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¿Es posible un ‘apocalipsis zombi’? Aquí, una perspectiva científica

Por Omar Flores (CSIC)*

Uno de los recursos más habituales de la ficción posapocalíptica son los zombis. Buena parte del público se ha preguntado alguna vez cómo actuaría en tal escenario; lo que, a su vez, lleva inevitablemente a la cuestión de si es realmente posible que existan los zombis y, de ser así, cómo serían. La ciencia, como siempre, acude para resolver nuestras dudas, incluso sobre no-muertos.

En primer lugar, vamos a desmentir una de las características más imposibles: los zombis como ‘máquinas de movimiento perpetuo’, que pase lo que pase nunca se detienen; cadáveres andantes que, encuentren o no comida, siguen caminando meses, años o toda la no-vida. Esto es totalmente imposible, pues, sin importar qué haya causado la zombificación, estas criaturas deben estar sujetas a los límites de la física. Ningún organismo, vivo o no-muerto, puede mantener su actividad sin recibir un aporte de energía que la sustente. Por tanto, los zombis desaparecerían por simple inanición.

Diferentes representaciones de zombies en las películas.  / AMC, Fox Searchlight y Screengems.

La siguiente cuestión es cómo se verían afectadas las capacidades físicas de los zombis al pasar a ese estado. En la ficción encontramos tres opciones básicas: zombis con fuerza o agilidad similares a las de los vivos (28 días después), con habilidades reducidas (The Walking Dead) o zombis con habilidades potenciadas, más fuertes y letales que en vida (Resident Evil). Desde el punto de vista científico, lo más probable es que los zombis tuvieran unas habilidades inferiores a las que tenían en vida, debido al deterioro físico de su organismo. Sería posible, aunque menos probable, que mantuvieran las mismas capacidades si, en vez de morir, solo perdieran su mente consciente, caso en el que podrían conservar su fuerza o agilidad siempre que consiguieran mantenerse bien alimentados. Lo que definitivamente no parece posible es que su fuerza se incrementase. Por tanto, parece evidente que podríamos enfrentarnos a los zombis y derrotarlos.

Otra idea tradicional del género es que los zombis se alimentan de cerebros. Sin embargo, no cabe esperar que los zombis sean selectivos con la comida. De hecho, las sagas más modernas ya presentan zombis que se alimentan de cualquier cosa para subsistir.

Tampoco parece muy razonable el comportamiento gregario por el cual los zombis tenderían a reconocerse y formar grupos. Sería más probable que se atacasen entre ellos, salvo que su carne no fuera útil para los propios zombis y que conservasen la capacidad de detectarse y descartarse mutuamente; algo complicado pero que podríamos aceptar. En cualquier caso, si así fuera, como mucho se ignorarían entre ellos.

Analizadas esas características secundarias (sobre las que podéis encontrar más detalles aquí), vamos por fin con la más importante de todas: ¿podrían existir realmente los zombis? Parece imposible que después de muertos algo nos vaya a hacer salir de las tumbas. En cambio, si aceptamos como zombis a aquellos cuerpos cuyo cerebro ha sido parcialmente destruido o anulado, dejando un organismo funcional pero reducido a un ente sin consciencia que solo busca satisfacer su impulso más básico de alimentarse, entonces sí podríamos llegar a enfrentarnos a una epidemia zombi. Para ello bastaría con que apareciese algún patógeno (virus, hongo o bacteria) que pudiese infectarnos, llegar a nuestro cerebro y dañarlo de esa manera. Otra posibilidad sería que un patógeno nos infectase en otra parte del cuerpo y que su actividad produjera una sustancia que llegase a nuestro cerebro y provocase esos síntomas, como si fuese una potente droga.

Pero si todo lo anterior es pura especulación, hay algo que es muy real, y es que, de hecho, ya existen zombis entre nosotros. Aunque solo en el caso de animales infectados por patógenos que los convierten en cierta clase de zombis.

El caso más simple sería el de la rabia, causada por un virus y cuyos síntomas se asemejan mucho a los de la ficción zombi (pérdida del control, agresividad, mordeduras y contagio a través de ellas), aunque los organismos infectados no son ‘muertos vivientes’.

Para encontrar animales cuyo comportamiento se aproxima más al de ‘muertos vivientes’ podríamos considerar el de los insectos que son hospedadores de parásitos como los gusanos nematomorfos (Nematomorpha o Gordiacea). Estos gusanos en su fase adulta viven en el agua (podemos encontrarlos incluso en charcos de lluvia), donde ponen sus huevos, que son ingeridos por los insectos. Los gusanos nacen en el cuerpo de su hospedador y se alimentan de él hasta que crecen lo suficiente para poder vivir libres. Cuando llega el momento de salir, el gusano toma cierto control del cuerpo del insecto y le provoca la necesidad autodestructiva de buscar agua y lanzarse dentro (Video de arriba).

A partir de ese momento, aunque el insecto se siga moviendo, ya es prácticamente un muerto viviente, pues no es dueño de sus acciones, y literalmente se suicida para que su parásito viva y continúe el ciclo.

El caso más extremo lo encontramos sin duda en el hongo Cordyceps unilateralis, que infecta a hormigas como las de la especie Camponotus leonardi. Las esporas de este hongo que alcanzan a las hormigas crecen dentro de ellas, comiéndoselas por dentro. En poco tiempo consiguen alterar el comportamiento de la hormiga, provocando que haga cosas extrañas como separarse del resto de hormigas, morder hojas y quedarse colgando de ellas, o lanzarse desde la vegetación al suelo. En este caso sí que podemos hablar de verdaderos ‘muertos vivientes’, ya que el hongo infecta completamente su cuerpo y su mente. Incluso llega a mover la mandíbula de la hormiga después de que esta haya muerto, lo que la convierte en una auténtica hormiga zombi. Al final el hongo desarrolla una seta que sale de la cabeza de la hormiga, para dispersar sus esporas e infectar a más hormigas. Esto sucede también con otros Cordyceps que infectan a otros insectos (como se puede ver también en este vídeo).

Hongo Cordyceps unilateralis en hormiga y representación humana (The Last of US). / Penn State y  Naughty Dog.

¿Podría pasar algo como eso en seres humanos? Ese es justo el argumento del videojuego The Last of Us, en el que una mutación de Cordyceps infecta a personas. Sin embargo, esta no parece una amenaza real, pues estos hongos han coevolucionado con los insectos, y no están adaptados para infectarnos (no bastaría una simple mutación para lograr que nos controlen como a las hormigas). En todo caso, podríamos especular sobre que en algún futuro llegase a aparecer (por evolución natural o de forma intencionada por nuestra intervención) una forma de patógeno que logre provocarnos una zombificación. Así que podemos concluir que, aun siendo poco probable, científicamente cabe la posibilidad de que lleguemos a convertirnos en zombis.

 

* Omar Flores es biólogo del CSIC en el Museo Nacional de Ciencias Naturales.

¿Ha perdido la ciencia la batalla contra los piojos?

Foto de piojo

Imagen microscópica de un ejemplar de piojo. / Alejandro del Mazo Vivar (FOTCIENCIA7)

Por Mar Gulis

Durante siglos, las únicas armas con las que hemos contado para protegernos de los piojos han sido bastante rudimentarias: lavarnos la cabeza, echarnos vinagre, cortarnos el pelo, despiojarnos unos a otros, etc. Hoy en día, además, tenemos a nuestra disposición un sinfín de fármacos y tratamientos insecticidas producidos en los laboratorios. Sin embargo, las tasas de infección siguen siendo elevadas -no es raro encontrar colegios en los que más del 20% de los niños sufren a estos molestos parásitos- y el método doméstico de buscar y quitar liendres y piojos de la cabeza de la persona infectada sigue siendo fundamental para eliminarlos.

¿Han perdido la ciencia y la tecnología la batalla contra los piojos? Digamos que, cuando menos, han sido incapaces de ganarla. La razón es que, con el tiempo, los piojos desarrollan resistencias a los insecticidas haciendo que la fórmula del champú o loción que unos años atrás resultaba infalible apenas surta efecto esta temporada.

En su libro Parasitismo (CSIC-Catarata), el biólogo Juan José Soler explica que el problema no son los productos en cuestión sino el uso poco continuado y desincronizado que hacemos de ellos. Pensemos en una persona que está siguiendo un tratamiento antipiojos. ¿Qué pasa si lo interrumpe antes de finalizarlo? Lo más probable es que en su cabeza todavía queden algunos molestos inquilinos, precisamente los más resistentes. En lugar de morir por el efecto de las siguientes dosis, esos piojos seguirán reproduciéndose, por lo que la población entera de piojos de su cabeza se habrá hecho mucho más fuerte. Si la persona retomara el tratamiento, éste sería ya inútil o solo daría resultado incrementando las dosis y la frecuencia iniciales.

Convencer a una persona de que siga el tratamiento hasta al final no es lo más complicado porque, como es obvio, nadie quiere pasarse el día rascándose la cabeza. Lo que resulta verdaderamente difícil y costoso es poner de acuerdo, por ejemplo, a todos los alumnos de un colegio y a sus familiares para que sigan el tratamiento al mismo tiempo. Esta sería la única forma de evitar que aparezcan mutantes resistentes porque, siguiendo con el ejemplo del colegio, cuando unos niños siguen el tratamiento y otros no, los piojos parcialmente resistentes saltan de la cabeza de los primeros a la de los segundos, donde logran sobrevivir y reproducirse… Para después volver a colonizar las cabezas de quienes sí siguieron el tratamiento.

Por suerte, los piojos son molestos pero, en general, no representan un riesgo grave para la salud. Las consecuencias de que la ciencia no gane esta batalla no parecen especialmente preocupantes… El verdadero riesgo es que, del mismo modo que los piojos se hacen más resistentes a los insecticidas, otro tipo de parásitos más dañinos, como algunas bacterias que nos causan infecciones, se hacen resistentes a los antibióticos. Investigadores de todo el mundo trabajan en la búsqueda de una nueva generación de estos medicamentos, pero mientras sus esfuerzos no produzcan el resultado esperado no queda más remedio que hacer un uso responsable de ellos.

¿Sabías que el sexo nos protege de los parásitos?

Por Mar Gulis

Pulgas, ladillas y cosas peores… Hoy sabemos que la actividad sexual practicada en malas condiciones de higiene entraña el riesgo de contraer molestos inquilinos. Sin embargo, la historia de la vida en la Tierra viene a decirnos que el sexo ha sido y es un importante arma en la lucha contra los parásitos.

Uña de garrapata

Uña de garrapata / ‘Con un poco de tacto’, Carolina Medina Bolívar (FOTCIENCIA7)

El parasitismo es un modo de vida mucho más extendido en la naturaleza de lo que se tiende a pensar. El 60% de las especies conocidas son parásitos y prácticamente ningún ser vivo se libra de sufrirlos, porque incluso la mayoría de los organismos que consideramos parásitos son explotados por otros. La garrapata que le chupa la sangre a nuestro perro, por ejemplo, sirve de alimento a pequeños ácaros, de los que a su vez se aprovechan hongos y bacterias…

En su libro Parasitismo (CSIC-Catarata), el biólogo Juan José Soler explica que las especies hospedadoras y sus molestos huéspedes llevan librando, generación tras generación, una intensa batalla que ha influido de manera decisiva en su evolución. Las adaptaciones de los hospedadores para defenderse de los parásitos han sido ‘contestadas’ por estos últimos con nuevas adaptaciones que a su vez han obligado a sus anfitriones a adaptarse… Y así, en una especie de carrera enloquecida, los hospedadores han tenido que seguir corriendo para que los parásitos no les saquen demasiada ventaja. El fenómeno es conocido como el de la Reina Roja, por la explicación que este personaje de Alicia en el país de las maravillas da a la protagonista del relato tras una extenuante carrera: “En este lugar hace falta correr todo cuanto una pueda para permanecer en el mismo sitio”.

La principal dificultad de los hospedadores es que su ritmo de reproducción suele ser menor que el de los parásitos –por cada generación de seres humanos pueden vivir entre 70 y 270 generaciones de pulgas–. Esto significa que una mutación que ofrezca ventajas adaptativas a una pulga, puede generalizarse a toda la especie a un ritmo mucho mayor que en los humanos.

"En este lugar hay que correr todo lo que puedas para mantenerse en el mismo sitio"

«En este lugar hay que correr todo lo que puedas para mantenerse en el mismo sitio».

Según la hipótesis de la Reina Roja, es el sexo lo que hace a los hospedadores no perder la carrera. Desde este punto de vista la razón por la que todos los animales y la mayoría de las plantas se reproducen sexualmente en lugar de clonarse –algo que energéticamente resulta mucho más ‘barato’– es que el sexo favorece la variabilidad genética de las poblaciones. Gracias a esa variabilidad, las especies contarían con un amplio repertorio de respuestas inmunitarias para hacer frente a las amenazas parasitarias. Pensemos, por ejemplo, en una nueva cepa bacteriana virulenta. Si en una población unos pocos individuos tuvieran una variante genética que les permitiera sobrevivir a ella, se evitaría la extinción porque los descendientes de estos individuos serían resistentes a la infección.

Si, además de reproducirse sexualmente, los individuos de una especie se sintieran atraídos por los que tienen las mejores defensas, el efecto antiparasitario del sexo aumentaría. Los estudios realizados en aves como el pavo real o las golondrinas han demostrado que los parásitos influyen en su comportamiento sexual: las hembras prefieren a los machos con las colas más grandes y llamativas porque dichos caracteres indican que esos individuos sufren un bajo grado de parasitismo.

Vamos, que a las múltiples bondades conocidas del sexo tenemos que añadir una más: su potente efecto desparasitador.