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Viajar en avión, ¿cómo afecta a la calidad del aire?

Por Mar Gulis (CSIC)

¿Cuándo fue la última vez que viajaste en avión? Es posible que tu respuesta se remonte a casi un año (o más) por la situación en la que nos encontramos, pero ahora piensa cuántos vuelos realizaste antes… En 2019, por los aeropuertos españoles pasaron 275,36 millones de pasajeros y las aerolíneas españolas movieron a 113,83 millones de personas, el 41,4% del tráfico total, según datos del Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana. Además, como recoge AENA, España recibió 83,7 millones de turistas internacionales, 900 mil más que el año anterior, y de ellos el 82% (más de 68,6 millones) utilizaron el avión como medio de transporte.

¿Sabes lo que suponen estas cifras en contaminación? En este sentido, un estudio de la revista Global Environmental Change estima que “un 1% de la población del mundo es responsable de más de la mitad de las emisiones de la aviación de pasajeros que causan el calentamiento del planeta”.

Un avión puede llegar a emitir hasta veinte veces más dióxido de carbono (CO2) por kilómetro y pasajero que un tren.

Un motor de avión emite principalmente agua y dióxido de carbono (CO2). Sin embargo, dentro de él tiene lugar un proceso de combustión a muy alta temperatura de los gases emitidos, lo que provoca reacciones atmosféricas que a su vez producen otros gases de efecto invernadero, como el óxido de nitrógeno (NO). Por ello, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) estima que el efecto invernadero de los aviones es unas cuatro veces superior al del CO2 que emiten. Según Antonio García-Olivares, investigador del CSIC en el Instituto de Ciencias del Mar (CSIC), esto eleva el efecto global de los aviones a aproximadamente la mitad del efecto del tráfico global de vehículos.

¿Cuándo contamina más?

Un avión puede llegar a emitir hasta veinte veces más dióxido de carbono (CO2) por kilómetro y pasajero que un tren. Según un estudio de la Agencia Europea del Medio Ambiente de 2014, el tráfico aéreo es el que mayores emisiones produce (244,1 gramos por cada pasajero-km), seguido del tráfico naval (240,3 g/pkm), el transporte por carretera (101,6 g/pkm) y el ferroviario (28,4 g/pkm).

“Esto es, el transporte por avión y por barco emiten en la Unión Europea más del doble de CO2 por pasajero-km que el transporte por carretera, y el transporte por tren es casi 4 veces más limpio que por carretera, y casi 9 veces más limpio que el transporte por avión”, comenta Antonio García-Olivares.

El CO2 y el resto de gases que emite la aviación se añaden a la contaminación atmosférica “que afecta a la salud humana solo en los momentos de despegue, y en menor grado, en el aterrizaje”, señala el investigador. Durante la mayor parte del viaje, el avión vuela en alturas donde al aire está estratificado (en capas) y la turbulencia vertical es mínima. Esto hace que la difusión de los contaminantes hacia la superficie terrestre sea prácticamente nula. Pero, “los contaminantes permanecen en altura, donde sufren distintas reacciones fotoquímicas, contribuyendo algunos de ellos al efecto invernadero”, añade.

En cualquier caso, el tráfico aéreo también incide en el aire que respiramos. En los aeropuertos no solo los aviones emiten gases contaminantes, sino también otros medios de transporte como los taxis, los autobuses y los vehículos de recarga, que en su mayoría son diésel. Al quemar combustible y rozar sus ruedas con el suelo, todos ellos liberan partículas ultrafinas a la atmósfera consideradas potencialmente peligrosas para la salud, explica Xavier Querol, del Instituto de Diagnóstico Ambiental y Estudios del Agua del CSIC.

El grado en que estas emisiones aumentan los niveles de partículas contaminantes en una ciudad, dependerá de la distancia del aeropuerto con respecto al núcleo de población y al urbanismo. En grandes ciudades con altos edificios (streetcanions), la dispersión es muy mala y el impacto en la exposición humana es mayor que en otras; a diferencia de lo que suele ocurrir en un aeropuerto, donde las emisiones se pueden dispersar y contaminar menos, indica Querol.

En grandes ciudades con altos edificios (streetcanions), la dispersión es muy mala y el impacto en la exposición humana es mayor.

¿Sería posible viajar en avión sin contaminar?

“La tendencia del tráfico aéreo es a crecer en las próximas décadas un 30% más que en la actualidad, pero en la presente década es probable que la producción de petróleo y líquidos derivados del petróleo comiencen a declinar. Ello, unido a la posible presión legislativa por disminuir el impacto climático, podría frenar esa tendencia al crecimiento del tráfico aéreo”, reflexiona Antonio García-Olivares.

Un estudio en el que ha participado el investigador concluye que, si la economía fuese 100% renovable, el coste energético de producir metano o combustibles de aviación a partir de electricidad y CO2 sería mucho más elevado que en la actualidad y desencadenaría una fuerte subida de los precios de los viajes en avión y, por tanto, una reducción del transporte aéreo hacia valores en torno al 50% de los actuales.

Reducir la contaminación implica, como resume el investigador del CSIC en el Instituto de Ciencias del Mar Jordi Solé, cambiar los modos y la logística del transporte, así como reducir su volumen y la velocidad (cuanto más rápido vamos, más energía consumimos y más contaminamos). “La navegación aérea a gran escala y el transporte en general se tienen que rediseñar en un sistema con cero emisiones; por tanto, el transporte aéreo tiene que estar armonizado en un modelo acorde con un sistema socio-económico diferentes y, por supuesto, ambiental y ecológicamente sostenible”, concluye Solé.

Los biocombustibles pueden ser más nocivos que el petróleo

Por Joaquín Pérez Pariente (CSIC)*

Bajo las etiquetas ‘combustible ecológico’ y ‘diésel verde’ circulan por las ciudades del mundo occidental vehículos que utilizan como combustible sustancias obtenidas a partir de productos agrícolas. Son los denominados biocombustibles, en los que el prefijo ‘bio’ pretende resaltar sus bondades medioambientales. Sin embargo, la realidad es que los biocombustibles pueden llegar a ser incluso más nocivos que el petróleo por su emisión de gases de efecto invernadero, responsables del cambio climático que está experimentando nuestro planeta. La causa de ese daño medioambiental estriba en la forma en la que se obtienen.

Si somos rigurosos, recibe el nombre de biocombustible todo combustible de origen biológico. El más común es la madera, pero también son biocombustibles las grasas animales y los aceites vegetales que han servido para iluminar durante siglos nuestros hogares. Pero los que nos interesan son los que se utilizan hoy en día en vehículos de transporte, que son de dos tipos. Uno es el alcohol denominado etanol, el mismo que se encuentra en el vino o la cerveza, que se obtiene mediante fermentación de azúcares como los de la caña de azúcar, o los de los cereales, entre los cuales destaca el maíz. El segundo es el biodiesel, que se produce mediante una reacción química entre el alcohol denominado metanol y aceites vegetales. Aunque se pueden utilizar diferentes aceites como materia prima para fabricar el biodiesel, en la práctica en todo el mundo se elabora a partir de aceites de soja y palma y, en mucha menor medida, de colza, sobre todo en Europa.

Los defensores del empleo de biocombustibles líquidos como sustitutos de la gasolina y gasoil derivados del petróleo argumentan sus efectos beneficiosos de la siguiente manera. Las plantas de las que se extraen las materias primas necesarias para su elaboración absorben dióxido de carbono, el principal gas de efecto invernadero, durante su crecimiento. Cuando los biocombustibles se queman en un vehículo, se emite dióxido de carbono a la atmósfera. Pero eso no supone un problema, porque las plantas volverán a asimilarlo cuando crezcan de nuevo. Tendríamos así un ciclo cerrado de captura-emisión de ese gas, que por lo tanto no produciría ningún aumento de su concentración en la atmósfera.

 

Producción mundial de bioetanol y biodiesel en miles de barriles por día. En el caso del etanol, 100.000 barriles por día equivalen a 3 millones de toneladas de petróleo anuales, mientras que para el biodiesel equivalen a 4,9 millones. La cantidad total de biocombustibles producidos en 2016 equivalió a 86 millones de toneladas de petróleo.

Sin embargo, esa explicación tan simple oculta un conejo en la chistera, que salta fuera de ella en cuanto nos asomamos a su interior. Esas plantas productoras de biocombustibles no crecen precisamente en el desierto, sino que se cultivan en terrenos fértiles que previamente estaban cubiertos por selvas y sabanas. Esos grandes bosques tropicales y subtropicales se destruyen simplemente quemándolos, para sustituirlos por los cultivos destinados a la producción masiva de biocombustibles, como la soja y la palma. Esos gigantescos incendios, visibles desde los satélites que orbitan el planeta y en ocasiones objeto por ello de atención televisiva, liberan a la atmósfera enormes cantidades de dióxido de carbono: entre 200 y 300 toneladas por hectárea, entre 20.000 y 30.000 toneladas por cada kilómetro cuadrado. Así se deforestan cada año decenas de miles de kilómetros cuadrados, hasta tal punto que provocan unas emisiones de gases de efecto invernadero casi iguales a las provenientes de los vehículos que utilizan combustibles derivados del petróleo. Aunque los biocombustibles contribuyen todavía relativamente poco a esa deforestación global, su amenaza es tan grave que el Parlamento Europeo aprobó en el mes de abril de este año una resolución para eliminar el aceite de palma como fuente de biocombustibles para el año 2020.

Por si fuera poco, los agrocombustibles, como en realidad deberían denominarse los biocombustibles, compiten con la producción de alimentos porque, al igual que estos, necesitan terrenos fértiles donde cultivarse. Y se trata de una competencia desleal, porque si se quisiera sustituir con ellos solo una parte de los que provienen del petróleo, habría que producirlos en tal cantidad que toda la superficie de nuestro planeta no bastaría para ello. Ahí radica el verdadero problema, en que los terrenos cultivables ya escasean y no podemos permitirnos el lujo de malgastarlos en un mundo que no es capaz de alimentar decentemente a toda su población.

No hay ninguna duda de que es necesario buscar alternativas al uso del petróleo, pero los biocombustibles no son la respuesta.

 

Joaquín Pérez Pariente es investigador del Instituto de Catálisis y Petroleoquímica del CSIC y es autor del libro Biocombustibles. Sus implicaciones energéticas, ambientales y sociales, editado por Fondo de Cultura Económica. La obra se presentará el día 19 en la librería Juan Rulfo (Madrid) a las 19:00 horas.

La historia de la hamburguesa que cuesta 250.000 euros

Por Mar Gulis

El 5 de agosto de 2013 se presentó ante la prensa la primera hamburguesa fabricada en un laboratorio. Su artífice, el investigador Mark Post, de la Universidad de Maastricht, se proponía crear carne mediante un método alternativo a los sistemas actuales de producción, muy insostenibles medioambientalmente. Según la FAO, las emisiones de gases con efecto invernadero producidas globalmente por el sector ganadero suponen el 18% de las totales. Esta constatación, en un contexto en el que la demanda de proteínas aumenta ante la mejora del nivel de vida de países como China e India, empuja a la comunidad científica a explorar nuevas vías para generar alimentos que sean menos contaminantes.

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El investigador Mark Post presentó su ‘hamburguesa de laboratorio’ en 2013

Esta idea es la que llevó a Post y su equipo a crear una hamburguesa con células madre de vaca. Veamos la parte científica de este experimento. La carne cultivada o in vitro supone “producir carne animal induciendo el crecimiento celular en un medio artificial controlado”, explica Rosina López en su libro Las proteínas de los alimentos (CSIC-Catarata). “El proceso consiste en utilizar células madre extraídas de animales, que se multiplican con rapidez, o células musculares más especializadas, y conseguir que se desarrollen en un medio nutritivo y se fundan en fibras musculares”, detalla. Así, esta técnica, que fue ideada con fines médicos, está generando aplicaciones más inesperadas. La mayoría de los centros de investigación que trabajan con células madre tratan de generar tejido humano para trasplantes y para reemplazar músculos dañados o enfermos, células nerviosas o cartílagos. En cambio, Post y su equipo probaron técnicas similares para crear músculo y grasa artificiales y comestibles.

Pero dar este salto tiene sus complicaciones. “La creación de un músculo verdadero es técnicamente más compleja. Requeriría, además del aporte de nutrientes y oxígeno a las células en crecimiento y la eliminación de las sustancias de desecho, la inclusión de otras células, como adipocitos, y un estiramiento físico que simulase el ejercicio”, señala López. Por eso, de momento, los científicos solo pueden crear pequeños trozos de carne. Piezas de mayor tamaño necesitarían también sistemas circulatorios artificiales para distribuir nutrientes y oxígeno.

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Dos críticos gastronómicos la probaron y reconocieron que su textura era similar a la de la carne normal

Volvamos a la hamburguesa que tanta expectación causó. Tras ser cocinada por el chef británico Richard McGowan, la curiosidad gastronómica pasó una última prueba con éxito. No solo porque quienes la probaron, los críticos gastronómicos Hanni Ruetzler y Josh Schonwald, alabaron su textura y sabor, sino porque sus estómagos recibieron bien el innovador alimento. ¿Cuál es su problema entonces? El precio. Post y su equipo invirtieron varios años y casi 250.000 euros en desarrollar este experimento. Sin embargo, el investigador confía en que, si se produjera a nivel industrial, los costes y los plazos se reducirían sustancialmente.

López señala que aunque “su producción a gran escala necesitará importantes inversiones”, en un futuro próximo esta técnica “podría ser técnicamente factible, eficiente y respetuosa con el medio ambiente”.

Sin embargo, son numerosas las voces que sostienen que para hacer frente a una eventual escasez de alimentos, la solución óptima sería comer menos carne. La propia FAO recomienda desde hace años reducir el consumo de este alimento para luchar contra el cambio climático.