor agradable, esta última podía ser consumida fresca o conservada más tiempo. Estos primitivos quesos ácidos siguen elaborándose en Oriente Medio sin apenas innovaciones tecnológicas, mientras que numerosas variedades de quesos de coagulación ácida (Cottage, Quarg, Fromais Frais, Queso Blanco, etc.), con procesos de elaboración altamente mecanizados, son muy populares en Occidente.

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En España, el consumo medio de queso por habitante y año es de 9,5 kg frente a los 17,9 kg de la media europea. / Wikimedia.

Además de la coagulación ácida, también data de antiguo la coagulación enzimática, la cual habría ocurrido al almacenar leche en bolsas fabricadas con el estómago de corderos y cabritos, las cuales contienen enzimas coagulantes. Estas cuajadas, que también estarían contaminadas por bacterias, sufrirían un proceso de maduración durante el almacenamiento, el cual daría lugar a cambios de aroma, sabor y textura, transformándose la cuajada inicial en un producto mucho más agradable desde un punto de vista sensorial.

La transformación de leche en queso aportó a los primeros elaboradores una serie de ventajas: estabilidad durante el almacenamiento, facilidad de transporte y diversificación de la dieta. Todo ello favoreció la extensión de la preparación de queso desde Oriente Medio a otras áreas geográficas (Egipto, Grecia y Roma), tal como acreditan diversos hallazgos arqueológicos (Friso de la Lechería, Museo Nacional de Irak) y documentos de la literatura griega (Homero, siglo VIII a.C.; Herodoto, siglo V a.C.; Aristóteles, siglo IV a.C.) y romana (Columella, siglo IV d.C.). La expansión del Imperio Romano introdujo el queso en todo el mundo conocido en esa época. Tras su caída (año 476 d.C.), el queso se extendió a toda Europa.

La expansión del queso

Más tarde, los monasterios y los estados feudales contribuyeron al desarrollo de las distintas variedades de queso y de la tecnología quesera desde la Edad Media hasta finales del siglo XVIII. La elaboración del queso se convirtió en un arte que se transmitía de generación en generación, y al que se iban incorporando modificaciones tecnológicas a medida que se observaba que alteraciones no intencionadas en el proceso de fabricación provocaban cambios deseables en las características del queso.

Muchas de las variedades de queso actuales tienen un origen muy antiguo. Así, algunos quesos deben su nombre al monasterio donde se inició su producción. Tal es el caso de los quesos franceses Port Salut y Saint Nectaire. Otros quesos siguen elaborándose en áreas muy restringidas. Un buen ejemplo lo constituye el queso Roquefort, elaborado desde 1070 en Roquefort-sur-Soulzon (suroeste de Francia), y cuyo consumo se ha internacionalizado. En el caso del queso Cheddar, su elaboración se inició en el siglo X en Somerset (Inglaterra) y actualmente se produce en todos los países anglosajones.

En la segunda mitad del siglo XIX se sucedieron grandes avances en los conocimientos de la química y microbiología de la leche, que permitieron controlar mejor el proceso de preparación del queso y estandarizar su producción, lo que dio lugar a la aparición de las primeras fábricas de queso en EEUU y Gran Bretaña. Sin embargo, en los países del sur de Europa se conserva la elaboración tradicional de queso, siendo cada variedad quesera el reflejo de la diversidad de tradiciones  que se mantienen en áreas geográficas muy localizadas. Cada tipo de queso posee características propias y diferenciadas, vinculadas a la zona de origen, en la que el tipo de leche, los pastos, el clima y el método de fabricación, tienen una gran influencia.

El consumo de queso, hoy

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Quesos como el Saint Nectaire deben su nombre al monasterio en el que se inició su producción. / Wikimedia.

Para proteger y potenciar la elaboración de quesos tradicionales, la Unión Europea estableció indicadores geográficos de calidad: la Denominación de Origen Protegida (DOP) y la Indicación Geográfica Protegida (IGP). Dichos indicadores se articulan sobre los conceptos de calidad, diferenciación y territorio. Actualmente en la base de datos DOOR (Database Of Origin of Registration) figuran como registradas 187 DOPs y 40 IGPs, de las que 26 DOPs y 2 IGPs corresponden a quesos españoles.

La mayor producción de queso corresponde al elaborado con leche de vaca, con 18,9 millones de toneladas de producción mundial anual, de las cuales 9,6 millones corresponden a la UE y 147.600 a España. En territorio español se producen además  65.100 toneladas de queso de leche de oveja, 24.500 toneladas de queso de leche de cabra y 120.000 toneladas de queso de mezcla. Del conjunto de la producción española, 22.000 toneladas corresponden a los quesos con indicadores geográficos de calidad, valoradas en 222 millones de euros. El valor total del mercado del queso en España, incluyendo la producción propia y las importaciones, es de 2.630 millones de euros.

A pesar de la gran variedad de quesos tradicionales e industriales que se producen en España, el consumo medio por habitante y año (9,5 kg) está lejos de la media de la UE (17,9 kg). Al notable consumo medio europeo contribuyen especialmente países como Francia (26,7 kg), Finlandia (25,6 kg) o Alemania (24,6). Los datos de consumo de otros países como EEUU (15,5 kg), Japón (2,2 kg), Turquía (7,8 kg), Egipto (4,6 kg), Argentina (21,4 kg), Brasil (3,7 kg), Australia (13,6 kg) o Nueva Zelanda (8,6 kg) reflejan la alta variabilidad geográfica del mismo, destacando Europa como el área de mayor consumo.

 

* Ana Rodríguez González es investigadora en el Instituto de Productos Lácteos (CSIC).