Entradas etiquetadas como ‘olfato’

¿Por qué tú y yo percibimos olores diferentes?

Por Laura López-Mascaraque* y Mar Gulis (CSIC)

¿Por qué cuando olemos algo, hay a quienes les encanta y a quienes, sin embargo, les produce rechazo? Es importante considerar la variabilidad individual que puede existir en la percepción olfativa debido a diferencias o mutaciones en los genes que codifican los olores. Ninguna persona huele igual.

Los seres humanos tenemos alrededor de 1.000 genes que codifican los receptores olfativos, aunque solo 400 son funcionales. Se conocen como proteínas receptoras olfativas que, de alguna manera, trabajan juntas para detectar una gran variedad de olores. El patrón de activación de estos 400 receptores codifica tanto la intensidad de un olor como la calidad (por ejemplo, si huele a rosa o limón) de los millones, incluso billones, de olores diferentes que representan todo lo que olemos. La amplia variabilidad en los receptores olfativos influye en la percepción del olor humano aproximadamente en un 30%. Esta variación sustancial se refleja a su vez en la variabilidad de cómo cada persona percibe los olores. Un pequeño cambio en un solo receptor olfativo es suficiente para afectar la percepción del olor. Esto influye en cómo una persona lo percibe, y provoca respuestas hedónicas muy dispares: «me encanta» o «lo odio».

Variaciones en el gen OR6A2 hacen que el sabor del cilantro sea algo parecido al jabón para algunas personas

Y si hay un alimento que genera tanto amor como rechazo, ese es el cilantro. En este caso, variaciones en el gen OR6A2 hacen que su sabor sea algo parecido al jabón para algunas personas mientras que otras lo definen como verde y cítrico. Alteraciones en el gen OR2M7 son responsables de detectar el fuerte olor de la orina al comer espárragos. O hay quienes no detectan el olor a violeta, relacionado con la variación en el gen β-ionona. Dos sustituciones de aminoácidos en el gen OR7D4 provocan que la androsterona, presente en la carne de cerdos machos, sea indetectable para algunas personas, otros lo relacionan con olor a orina y sudor, mientras que hay quienes la describen como un olor dulce o floral. A lo largo de nuestra vida se puedan activar o desactivar ciertos genes que codifican para unos receptores olfativos específicos, lo que podría provocar cambios en nuestro sentido del olfato. Esto podría explicar el por qué un olor determinado lo percibimos de forma diferente a lo largo de los años.

El sabor: olfato y gusto

Hasta ahora hemos hablado del olfato, pero el sabor es la combinación de olfato y gusto: el olor en la nariz y el gusto en la lengua. Sin embargo, el gusto está limitado a lo dulce, amargo, salado, ácido y al umami (sabroso en japonés, uno de los sabores básicos junto con los anteriores). Mientras que es el olor el que contribuye casi en un 80% al sabor. Cada receptor gustativo, situado en las papilas gustativas en la lengua, se especializa en la detección de uno de los cinco tipos, aunque todas las papilas contienen los cinco receptores. En el gusto también influye la genética. El término “supergustador” o “supercatador” se aplica a aquellas personas muy sensibles al gusto amargo, debido a polimorfismos en el gen TAS2R38. También existen determinadas sustancias que son transformadoras del sabor. Por ejemplo, la miraculina, una proteína que se encuentra en una baya roja (Synsepalum dulcificum), obstaculiza las papilas gustativas. Así impide que la lengua perciba los sabores ácidos y amargos, aunque intensifica la capsaicina (compuesto químico que aporta una sensación picante).

Una proteína de la baya roja Synsepalum dulcificum obstaculiza las papilas gustativas

Y no podemos olvidar que en la experiencia de saborear también entra en juego el tacto. Percibimos texturas suaves, más duras, crujientes… Al masticar, el nervio trigémino detecta la temperatura, la sensación picante o un sabor mentolado, y transmite la información sensorial al cerebro. Pero esto mejor lo dejamos para otro post.

*Laura López-Mascaraque es investigadora en el Instituto Cajal del CSIC.

‘Kareishu’ y la formación del olor corporal

Por Laura López-Mascaraque (CSIC)* y Mar Gulis

¿Sabías que en Japón existe una palabra específica, ‘kareishu’, para referirse al “olor de la gente mayor”? Lejos de ser despectiva, la expresión constituye una muestra de respeto hacia las personas de edad avanzada y al aroma que desprenden. Un olor característico que, a diferencia de lo que popularmente se cree, es más suave, menos intenso y más agradable que el de la gente joven o de mediana edad, como reveló el estudio ‘The special scent of age’, del Centro Monell.

Esta investigación y el término ‘kareishu’ ponen de manifiesto que el olor corporal varía con la edad, del mismo modo que puede cambiar con la dieta y otras circunstancias, como el ciclo menstrual o el estrés –de hecho, los japoneses han dado el nombre de ‘sutoresushu’ al olor que las personas emiten cuando viven situaciones tensas–. Gracias a ello y a que hay olores que comparten determinados grupos de personas, podemos reconocer la edad, el sexo o lo que alguien ha comido o bebido, como ajo o alcohol, simplemente a partir de su aroma personal. Sin embargo, cada individuo posee un olor característico: su firma química.

A partir de infinitas combinaciones de bacterias y microorganismos que albergamos en nuestro cuerpo, que pueden ir variando por factores como los que hemos visto, cada persona desarrolla su propia huella olfativa. Por eso un perro policía puede seguir el rastro de un fugitivo y resulta posible, aunque con algunos matices, identificar a una persona a través de su olor. Además, investigaciones recientes han mostrado que personas con huellas olfativas parecidas también portan genes similares relacionados con proteínas del sistema inmune –en concreto, con el complejo mayor de histocompatibilidad– y vinculados al olor corporal.

¿Y cómo se forma esta huella olfativa? A partir de un complejo cóctel químico que se genera sobre todo en nuestra piel, aunque el aliento también realiza su contribución. Los seres humanos no tenemos glándulas específicas para la formación de aromas, pero los tres tipos principales de glándulas de la piel contribuyen a crear nuestro característico olor personal. Se trata de las glándulas sebáceas, que dan lugar a una secreción aceitosa sobre toda la superficie del cuerpo; las ecrinas, que secretan el sudor y se concentran en las axilas, la frente y las palmas de manos y pies; y de las glándulas apocrinas, que producen un fluido acuoso y están adosadas a los folículos pilosos –la parte de la piel que da crecimiento al cabello– de las axilas, el pubis, los párpados, los pezones, los oídos, la nariz y de alrededor del ombligo.

La química de los microorganismos

La secreción de las primeras glándulas, las sebáceas, contiene muchos ácidos grasos libres y lípidos, que son los principales responsables de nuestra identidad olfatoria. Sin embargo, se cree que son las glándulas apocrinas, especialmente las de las axilas, las que generan la mayor parte del olor corporal. Estos dos tipos de glándulas empiezan a secretar poco antes de llegar a la pubertad y aumentan su actividad con los cambios hormonales de esa época. En las personas de edad avanzada, las glándulas de la piel aumentan la secreción de dos compuestos –el nonenal y el nonanal–, que podrían influir en el peculiar “olor a viejo”.

En cualquier caso, la secreción fresca de glándulas de la piel no tiene prácticamente olor. La actividad metabólica de los microorganismos que habitan en ella es la responsable de transformarla en compuestos con un olor marcado. La composición de esta microfauna es característica de cada persona, y ellos, los microorganismos, son los protagonistas clave de la construcción del olor corporal individual.

Pero, ¿para qué sirve tener una señal aromática determinada? Los olores corporales pueden jugar un papel importante en la selección de pareja, el reconocimiento individual o la detección de parientes. También pueden aportar una valiosa información sobre nuestros problemas metabólicos e incluso sobre las enfermedades que sufrimos.

¿Una ventaja evolutiva?

En particular, en las interacciones entre madre e hijo, los bebés son capaces de identificar el olor corporal de su madre y las madres igualmente reconocen el olor de su bebé. Esta habilidad de discriminación e identificación se extiende también a otros miembros de la familia como padres, abuelas o primos. Al parecer, esto se debe al reconocimiento de una firma olfatoria genéticamente próxima, la llamada huella olfativa que es un espejo del genoma olfativo de una persona. Así que debe de haber un olor de clan, unas señales olfatorias ligadas a cierto grado de consanguinidad.

De hecho, los individuos que tengan la habilidad para distinguir a los parientes de los que no lo son pueden haber tenido mayores índices de supervivencia y de reproducción exitosa, aspectos clave del éxito evolutivo, algo en lo que el olfato juega un papel fundamental.

* Laura López Mascaraque es investigadora del Instituto Cajal del CSIC y autora, junto con José Ramón Alonso, de la Universidad de Salamanca, del libro El olfato de la colección ¿Qué sabemos de? (CSIC -Catarata).

La ‘huella olfativa’: ¿es posible identificar a una persona por su olor?

Por Laura López Mascaraque (CSIC) *

Hace cien años, Alexander Graham Bell (1847-1922) planteaba lo siguiente: “Es obvio que existen muchos tipos diferentes de olores (…), pero hasta que no puedas medir sus semejanzas y diferencias, no existirá la ciencia del olor. Si eres ambicioso para encontrar un tipo de ciencia, mide el olor”. También decía el científico británico: “Los olores cada vez van siendo más importantes en el mundo de la experimentación científica y en la medicina, y, tan cierto como que el Sol nos alumbra, es que la necesidad de un mayor conocimiento de los olores alumbrará nuevos descubrimientos”.

A día de hoy la ciencia continúa investigando el olfato y sus posibles aplicaciones. De momento sabemos, al menos, que detectar y clasificar los distintos tipos de olores puede ser extremadamente útil. El olfato artificial, también llamado nariz electrónica, es un dispositivo que pretende emular al sistema olfativo humano a fin de identificar, comparar y cuantificar olores.

Los primeros prototipos se diseñaron en los años sesenta, aunque el concepto de nariz electrónica surge en la década de los ochenta, definido como un conjunto de sensores capaces de generar señales en respuesta a compuestos volátiles y dar, a través de una adecuada técnica de múltiples análisis de componentes, la posibilidad de discriminación, el reconocimiento y la clasificación de los olores. El objetivo de la nariz artificial es poder medir de forma objetiva (cuantitativa) el olor. Se asemeja a la nariz humana en todas y cada una de sus partes y está formada por un conjunto de sensores que registran determinadas señales como resultados numéricos, y que un software específico interpreta como olores a través de algoritmos.

Los sensores de olores –equivalentes a los receptores olfativos situados en los cilios de las neuronas sensoriales olfativas del epitelio olfativo– están compuestos por materiales inorgánicos (óxido de metal), materiales orgánicos (polímeros conductores) o materiales biológicos (proteínas/enzimas). El uso simultáneo de estos sensores dentro de una nariz electrónica favorece la respuesta a distintas condiciones.

Comentábamos en otro texto en este mismo blog cómo se puede utilizar el olfato, y en particular el artificial, en el área de la medicina (mediante el análisis de aliento, sudor u orina), para el diagnóstico de enfermedades, sobre todo infecciones del tracto respiratorio. De hecho, en la actualidad se está estudiando la posibilidad de desarrollar y aplicar narices electrónicas para detectar la presencia o no del SARS-CoV-2 en el aliento de una persona, y ayudar así en el diagnóstico de la Covid-19. Pero lo cierto es que su desarrollo podrá tener otras muchas aplicaciones: seguridad (detección de explosivos y drogas, clasificación de humos, descubrimiento de agentes biológicos y químicos), medioambiente (medición de contaminantes en agua, localización de dióxido de carbono y otros contaminantes urbanos o de hongos en bibliotecas), industria farmacéutica (mal olor de medicamentos, control en áreas de almacenamiento) y agroalimentación (detección de adulteración de aceites, maduración de frutas, curación de embutidos y quesos).

De la ‘huella olorosa’ a la odorología criminalística

Las nuevas generaciones de sensores también pueden servir para detectar ese olor corporal personal conocido como huella aromática u olfativa. Esta podría llegar a identificar a una persona como ocurre con la huella digital. Helen Keller (1880-1968) esbozó la idea de que cada persona emite un olor personal, como una huella olfativa única e individual. Para ella, que se quedó sordociega a los 19 meses de edad a causa de una enfermedad, esta huella tenía un valor incalculable y le aportaba datos como el oficio de cada una de las personas con las que tenía relación. Y no se trata del perfume, sino que cada uno de nosotros tenemos un olor particular, un patrón aromático, compuesto por secreciones de la piel, flora bacteriana y olores procedentes de medicamentos, alimentos, cosméticos o perfumes. Este patrón podría emplearse, en el futuro, para la identificación personal e incluso en investigación criminalística para la localización de delincuentes.

 

Ilustración de Lluis Fortes

Ilustración de Lluis Fortes

La odorología criminalística es una técnica forense que utiliza determinados medios y procedimientos para comparar el olor de un sospechoso con las muestras de olor recogidas en el lugar del crimen. De hecho, en algunos países se permite usar como prueba válida la huella del olor. Así mismo, científicos israelíes están desarrollando una nariz electrónica que pueda detectar la huella aromática de seres humanos a nivel individual como si se tratase de una huella digital. Este olor particular está determinado genéticamente y permanece estable a pesar de las variaciones en el ambiente y la dieta. Por tanto, el olor proporciona un rastro reconocible de cada individuo que puede detectarse por la nariz, por un animal entrenado o utilizando instrumentos químicos más sofisticados.

Las narices electrónicas están todavía lejos de imitar el funcionamiento del olfato humano, pero para algunas aplicaciones este último tiene algunos inconvenientes, como la subjetividad en la percepción olfativa, la exposición a gases dañinos para el organismo o la fatiga y el deterioro que implica la exposición constante a estas pruebas. Por tanto, las narices electrónicas resultan un mecanismo rápido y confiable para monitorizar de forma continua y en tiempo real olores específicos.

* Laura López Mascaraque es investigadora del Instituto Cajal del CSIC y autora, junto con José Ramón Alonso, de la Universidad de Salamanca, del libro El olfato de la colección ¿Qué sabemos de? (CSIC -Catarata).

 

 

¿Es posible “oler” una enfermedad?

Por Laura López Mascaraque (CSIC)*

Aunque el olfato es el más desconocido de los sentidos, es bien sabido que los olores pueden provocar reacciones emocionales, físicas y mentales. Así, algunos olores desagradables y penetrantes, denominados hedores, se han asociado históricamente tanto a la muerte como a la transmisión de enfermedades.

Antes de que se comenzaran a perfeccionar los medios de investigación médica a partir del siglo XVIII, el análisis del olor y color de la orina era el recurso más empleado en el diagnóstico. Desde la Edad Media existían ruedas de orina, divididas en 20 colores posibles, con categorías olfativas que marcaban analogías entre estos caracteres y la dolencia. Los pacientes llevaban la orina en frascos de cristal transparente y los médicos, además de observarla, basaban su diagnóstico también en su sabor. En 1764, el inglés Thomas Willis describió como muy dulce, similar a la miel, la orina de una persona diabética, por lo que a esta enfermedad se la denominó Diabetes mellitus, e incluso durante un tiempo se la llamó enfermedad de Willis.

Rueda de orina medieval que se utilizaba para la realización de uroscopias

Rueda de orina medieval que se utilizaba para la realización de uroscopias.

Hay otras anécdotas curiosas, como la “enfermedad del jarabe del arce”, una patología rara de origen metabólico así llamada por el olor dulzón de la orina de los pacientes, similar al de este alimento. En otros casos, la orina puede oler a pescado si se padece trimetilaminuria (o síndrome de olor a pescado), mientras que el olor a levadura o el olor a amoniaco se debe a la presencia de determinadas bacterias.

El cirujano francés Landré-Beauvais (1772-1840) recomendaba a los médicos memorizar los diferentes olores que exhalaban los cuerpos, tanto sanos como enfermos, a fin de crear una tabla olfativa de las enfermedades para elaborar un primer diagnóstico. En concreto, él y sus seguidores entendían que la halitosis es uno de los signos del empacho e intentaban descubrir determinadas enfermedades por las alteraciones del aliento. Pensaban que algunas patologías tenían un determinado olor, es decir, hacían emanar del cuerpo del paciente compuestos orgánicos volátiles específicos. No les faltaba razón, y aunque hoy día el uso del olfato en la práctica médica ha desaparecido, sabemos que el patrón aromático que desprende una persona enferma es distinto al de una sana:

  • Un aliento con olor afrutado se manifiesta a medida que el organismo elimina el exceso de acetona a través de la respiración, lo que puede ocurrir en caso de diabetes.
  • Un aliento que huele a pescado crudo se produce por un trastorno del hígado (insuficiencia hepática).
  • Un aliento con olor a vinagre es desprendido por algunos pacientes con esquizofrenia.
  • El olor similar al amoniaco (parecido a la orina) suele ser signo de insuficiencia renal o infección en la vejiga.

El análisis moderno del aliento empezó en la década de 1970, cuando el doble premio Nobel de Química (1954) y de la Paz (1962) Linus Pauling detectó por cromatografía de gases más de doscientos compuestos orgánicos volátiles, aunque en la actualidad sabemos que por nuestra boca podemos exhalar más de tres mil compuestos. Entre las pruebas de aliento más conocidas actualmente destacan la que se realiza para detectar la presencia de la bacteria Helicobacter pylori, responsable de úlceras e inflamación del estómago y de la gastritis; las pruebas de alcoholemia que identifican la presencia de etanol y acetaldehído; y las que detectan óxido nítrico como predictivo del asma infantil.

Del olfato canino a las narices electrónicas

Existen indicios de que perros bien entrenados pueden detectar tumores cancerígenos a partir del aliento y las heces. Distintos laboratorios intentan descubrir algún elemento común de los diferentes tumores y, dado que estos animales poseen una enorme capacidad de discriminación odorífera, incluso con olores extremadamente parecidos en su composición química, están siendo entrenados para que, oliendo la orina de los pacientes, puedan indicar o predecir la existencia de cáncer de próstata, pulmón y piel. Una vez se conozcan los tipos de compuestos segregados por las células tumorales que identifican los perros, se podrán desarrollar narices electrónicas para complementar la práctica clínica.

Las narices electrónicas utilizan sensores químicos de vapores (gases) para analizar algunos compuestos orgánicos volátiles que se exhalan en el aliento. Esperamos que, en un futuro próximo, esta identificación electrónica de los olores permita establecer biomarcadores que contribuyan al diagnóstico precoz de diferentes tipos de asma, diabetes, cáncer o enfermedades tropicales como hidatidosis, leishmaniasis y dengue.

De hecho, en la actualidad, se está estudiando la posibilidad de desarrollar narices electrónicas para ayudar en el diagnóstico de la enfermedad Covid-19 a través del aliento de una persona, a fin de detectar la presencia o no del SARS-CoV-2. El paso previo imprescindible será identificar los compuestos orgánicos volátiles propios de esta enfermedad. También, varios estudios a nivel internacional han reportado una asociación directa de la pérdida abrupta del olfato y/o gusto (anosmia/ageusia) como un síntoma temprano común de esta enfermedad. Por ello, varias asociaciones médicas, y en distintos países, han apuntado que la anosmia podría ser un buen marcador de presencia en casos asintomáticos. Además, parece que este síntoma también podría indicar que la infección por SARS-CoV-2 no será tan severa.

 

Laura López Mascaraque es investigadora del Instituto Cajal del CSIC y autora, junto con José Ramón Alonso, de la Universidad de Salamanca, del libro El olfato de la colección ¿Qué sabemos de? (CSIC-Catarata).

¿Cómo detectamos el ‘umami’ y otros sabores?

Por Laura López Mascaraque* y Mar Gulis

Cierra los ojos. Piensa en algo ácido. ¿Qué te viene a la mente? ¿Un limón, una naranja? Seguro que también visualizas rápidamente alimentos asociados a sabores dulces, salados y amargos. Pero, ¿puedes pensar en el sabor umami? Probablemente muchas personas se quedarán desconcertadas ante la pregunta, por desconocer la existencia de este quinto sabor o no identificar los alimentos vinculados al mismo. Aquí van algunos ejemplos: el queso parmesano, las algas, la sopa de pescado y la salsa de soja comparten este sabor, que se suma a los otros cuatro clásicos: dulce, salado, ácido y amargo.

El sabor umami es típico de la cocina asiática, en la que son habituales sopas que cuentan con soja y algas entre sus ingredientes / Zanpei

En 1908 el japonés Kikunae Ikeda descubrió el umami. Químico de la Universidad Imperial de Tokio, eligió esta palabra, que proviene del japonés y significa “buen sabor”, “sabroso” o “delicioso”, para designar su hallazgo. Ikeda dedujo que el glutamato monosódico era el responsable de la palatabilidad del caldo del alga kombu y otros platos. De hecho, el umami es característico de cocinas como la japonesa, la china, la tailandesa y también la peruana, donde se conoce como ajinomoto. El glutamato monosódico es un compuesto que se deriva del ácido glutámico, uno de los aminoácidos no esenciales más abundantes en la naturaleza (se denominan no esenciales porque el propio cuerpo los puede sintetizar, es decir, fabricar).

Pero, ¿cómo detectamos el umami? ¿O por qué decimos que algo está demasiado salado o dulce? ¿Qué proceso fisiológico desencadena estas percepciones? La mayor parte de lo que llamamos sabor tiene que ver, en realidad, no con el gusto, sino con el olfato. Por eso los sabores parecen desvanecerse cuando estamos resfriados. Juntos, el olfato y el gusto constituyen los denominados sentidos químicos, pues funcionan mediante la interacción directa de ciertos compuestos químicos con receptores situados en el epitelio olfatorio, localizado en la parte superior de la nariz, y las papilas gustativas, situadas en la lengua.

El olor llega al cerebro por dos vías; una directa y ortonasal y la otra indirecta o retronasal. La primera se da cuando inhalamos directamente a través de la nariz. La otra, cuando, al masticar o tragar el alimento, se liberan moléculas que alcanzan la cavidad nasal desde la boca (vía retronasal), es decir, cuando exhalamos. Con la masticación y la deglución, los vapores de las sustancias ingeridas son bombeados en la boca por movimientos de la lengua, la mandíbula y la garganta hacia la cavidad nasal, donde se produce la llamada percepción olfativa retronasal. Así, gran parte de las sensaciones percibidas en alimentos y bebidas se deben al olfato.

Las sensaciones gustativas las percibimos a través de las miles de papilas gustativas que tenemos en la lengua / Pixabay

Por otra parte, ciertos alimentos considerados irritantes (condimentos picantes, quesos muy fuertes, etc.) pueden ser percibidos como olores/sabores a través del sistema quimiosensitivo trigeminal, con receptores localizados en la cavidad nasal y la boca.

En resumen, los receptores del olfato, el gusto y el nervio trigémino contribuyen al sabor, que se define por la suma de tres sensaciones: olfativas, gustativas y trigeminales. Las olfativas se perciben por la nariz desde concentraciones muy bajas y son las más variadas y complejas. Las gustativas lo hacen gracias a los receptores de la lengua y el paladar, localizados en las aproximadamente 5.000-10.000 papilas gustativas, que conducen información de la composición química de los alimentos hacia una parte del cerebro especializada en interpretar estos mensajes de acuerdo a las cinco cualidades gustativas básicas que mencionábamos al principio: salado, dulce, amargo, ácido y umami.

Cada uno de estos sabores puede asociarse a una o varias sustancias químicas caracterizadas por tener fórmulas y propiedades específicas que permiten su reconocimiento. Por ejemplo, los ácidos, como el zumo de limón o el vinagre, liberan iones de hidrógeno y, por lo tanto, presentan sabor ácido, mientras que la sal de cocina libera iones sodio y cloruro y, así, manifiesta sabor salado. Lo mismo les sucede a las moléculas de glucosa o azúcar con el dulce, a las del café o el bíter que libera alcaloides con el amargo, y al glutamato monosódico y otros aminoácidos con el umami. Actualmente se investiga la posibilidad de que existan receptores específicos en la lengua para reconocer el sabor de la grasa y el de las harinas o el almidón (sabor starchy).

En cuanto a las sensaciones trigeminales, estas se perciben en las terminaciones del nervio trigémino de la nariz y la boca a través de bebidas y alimentos que producen una sensación de irritación (picor, frío…). Por tanto, cuando hablamos de percepción del sabor, nos referimos a una respuesta conjunta de señales que provienen del olfato, del gusto y del trigémino, combinadas con otras características físicas como la textura, la temperatura y la presión.

 

* Laura López Mascaraque es investigadora del Instituto Cajal  del CSIC y autora, junto con José Ramón Alonso de la Universidad de Salamanca, del libro El olfato de la colección ¿Qué sabemos de?, disponible en la Editorial CSIC y Los Libros de la Catarata.

Feromonas: cuestión de (algo más que) sexo

Por Laura López Mascaraque (CSIC)* y Mar Gulis (CSIC)

En 1959, un grupo de químicos alemanes, liderado por Adolf Butenandt, reunieron 313.000 mariposas hembras y les cortaron el extremo del abdomen. Como si de una poción de brujería se tratara, trituraron estas porciones y las disolvieron en diferentes sustancias para observar la respuesta que provocaban los brebajes en los machos de esta especie. De este modo, comprobaron que bastaba con una trillonésima parte de un gramo (10-18 gramos) de mezcla para conseguir algún tipo de reacción por parte del macho. Gracias a este experimento identificaron por primera vez una feromona, a la que denominaron bombicol y que es la responsable de que el macho de la mariposa de la seda (Bombyx mori) mueva sus alas al percibirla.

Mariposa de la seda (Bombyx mori)/ Csiro.

Las feromonas son claves para determinadas relaciones sociales, y sobre todo sexuales, entre varias especies animales, ya sean organismos simples, invertebrados o vertebrados. ¿Qué es y cómo funciona esta potente herramienta capaz de favorecer la comunicación entre individuos en unas concentraciones tan bajas?

Se trata de un tipo de estímulos químicos que transmiten información específica entre individuos de la misma especie, generando normalmente una respuesta tipo. En los casos más evidentes provocan un cambio inmediato en el comportamiento del animal receptor o un cambio en su desarrollo: generan movimientos determinados, actúan sobre la fisiología reproductiva o transmiten un estado de salud determinado o un estatus social dentro de una comunidad.

Las feromonas pueden ser compuestos específicos o mezclas de ellos. En cualquier caso, son compuestos con propiedades físicas y químicas concretas. Una vez liberada se podría decir que la feromona tiene vida propia. La duración de su mensaje dependerá de la persistencia de las moléculas en el ambiente, y el alcance dependerá tanto de esa vida media como de la facilidad de ser transportada por el aire o por una corriente de agua.

En general son sustancias pequeñas, volátiles, que se dispersan con facilidad en el ambiente y que generan efectos en cantidades minúsculas. Según sea su función, así serán sus características: estables y poco volátiles cuando el objetivo es marcar los límites de un territorio, o bien de corta vida y rápida difusión cuando lo que se busca es alarmar ante una situación de peligro…En definitiva, el requisito indispensable es que sean capaces de generar una reacción determinada dentro de la misma especie.

Protozoo, lombriz de tierra y ratón doméstico/ EPA, Holger Casselmann y George Shulkin.

Existen feromonas en organismos simples, como ciertos protozoos (Chlamydomonas) que producen esta sustancia en sus flagelos para conseguir que otros protozoos se agreguen a él. También existen estos compuestos en invertebrados, como la lombriz de tierra (Lumbricus terrestres), que bajo situaciones de estrés segrega una feromona que alerta al resto sobre algún peligro inminente. O en algunos vertebrados, como el macho del ratón doméstico (Mus musculus domesticus), que emite una feromona que genera agresividad en el resto de machos a la vez que atrae a las hembras maduras y acelera la pubertad en las más jóvenes. Pero, ¿qué pasa con los humanos? ¿existen feromonas que influyan en nuestro comportamiento?

Parece mentira, pero aún se desconoce la existencia de feromonas en los seres humanos. Hay diversos estudios que pueden relacionar las feromonas con fenómenos como el reconocimiento recíproco entre una madre y su hijo recién nacido, la denominada sincronía menstrual que ocurre entre las mujeres que viven o trabajan juntas o la reacción que puede provocar sobre los que nos rodean el olor corporal que emitimos en situaciones de estrés. Sin embargo, la creencia es que los olores personales están influidos por la dieta, el ambiente, la salud y la genética. Se piensa que tienen demasiadas sustancias para ser descritos como feromonas y, de hecho, no se ha podido identificar una molécula que se haya definido como feromona humana. Eso no ha disuadido a un grupo de emprendedores para montar empresas que venden pociones de amor que supuestamente contienen feromonas, aunque en realidad, en el mejor de los casos, contienen feromonas, sí, pero de cerdo.

* Laura López Mascaraque es investigadora del Instituto Cajal  del CSIC y autora, junto con José Ramón Alonso de la Universidad de Salamanca, del libro El olfato de la colección ¿Qué sabemos de?, disponible en la Editorial CSIC y Los Libros de la Catarata.

 

¿Se pueden clasificar los olores?

Por Laura López Mascaraque (CSIC)* y Mar Gulis (CSIC)

En los últimos años nos han llegado noticias de la posible existencia de nuevos sabores. A los que ya nos son conocidos (dulce, salado, amargo, ácido y umami), se van sumando otros como el ‘oleogustus’ o sabor a grasa o el ‘sabor a almidón’ de los alimentos ricos en carbohidratos o azúcares complejos. No obstante, ninguno de estos sabores está confirmado, dado que todavía no se han descubierto receptores específicos en la lengua que los identifiquen. Pero, ¿qué pasa con los olores? Ambos sentidos, el gusto y el olfato han estado siempre muy ligados. Somos capaces de detectar infinidad de olores, eso es cierto, pero, ¿somos capaces de definirlos? ¿Percibimos todos los humanos los mismos olores y nos provocan a todos la misma sensación?

De los cinco sentidos, el olfato es el más desconocido, pero también el más primitivo, el más directo, el que más recuerdos evoca y el que perdura más en nuestra memoria. Nos da información de nuestro mundo exterior; aunque con frecuencia esto sucede de forma inconsciente. Cuando olemos, las moléculas emitidas por una determinada sustancia viajan por el aire y llegan a las neuronas sensoriales olfativas, situadas en la parte superior de la nariz, que son las responsables de reconocer el olor y hacer una conexión directa entre el mundo exterior y el cerebro.

El olfato es el sentido más primario. / Christoph Schültz.

El mecanismo es el siguiente: en nuestra nariz se encuentra el epitelio olfativo donde hay millones de células denominadas neuronas sensoriales olfativas.  En los cilios que tienen estas neuronas (receptores olfativos) es donde ocurre la interacción entre el compuesto volátil y el sistema nervioso. Las moléculas de olor encajan en los receptores olfativos como una llave en una cerradura. Cuando esto ocurre, se libera una proteína y tras una serie de acontecimientos se crea una señal que finalmente es procesada por el encéfalo. Parece un mecanismo relativamente sencillo, pero si tenemos en cuenta que nuestra nariz conserva aproximadamente 400 tipos de receptores olfativos o que las neuronas olfativas se renuevan constantemente a lo largo de nuestra vida, la única población neuronal donde esto sucede, la cosa se complica.

En nuestra cultura el valor que se le atribuye al sentido del olfato es muy bajo. Es casi imposible explicar cómo huele algo o describir cómo es un olor a alguien que carece de olfato, que es anósmico. Ya que no existe un nombre para un olor determinado, es generalmente el objeto lo que da nombre a ese olor: a limón, a jazmín…pero, ¿existe alguna clasificación? A lo largo de la historia los olores se han tratado de clasificar de diferentes maneras. Platón ya distinguía entre olores agradables y desagradables y, más adelante, el naturalista Linneo distinguía hasta siete tipologías de olores basándose en que los olores de ciertas plantas nos evocan olores corporales o recuerdos. Así, teníamos olorosas o perfumadas, aromáticas, fuertes o con olor a ajo, pestilentes o con olor a cabra o sudor, entre otras. En 1895, Zwaardemaker agregó a la lista de Linneo dos olores (etéreo y quemado) y en 1916, Hans Henning presentó un diagrama en forma de prisma donde colocaba seis olores básicos en la base y olores intermedios en las aristas y caras. John Amoore, ya en el siglo XX, clasificaba siete olores primarios en la naturaleza basándose en el tamaño y forma de sus moléculas: alcanfor, almizcle, menta, flores, éter, picante y podrido.

Ninguna de estas clasificaciones ha llegado a aceptarse universalmente. Una de las más recientes utiliza métodos matemáticos y, tras el estudio de 144 olores, los clasifica en diez categorías: fragante/floral, leñoso/resinosa, frutal no cítrico, químico, mentolado/refrescante, dulce, quemado/ahumado, cítrico, podrido y acre/rancio. Sin embargo, probablemente ninguna de estas clasificaciones representa las sensaciones primarias verdaderas del olfato. Los aromas son mezcla de olores primarios formados por diferentes compuestos químicos y cada estructura molecular confina un olor propio. Hasta la orientación de las moléculas afecta a su olor, ya que cuando una molécula es quiral o espejo (sin eje de simetría), en una forma huele a una cosa y en su forma especular, a algo distinto. Este es el caso de la carvona, que puede oler a comino o a menta según su orientación, o del limonelo, que asociamos a la naranja o al limón.

Esquema funcional de olor. / Lluis Fortes.

A estas alturas ya habrá quedado claro que es muy complejo llegar a una clasificación concreta y a gusto de todos. Además hay que tener muy en cuenta la importancia de la componente social, cultural y personal de los olores. Al percibir determinados olores, estos evocan imágenes, sensaciones o recuerdos. Esto se debe a que el olfato forma parte del llamado sistema límbico, el centro de emociones del cerebro, formado por varias estructuras que gestionan las respuestas fisiológicas ante estímulos emocionales.

La información olfativa se procesa en la corteza olfatoria primaria, que tiene una conexión directa con la amígdala y el hipocampo. Dado que la amígdala está relacionada con la memoria emocional y el hipocampo con la memoria y el aprendizaje, ambos tienen un potencial enorme para evocar recuerdos. Los recuerdos asociados a olores no son tanto hechos o acontecimientos, como las emociones que estos olores pudieron haber provocado en nosotros en un momento determinado de nuestras vidas.

En definitiva, el olfato tiene unas implicaciones sociales y emocionales muy importantes: determinados olores pueden cambiar nuestro humor, despertar emociones o evocar recuerdos ¿Podremos llegar en un futuro a poder guardar olores en alguna ‘caja de recuerdos’? Esto nos permitiría destaparlos y desencadenar un torrente de emociones en todos los sentidos.

* Laura López Mascaraque es investigadora del Instituto Cajal  del CSIC y autora, junto con José Ramón Alonso de la Universidad de Salamanca, del libro El olfato de la colección ¿Qué sabemos de?, disponible en la Editorial CSIC y Los Libros de la Catarata.