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¿Cómo influyen los bosques en el clima?

Por J. Julio Camarero (CSIC)*

Seguramente has apreciado alguna vez cómo el clima afecta a los bosques cuando, tras una sequía, una nevada, una helada o una fuerte ola de calor, algunas especies de árboles y arbustos pierden vigor, crecen menos o incluso mueren. Quizá vienen a tu memoria las fuertes olas de calor del verano del 2022, la tormenta de nieve Filomena al inicio del 2021 o las sequías de los años 1994-1995, 2005 y 2016-2017. Los árboles toleran unos márgenes limitados de temperatura y humedad del suelo y del aire, por lo que pueden morir si se superan esos umbrales vitales como consecuencia de fenómenos climáticos extremos. Pero podemos darle la vuelta a la pregunta y plantearnos si la interacción clima-bosque sucede en los dos sentidos: ¿pueden los bosques cambiar el clima? Pues bien: la respuesta a este interrogante es afirmativa. Sabemos que los bosques pueden modificar (amortiguar o amplificar) los efectos del clima sobre la biosfera y que esas modificaciones cambian según las escalas espaciales y temporales a las que se observe esta interacción.

Nimbosilva o bosque mesófilo de montaña en la Reserva de la Biosfera El Triunfo, México. / Luis Felipe Rivera Lezama (mynaturephoto.com)

Los árboles almacenan grandes cantidades de agua y de carbono en sus tejidos, sobre todo en la madera, y conducen y transpiran mucha agua hacia la atmósfera. Esto explica que se hayan observado caídas en el caudal de los ríos en respuesta a los aumentos de la cobertura forestal a nivel de cuenca. Existen datos de este proceso en el Pirineo donde, como en el resto de la península, se ha producido un abandono del uso tradicional del territorio (cultivos, pastos, bosques) desde los años 60 del siglo pasado, cuando la mayoría de la población española emigró a núcleos urbanos. Ese abandono ha favorecido la expansión de la vegetación leñosa y propiciado que bosques y matorrales ocupen más territorio y retengan más agua, la llamada ‘agua verde’, a costa de reducir el caudal de los ríos, la llamada ‘agua azul’.

Hayedo y río (Cataluña). / Luis Felipe Rivera Lezama (mynaturephoto.com)

Pero tampoco podemos ignorar que al aumentar las temperaturas la vegetación transpira más y se evapora más agua. Ese aumento de temperaturas incrementa también la demanda de agua por parte de grandes usuarios como la agricultura, a veces centrada en cultivos que requieren mucha agua, y esto contribuye a que los caudales de los ríos y el nivel freático de los acuíferos desciendan. Por tanto, a escalas locales se ha comprobado cómo la reforestación conduce a un menor caudal de los ríos. Sin embargo, la historia cambia bastante a escalas espaciales más grandes.

Según la teoría de la bomba biótica, los bosques condensan la humedad y con ello impulsan los vientos y por tanto la distribución de la humedad en el planeta. (1) Si talamos los bosques tropicales, el mecanismo de la bomba biótica se altera y las precipitaciones se trasladan a la costa y en zonas tropicales (2). Según esta teoría los bosques extensos y diversos permiten captar y generar precipitación tierra adentro, especialmente cerca de la costa (3). / Irene Cuesta (CSIC)

Bomba biótica y bosques tropicales

A escalas regionales y continentales, gracias a un mecanismo llamado bomba biótica, la evapotranspiración de los bosques aumenta los flujos de humedad atrayendo más aire húmedo. Esta teoría defiende que los bosques atraen más precipitaciones desde el océano, tierra adentro, mientras generen suficiente humedad a nivel local. Fueron Anastassia Makarieva y Víctor Gorshkov, del Instituto de Física Nuclear de San Petersburgo (Rusia), quienes propusieron la hipótesis de la bomba biótica en 2006. Además, sugerían reforestar algunas zonas para hacerlas más húmedas aumentando así la precipitación y el caudal de los ríos. La bomba biótica explica en gran medida la existencia de las elevadas precipitaciones y los grandes bosques en las cuencas tropicales más extensas, como las de los ríos Amazonas y Congo. Por tanto, nos alerta sobre la posible relación no lineal entre deforestación y desertificación ya que, según esta teoría, una región o un continente que cruzara un determinado umbral de deforestación podría pasar muy rápidamente de condiciones húmedas a secas.

Bosque nublado en Cundinamarca, Colombia. / Juan Felipe Ramírez (Pexels.com)

También se observan grandes diferencias en la relación clima-bosque entre los distintos biomas forestales. Los bosques tropicales pueden mitigar más el calentamiento climático mediante el enfriamiento por evaporación que los bosques templados o boreales. Además, los bosques templados tienen una gran capacidad de captar dióxido de carbono de la atmósfera, reduciendo en parte el calentamiento climático causado por el efecto invernadero. Sin embargo, si el calentamiento climático favorece la expansión de bosques boreales en las regiones árticas favoreciendo su crecimiento y reproducción, la pérdida de superficie helada disminuirá el albedo (el porcentaje de radiación solar que cualquier superficie refleja), ya que los bosques reflejan menos radiación que la nieve y, en consecuencia, aumentarán las temperaturas en esas regiones frías. Además, gran parte del carbono terrestre se almacena en suelos y turberas de zonas frías, que podrían liberarlo si aumentan las temperaturas, con el consiguiente impacto sobre el efecto invernadero, generando más calentamiento a escala global.

Nubes sobre bosque templado en el Bosque Nacional Tongass, Alaska. / Luis Felipe Rivera Lezama (mynaturephoto.com)

A nivel global, nuestro conocimiento de las interacciones entre atmósfera y biosfera proviene de modelos, pero nos faltan aún muchos datos para mejorar esas simulaciones y saber cómo interaccionan el clima y los bosques con los ciclos del carbono y del agua. Por ejemplo, no sabemos cómo los bosques boreales y tropicales responden a la sequía y al calentamiento climático en términos de crecimiento y retención de carbono. Necesitamos más investigación para mejorar esas predicciones en el contexto actual de calentamiento rápido.

Picogordo amarillo (‘Pheucticus chrysopeplus’) y bromelias bajo la lluvia, nimbosilva o bosque nuboso Reserva de la Biosfera El Triunfo, México. / Luis Felipe Rivera Lezama (mynaturephoto.com)

Todos los papeles que juegan los bosques como reguladores del clima a escalas locales, regionales y continentales, pueden verse comprometidos si la deforestación aumenta en algunas zonas, especialmente los bosques tropicales, o si extremos climáticos como las sequías reducen el crecimiento de los árboles y los hacen más vulnerables causando su muerte, como observamos en la cuenca Mediterránea y en bosques de todos los continentes.

Pinos rodenos o resineros (‘Pinus pinaster’) muertos en un bosque situado cerca de Miedes de Aragón (Zaragoza) tras la sequía de 2016-2017. En primer plano, las encinas (‘Quercus ilex’), árboles más bajos, apenas mostraron daños en sus copas. / Michele Colangelo

* J. Julio Camarero es investigador en el Instituto Pirenaico de Ecología (IPE) del CSIC.

**Ciencia para llevar agradece especialmente al fotógrafo Luis F. Rivera Lezama por su generosa colaboración con las imágenes que acompañan al texto.

Viajar en avión, ¿cómo afecta a la calidad del aire?

Por Mar Gulis (CSIC)

¿Cuándo fue la última vez que viajaste en avión? Es posible que tu respuesta se remonte a casi un año (o más) por la situación en la que nos encontramos, pero ahora piensa cuántos vuelos realizaste antes… En 2019, por los aeropuertos españoles pasaron 275,36 millones de pasajeros y las aerolíneas españolas movieron a 113,83 millones de personas, el 41,4% del tráfico total, según datos del Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana. Además, como recoge AENA, España recibió 83,7 millones de turistas internacionales, 900 mil más que el año anterior, y de ellos el 82% (más de 68,6 millones) utilizaron el avión como medio de transporte.

¿Sabes lo que suponen estas cifras en contaminación? En este sentido, un estudio de la revista Global Environmental Change estima que “un 1% de la población del mundo es responsable de más de la mitad de las emisiones de la aviación de pasajeros que causan el calentamiento del planeta”.

Un avión puede llegar a emitir hasta veinte veces más dióxido de carbono (CO2) por kilómetro y pasajero que un tren.

Un motor de avión emite principalmente agua y dióxido de carbono (CO2). Sin embargo, dentro de él tiene lugar un proceso de combustión a muy alta temperatura de los gases emitidos, lo que provoca reacciones atmosféricas que a su vez producen otros gases de efecto invernadero, como el óxido de nitrógeno (NO). Por ello, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) estima que el efecto invernadero de los aviones es unas cuatro veces superior al del CO2 que emiten. Según Antonio García-Olivares, investigador del CSIC en el Instituto de Ciencias del Mar (CSIC), esto eleva el efecto global de los aviones a aproximadamente la mitad del efecto del tráfico global de vehículos.

¿Cuándo contamina más?

Un avión puede llegar a emitir hasta veinte veces más dióxido de carbono (CO2) por kilómetro y pasajero que un tren. Según un estudio de la Agencia Europea del Medio Ambiente de 2014, el tráfico aéreo es el que mayores emisiones produce (244,1 gramos por cada pasajero-km), seguido del tráfico naval (240,3 g/pkm), el transporte por carretera (101,6 g/pkm) y el ferroviario (28,4 g/pkm).

“Esto es, el transporte por avión y por barco emiten en la Unión Europea más del doble de CO2 por pasajero-km que el transporte por carretera, y el transporte por tren es casi 4 veces más limpio que por carretera, y casi 9 veces más limpio que el transporte por avión”, comenta Antonio García-Olivares.

El CO2 y el resto de gases que emite la aviación se añaden a la contaminación atmosférica “que afecta a la salud humana solo en los momentos de despegue, y en menor grado, en el aterrizaje”, señala el investigador. Durante la mayor parte del viaje, el avión vuela en alturas donde al aire está estratificado (en capas) y la turbulencia vertical es mínima. Esto hace que la difusión de los contaminantes hacia la superficie terrestre sea prácticamente nula. Pero, “los contaminantes permanecen en altura, donde sufren distintas reacciones fotoquímicas, contribuyendo algunos de ellos al efecto invernadero”, añade.

En cualquier caso, el tráfico aéreo también incide en el aire que respiramos. En los aeropuertos no solo los aviones emiten gases contaminantes, sino también otros medios de transporte como los taxis, los autobuses y los vehículos de recarga, que en su mayoría son diésel. Al quemar combustible y rozar sus ruedas con el suelo, todos ellos liberan partículas ultrafinas a la atmósfera consideradas potencialmente peligrosas para la salud, explica Xavier Querol, del Instituto de Diagnóstico Ambiental y Estudios del Agua del CSIC.

El grado en que estas emisiones aumentan los niveles de partículas contaminantes en una ciudad, dependerá de la distancia del aeropuerto con respecto al núcleo de población y al urbanismo. En grandes ciudades con altos edificios (streetcanions), la dispersión es muy mala y el impacto en la exposición humana es mayor que en otras; a diferencia de lo que suele ocurrir en un aeropuerto, donde las emisiones se pueden dispersar y contaminar menos, indica Querol.

En grandes ciudades con altos edificios (streetcanions), la dispersión es muy mala y el impacto en la exposición humana es mayor.

¿Sería posible viajar en avión sin contaminar?

“La tendencia del tráfico aéreo es a crecer en las próximas décadas un 30% más que en la actualidad, pero en la presente década es probable que la producción de petróleo y líquidos derivados del petróleo comiencen a declinar. Ello, unido a la posible presión legislativa por disminuir el impacto climático, podría frenar esa tendencia al crecimiento del tráfico aéreo”, reflexiona Antonio García-Olivares.

Un estudio en el que ha participado el investigador concluye que, si la economía fuese 100% renovable, el coste energético de producir metano o combustibles de aviación a partir de electricidad y CO2 sería mucho más elevado que en la actualidad y desencadenaría una fuerte subida de los precios de los viajes en avión y, por tanto, una reducción del transporte aéreo hacia valores en torno al 50% de los actuales.

Reducir la contaminación implica, como resume el investigador del CSIC en el Instituto de Ciencias del Mar Jordi Solé, cambiar los modos y la logística del transporte, así como reducir su volumen y la velocidad (cuanto más rápido vamos, más energía consumimos y más contaminamos). “La navegación aérea a gran escala y el transporte en general se tienen que rediseñar en un sistema con cero emisiones; por tanto, el transporte aéreo tiene que estar armonizado en un modelo acorde con un sistema socio-económico diferentes y, por supuesto, ambiental y ecológicamente sostenible”, concluye Solé.

Los biocombustibles pueden ser más nocivos que el petróleo

Por Joaquín Pérez Pariente (CSIC)*

Bajo las etiquetas ‘combustible ecológico’ y ‘diésel verde’ circulan por las ciudades del mundo occidental vehículos que utilizan como combustible sustancias obtenidas a partir de productos agrícolas. Son los denominados biocombustibles, en los que el prefijo ‘bio’ pretende resaltar sus bondades medioambientales. Sin embargo, la realidad es que los biocombustibles pueden llegar a ser incluso más nocivos que el petróleo por su emisión de gases de efecto invernadero, responsables del cambio climático que está experimentando nuestro planeta. La causa de ese daño medioambiental estriba en la forma en la que se obtienen.

Si somos rigurosos, recibe el nombre de biocombustible todo combustible de origen biológico. El más común es la madera, pero también son biocombustibles las grasas animales y los aceites vegetales que han servido para iluminar durante siglos nuestros hogares. Pero los que nos interesan son los que se utilizan hoy en día en vehículos de transporte, que son de dos tipos. Uno es el alcohol denominado etanol, el mismo que se encuentra en el vino o la cerveza, que se obtiene mediante fermentación de azúcares como los de la caña de azúcar, o los de los cereales, entre los cuales destaca el maíz. El segundo es el biodiesel, que se produce mediante una reacción química entre el alcohol denominado metanol y aceites vegetales. Aunque se pueden utilizar diferentes aceites como materia prima para fabricar el biodiesel, en la práctica en todo el mundo se elabora a partir de aceites de soja y palma y, en mucha menor medida, de colza, sobre todo en Europa.

Los defensores del empleo de biocombustibles líquidos como sustitutos de la gasolina y gasoil derivados del petróleo argumentan sus efectos beneficiosos de la siguiente manera. Las plantas de las que se extraen las materias primas necesarias para su elaboración absorben dióxido de carbono, el principal gas de efecto invernadero, durante su crecimiento. Cuando los biocombustibles se queman en un vehículo, se emite dióxido de carbono a la atmósfera. Pero eso no supone un problema, porque las plantas volverán a asimilarlo cuando crezcan de nuevo. Tendríamos así un ciclo cerrado de captura-emisión de ese gas, que por lo tanto no produciría ningún aumento de su concentración en la atmósfera.

 

Producción mundial de bioetanol y biodiesel en miles de barriles por día. En el caso del etanol, 100.000 barriles por día equivalen a 3 millones de toneladas de petróleo anuales, mientras que para el biodiesel equivalen a 4,9 millones. La cantidad total de biocombustibles producidos en 2016 equivalió a 86 millones de toneladas de petróleo.

Sin embargo, esa explicación tan simple oculta un conejo en la chistera, que salta fuera de ella en cuanto nos asomamos a su interior. Esas plantas productoras de biocombustibles no crecen precisamente en el desierto, sino que se cultivan en terrenos fértiles que previamente estaban cubiertos por selvas y sabanas. Esos grandes bosques tropicales y subtropicales se destruyen simplemente quemándolos, para sustituirlos por los cultivos destinados a la producción masiva de biocombustibles, como la soja y la palma. Esos gigantescos incendios, visibles desde los satélites que orbitan el planeta y en ocasiones objeto por ello de atención televisiva, liberan a la atmósfera enormes cantidades de dióxido de carbono: entre 200 y 300 toneladas por hectárea, entre 20.000 y 30.000 toneladas por cada kilómetro cuadrado. Así se deforestan cada año decenas de miles de kilómetros cuadrados, hasta tal punto que provocan unas emisiones de gases de efecto invernadero casi iguales a las provenientes de los vehículos que utilizan combustibles derivados del petróleo. Aunque los biocombustibles contribuyen todavía relativamente poco a esa deforestación global, su amenaza es tan grave que el Parlamento Europeo aprobó en el mes de abril de este año una resolución para eliminar el aceite de palma como fuente de biocombustibles para el año 2020.

Por si fuera poco, los agrocombustibles, como en realidad deberían denominarse los biocombustibles, compiten con la producción de alimentos porque, al igual que estos, necesitan terrenos fértiles donde cultivarse. Y se trata de una competencia desleal, porque si se quisiera sustituir con ellos solo una parte de los que provienen del petróleo, habría que producirlos en tal cantidad que toda la superficie de nuestro planeta no bastaría para ello. Ahí radica el verdadero problema, en que los terrenos cultivables ya escasean y no podemos permitirnos el lujo de malgastarlos en un mundo que no es capaz de alimentar decentemente a toda su población.

No hay ninguna duda de que es necesario buscar alternativas al uso del petróleo, pero los biocombustibles no son la respuesta.

 

Joaquín Pérez Pariente es investigador del Instituto de Catálisis y Petroleoquímica del CSIC y es autor del libro Biocombustibles. Sus implicaciones energéticas, ambientales y sociales, editado por Fondo de Cultura Económica. La obra se presentará el día 19 en la librería Juan Rulfo (Madrid) a las 19:00 horas.

Qué es la huella de carbono y cómo puedes reducirla en 9 pasos

Por Mar Gulis (CSIC)

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El uso intensivo de carbón en la producción de electricidad genera importantes emisiones de CO2 a la atmósfera / A. Paul / Wikipedia

Si estás rastreando viajes online para tus vacaciones, puede que hayas visto cálculos sobre tu huella de carbono. En algunas páginas web, al seleccionar un vuelo, además de la información sobre el precio, las tasas, el horario, etc., aparece un dato extra sobre esta cuestión. Cuando volamos, igual que en un sinfín de actividades de nuestro día a día, aumentamos nuestra huella de carbono. Antes de explicar cómo reducirla, vamos a aclarar este concepto.

La huella de carbono es una medida que permite calcular el impacto de las emisiones de gases de efecto invernadero que los seres humanos generamos a diario. Prácticamente cualquier actividad que realicemos –incluso respirar– o cualquier producto o servicio que consumamos lleva asociada una emisión de CO2 y otros gases de efecto invernadero. Dado que existe una relación directa entre la concentración de este tipo de gases en la atmósfera y el cambio climático, conviene saber cómo reducir esa huella y frenar así el aumento de la temperatura global.

Efectivamente, no es comparable la contaminación derivada de una gran industria con lo que cada persona contamina a diario. Según el Informe sobre cambio climático, elaborado por el Observatorio de Sostenibilidad y en el que han participado investigadores del CSIC, unas 10 grandes empresas en nuestro país son responsables del 65% de las emisiones que contaminan la atmósfera. Sin embargo, eso no significa que no podamos aportar nuestro granito de arena a la lucha contra el calentamiento global.

Cualquier persona puede calcular las emisiones de gases de efecto invernadero producidas por sus acciones. En 2014, una familia española de cuatro miembros generaba alrededor de 20 toneladas de CO2 anuales, según un estudio del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente. Este dato es importante, ya que las cifras varían notablemente entre países; mientras en EEUU se disparan, en los países en vías de desarrollo se sitúan muy por debajo.

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Exposición del CSIC ‘La energía nos mueve’

Conozcamos o no con exactitud la dimensión de nuestra huella de carbono, a través de diferentes acciones podemos reducirla. ¿Qué tipo de calefacción tienes? ¿A qué temperatura mantienes tu casa en invierno? ¿Dispones de aire acondicionado? ¿Cuántos electrodomésticos utilizas? ¿Cómo realizas tus desplazamientos? En función de cómo respondas a estas preguntas generarás una huella mayor o menor. Pero casi siempre será posible minimizarla adoptando hábitos de consumo más sostenibles, ahorrando energía, reutilizando objetos y envases y, por supuesto, utilizando el transporte público o la bicicleta. Para facilitar la tarea, vamos a enumerar 9 medidas (obviamente, hay muchas más) para lograr que nuestra huella de carbono se haga más pequeña. Son recomendaciones sencillas que proceden tanto de estudios del Centro Nacional de Educación Ambiental como de la exposición del CSIC ‘La energía nos mueve’:

  1. Elige electrodomésticos de clase A+ (o más) y prescinde de aquellos en los que puedas realizar el trabajo manualmente, como cepillos de dientes, abrelatas o exprimidores eléctricos.
  1. Cuando termines de trabajar con el ordenador, no lo dejes en suspensión o con la pantalla encendida, asegúrate de apagarlo completamente.
  1. Cuando hayas acabado de cargar tus aparatos electrónicos (teléfono móvil, teléfono inalámbrico, cámara de fotos, etc.), desconéctalos de la toma de corriente. Si los dejas enchufados, además de seguir consumiendo electricidad, puede estropearse la batería.
  1. Mantén el frigorífico a 5 ºC y el congelador a –18ºC (cada grado adicional de enfriamiento supone un aumento del 5% en el gasto energético) y cierra la puerta cuanto antes. Por cada 10 segundos que la dejes abierta, se perderá una cantidad de frío que necesita 40 minutos para recuperarse.
  1. Lava la ropa con agua fría (entre el 80 y 85% del consumo energético de una lavadora se invierte en calentar el agua) y utiliza programas cortos y económicos en el lavavajillas y la lavadora.
  1. En la cocina, no pierdas el calor: aprovecha el residual y utiliza la olla a presión (¡ahorra hasta el 50% de la energía!).
  1. Siempre que puedas, usa la luz natural. Para la iluminación artificial, sustituye las bombillas tradicionales por lámparas de mayor eficiencia energética, como fluorescentes de bajo consumo o lámparas LED.
  1. Vigila la temperatura del hogar: 20ºC en invierno y 25ºC en verano es suficiente para mantener el confort. En los dormitorios, la temperatura debe rebajarse unos 3º C. Ah, y procura no escatimar en aislamiento al construir o rehabilitar una casa; te ahorrarás dinero en una buena climatización.
  1. Utiliza siempre que sea posible el transporte público, la bicicleta o bien camina para llegar a tu destino (esto último no solo lo agradecerá el planeta, también tu salud). Si solo puedes desplazarte en coche, toma nota de este dato: conducir eficientemente supone un ahorro de la mitad del carburante necesario y, por tanto, de las emisiones de CO2.

Una de las conclusiones del Informe sobre cambio climático es que, más allá de gobiernos, poderes públicos, multinacionales y demás actores influyentes, la sociedad –o sea tú, yo y cada una de las personas con las que hablamos cada día– también tiene un papel importante para frenar este problema medioambiental. Si el compromiso se extendiera, “los lobbies de las grandes empresas energéticas y de muchas industrias altamente contaminantes no tendrían más remedio que adaptarse a esa reacción ciudadana e incorporar la preocupación por el medio ambiente y la sostenibilidad en sus prácticas”, concluye el informe.