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Ácido hialurónico: mucho más que un tratamiento estético

Por Daniel Fernández-Villa (CSIC)*

El tiempo pasa para todos. Donde ayer había un pelo oscuro y fuerte, hoy asoma ya una cana, y donde hoy hay una piel tersa y suave, mañana habrá una arruga. Es así, es ley de vida. Sin embargo, a muchos nos cuesta afrontar esta realidad. Se podría aventurar que esto es debido a la visión que se nos ha inculcado viviendo en sociedad mientras crecíamos, pero lo que es seguro es que hoy en día disponemos de muchos recursos para disimular el paso del tiempo a unos precios bastante accesibles para la mayoría.

¿Quién no ha escuchado alguna vez hablar de todas las maravillas que puede ofrecernos el ácido hialurónico? Es el remedio número uno para combatir el paso del tiempo en nuestra piel. Cada día podemos verlo anunciado en forma de cremas, acondicionadores o inyecciones reafirmantes. Pero, ¿qué otros usos podemos darle? ¿Podría mitigar el paso del tiempo, no solo en el exterior? Por supuesto que sí. De hecho, podría ser un tratamiento eficaz para enfermedades que afectan a millones de personas en todo el mundo.

Osteopenia: una condición, diferentes enfermedades

Nuestra piel no es la única que envejece con el paso del tiempo: la sociedad también lo hace. Debido al aumento de la esperanza de vida en las últimas décadas, las sociedades desarrolladas tienen poblaciones cada vez más envejecidas, y eso ha traído consigo el incremento de la prevalencia de algunas enfermedades crónicas. Las que nos ocupan en esta ocasión son las relacionadas con el esqueleto.

 

 

Seguro que, por desgracia, tienes algún familiar o conoces a alguna persona con osteoporosis, una enfermedad que se caracteriza principalmente porque disminuye la densidad ósea, rasgo conocido como osteopenia. Pero esta no es la única causa por la que aparece dicha condición. Por ejemplo, tras tratamientos prolongados con determinados fármacos antiinflamatorios puede desarrollarse osteopenia, o bien puede ser consecuencia de una mala formación de hueso, como ocurre en los casos de osteogénesis imperfecta. En todas estas circunstancias, aunque por diferentes causas primarias, los huesos son menos densos y, por tanto, tienen una mayor tendencia a la rotura.

La guerra civil ósea: osteoblastos vs. osteoclastos

Cabría preguntarse qué tienen en común todos los procesos que derivan de la osteopenia. En este sentido, podríamos comparar nuestros huesos con la Sagrada Familia de Barcelona, ya que se encuentran en remodelado constante desde que nacemos hasta que morimos. De hecho, se calcula que tardamos unos diez años en renovarlos por completo.

Esto se debe principalmente a la acción de dos tipos celulares residentes en estas zonas que se encuentran en constante disputa. Por un lado, están las células encargadas de formar el hueso, los osteoblastos y, por el otro, las células encargadas de degradarlo, los osteoclastos. Ambos son necesarios para el correcto mantenimiento de nuestros huesos y, en condiciones normales, el balance neto entre formación y destrucción es cero. Sin embargo, cuando alguno de estos actores se desregula empiezan los problemas. Por ejemplo, en muchos casos de osteopenia, lo que se ha comprobado es que los encargados de formar el hueso están más “cansados” que los que lo destruyen, o bien que estos últimos están hiperactivos, lo que en ambos casos produce un desequilibrio hacia la destrucción de hueso.

Teniendo esto en cuenta, actualmente disponemos de tratamientos que pueden estimular a las células formadoras de hueso y otros que inhiben la acción de los osteoclastos. No obstante, dichos tratamientos se toman por vía oral y hay que administrar dosis altas para que después de distribuirse por todo el organismo lleguen a una concentración suficiente a las zonas de interés, lo que causa efectos adversos indeseados.

Formulaciones inyectables: ácido hialurónico y compañía

¿Y qué pinta el ácido hialurónico en todo esto? ¿Cómo podemos usarlo para conseguir regenerar nuestros huesos? El ácido hialurónico no solo se usa con fines estéticos. Actualmente ya hay disponibles muchos tratamientos basados en él. Por ejemplo, desde hace décadas se inyecta en articulaciones de pacientes con artritis para aliviar los dolores del roce entre huesos debido a la inflamación existente, o también se usa como recubrimiento de diferentes dispositivos biomédicos para evitar una posible reacción contra ellos al ser implantados en nuestro cuerpo.

En el caso de las enfermedades osteopénicas, el objetivo es aprovechar la estructura de este compuesto al máximo. Desde el punto de vista funcional, en nuestro laboratorio del CSIC sometemos al ácido hialurónico a un tratamiento químico para que, al ponerlo en contacto con otro compuesto similar (otro polímero) como el quitosano, se produzca una gelificación en apenas unos minutos. De esta forma tendríamos dos soluciones líquidas al principio –el ácido hialurónico y el quitosano-, fáciles de inyectar dentro del hueso a través de técnicas mínimamente invasivas. Una vez dentro, entrarían en contacto y se produciría la gelificación, de manera que el gel quedaría embebido en la estructura ósea.

Este tratamiento regenera los huesos, pero solo en parte. Lo que conseguimos es tener una formulación segura y natural, que puede ser inyectada fácilmente y que se mantiene dentro del hueso durante un periodo de tiempo más o menos largo. De esta manera se podrían aplicar los mismos fármacos que ya estamos usando en clínica, pero con dosis mucho más bajas, porque se administran de forma local, y de un modo mantenido y controlado en el tiempo, lo que reduce al mínimo los efectos secundarios.

En cualquier caso, se puede llegar más lejos con el ácido hialurónico. Estamos explorando una vía que consiste en encapsular células madre dentro de este sistema doble. El campo de las células madre ha supuesto una revolución en los últimos tiempos por los buenos resultados que están mostrando en etapas preclínicas, ya que se ha visto que son capaces de liberar toda una serie de moléculas que promueven la regeneración de los tejidos. Sin embargo, en la mayoría de los ensayos clínicos realizados en humanos se ha comprobado que estos efectos desaparecen enseguida porque nuestro cuerpo elimina rápidamente las células madre que introducimos sin protección. Con nuestro procedimiento, las células no solo quedarían atrapadas dentro del gel y del hueso, liberando todos esos compuestos regenerativos durante mucho más tiempo que si se aplicasen «desnudas”, sino que además podrían acabar transformándose en osteoblastos. Con pequeñas modificaciones podríamos adaptar fácilmente la terapia a cada enfermedad e, incluso, ajustarla atendiendo a la severidad de cada paciente.

Daniel Fernández-Villa (@DanielFdezVilla) es investigador predoctoral en el grupo de Biomateriales del Instituto de Ciencia y Tecnología de Polímeros (ICTP-CSIC). Si quieres conocer más acerca de esta terapia, puedes ver el este vídeo que presentó a la segunda edición del concurso “Yo investigo. Yo soy CSIC” y que fue premiado con la tercera posición.

El secreto de la Vetusta Morla: ¿por qué unos animales viven más que otros?

Por Marta Fernández Lara*

“Hay un ser en Fantasía que es más viejo que todos los otros. Lejos, muy lejos, al norte, está el Pantano de la Tristeza. En medio de ese pantano se alza la Montaña de Cuerno y allí vive la Vetusta Morla. ¡Busca a la Vetusta Morla!”

Con esta cita, un búfalo purpúreo animaba en sueños a Atreyu a buscar a la Vieja Morla en la Historia Interminable de Michael Ende. Este singular animal no solo es el más viejo de Fantasía. En nuestro mundo, las tortugas de las Galápagos están entre los vertebrados más longevos que existen, llegando a vivir cientos de años. Pero, ¿cuál es la razón por la que estos animales son tan longevos?, ¿por qué hay tanta disparidad entre los años que viven unos organismos y otros?

La ciencia se ha planteado muchas veces este tipo de preguntas pues, de conocer sus respuestas, estaríamos más cerca de alcanzar el ansiado ‘elixir de la juventud’ que permitiera alargar la vida a los seres humanos.

Las bases del envejecimiento

Para tratar de encontrar respuestas a estas preguntas, primero hay que entender qué es lo que determina la esperanza de vida o el envejecimiento.

El envejecimiento es un proceso biológico que evita que un organismo viva eternamente, incluso en condiciones ideales en las que no hay depredación, ni fenómenos ambientales que puedan producir la muerte de los individuos.

En los últimos años, la comunidad investigadora se han sumergido en las profundidades celulares para comprender qué mecanismos biológicos contribuyen al proceso de envejecimiento. Dentro de la maquinaria celular, la acumulación de mutaciones y de daños en el ADN, la molécula que contiene nuestra información genética, está asociada con el envejecimiento. Tanto es así, que científicos como Luis Blanco y su equipo, del Centro de Biología Molecular (UAM-CSIC), se dedican a estudiar los mecanismos de reparación de estos daños. Del mismo modo, la alteración de algunos orgánulos componentes clave de la célula también contribuye a este proceso. Por ejemplo, la modificación de los componentes de la pared que envuelve el núcleo, el orgánulo que contiene el ADN, está relacionada con un envejecimiento prematuro.

Por otra parte, la actividad celular también tiene una gran influencia en el envejecimiento, ya que algunos mecanismos biológicos generan unas moléculas denominadas especies reactivas del oxígeno (ROS), que pueden producir daños a proteínas, membranas celulares, etc. Esto se denomina estrés oxidativo, y en algunos experimentos se ha observado que su reducción puede alargar la vida de ciertos animales de laboratorio.

Estos son solo algunos ejemplos de procesos que se han visto implicados en el envejecimiento, pero todavía queda mucho por comprender de este complejo fenómeno biológico. Resolver estas incógnitas nos acercaría a conocer la clave de las diferencias entre la velocidad a la que envejecen las distintas especies o por qué algunas, como las bacterias, parecen no hacerlo nunca.

Coral cerebro (‘Diploria labyrinthiformis’).

La longevidad bajo una perspectiva evolutiva

Sin embargo, otros investigadores tratan de desvelar ‘el secreto de la Vieja Morla’ observando las características de los ciclos de vida de los organismos desde un punto de vista evolutivo.

En la naturaleza observamos que los organismos tienen diferentes estrategias vitales: algunos crecen más rápido, otros más lento; unos se reproducen antes, otros después y algunos viven más tiempo que otros. Estas diferencias han surgido como consecuencia de la actuación de procesos evolutivos a lo largo del tiempo.

En lo que se refiere al envejecimiento, los científicos han propuesto distintas hipótesis para tratar de explicar cómo ha evolucionado este proceso y por qué se mantiene.

Una de estas hipótesis explica que el envejecimiento se produce principalmente por la acumulación de mutaciones en el ADN cuyos efectos negativos se manifiestan con la edad. Una segunda teoría plantea que habría genes que, en etapas tempranas de la vida, tendrían efectos positivos en los organismos, por lo que se favorecería su transmisión a la siguiente generación por selección natural. Sin embargo, con el tiempo estos genes desencadenarían procesos negativos relacionados con el envejecimiento. Por último, otra de las principales hipótesis explica que las especies tienen una cantidad limitada de energía que deben repartir entre mantenerse vivos y reproducirse; y en reparar los daños del ADN que contribuyen a este proceso.

Todas estas hipótesis estarían relacionadas con un factor esencial que explicaría las diferencias de longevidad entre los animales: la mortalidad por causas ambientales. Por un lado, los animales que viven en ambientes en los que corren menos riesgo de morir por factores externos como la depredación, enfermedades, etc., la selección natural favorecerá un desarrollo más lento de los individuos, la expresión tardía de las mutaciones con efectos negativos y, en definitiva, retrasará el envejecimiento. Por otro lado, si las especies experimentan un riesgo alto de mortalidad por factores externos, su vida será más corta, la selección natural no tendrá tiempo de actuar para eliminar estas mutaciones perjudiciales que se acumularán antes, favoreciendo un envejecimiento temprano.

Un ejemplo de cómo influye el ambiente en la velocidad de envejecimiento de los animales es la investigación en la que ha participado recientemente Jordi Figuerola, investigador de la Estación Biológica de Doñana (EBD-CSIC). El estudio, realizado en mirlos, muestra que las poblaciones de zonas urbanas, que experimentan más estrés, presentan un mayor acortamiento de telómeros frente a las de zonas naturales. Los telómeros son regiones de los cromosomas que protegen el ADN de la degradación, y su acortamiento es un signo de envejecimiento.

Ejemplar de mirlo / Eloy Revilla (EBD-CSIC).

Así, se ha observado que los animales que poseen rasgos que les protegen de morir por causas ambientales presentan una longevidad mayor. Este es el caso de las aves y mamíferos voladores como los murciélagos, que en muchos estudios se ha visto que viven más que los que no poseen esta capacidad. Del mismo modo, parece que los mamíferos que habitan en los árboles viven más años que otros mamíferos terrestres, lo que explicaría que, por ejemplo, los primates tengan una vida tan larga en comparación con otras especies. La explicación que han propuesto las diversas investigaciones a estas observaciones es que la vida en las alturas proporciona una mayor protección frente a los depredadores, reduciendo así la mortalidad por factores externos y favoreciendo un envejecimiento tardío. Un último ejemplo, que nos acerca al enigma que nos proponíamos al principio, es el de los animales con caparazón o conchas protectoras que, como en el caso de las tortugas, presentan también una mayor longevidad.

¿Está resuelto, entonces, el misterio? Sin duda, estas teorías evolutivas dan un paso más en la comprensión de este proceso y de las diferencias de longevidad entre los organismos pero, una vez más, todavía quedan muchas incógnitas por resolver. Parece que aún nos queda un largo camino hasta llegar a la Montaña del Cuerno donde la Vetusta Morla guarda celosamente su secreto.

 

Marta Fernández Lara es colaboradora del Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC).

¿Tenemos el número de hijos que queremos?

Por Mar Gulis (CSIC)*

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La tasa de fertilidad en España se sitúa en 1,3 hijos por mujer / Wikipedia

La respuesta es no. Al menos esa es la conclusión del libro El déficit de natalidad en Europa. La singularidad del caso español, en el que han intervenido Teresa Castro, del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC, y otros investigadores. Según esta demógrafa, los españoles y españolas arrastramos un ‘déficit de bienestar’ porque tenemos menos hijos de los que nos gustaría.

Los datos del Instituto Nacional de Estadística sitúan la tasa de fertilidad en nuestro país en 1,3 hijos por mujer. Esta cifra nos aleja considerablemente de lo que se considera el mínimo para asegurar el reemplazo generacional: 2,1 hijos por mujer. En realidad el caso español no es una excepción en el continente europeo, donde el declive demográfico trae de cabeza a muchos Gobiernos desde hace años. Una sociedad con pocos niños, que además envejece a marchas forzadas por el aumento de la esperanza de vida, plantea problemas económicos en el medio plazo. Si escasean las generaciones jóvenes y crece la población mayor, el sostenimiento del Estado de bienestar –por ejemplo, el sistema de pensiones– queda en entredicho. Pero más allá de la dimensión económica, que por otro lado aparece en los medios con frecuencia, esta situación tiene también implicaciones sociales como el ‘malestar’ al que se refiere el libro. De esto se habla bastante menos.

Según Castro, las encuestas de las últimas décadas demuestran que “las aspiraciones reproductivas no han cambiado en 30 años”. Es decir, al preguntar a la gente cuántos hijos quiere tener, la respuesta es la misma: “La mayoría responde dos”, afirma la investigadora. “Si al final no tiene ninguno o tiene uno, está por debajo de sus expectativas”, añade. Así que, a su juicio, si tenemos pocos niños es más por “una cuestión de barreras que de deseos”. De ahí el malestar o déficit de bienestar.

La cuestión no es baladí porque puede ayudar a derribar algunos tópicos. ¿Por qué entonces optamos por tener menos hijos? Como en todo fenómeno social, no se puede apuntar a una sola causa; más bien han confluido varias circunstancias que han hecho caer la natalidad en todas las economías avanzadas. Digamos, para no entrar en detalles, que la modernización y todas sus implicaciones (transición demográfica, avance de los sistemas anticonceptivos, incorporación de las mujeres al mercado laboral, cambios en el sistema de valores…) han derivado en la pauta de tener menos descendencia.

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La educación infantil pública y de calidad es una de las políticas sociales que pueden facilitar la conciliación / Flickr

Sin embargo, a menudo se señala la incorporación de la mujeres al mercado laboral como la principal causa del descenso de nuestra natalidad. Castro derriba esta tesis. Al menos, de acuerdo con sus análisis, es solo una verdad a medias. La demostración la encontramos en las sociedades de los países nórdicos o incluso en Francia, que tanto geográfica como culturalmente nos resulta más cercano. En todos ellos la gente tiene más hijos. De hecho, estos países son prácticamente la excepción en una Europa cada vez más envejecida, puesto que allí la tasa de fecundidad se acerca o incluso en algún caso supera los dos hijos por mujer. La cosa tiene miga, porque se trata de sociedades en las que las mujeres se incorporaron al mercado laboral mucho antes que aquí y además lo hicieron de forma más masiva. ¿Qué explica entonces que allí se tengan más hijos? Para Castro la clave son las políticas sociales, y más concretamente las destinadas a la familia. Ejemplos: permisos de maternidad y paternidad de igual duración, instransferibles y pagados al 100%, escuelas infantiles públicas de calidad para los menores de tres años, posibilidades de reducción de jornada, horarios más flexibles, ayudas económicas por hijo a cargo… Aquí este tipo de medidas brillan por su ausencia.

A modo de conclusión, Castro explica: “La tesis de nuestro libro es que se ha pasado de una familia en la que el padre trabajaba y la madre cuidaba, lo cual favorecía la natalidad, a un momento de transición en el que la mujer tiene un perfil laboral cada vez más similar al del hombre; pero éste no cambia porque no asume la misma responsabilidad en los cuidados. Y las políticas sociales tampoco cambian, así que la sociedad no se adapta a este nuevo escenario y la fecundidad baja. Si se supera esta etapa de transición y predominan las familias igualitarias y las políticas sociales que favorecen la conciliación, la fecundidad vuelve a subir”. Ese es su diagnóstico: ayudas sociales+ educación para la igualdad entre ambos géneros=aumento de la natalidad.

El ‘Informe monja’: ¿qué podemos aprender del alzhéimer en un convento?

Snowdon junto a una monja

David Snowdon con una de las monjas de la Escuela de las Hermanas de Notre Dame.

Por Mar Gulis

¿Puede la educación protegernos del alzhéimer y ayudarnos a envejecer en buenas condiciones? A comienzos de los 80, diversos investigadores comenzaron a formularse esta pregunta. Muchos suponían que sí, pero les resultaba muy difícil encontrar un método para comprobarlo… hasta que aparecieron en escena las monjas de la Escuela de las Hermanas de Notre Dame, en Minnesota (Estados Unidos).

En aquella época, las estadísticas mostraban que a mayor nivel de estudios, mayor esperanza de vida activa; es decir, con  autonomía y buen estado físico. Sin embargo, estos datos no bastaban para establecer una relación causa-efecto porque, por ejemplo, es más probable que una persona que no ha acabado el instituto tenga ingresos más bajos, viva en condiciones peores y reciba una asistencia sanitaria de peor calidad que una persona que ha ido a la universidad. Por tanto, que alguien con menos estudios tenga más probabilidades de vivir menos años o de envejecer con peor calidad podría explicarse por otros factores distintos a la educación, como el nivel de ingresos, la atención médica o los hábitos de salud.

Para poder contestar a la pregunta era necesario encontrar una comunidad en la que sus miembros tuviesen distintos niveles educativos pero una forma de vida similar. Fue entonces cuando al experto en epidemiología David Snowdon se le ocurrió convertir el monasterio de Nuestra Señora en un gigantesco tubo de ensayo.

El convento ofrecía las condiciones ideales para su investigación. Para empezar, se trataba de una comunidad estable en la que era posible realizar un estudio a largo plazo, ya que por lo general los hábitos se toman para toda la vida. Pero lo más importante era que allí monjas con distinto nivel educativo llevaban un estilo de vida homogéneo y saludable: comían prácticamente lo mismo, tenían unos horarios parecidos, contaban con una atención médica idéntica y, si eran disciplinadas, no fumaban, no bebían y no tenían que sufrir el estrés físico del embarazo.

Imagen 3D de un cerebro afectado por el Alzheimer. / Isaac Mao

Imagen 3D de un cerebro afectado por el Alzheimer. / Isaac Mao

En un primer estudio, Snowdon evaluó el estado físico y mental y recopiló informes pedagógicos de 306 religiosas mayores de 75 años que se prestaron voluntarias. La investigación reveló que, efectivamente, las monjas con mayor nivel de estudios tenían más posibilidades de vivir más y de mantener su independencia en la vejez, lo que llevó al científico a concluir que “las consecuencias protectoras de la educación parecían comenzar pronto y durar toda la vida”.

Sin embargo, este trabajo fue solo un ‘trampolín’ para otro mucho más ambicioso sobre el alzhéimer que involucró a 678 monjas de siete conventos de la misma orden. Todas ellas accedieron a realizarse exámenes físicos y mentales cada año y se comprometieron a donar sus cerebros a la ciencia al morir. Esto permitió comparar la información clínica y psicológica con los exámenes del tejido cerebral y obtener valiosos resultados.

En su libro El Alzheimer (CSIC-Catarata), la investigadora Ana Martínez explica que el llamado ‘Informe monja’ demostró “que el ácido fólico puede ayudar a alejar la enfermedad de Alzheimer; que los ataques cerebrales pequeños pueden desencadenar demencia y que la habilidad lingüística temprana puede estar relacionada con un menor riesgo de alzhéimer, porque las monjas que concentraban más ideas en las oraciones de sus autobiografías [que escribieron cuando aun eran novicias] tuvieron menos riesgo de sufrir alzhéimer seis décadas después”. De hecho, Snowdon afirmó que cuando la mente se mantiene ocupada aprendiendo, la salud y el tamaño de la conectividad de las neuronas aumenta”.

En investigaciones posteriores el investigador estadounidense ha seguido explotando el potencial científico de los conventos. En uno de sus últimos trabajos, por ejemplo, afirma que las monjas que en sus autobiografías expresaron un mayor número de emociones positivas tuvieron una vida hasta 10 años más larga que el resto. Parece, pues, que las comunidades religiosas seguirán siendo una fuente de conocimiento científico en los próximos años… Los caminos de la ciencia no son inescrutables, pero cuando menos son bastante originales.