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¿Vives o trabajas en un edificio enfermo?

Por Mar Gulis (CSIC)

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Cuando más del 20% de los ocupantes de un edificio manifiesta problemas relacionados con la salud, se considera que el inmueble está ‘enfermo’ / Wikipedia

Irritaciones de ojos, nariz y garganta. Sensación de sequedad en membranas mucosas y piel. Ronquera. Eritemas (o sea, erupciones cutáneas). Comezón.  Náuseas, mareos y vértigos. Dolor de cabeza. Fatiga mental. Y, cómo no, elevada incidencia de infecciones respiratorias y resfriados.

Este desagradable repertorio no refleja los efectos secundarios de ningún medicamento. Describe la sintomatología habitual de una persona que vive, trabaja o pasa muchas horas en un ‘edificio enfermo’. Si no sabes de qué estamos hablando, sigue leyendo. Si tienes claro qué es el Síndrome del Edificio Enfermo (SEE), sáltate los siguientes párrafos y lee solo el final del post (si es que te interesa saber qué puede hacer la ciencia para combatir el SEE).

Definir qué se entiende por ‘edificio enfermo’ es complicado. Aunque generalmente se detecta en construcciones que están equipadas con aire acondicionado, no siempre sucede así (un edificio con ventilación natural también puede sufrir el SEE). Es cierto que la mala calidad del aire interior es la causa más frecuente del síndrome, pero aspectos como la iluminación, el ruido, los campos electromagnéticos, los olores o la temperatura también deben considerarse. En realidad, lo que va a determinar si hablamos o no de un ‘edificio enfermo’ son sus ocupantes. Mejor dicho: los síntomas que presenten estas personas, siempre y cuando un porcentaje considerable –más del 20%– se queje de problemas relacionados con su salud.

El SEE puede definirse como “un conjunto de afecciones de etiología desconocida, generalmente multicausal, que afecta a cierta proporción de ocupantes de edificios no industriales, siendo los síntomas difícilmente objetivables mediante pruebas diagnósticas”. Es decir, se trata de manifestaciones como las descritas arriba, que causan malestar pero que no van acompañadas de ninguna lesión orgánica.

La ‘enfermedad’ del edificio puede ser más o menos duradera. La Organización Mundial de la Salud (OMS) diferencia entre los edificios temporalmente enfermos, aquellos en los que los síntomas de sus habitantes disminuyen y/o desaparecen con el tiempo; y los permanentemente enfermos, donde la incómoda sintomatología persiste durante años, aunque se adopten medidas para solucionar los posibles problemas del edificio.

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La Ilgesia del Jubileo, en Roma, es una de las construcciones más famosas por el uso de materiales fotocatalíticos que le permiten aulimpiarse / Wikipedia

Para combatir el SEE, la ciencia también busca respuestas. Investigadores del Instituto de Ciencias de la Construcción Eduardo Torroja, del CSIC, estudian estrategias para neutralizar este síndrome. Básicamente su trabajo en este ámbito abarca dos aspectos diferentes. Por un lado, realizan diagnósticos de los edificios y elaboran recomendaciones para remediar los problemas cuando su origen son los materiales empleados o el medio en el que está construido el inmueble. Así, ‘recetan’ nuevos diseños de las cubiertas para favorecer la ventilación o barreras para el radón, un gas perjudicial para la salud presente en algunas viviendas. Por otro, investigan en nuevos materiales de construcción con propiedades descontaminantes y sanitario-preventivas. Por ejemplo, materiales que sean capaces de autolimpiarse y eliminar del ambiente determinadas sustancias.

“Desarrollamos materiales fotocatalíticos que permitan reducir la contaminación. Para ello introducimos en los materiales de construcción fotocatalizadores como el dióxido de titanio que se activan por la luz y dan lugar a unas reacciones de oxidación que destruyen los contaminantes más habituales”, explica Marta Castellote, coordinadora del proyecto europeo LIFE-PHOTOSCALING y directora del Instituto Torroja.

Uno de los retos es diseñar materiales cada vez con mayores funcionalidades, que no emitan compuestos nocivos y que permitan destruir otros contaminantes, como compuestos volátiles orgánicos, a menudo presentes en el aire y nocivos para la salud, como el benceno, el tolueno, los aldehídos. Pero además los nuevos materiales deberán poseer propiedades que favorezcan el confort de los ocupantes del edificio; por ejemplo, ser capaces de mantener condiciones óptimas de humedad y temperatura al tiempo que cumplen con las prestaciones propias del uso al que están destinados.

¿Fuego o contaminación? Un dilema en la prevención de incendios

Ethel EljarratPor Ethel Eljarrat*

El fuego es una fuente importante de daños a la propiedad y de pérdida de vidas. Por ejemplo, en 2006 se produjeron a nivel mundial en torno a 7 millones de incendios que causaron 70.000 muertes y 500.000 heridos. Además, se estima que el coste económico total de los incendios representa en torno al 1% del producto interior bruto en la mayoría de los países avanzados. Así pues, existe una necesidad de proteger los materiales contra posibles incendios y de allí que haya normativas de seguridad específicas. Con el fin de cumplir con estas normas de seguridad contra incendios, se aplican sustancias ‘retardantes de llama’ o ‘materiales ignífugos’ a los materiales combustibles, tales como plásticos, maderas, papel, textiles y equipos electrónicos. Se trata de productos químicos que se añaden a los materiales combustibles para aumentar su resistencia al fuego, dificultando su ignición o impidiéndola en forma completa si el fuego es pequeño.

Incendio en Nueva Orleans

El objetivo de los retardantes de llama es evitar incendios / DirectNIC.com.

Actualmente, las sustancias químicas que se comercializan como retardantes de llama están presentes de manera generalizada en nuestros hogares. Pueden integrar del 5 al 30% del peso total de los productos que los llevan. Además, algunos de ellos son simples aditivos de los materiales sin estar demasiado unidos químicamente a ellos. Con el tiempo, los retardantes de llama se liberan y contaminan nuestros hogares, nuestros cuerpos y nuestro medio ambiente, incluso en lugares distantes de donde se fabricaron y se usaron.

Las vías de exposición humana a estos compuestos son, mayoritariamente por ingesta de alimentos, así como por inhalación de aire. Debido a las propiedades físicoquímicas de los retardantes de llama, estos tienden a acumularse en los alimentos más grasos, como los de origen animal: pescados, carnes, lácteos y huevos. Los retardantes de llama, una vez emitidos al medio ambiente, son biodisponibles y por eso se acumulan en los tejidos de diferentes organismos tanto acuáticos como terrestres. Cuando una persona se alimenta de estos organismos, incorpora ese contaminante a sus propios tejidos donde queda acumulado.

Dentro de los retardantes de llama se cuentan algunos que preocupan hoy en día a la comunidad científica por su toxicidad, alta persistencia y capacidad de difundirse por el medio ambiente. Durante décadas se han realizado estudios de presencia y comportamiento ambiental, así como de efectos tóxicos de una de las familias de retardantes de llama más ampliamente utilizada, los polibromodifeniléteres (PBDEs). La exposición humana a los PBDEs provoca la alteración del equilibrio de las hormonas tiroideas, daños permanentes en el aprendizaje y la memoria, cambios de conducta, pérdida de audición, retraso en inicio de la pubertad, disminución del número de espermatozoides, malformaciones fetales y, posiblemente, cáncer (como el de tiroides).

Debido a la preocupación creciente en el ámbito de la salud pública, se han tomado medidas internacionales para su regulación y eliminación. La Unión Europea ha dictado normas para eliminar o reducir la presencia de algunas de estas sustancias. También han sido incluidas en el Convenio de Estocolmo sobre contaminantes orgánicos persistentes a fin de reducir su presencia a nivel mundial. A consecuencia de estas y otras medidas, estos PBDEs identificados como conflictivos están siendo sustituidos por otras sustancias.

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Los retardantes están presentes en nuestros hogares en los muebles, edredones, alfombras, etc. / Wikipedia.

Sin embargo, la industria química ha respondido a estas legislaciones reemplazando los PBDEs por otras sustancias químicas de propiedades muy similares a las ya prohibidas. Estos nuevos retardantes de llama están apareciendo ahora en el medio ambiente, en la fauna silvestre y en los seres humanos en todas partes del mundo, ¡con lo que podríamos estar repitiendo la misma historia que con los PBDEs!

Un comité de expertos del Convenio de Estocolmo propone alternativas como pueden ser cambios en el diseño de los productos, procesos industriales y otras prácticas que no requieran el uso de ningún retardante de llama. Por ejemplo, las alternativas no químicas en los muebles pueden ser telas sintéticas o barreras inherentemente retardantes de llama que además resistan las fuentes de ignición que arden sin llama. Los productos electrónicos pueden ser rediseñados para separar las partes con alto voltaje de las cubiertas externas, o protegidos con metal en vez de plástico. Las técnicas de construcción con resistencia al fuego pueden eliminar la necesidad de usar sustancias químicas retardantes de llama en el material de aislamiento, reemplazándolo por materiales alternativos, como los hechos con fibras.

En el Instituto de Diagnóstico Ambiental y Estudios del Agua del CSIC llevamos 15 años estudiando el impacto de los retardantes de llama en el medio ambiente, en organismos vivos y en humanos. Diversos estudios han proporcionado los primeros datos de niveles en España de PBDEs en suelos, fangos de depuradora, sedimentos, peces, aves y leche materna. Asimismo, y a raíz del uso de los nuevos retardantes de llama, actualmente la actividad científica de nuestro grupo de investigación se centra en tener un mejor conocimiento del impacto ambiental de estos sustitutos de los PBDEs.

* Ethel Eljarrat es investigadora en el Instituto de Diagnóstico Ambiental y Estudios del Agua del CSIC

Cómo llevar un río al laboratorio

Por Mar Gulis

Cerca de 25.000 kilómetros de los cursos fluviales de España, algo así como el 33% del total, están muy contaminados, según indican varios estudios científicos. Los ríos son uno de los ecosistemas acuáticos más amenazados por las actividades humanas. El vertido de aguas domésticas o residuales insuficientemente tratadas o la llegada de pesticidas utilizados en la agricultura empeoran la calidad química del agua, afectando a los organismos que habitan en los ríos.

Detalle recogida porta sustratos

Detalle de la recogida de un porta sustratos, cerca del nacimiento del río Gállego.

Y el papel de estos organismos no es baladí: contribuyen al buen estado de sus aguas e incluso procesan parte de los vertidos y contaminantes que llegan al río; es decir, son parte imprescindible del proceso de autodepuración del río. Precisamente, su estudio en el laboratorio permite predecir el impacto sobre ecosistemas acuáticos de determinados contaminantes y otros factores ligados al cambio climático, como el incremento de la temperatura o la radiación ultravioleta. Pero, ¿cómo se lleva un río al laboratorio?

Quienes se encargan de hacerlo son los ecotoxicólogos fluviales. En el Instituto Pirenaico de Ecología del CSIC son quienes valoran el estado de los ríos y miden los compuestos químicos que puedan resultar perjudiciales para la salud del río. Para hacerlo, estudian los organismos que habitan en ellos, como las algas o los insectos. Las algas están expuestas a todos los compuestos químicos transportados por el agua del río. Además, al estar ‘fijas’ en un lugar determinado del río (adheridas a una piedra, por ejemplo), permiten conocer qué cosas han sucedido en ese punto, como qué compuestos químicos había en el agua durante el periodo en el que han crecido.

Vista canales artificiales en el laboratorio

Vista lateral de los canales artificiales en funcionamiento, iluminados con fluorescentes que simulan la luz solar.

En este sentido, estos microorganismos actúan como indicadores de la calidad del agua, ya que la presencia o ausencia de las diferentes especies es una señal de la presencia o ausencia de determinados contaminantes.

Como los investigadores no se pueden llevar ni el río ni las piedras al laboratorio, utilizan sustratos artificiales. Estos son trocitos de plástico que se insertan en unas estructuras para que no se los lleve la corriente del río. Se dejan un tiempo en el río y se recogen cuando las algas han crecido sobre ellos. Una vez en el laboratorio los sustratos y sus algas son depositados en canales artificiales con agua del río, y sometidos a las mismas condiciones de luz, velocidad, etcétera, que se utilizarán durante los experimentos.

Una vez en el laboratorio se recrean diferentes situaciones. Por ejemplo, para medir el efecto o la toxicidad de un determinado compuesto se comparan los microorganismos de varios canales: en uno de ellos se deja el agua limpia y en los demás se añaden diferentes cantidades del tóxico que se quiere estudiar. Al medir y comparar la fotosíntesis de unas algas con otras se puede conocer con mucha precisión cuánta cantidad del tóxico afecta al alga.

Si quieres saber más sobre cómo llevar un río al laboratorio échale un vistazo al vídeo realizado por el CSIC para dar a conocer sus líneas de investigación. El vídeo forma parte del proyecto de divulgación ‘Investiga con nosotros’, que cuenta con el apoyo de la FECYT.