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Pareidolia: en ocasiones veo caras

Por Miriam Caro y Emilio Tejera (CSIC)*

¿Quién no se ha tumbado sobre la hierba, en una apacible tarde de verano, y ha jugado a encontrar formas en las nubes? De igual manera, somos capaces de ver rostros, animales y otros elementos familiares en enchufes, casas o paisajes. Internet está lleno de imágenes de objetos con estas cualidades, pero los seres humanos llevamos estableciendo estas analogías visuales desde hace miles de años.

Roca ubicada en la isla volcánica de Heimaey, al sur de Islandia. / Diego Delso (delso.photo)

Nuestra tendencia a ver más de lo que realmente hay explicaría que el Dolmen de Menga, construido hace más de 5.650 años en la actual provincia de Málaga, se alce frente a la Peña de los Enamorados, con su forma de cabeza. También parece probable que los antiguos homínidos desenterrados en el yacimiento de Makapansgat, en Sudáfrica, se hayan dejado encandilar por un guijarro encontrado en esa zona que, de manera natural, se asemeja a un rostro humano.

Caras por doquier

La creación de este tipo de analogías visuales por nuestra mente se denomina pareidolia. Aunque en un principio se asoció a patologías mentales, hoy tenemos claro que es un comportamiento común en el ser humano desde una edad muy temprana. Es la base del famoso test de Rorschach, y también de los emoticonos. Se ha empleado en el arte, en educación y en medicina, y hay lugares turísticos que han alcanzado notoriedad gracias a él, como la Ciudad Encantada de Cuenca.

La neurociencia ha comprobado que mientras ocurre el fenómeno se activan las mismas áreas cerebrales que reconocen esas formas cuando son auténticas, aunque de una manera ligeramente más lenta que si los estímulos fuesen verdaderos. Los estudios confirman la sabiduría popular acerca de que cada persona evoca imágenes distintas, pero que esas percepciones se mantienen con el tiempo, aunque hayan tenido que señalárnoslas al principio. Compartimos esta capacidad con otras especies, y puede verse alterada por procesos como el embarazo, o en varios tipos de trastornos mentales y neurodegenerativos, lo cual podría contribuir a su tratamiento y diagnóstico.

El hecho de ver caras o formas en todo lo que nos rodea se explica porque nuestro cerebro está preparado para simplificar el entorno. Ya habló de ello la ley de la pregnancia de la Gestalt, según la cual la percepción tiende a adoptar las formas más sencillas posibles. Dentro de esta ley general, nos encontramos con las leyes particulares de proximidad, de cierre, de continuidad o de semejanza, que explicarían el porqué de la pareidolia. Los estudios parecen indicar que, en efecto, nuestras neuronas nos predisponen a “completar el dibujo”, y pueden detectar caras a partir de elementos aislados (sobre todo similares a ojos) más que de imágenes en conjunto, aunque muchos de estos aspectos aún se discuten.

Reconocer elementos sueltos como parte de un todo

La pareidolia forma parte de un concepto más amplio denominado apofenia, por el cual inferimos patrones a partir de datos aparentemente aleatorios. En realidad, sólo es una derivación de un fenómeno normal, y útil desde un punto de vista evolutivo: el ser humano tenía que ser capaz de detectar predadores a su alrededor a partir de sutiles percepciones en el entorno, como movimiento, sonido o algo parecido a unos ojos. Y esto explica que funcione tan bien para reconocer rostros, porque debíamos detectar al vuelo el estado mental de quien nos acompaña, para así decidir con rapidez cómo reaccionar.

Esto nos ha ayudado a sobrevivir, e incluso, más adelante, ha formado parte indeleble de algunas nociones culturales del ser humano: desde la creación de las constelaciones hasta la interpretación paranormal de determinados eventos. De hecho, la ciencia también se basa en ese mismo reconocimiento de patrones, con una salvedad: en lugar de creernos lo que, a primera vista, sugieren nuestras impresiones al relacionar ciertos sucesos (origen de buena parte de las teorías de la conspiración), nos dedicamos a comprobar si las conexiones que genera nuestra mente tienen algún fundamento real.

Vivienda en la ciudad de Sibiu, en Transilvania (Rumanía) / Helena Tejera Puente

En el cuento Funes el memorioso, Borges habla de un hombre con una memoria tan exacta que, para él, era distinto un perro de frente que uno de perfil. Eso le impedía ejercer la capacidad de abstracción y, por tanto, le hacía imposible pensar. La pareidolia, en el fondo, forma parte de lo mismo que nos hace interpretar los símbolos más primitivos (entre ellos los jeroglíficos, o ciertos motivos del arte rupestre) y, por tanto, tiene que ver con mucho de lo que ha sustentado nuestra civilización. Así que, la próxima vez que veas una oveja en una nube, no la desprecies: es más real de lo que parece.

*Miriam Caro y Emilio Tejera son miembros de la Unidad de Biología Molecular del Instituto Cajal (CSIC).

Las trampas de la memoria

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Por Gustavo Ariel Schwartz

La memoria no sólo no es fotográfica sino que ni siquiera es muy fiable. Tampoco es fija ni permanente. La memoria se reescribe cada vez que la evocamos; y lo que recordamos es la versión de la última evocación. Los recuerdos se incorporan en nuestro cerebro modificándolo, reforzando unas conexiones y alterando otras; pero nunca se fijan de manera indeleble. Si bien nuestra comprensión acerca de los mecanismos de la mente es todavía limitada y quedan aún por resolver numerosas cuestiones, algunos experimentos muestran que la memoria, más que fotográfica es relacional, y que la información que ’recordamos‘ depende fuertemente de cómo intentamos acceder a ella.

Mente

La información que ‘recordamos’ de hechos del pasado depende fuertemente de cómo intentamos acceder a ella. / Wikipedia

En un experimento se le mostró a un grupo de personas un vídeo de un choque entre dos coches. Pasados unos minutos, se les preguntó a los participantes a qué velocidad creían que iban los coches. Sorprendentemente, la respuesta depende de que la pregunta contenga la palabra “choque” o no. Si se les pregunta “¿A qué velocidad iban los coches cuando chocaron?”, la respuesta es sistemáticamente más alta (iban más rápido) que para la pregunta “¿A qué velocidad circulaban los coches?”. Incluso en el primer caso, algunos participantes aseguraron haber visto cristales rotos cuando en realidad no había ninguno.

Estas cuestiones acerca del funcionamiento de la mente adquieren una especial relevancia, por ejemplo, en el caso de testigos judiciales. ¿Es confiable el relato de un testigo? ¿Dependerá este relato de cómo se formulen las preguntas? Sin lugar a dudas, es algo que jueces, fiscales y abogados deberían tener en cuenta.

 

Gustavo Ariel Schwartz es científico del CSIC en el Centro de Física de Materiales, dirige el Programa Mestizajes y mantiene un blog sobre Arte, Literatura y Ciencia.