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Bacterias y aminoácidos: ¿para qué esforzarse cuando lo tienes todo a tu alcance?

Por Comunicación CEAB-CSIC*

Muchas personas que se dedican a la salud insisten en que debemos comer de forma equilibrada. Uno de los motivos para hacerlo es que los seres humanos dependemos de la alimentación para obtener muchas de las sustancias imprescindibles para el buen funcionamiento de nuestro organismo. Es el caso de los nueve aminoácidos esenciales: aminoácidos que nuestro organismo no puede sintetizar por sí mismo. Estos componentes básicos de las proteínas, una especie de “ladrillos” que las construyen, son clave para, entre otros, el mantenimiento de los músculos, la función cognitiva o la regulación del estado de ánimo.

En el mundo microbiano esto es un poco distinto. Hay bacterias que, como en nuestro caso, dependen de lo que comen para obtener los aminoácidos esenciales, las llamadas ‘auxótrofas’. Y otras, en cambio, son autosuficientes, es decir, pueden producírselos todos por sí mismas. Son las denominadas ‘protótrofas’.

Modelo 3D de diversas bacterias rodeadas de aminoácidos. / CEAB-CSIC

Modelo 3D de diversas bacterias rodeadas de aminoácidos. / CEAB-CSIC

¿Cuáles son la más comunes? ¿Qué microorganismos siguen la estrategia ‘protótrofa’ y cuáles optan por la ‘auxótrofa’? ¿Dónde viven unos y otros? ¿Influye el ambiente en el que viven la ‘elección’ de una u otra estrategia?

Estas son algunas de las preguntas que se formuló un equipo formado por personal investigador del Centro de Estudios Avanzados de Blanes (CEAB-CSIC) y de las universidades de Colorado, Aalborg y el Lawrence Berkeley Lab. Sus integrantes analizaron con supercomputación más de 26.000 genomas de bacterias y el ADN ambiental de entornos naturales tan diversos como lagos, océanos, plantas de tratamiento de agua, microbiota humana e incluso alimentos como la masa madre o el queso. Los resultados de su estudio se han publicado recientemente en la revista científica Nature Communications.

Representación 3D que muestra comunidades bacterianas en combinación con ADN. / CEAB-CSIC

Representación 3D que muestra comunidades bacterianas en combinación con ADN. / CEAB-CSIC

Nuestro intestino: un “buffet libre”, ideal para las bacterias auxótrofas

La investigación desvela el gran peso del entorno en la evolución y la adaptación genética de las bacterias. En aquellos ambientes en los que siempre hay nutrientes disponibles, en estos ‘buffets libres’ abiertos las 24 horas, triunfan las auxótrofas.

Josep Ramoneda y Emilio O. Casamayor, investigadores del CEAB-CSIC, lo explican así: “¿Por qué tendrían que esforzarse para fabricar los aminoácidos si siempre los tienen disponibles en su entorno? En estos ambientes la estrategia de autoproducírselos deja de ser una ventaja. Renunciar a ella, en cambio, sale muy a cuenta: significa gastar mucha menos energía y eso ayuda a prosperar, a proliferar en estos ambientes”.

Alimentos como los productos lácteos o nuestro intestino son ejemplos claros de estos ambientes, ricos en aminoácidos, en los que triunfan los microbios auxótrofos, los que han aligerado su carga genética perdiendo, entre otros, los genes implicados en la autoproducción de aminoácidos. Su estrategia evolutiva de racionalización del genoma les da una clara ventaja en estos entornos.

En el lado opuesto están los ambientes con pocos nutrientes disponibles. Aquí, por la dificultad y/o temporalidad de acceso a los aminoácidos esenciales, ganan las bacterias protótrofas, las que tienen genes que les permiten fabricarse por sí mismas lo que necesitan para funcionar. Es el caso del 80% de los microorganismos, que encuentran en la autosuficiencia una ventaja para poder sobrevivir en ambientes donde la disponibilidad de alimento es muy baja.

La investigación se ha realizado con herramientas de supercomputación. Biology Computational Lab CEAB-CSIC

La investigación se ha realizado con herramientas de supercomputación. Biology Computational Lab CEAB-CSIC

El trabajo apunta además un ejemplo radical: un género de bacterias que tienen genomas muy, muy pequeños y que nos parasitan. Se trata de los micoplasmas, que obtienen los aminoácidos de nuestras células y que están implicados en numerosas enfermedades como, por ejemplo, la neumonía.

La mejor comprensión de las condiciones idóneas de vida para los microbios que aporta esta investigación es de gran interés para diferentes campos, como el de la salud. Un conocimiento profundo de las bacterias y de las conexiones con el ambiente en el que viven puede ayudar a desarrollar nuevos fármacos para combatir aquellas que son patógenas.

* Equipo de comunicación del Centro de Estudios Avanzados de Blanes (CEAB-CSIC). Este post está basado en el artículo: Ramoneda, J., Jensen, T.B.N., Price, M.N. et al. Taxonomic and environmental distribution of bacterial amino acid auxotrophies. Nat Commun 14, 7608 (2023).

Proteínas recombinantes: una historia de mutantes zombis al servicio de la ciencia

Por María Zapata Cruz, Laura Tomás Gallardo y Alejandro Díaz Moscoso (CSIC)*

Las proteínas son las moléculas que más funciones diferentes desempeñan en los seres vivos. Entre muchas otras cosas, forman nuestros órganos y tejidos, como hace el colágeno; refuerzan nuestras defensas en forma de anticuerpos; y realizan el metabolismo, como las enzimas que transforman los nutrientes en energía y en otras moléculas necesarias para la vida.

Además, las proteínas resultan muy útiles fuera del organismo: la prueba PCR (Reacción en cadena de la Polimerasa), que se hizo famosa durante la pandemia de COVID-19, o las herramientas de edición genética CRISPR-Cas, conocidas como ‘tijeras moleculares’, basan su funcionamiento en estos ingredientes básicos de la vida. Y lo mismo ocurre con medicamentos como la insulina y algunas vacunas.

Por todo ello, fabricar proteínas despierta un gran interés científico e industrial. Necesitamos producirlas para hacer funcionar esas aplicaciones y para analizar su comportamiento en condiciones controladas, algo que hacemos en el Centro Andaluz de Biología del Desarrollo con el objetivo de conocer mejor su funcionamiento.

Sin embargo, crear una proteína en el laboratorio enlazando uno a uno los aminoácidos que la componen puede resultar muy lento y laborioso: en cada proteína se suelen unir cientos de estas moléculas formando una cadena. Una solución muy práctica para obtener proteínas es ‘secuestrar’ la maquinaria natural de las células para que hagan el trabajo, es decir, conseguir células que fabriquen las proteínas que nos interesan.

Domesticando bacterias

Vamos a explicar este procedimiento con algo más de detalle. Para ello, necesitamos saber que las instrucciones para fabricar una proteína se encuentran en el ADN. En el código genético, hay un gen con las indicaciones para crear cada proteína uniendo de una forma determinada los veinte tipos de aminoácidos que existen en la naturaleza.

Los aminoácidos se unen unos a otros químicamente mediante un ‘enlace peptídico’. Podríamos plantearnos tener veinte botes en el laboratorio, cada uno con un aminoácido distinto, e ir uniéndolos según nos indique el gen correspondiente para fabricar la proteína que nos interesa. Pero, como veíamos, los seres vivos poseen una maquinaria celular mucho más eficaz para formar estos enlaces.

Se pueden utilizar distintos tipos de células para fabricar proteínas, pero la más popular entre los científicos es, sin duda, Escherichia coli, una bacteria que vive de forma natural en el intestino de los seres humanos y otros animales sanos. En las últimas décadas, hemos aprendido a criar esta bacteria en el laboratorio y ha resultado ser una ‘mascota’ muy agradecida que, además, es muy fácil de cuidar.

Puede vivir en un rango amplio de temperaturas; incluso permanecer congelada durante largos periodos de tiempo y después recuperar su actividad normal como si nada. Además, su alimentación es muy barata y crece muy rápido, tanto que es capaz de duplicarse en apenas veinte minutos, lo que permite tener un ‘ejército’ de millones de bacterias en un solo día.

Pero lo más importante es que también hemos aprendido a introducir genes de otros seres vivos en Escherichia coli de forma muy sencilla (lo que se conoce como ‘ADN recombinante’). Esto permite meter en la bacteria un gen con las instrucciones para fabricar una proteína de cualquier otro ser vivo, es decir, crear un mutante.

Da igual si el gen es de otra bacteria, de un pez, una mosca, un ratón, una planta, un lobo o un ser humano. Como las bases moleculares de la vida, el lenguaje del ADN y la síntesis de proteínas son iguales en todos los seres vivos de este planeta, la maquinaria de las bacterias es capaz de construir cualquier cadena de aminoácidos (proteína) independientemente de su origen genético.

Sin embargo, no todo es tan sencillo. Por muy pequeñas que sean, las bacterias no son tontas y no se van a poner a sintetizar, así por las buenas, una proteína extraña que no les sirve para nada o que incluso podría hacerles daño. Para resolver este problema, los investigadores han conseguido bacterias capaces de leer el gen de interés solo cuando queremos que lo lean.

Añadiendo una sustancia específica al cultivo de bacterias, estas pierden parcialmente el control de sus actos y empiezan a fabricar la proteína que queremos como si en ello les fuese la vida. Y así es como conseguimos tener un ejército de bacterias mutantes y zombis que realiza el duro trabajo de fabricar la proteína que nos interesa.

Placas de cultivo con distintas bacterias mutantes. Cada puntito blanco es una colonia de bacterias compuesta por millones de células que ha crecido a partir de una sola célula.

¿Y qué hay de lo mío?

Finalmente, hay un último problema que resolver. La gran mayoría de las veces, producir una sola proteína extraña no es suficiente para que las bacterias cambien de aspecto. No les salen alas, ni garras, ni ojos, ni nada que nos permita distinguirlas. A simple vista, una bacteria normal y una bacteria mutante son exactamente iguales. Para saber si nuestras bacterias mutantes han fabricado la proteína que queríamos, hay que destruir las bacterias y ver si, entre toda la mezcla de proteínas que normalmente fabrican para vivir, se encuentra la nueva.

Se pueden utilizar distintas características que nos permitan distinguir unas proteínas de otras en esta mezcla. Una de las características más utilizadas es su tamaño. En cualquier célula podemos encontrar proteínas desde muy grandes hasta muy pequeñas, según lo larga que sea la cadena de aminoácidos que las forman. Y como la secuencia de aminoácidos de la proteína que nos interesa la podemos conocer a partir del gen que previamente hemos introducido en las bacterias, podemos calcular el tamaño que tendrá.

Para separar las proteínas por su tamaño, utilizamos una técnica llamada ‘electroforesis’. Etimológicamente, este término proviene de la unión de los vocablos ‘electro-’, que hace referencia al uso de electricidad, y ‘-foresis’, que en griego significa ‘transporte’. La técnica consiste en poner la mezcla de proteínas en un medio que hace que adquieran carga negativa. Después, se aplica una corriente eléctrica a la mezcla que hace que las proteínas cargadas negativamente se desplacen a un polo positivo (ánodo).

En su camino, las obligamos a pasar por un gel que forma una red de microtúneles. Al encontrarse con este obstáculo, las proteínas pequeñas serán capaces de avanzar mucho más rápido que las grandes, que se irán quedando retrasadas. Más retrasadas cuanto más grandes sean. Así, al cortar la corriente eléctrica y ver el resultado de la ‘carrera’, observaremos bandas que corresponden a proteínas de distintos tamaños. Las más pequeñas cerca del polo positivo y las más grandes cerca del punto de partida.

Comparando el patrón de bandas de bacterias naturales con el de bacterias mutantes, deberíamos poder ver una única diferencia. Una proteína que esté en la mezcla de bacterias mutantes, que no esté en las naturales y que tenga el tamaño calculado para la proteína que nos interesa. Si es así, ¡¡premio!!, habremos conseguido que las bacterias mutantes zombies fabriquen la proteína que necesitábamos.

Ejemplos de electroforesis de proteínas. Cada una tiene 3 carriles: uno con una muestra de referencia de tamaños (Ref), otro con la mezcla de bacterias naturales (Nat) y otro con la mezcla de bacterias mutantes (Mut). La proteína nueva se indica con una flecha.

* María Zapata Cruz, Laura Tomás Gallardo y Alejandro Díaz Moscoso son el equipo técnico de la Plataforma de Proteómica y Bioquímica del Centro Andaluz de Biología del Desarrollo, centro mixto del CSIC y la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

Plancton: un mundo en una cucharadita de agua de mar

Por Albert Calbet (CSIC)*

En una pequeña cantidad de agua de mar como la que podemos recoger en la playa con una simple cuchara de café, podemos encontrar unos 50 millones de virus, 5 millones de bacterias, cientos de miles de pequeños flagelados unicelulares, ya sean fotosintéticos, consumidores, o una combinación de ambos, miles de algas microscópicas, unos cinco ciliados o dinoflagelados heterótrofos, y, con mucha suerte, algún pequeño crustáceo, como por ejemplo un copépodo. El plancton, conformado por este vasto acervo de seres diminutos, es fundamental para el funcionamiento de los ecosistemas marinos. Es el responsable de que haya vida en la Tierra, nos ha proporcionado, a escalas geológicas, una buena parte del oxígeno de nuestro planeta y sin él seguro que no comeríamos pescadito frito.

Calanus minor, especie de copépodo del mar Mediterráneo, sobre fondo negro.

Calanus minor. Especie de copépodo del mar Mediterráneo. Si bien en el Mediterráneo el género Calanus no es dominante, en mares más fríos y productivos, como el Mar del Norte o el Océano Ártico representan la mayoría de la biomasa de zooplancton y son claves para el mantenimiento de las pesquerías de la zona. / Imagen capturada al microscopio por Albert Calbet

Plancton: el motor de la vida marina

Todos estos seres que podemos encontrar en cualquier agua de mar están interconectados en una imbricada red trófica (el conjunto de cadenas alimentarias interconectadas) en la que no solo un organismo se come a otro, sino que, al hacerlo, ayuda a que se liberen los nutrientes acumulados en la materia viva y vuelvan a estar disponibles para que empiece de nuevo el ciclo de la vida. La red trófica marina también ayuda a reducir el CO2 atmosférico gracias a un proceso denominado bomba biológica marina. Mediante este proceso las algas absorben CO2 que ha penetrado en el mar desde la atmósfera y lo incorporan en forma de carbono orgánico en su materia viva. Al ser consumidas por el zooplancton, el carbono contenido en las algas pasa a formar parte de este, o acaba en paquetes fecales que son expulsados y sedimentan hacia las profundidades del océano. Allí, este carbono será reciclado o acabará secuestrado en los sedimentos por cientos o miles de años.

Copépodo marino del género Labidocera sobre fondo negro

Copépodo marino del género Labidocera. Este género habita aguas superficiales y posee tonalidades azules que le confieren sus pigmentos fotoprotectores. / Imagen capturada al microscopio por Albert Calbet

La mayor migración de la Tierra

Este proceso de transporte vertical de carbono está estrechamente relacionado con las migraciones de zooplancton. Estos desplazamientos diarios son considerados las mayores migraciones que existen en el planeta. Al migrar hacia capas superficiales para alimentarse durante la noche, el zooplancton evita que sus depredadores, los peces, lo puedan ver y devorar. Todo encaja en un orden y un equilibrio marcados por millones y millones de años de evolución conjunta de depredadores y presas.

Ilustración de la red trófica oceánica

Ilustración de Albert Calbet

El plancton no solo muestra ritmos diarios, también los hay anuales y plurianuales. Los ritmos anuales están marcados por las estaciones. En invierno, el fitoplancton, a pesar de tener plenitud de nutrientes, está limitado por la escasa luz y la baja temperatura. Hacia finales del invierno y principios de la primavera la luz es más intensa y la temperatura comienza a subir, lo que favorece la floración explosiva o bloom del fitoplancton, el cual irá acompañado por un crecimiento de las poblaciones de protozoos primero y de zooplancton de mayor tamaño después.

Ciliado tintínido del género Favella. Los ciliados son protozoos y forman parte del microzooplancton, el mayor grupo de herbívoros del mar. / Imagen capturada al microscopio por Albert Calbet

Cuando el verano está en su máximo esplendor, la ya bien formada termoclina, la capa de separación entre dos masas de agua a temperatura diferente, separa claramente dos zonas: una capa superficial, caliente y pobre en nutrientes, y una más profunda, fría y repleta de nutrientes. El consumo de las algas va agotando lentamente los nutrientes en la capa de mezcla superficial y con la falta de sustento estas van perdiendo empuje. Las algas veraniegas son o bien de pequeño tamaño o bien grandes, pero con capacidad de locomoción (como los dinoflagelados), y esto les permite explorar las micromanchas de nutrientes que puedan quedar. Son estas algas de gran tamaño las que, en condiciones propicias (por ejemplo, dentro de zonas confinadas como bahías, puertos y espigones), pueden multiplicarse hasta formar proliferaciones nocivas. En esta época es cuando aparecen también las medusas y otros tipos de plancton gelatinoso.

Las primeras tormentas del otoño llegan acompañadas de un aumento en la intensidad del viento, lo cual acaba deteriorando la termoclina, que al final se rompe y permite que las aguas ricas en nutrientes lleguen de nuevo a la superficie. En ocasiones, si las condiciones climáticas del año lo permiten, puede haber otro pequeño crecimiento de algas, pero muchas veces las pobres intensidades lumínicas y bajas temperaturas hacen que el fitoplancton no consiga aprovechar la abundancia de nutrientes. Vuelve el invierno y el ciclo comienza de nuevo.

Imagen de alga diatomea al microscopio

Diatomea del género Coscinodiscus. Las diatomeas son algas unicelulares planctónicas o bentónicas que tienen su cuerpo recubierto por dos valvas de sílice, a modo de cajita. / Imagen capturada al microscopio por Albert Calbet

Ritmos alterados por el cambio climático

Este ciclo se repite año tras año en las zonas templadas, sin embargo, la duración de las estaciones y la magnitud de los parámetros físicos (temperatura, densidad, luz) que se alcanzan en ellas es variable. Debido al cambio climático, el plancton se enfrenta a grandes retos y a fenómenos extremos que están provocando cambios en las comunidades. Estas alteraciones en el plancton se transmiten a través de la red trófica al resto de seres vivos y llegan hasta las pesquerías, de las que tanto dependen algunas zonas del planeta. Desincronización entre el período de aparición de depredadores y presas, desplazamiento y sustitución de especies por otras invasoras, aumento de las proliferaciones algales nocivas (antes conocidas como mareas rojas), incremento en la abundancia de medusas, etc., son algunos de los ejemplos de los retos a los que nos enfrentamos. La red trófica planctónica es compleja y nuestra actividad puede dañarla. Por eso es necesario que se apliquen medidas de contención del cambio climático y de la actividad antropogénica en general, y debemos seguir estudiando cómo evolucionarán las comunidades marinas, pues la incertidumbre ante el futuro no había sido nunca tan grande desde nuestra historia reciente.

Sapphirina sp. o zafiro de mar sobre fondo negro

Sapphirina sp. o zafiro de mar. Esta especie de copépodo de forma deprimida posee cristales de guanina que le confieren iridiscencias que reflejan la luz con diferentes tonalidades. / Imagen capturada al microscopio por Albert Calbet

* Albert Calbet es investigador del CSIC en el Instituto de Ciencias del Mar (ICM-CSIC) y autor del libro El plancton y las redes tróficas marinas (2022), una de las últimas novedades de la colección ¿Qué sabemos de? (Editorial CSIC-Catarata). El libro ofrece una visión clara y amena sobre el plancton y su importancia, desarrolla estos y otros temas en detalle y presenta curiosidades sobre el plancton que difícilmente se encuentran en los libros de texto.

 

Escuchar los virus y las bacterias para el diagnóstico de enfermedades

Por Eduardo Gil (CSIC)*

Imagina que estiras un muelle. Esto hace que lo muevas de su posición de reposo. Se contrae, se estira y vuelve a su forma original. Mantendrá este movimiento oscilatorio durante cierto tiempo. El número de veces que se repite en un segundo se llama frecuencia, medida en hercios (Hz) – un hercio equivale a una oscilación por segundo-. Las oscilaciones de los muelles podemos observarlas con nuestros ojos, e incluso contarlas sin gran dificultad. Sin embargo, cuanto más pequeño sea un objeto, las oscilaciones tendrán una menor amplitud y una mayor frecuencia y, por tanto, será más difícil verlas.

Otro ejemplo clásico de resonador mecánico es el de la cuerda de una guitarra. Cada una de las cuerdas tiene dimensiones diferentes y por ello emiten sonidos distintos. Por ejemplo, cuando se toca la nota musical LA3 la cuerda vibra a 440 Hz, es decir, se comprime y expande 440 veces por segundo. Las vibraciones de una cuerda son más difíciles de observar con nuestros ojos y, por supuesto, no es posible contarlas. Sin embargo, estas vibraciones las percibimos con nuestros oídos, que son sensibles a su frecuencia, por ello distinguimos entre vibraciones que producen sonidos graves o agudos.

Microdiscos optomecánicos que actúan como sensores y bacterias Staphylococcus Epidermidis, que vibran a frecuencias de cientos de megahercios, cayendo sobre ellos. / Imagen: Scixel

Toda estructura mecánica es elástica en mayor o menor medida. Pero cada objeto vibra a frecuencias determinadas que dependen de sus propiedades morfológicas (forma) y mecánicas (densidad, rigidez, viscosidad, etc.). Por lo tanto, ‘escuchando’ las frecuencias de las vibraciones de un objeto podemos inferir sus propiedades físicas. Como se ha mencionado anteriormente, cuanto más pequeño es un objeto, mayores son sus frecuencias de vibración. En el caso de las bacterias y los virus, sus tamaños microscópicos e incluso nanoscópicos hacen que sus frecuencias de vibración sean extremadamente altas. Las bacterias suelen tener tamaños en torno a las micras (una millonésima parte de un metro), vibran a frecuencias de cientos de millones de hercios (cientos de millones de oscilaciones por segundo) con una amplitud extremadamente pequeña, en torno al tamaño de un átomo. Los virus son entidades aún más pequeñas, por lo que oscilan con amplitudes aún menores. Sus dimensiones se encuentran en torno a los cien nanómetros, e incluso por debajo. Son entre 10 y 1.000 veces más pequeños que las bacterias y, por lo tanto, oscilan a frecuencias entre 10 y 1.000 veces más altas. Así, los virus vibran más de mil millones de veces por segundo con amplitudes menores al tamaño de un átomo.

Nanosensores para detectar virus y bacterias

¿Y si hubiera aparatos para identificar y medir estas vibraciones? Desde el grupo de Bionanomecánica del Instituto de Micro y Nanotecnología del CSIC trabajamos desde hace casi dos décadas en el desarrollo de nanosensores para la detección, caracterización e identificación de todo tipo de entidades biológicas (células humanas, bacterias, virus, proteínas, etc.). Estos nanosensores también se pueden considerar como muelles. Vibran a ciertas frecuencias que se ven modificadas cuando las entidades biológicas se adhieren a ellos. A través de estas variaciones se pueden determinar la masa y las propiedades mecánicas de las bacterias o los virus, además de poder identificarse a nivel individual.

Hace poco más de un año se descubrió que estos mismos nanosensores eran capaces de detectar las vibraciones de las bacterias, es decir, de escucharlas. Pero, ¿para qué sirve escuchar las bacterias? Con esta nueva aproximación, los nanosensores poseen una sensibilidad muchísimo mayor que sus predecesores en la caracterización de los objetos analizados y, por tanto, en su identificación. Una de las aplicaciones de esta técnica consiste en desarrollar sensores universales que sean capaces de detectar la presencia de todo tipo de bacterias y virus en un único test. El fin último sería el diagnóstico de enfermedades infecciosas.

Una tecnología que reduciría el coste de los diagnósticos

Hoy en día, para diagnosticar una enfermedad infecciosa, es necesario que desde la medicina se intuya previamente qué patógeno podría estar causándola. Después, deben realizarse pruebas específicas para determinar si el patógeno concreto se encuentra en el cuerpo del paciente. Si la prueba es positiva, problema resuelto. Sin embargo, si la prueba arroja un resultado negativo o no concluyente, el diagnóstico de la enfermedad se retrasa. Esto obliga a hacer nuevas pruebas y demora el tratamiento del paciente. Al disponer de una tecnología que permitiese diagnosticar las enfermedades infecciosas de forma universal, se reduciría el coste del diagnóstico de manera significativa. Y lo que es más importante, los pacientes recibirían el tratamiento adecuado lo antes posible. Por otro lado, ser capaces de caracterizar las propiedades físicas de estas entidades biológicas con suficiente precisión tendrá un gran impacto en la biomedicina, dado que este avance que permitirá desarrollar nuevos medicamentos y tratamientos. La aplicación de estos nanosensores no se limita al estudio o detección de bacterias y virus, sino que se podría extender la tecnología a otras entidades biológicas como proteínas o células humanas y aplicarla, por ejemplo, a la detección temprana del cáncer.

*Eduardo Gil es investigador en el grupo de Bionanomecánica del Instituto de Micro y Nanotecnología del CSIC.

¿En qué se diferencian los probióticos de los prebióticos?

Por Carmen Peláez, Teresa Requena y Mar Gulis (CSIC)*

Con frecuencia nos encontramos en el mercado productos que contienen probióticos o prebióticos, o bien una combinación de ambos. Su creciente comercialización en alimentos y en productos farmacéuticos y de parafarma­cia hace que estos compuestos nos parezcan muy saludables, pero lo cierto es que muchas veces no sabemos distinguirlos ni cuáles son sus propiedades. En este texto vamos a explicar en qué consisten, en qué se diferencian y qué beneficios pueden tener los probióticos y los prebióticos para nuestra microbiota intestinal y, por tanto, para nuestro organismo.

El colon: uno de los ecosistemas más densamente poblados de la Tierra

Si bien la microbiota se aloja en diferentes partes del cuerpo (en la piel, la boca, la cavidad genitourinaria…), el tracto intestinal es la región que contiene la comunidad microbiana más numerosa, densa y diversa del cuerpo humano. En concreto, la microbiota intestinal está compuesta por billones de microorganismos, de los que una gran mayoría son bacterias.

El colon posee características fisiológicas y un constante aporte de nutrientes que lo convierten en un eficiente reactor biológico. Gracias a ello, este órgano forma uno de los ecosistemas más densamente poblados de la Tierra, en el que se desarrolla una microbiota que interviene en numerosas funciones fisiológicas del organismo.

Algunas enfermedades están asociadas con desequilibrios en la microbiota intestinal, que interviene en numerosas funciones de organismo.

Es fácil deducir que semejante cantidad y diversidad microbiana ejerce importantes funciones en nuestro cuerpo y que, por tanto, sus desequilibrios podrían causar diversos desajustes en nuestra salud. Algunas alteraciones de la microbiota intestinal, como la reducción de diversidad, la excesiva proliferación de patobiontes (patógenos oportunistas) o la reducción de la producción de ácidos grasos de cadena corta o de bac­terias con propiedades antiinflamatorias, están asociadas con algunas enfermedades, tanto infecciosas como no transmisibles. Aunque no se ha demos­trado que las alteraciones de la microbiota, conocidas como disbiosis, sean la causa de patologías, cada vez resulta más evidente la importancia de emplear estrategias que modulen la composición y/o la funcionalidad de la microbiota intestinal. Entre ellas, las estrategias más estudiadas son tres: la utilización de microorganismos probióticos, el consumo de compuestos prebióticos y los trasplantes fecales. En esta entrada del blog nos centraremos en las dos primeras.

Probióticos

Según una definición ampliamente aceptada por la co­munidad científica, los probióticos son microor­ganismos vivos que, cuando se administran en cantidades adecuadas, proporcionan un beneficio para la salud del or­ganismo. La diferencia con las bacterias mutualistas del tracto gastrointestinal (aquellas que en su relación con un organismo proporcionan un beneficio mutuo) es que son microorganismos que se han aislado y cultivado, y que existen evidencias científicas y clínicas sobre su capacidad para aportar un beneficio para la salud.

Se considera que este beneficio es gene­ral en algunas especies de bacterias que pertenecen a los géneros Bifidobacterium y Lactobacillus. Son especies con las que se han realizado numerosos ensayos clínicos que demuestran su potencial para mejorar ciertas condiciones intestinales y ejercer una modulación inmunológica. Los efectos saludables se han demostrado frente a la diarrea infecciosa, la asociada al tratamiento con antibióticos o el síndrome de intestino irritable, así como con la mejora del tránsito intestinal. Los mecanismos por los que los probióticos mejo­ran la salud gastrointestinal se relacionan con la produc­ción de compuestos antimicrobianos, vitaminas, nutrientes esenciales o mecanismos de defensa y competición frente a patógenos y la interacción con el sistema inmune.

Alimentos como el yogur o el queso cuentan con bacterias que favorecen una adecuada microbiota intestinal.

Alimentos como el yogur o el queso cuentan con bacterias que favorecen una adecuada microbiota intestinal.

Aunque la mayoría de los probióticos no se ins­talan permanentemente en el intestino, parece que ejercen un efecto saludable durante su tránsito. El beneficio está asociado a su funcionali­dad, que podría contribuir a restablecer un equilibrio micro­biológico intestinal saludable. Por otra parte, no exis­ten datos de efectos adversos por su consumo, aunque siempre es recomendable consultar antes con los profesionales sanitarios.

Hay especies de lactobacilos y bifidobacterias, en las que se incluyen muchos probióticos, que están presentes en alimentos como el yogur, el kéfir o el queso, así como en otro tipo de alimentos fermentados, como el chucrut, las aceitunas o el kimchi. Sin embargo, el creciente interés científico, clínico y comercial sobre los probióticos ha generado un esce­nario en el que proliferan multitud de productos que se denominan probióticos, pero todavía resulta difícil para consumidores y profesionales sa­nitarios separar la paja del grano.

No todos los productos etiquetados como probióticos responden a la definición y en algunos no existe ningún dato que identifique a las bacterias que contiene, la cantidad en que se encuentran y la evidencia que respalda el beneficio para la salud. Es fundamental conocer la composición de cada producto y contar con información fiable y contrastada de la acción de estos microorganismos sobre nuestra salud. También es importante conocer los mecanismos y las características que explican los beneficios de cada probiótico.

Prebióticos

A diferencia de los probióticos (microorganismos vivos), los prebióticos son componentes de los alimentos, no digestibles, que están presen­tes de forma natural o añadidos. Por decirlo de un modo muy sencillo, los prebióticos serían el “alimento” de las bacterias beneficiosas (probióticos). Por ello, también pueden contribuir a restablecer la diversidad bacte­riana y riqueza genética que se ve empobrecida en ciertas condiciones patológicas, como obesidad, enfermedades inflamatorias intestinales, etc.

Los prebióticos son sustratos utilizados selectivamente por microorganismos del hospedador que le confieren un efecto beneficioso para la salud. En el tracto intestinal, sirven como sustrato de crecimiento para la microbiota resi­dente en el intestino y, de este modo, promueven cambios de composición o metabólicos que se consideran beneficiosos. Se trata fun­damentalmente de carbohidratos que favorecen una po­blación microbiana intestinal sacarolítica, que a su vez aumenta la formación de ácidos grasos de cadena corta que proporcionan múltiples beneficios metabólicos. En algunos casos son suministrados con probióticos, denominándose simbiótico al conjunto.

Los alimentos ricos en fibra son los que nos aportan más componentes prebióticos.

Los alimentos ricos en fibra son los que nos aportan más componentes prebióticos.

Los alimentos que nos aportan más componentes prebióticos son los ricos en fibra, como las frutas, las verduras, las legumbres o los cereales integrales. Curiosamente, el primer prebiótico natural de consumo humano está constituido por los oligosacáridos que se ingieren con la leche materna. Estos compuestos favorecen el desarrollo de bacterias beneficiosas como las bifidobacterias, y a la vez aumentan la resistencia a la invasión por patógenos. Por ello, una línea de investigación y desarrollo comercial actual consiste en incluir, en la fórmula de leches maternizadas, oligosacáridos equivalentes a los presentes en leche humana (que prácticamente no existen en la leche de vaca).

¿Te ha quedado algo más claro qué son los probióticos y los prebióticos y en qué se diferencian? Conocer estos componentes beneficiosos para nuestra microbiota intestinal nos ayudará a valorar lo que ingerimos.

 

* Carmen Peláez y Teresa Requena son investigadoras del CSIC en el Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación (CIAL) y autoras de La microbiota intestinal, de la colección de divulgación ¿Qué sabemos de?, disponible en la Editorial CSIC y Los Libros de la Catarata.

Bacterias en nuestro cuerpo: ¿dónde se aloja la microbiota humana?

Por Carmen Peláez y Teresa Requena (CSIC)*

La inscripción “Conócete a ti mismo”, grabada en el frontispicio del templo griego de Apolo en Delfos, ya indicaba que el conocimiento de lo absoluto comienza por el conocimiento de uno o una misma. Si nos preguntamos ¿qué somos realmente?, y nos ceñimos exclusivamente al pragmático método científico de describir lo que podemos experimentar, podríamos empezar tratando de contestar a la siguiente cuestión: ¿de qué se compone nuestro cuerpo?

Teniendo en cuenta que nuestro organismo está formado tanto de células humanas (organizadas en tejidos, órganos y sistemas) como de células microbianas, podría decirse que ‘somos’ toda esa amalgama de células humanas más la microbiota. En ese ‘somos’ las células microbianas serían ‘los otros’, haciendo un paralelismo con la película de Alejandro Amenábar. Solo que en este caso esos otros, aunque no los vemos, también están vivos y forman parte de ‘nosotros’, pues convivimos en un mismo escenario que es nuestro cuerpo. Si queremos conocernos debemos considerar la presencia de esos otros y la influencia que ejercen en el contexto de nuestra inevitable convivencia. A la unidad que forman la microbiota y las células humanas, y que interactúa como una entidad ecológica y evolutiva, se la denomina holobionte humano.

Considerado como holobionte, el ser humano es un ecosistema formado por millones de microorganismos, entre los cuales se da una relación simbiótica. / Gerd Altmann - Pixabay

Considerado como holobionte, el ser humano es un ecosistema formado por billones de células humanas y de microorganismos, entre los cuales se da una relación simbiótica. / Gerd Altmann – Pixabay

Se ha llegado a afirmar que la microbiota humana puede alcanzar alrededor de 100 billones de bacterias, un número que podría superar en 10 veces al de nuestras propias células. No obstante, estas cantidades se están reconsiderando y las estimaciones más recientes indican que nuestro organismo está compuesto por 30 billones de células y que el número de células bacterianas, sin ser constante –ya que se evacúa cierta cantidad del intestino de manera regular–, sería similar. Es decir, los cálculos recientes estiman que tendríamos, más o menos, el mismo número de células humanas que de bacterias. En cualquier caso, lo que está claro es que la población de bacterias del holobionte humano es extraordinariamente numerosa.

Las bacterias de la microbiota que se reparten por nuestro cuerpo presentan una estructura filogenética muy particular que se asemeja a un gran árbol con pocas ramas principales que, a su vez, se dividen en numerosos brazos. Las ramas principales serían los órdenes o filos, que en el cuerpo humano están representados principalmente por 5 de los más de 100 que existen en la naturaleza: Firmicutes, Bacteroidetes, Actinobacteria, Proteobacteria y Verrucomicrobia. Veamos en qué partes del cuerpo se alojan estos diferentes tipos de bacterias.

Un recorrido por las partes del cuerpo donde se aloja la microbiota humana

La piel está recubierta de microorganismos, aunque de diferente modo según las zonas: en las partes más secas, como brazos y piernas, el número es bajo. Pero en los poros, los folículos pilosos, las axilas o los pliegues de la nariz y las orejas, donde hay más humedad y nutrientes, su número es mayor y su composición, diferente. Las manos se caracterizan por tener la microbiota más diversa y más variable. El filo que predomina en las diferentes regiones de la piel es Actinobacteria, como corinebacterias y cutibacterias, y también los filos Firmicutes y Bacteroidetes, representados por Staphylococcus epidermidis. Esta especie es la más abundante en la piel, participa en la regulación del pH y, entre otras cosas, compite con el patógeno Staphylococcus aureus e impide su asentamiento.

La cavidad oral, puerta de entrada al aparato digestivo, es una de las regiones del cuerpo con mayor abundancia y diversidad de microorganismos. La microbiota se reparte de manera diferente entre la saliva, la lengua, los dientes, las mejillas y las encías, y contribuye a mantener el equilibrio necesario para la salud oral. Si este equilibrio se rompe, la microbiota oral puede ser responsable de la caries dental y de infecciones como la periodontitis.

La cavidad genitourinaria femenina, particularmente la vagina, también está habitada por una microbiota abundante, que durante la etapa reproductiva está dominada por lactobacilos. Estas bacterias constituyen una barrera eficaz frente a la invasión por patógenos bacterianos y fúngicos. En la infancia y tras la menopausia, la microbiota de esta zona se asemeja más a la de la piel y la región anal.

La Escherichia coli es una de las muchas especies de bacterias que pueblan el tracto intestinal humano. / Gerd Altmann -Pixabay

La ‘Escherichia coli’ es una de las muchas especies de bacterias que pueblan el tracto intestinal humano. / Gerd Altmann – Pixabay

Pero es el tracto intestinal la región que contiene la comunidad microbiana más numerosa, densa y diversa del cuerpo humano. El colon posee características fisiológicas y un constante aporte de nutrientes que lo convierten en un eficiente reactor biológico donde puede desarrollarse una microbiota que interviene en numerosas funciones fisiológicas del organismo. Solo los Firmicutes y Bacteroidetes, dos de los cinco filos que comentábamos anteriormente, representan el 90% del ecosistema intestinal y son los mayoritarios en los seres humanos, aunque los géneros que los componen aparecen representados de forma diferente entre los individuos.

Se han identificado más de 1.000 especies distintas en la microbiota intestinal humana, aunque no todas están presentes en todos los individuos. Según Rob Knight, de la Universidad de Colorado, la probabilidad de que una bacteria intestinal procedente de un individuo sea de diferente especie que la obtenida de otro es superior al 90%, lo que indica una alta variabilidad interindividual. Por tanto, la diversidad bacteriana intestinal podría representar un carácter distintivo: una huella microbiana identificativa de cada individuo. Esta diversidad de especies dificulta que se pueda establecer un núcleo taxonómico universal compuesto por un conjunto consistente de especies presentes en la microbiota intestinal humana. También dificulta la descripción de lo que llamaríamos una microbiota normal o saludable. Aún más, la microbiota es muy diferente según la etapa de la vida en que nos encontremos. Sin embargo, sí hay evidencias de los beneficios para la salud que conlleva mantener una microbiota abundante y diversa. Nos adentraremos en ello en un próximo texto del blog.

 

* Carmen Peláez y Teresa Requena son investigadoras del CSIC en el Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación (CIAL) y autoras de La microbiota intestinal, de la colección de divulgación ¿Qué sabemos de?, disponible en la Editorial CSIC y Los Libros de la Catarata.

CRISPR: cómo las bacterias nos enseñan a editar los genes

Por Lluís Montoliu (CSIC)*

Frecuentemente pensamos en las bacterias como fuente de problemas. Efectivamente, son las causantes de enfermedades infecciosas tan graves como la tuberculosis, el cólera o la peste, pero también son las que nos proporcionan yogures y otros derivados lácteos. Además, las bacterias llevan miles de millones de años sobre la Tierra, muchísimos más que nosotros. Durante todo este tiempo han desarrollado un sistema de defensa muy eficaz que les permite zafarse de la infección por virus.

El sistema inmune de las bacterias fue descubierto por Francisco Juan Martínez Mojica, microbiólogo de la Universidad de Alicante, que lleva más de 25 años investigando sobre este tema. ¿Qué hace que este mecanismo de defensa sea tan especial? Pues, entre otras cosas, que se transmite genéticamente, de unas bacterias a sus hijas o descendientes. Por ejemplo, cuando nosotros nos vacunamos contra el virus del sarampión adquirimos unas defensas que evitan que desarrollemos esta enfermedad. Ahora bien, nuestros hijos no heredan esta defensa. Si queremos que ellos estén protegidos contra el sarampión, también tenemos que vacunarlos (algo sobre lo que nadie debería albergar hoy en día ninguna duda, por cierto). Las bacterias son más inteligentes que nosotros. Una vez aprenden a defenderse de un virus son capaces de transmitir esta defensa a sus hijas, y éstas a sus nietas, etc., perpetuando esta defensa. Este descubrimiento básico de Mojica, realizado en 2003, sirvió para que otros investigadores se dieran cuenta de que el mecanismo por el cual las bacterias se defienden de los virus también puede usarse, sorprendentemente, para editar los genes con una precisión nunca antes vista.

En 2012 varios científicos, entre ellos las investigadoras Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier, describieron este sistema de edición basándose en los trabajos de Mojica. El sistema está formado por una proteína, denominada Cas, que actúa como una tijera molecular capaz de cortar el ADN de forma muy precisa dirigida por una guía, una pequeña molécula de ARN que le dice a la tijera Cas dónde tiene que cortar. Este sistema se denomina CRISPR (pronúnciese “crisper”), acrónimo en inglés que describe las características de estas secuencias genéticas que dirigen el corte de la tijera molecular. Éste fue el nombre, hoy en boca de investigadores de todo el mundo, acuñado también por Mojica en 2001.

El mecanismo por el cual las bacterias se defienden de los virus también puede usarse para editar los genes. / geneticliteracyproject.org

¿Qué podemos hacer con las herramientas CRISPR? Igual que cuando nos equivocamos al escribir un texto en el ordenador y podemos volver atrás y corregir, eliminar o sustituir la palabra o letras erróneas, con las herramientas CRISPR podemos editar los genes. Podemos añadir letras si faltan, eliminar letras si sobran, sustituirlas o corregirlas por otras. En definitiva, podemos modificar los genes a voluntad. Esto ha provocado una verdadera revolución en biología, biomedicina y biotecnología.

Ahora podemos desarrollar modelos celulares y animales más adecuados para el estudio de las enfermedades. Por ejemplo, tras diagnosticar a un paciente afectado por alguna de las miles de enfermedades raras de base genética que existen, y detectar el gen y la mutación causantes de esa enfermedad, podemos replicar exactamente esa misma mutación en ratones. A estos ratones que reproducen la misma alteración genética de un paciente los llamamos ‘ratones avatar’ para ilustrar la conexión existente entre ellos. Gracias a ellos podremos validar la seguridad y eficacia de nuevos tratamientos de una forma más efectiva, ya que son portadores del mismo error genético. Si somos capaces de introducir una mutación en ratones, también deberíamos poder usar las mismas herramientas CRISPR para revertir errores genéticos que afectan a los millones de personas con alguna enfermedad rara. No estamos todavía ahí, pero sí en el buen camino.

Ratones avatar modificados genéticamente con CRISPR. / Davide Seruggia

Los resultados preliminares de tratamientos genéticos basados en CRISPR probados en animales son muy esperanzadores, pero todavía no están listos para su aplicación efectiva en pacientes. ¿Por qué no podemos usar las herramientas CRISPR en el hospital? En primer lugar, la precisión que tienen las herramientas de edición genética CRISPR no es absoluta. En determinadas ocasiones pueden cortar en secuencias genéticas muy parecidas, causando alteraciones no deseadas en genes similares que no deberíamos modificar, y cuyos cambios pueden causar problemas mayores de los que queremos solucionar. Esta es una limitación que puede reducirse al mínimo si se diseñan cada vez mejores guías y se seleccionan tijeras moleculares con mayor precisión.

Pero lo más preocupante es la segunda de las limitaciones de las herramientas CRISPR. Toda la precisión que tienen para cortar el genoma en el gen y la secuencia correctas, no la tienen los mecanismos de reparación que entran en juego inmediatamente tras el corte, restaurando la continuidad del cromosoma. Estos sistemas de reparación, que tenemos en nuestras células, progresan de forma un tanto azarosa, añadiendo y quitando letras hasta conseguir enganchar los dos fragmentos del cromosoma cortado. Si bien es cierto que podemos inducir la reparación con secuencias genéticas molde que sirvan como patrón para la reparación, también sucede que no siempre las células usarán el molde y, por ello, al reparar el corte, generarán una nueva modificación genética no deseada. Tenemos que seguir investigando estos mecanismos de reparación, para poder controlarlos y hacerlos más precisos y seguros. Solamente entonces podremos recomendar, siempre con prudencia, el uso de las herramientas CRISPR en el tratamiento de enfermedades de base genética en personas.

Tras proponerlas como sistemas de edición genética en 2012, las herramientas CRISPR fueron usadas por vez primera en 2013. Hoy, apenas cuatro años más tarde, ya estamos pensando en maneras de optimizar su uso en terapias para enfermedades, para hacerlas más seguras y efectivas. Cuando estudiaba los microorganismos que habitan las salinas de Santa Pola, Mojica no podía imaginar el camino futuro que iban a tomar sus investigaciones de biología básica. Tratando de entender como esas bacterias se defendían de los virus que las acechaban, llegó hasta un hallazgo revolucionario. Ahí está la belleza y el poder de la ciencia. Un descubrimiento microbiológico, en apariencia menor, que pasa a ser la mayor revolución tecnológica en biología. Así pues, debemos de estar agradecidos a las bacterias, por mostrarnos nuevas formas de luchar contra las enfermedades. Y a Francisco Mojica, por haber descubierto este proceso de la naturaleza y habérnoslo contado, por haber descrito el sistema CRISPR que tantas aplicaciones biomédicas está produciendo.

Vídeo en el que la proteína Cas9 corta una molécula de ADN en tiempo real por microscopía de fuerza atómica. Imágenes de la Universidad de Tokio publicadas en este artículo.

 

* Lluís Montoliu es investigador del Centro Nacional de Biotecnología (CNB) del CSIC.

 

‘Nanobásculas’ para pesar virus y bacterias en la detección de enfermedades

Por Eduardo Gil Santos, Alberto Martín Pérez y Marina López Yubero  (CSIC)*

Cada virus y bacteria tiene una masa diferente. El simple hecho de poder pesarlos nos permitiría identificarlos y distinguirlos y, con ello, detectar de forma altamente precoz las enfermedades que provocan. Los recientes avances en nanotecnología han permitido la creación de unos nuevos dispositivos, los sensores nanomecánicos, que actúan como básculas a escala nanométrica, permitiendo detectar estos objetos con una precisión mucho mayor que los métodos convencionales de diagnóstico de estas enfermedades.

Cuerdas de ukelele

Los nanosensores vibran como las cuerdas de una guitarra para detectar virus y bacterias.

La detección de estas partículas mediante sensores nanomecánicos se obtiene estudiando los cambios en su vibración. Estos sensores vibran igual que las cuerdas de una guitarra: cuando pulsamos una cuerda de una guitarra, esta vibrará y las ondas se transmitirán por el aire, lo que percibiremos como sonido. Además, si unimos un objeto a la cuerda, esta pesará más y, en consecuencia, su movimiento será más lento, lo que dará lugar a un sonido más grave. Esta diferencia en el tono del sonido se puede relacionar directamente con la masa del objeto unido. De la misma manera, los sensores nanomecánicos vibrarán más lentamente cuando se une a ellos una partícula (virus o bacteria). Esto se comprueba fácilmente adhiriendo un pequeño imán a un diapasón. Sin embargo, en estos sensores las vibraciones no son perceptibles por el oído y se necesitan métodos ópticos muy avanzados (similares a los utilizados en la detección de ondas gravitacionales, pero a escala nanométrica) para detectar estos cambios en la vibración del sensor.

Bacteria en nanosensor

Imagen de microscopía electrónica de barrido de una bacteria E. coli sobre un sensor nanomecánico con forma de micropalanca. El peso de esta bacteria es de 300 femtogramos (0,0000000000003 gramos, diez mil millones de veces menos que una hormiga).

Estos dispositivos también permiten medir otra propiedad muy interesante de las partículas depositadas: la rigidez. Conocer la rigidez de las partículas biológicas (virus, bacterias o células) puede ser de gran utilidad, ya que, por una parte, la rigidez junto con la masa permite una identificación todavía más precisa de los distintos virus o bacterias. Asimismo, podría permitir diferenciar entre células cancerígenas y sanas, ya que se ha descubierto que aunque ambas tienen una masa similar (lo que no permite distinguirlas a través de su masa), muestran una rigidez distinta: las células cancerígenas son menos rígidas que las células sanas. Por último, medir la rigidez de los virus hace posible distinguir su estado de maduración y conocer su capacidad infecciosa.

El grupo de Bionanomecánica del Instituto de Micro y Nanotecnología del CSIC desarrolla este tipo de dispositivos desde hace más de diez años. En la actualidad, este grupo lidera una serie de proyectos financiados por la Unión Europea (ViruScan, LiquidMass, Nombis) que contribuirán a la implantación definitiva de estas tecnologías a nivel clínico. En tan solo cinco años, estos sensores se probarán en países empobrecidos con gran riesgo de epidemias para la detección de los virus que producen fiebres hemorrágicas.

Al mismo tiempo, el equipo trabaja en el desarrollo de nuevas tecnologías para la comprensión y detección precoz de muchas otras enfermedades (distintos tipos de cáncer, Alzhéimer, etc.). En un futuro no muy lejano, este tipo de sensores estarán implantados directamente en el interior de nuestro cuerpo, preparados para detectar cualquier infección en el mismo momento de contraerla, lo que permitirá actuar contra ella de manera mucho más eficaz.

 

* Eduardo Gil Santos, Alberto Martín Pérez y Marina López Yubero son personal investigador del CSIC en el grupo de Bionanomecánica del Instituto de Micro y Nanotecnología.

¿Influyen nuestras bacterias en la forma en que nos comportamos?

Por Mar Gulis (CSIC)

Imagina un villano que logra controlar la voluntad de la gente mediante la manipulación de su microbiota intestinal, es decir, el conjunto de microorganismos –en su mayoría bacterias– que habitan en nuestro intestino y nos ayudan a digerir los alimentos. Tore Midtvedt, del Instituto Karolinska de Estocolmo, sugirió en clave de humor que éste podría ser el argumento de una novela negra. Cuentan la anécdota Carmen Peláez y Teresa Requena, investigadoras del CSIC, en su libro La microbiota intestinal (CSIC-Catarata). Tal y como señalan en la obra, hoy existe un creciente interés en torno a ese fascinante eje cerebro-intestino-microbiota.

Una parte de la comunidad científica está investigando la relación bidireccional que se da entre la microbiota y el funcionamiento del cerebro o incluso nuestros comportamientos. Se trata de un campo sumamente interesante, pero también muy complejo. La pregunta que espera respuesta es “si podemos conceder a los microorganismos cierto papel como participantes en nuestra inconsciencia”, que a su vez imperceptiblemente puede dictar nuestra conducta, señalan Peláez y Requena.

Las investigadoras recogen en el libro algunos ejemplos de esta tesis. John Cryan y Timothy Dinan, de la Universidad de Cork (Irlanda), sostienen que “las bacterias influyen en nuestro comportamiento alimentario”. Desde esta perspectiva, “la microbiota lanzaría alguna señal al cerebro para informarle de que le aporte tal o cual tipo de nutrientes, que son los que habitualmente ingerimos y a los que se ha adaptado su metabolismo”. Es más, el que nos apetezcan determinados alimentos se debe a la ‘expectativa de recompensa’ (el placer anticipado que nos aporta la elección), algo que depende de los niveles de dopamina en el cerebro. Y precisamente “algunas bacterias como H. pylori modulan la producción de dopamina y, por tanto, los niveles de recompensa. ¿Estaría esta bacteria del estómago diciéndonos qué es lo que nos apetece comer?”, se preguntan las investigadoras.

Helicobacter Pylori es una de las bacterias que habitan en nuestro estómago KGH / Wikipedia

Pero las relaciones entre el cerebro y la microbiota pueden ser más sofisticadas. Algunos autores consideran que esos millones de microorganismos serían capaces de manipular otros comportamientos. Por ejemplo, “influir en nuestro estado de ánimo a través de la serotonina, conocida como hormona de la felicidad, o tener el papel contrario y producir malestar o incluso dolor”. Peláez y Requena aluden a estudios recientes que han vinculado el estrés de los recién nacidos que sufren de cólicos con un desequilibrio intestinal producido por una pérdida de diversidad bacteriana.

Y aún más sorprendente es la siguiente hipótesis que plantean: la posibilidad de que las bacterias puedan manipular los comportamientos sociales, es decir, “nuestras preferencias para relacionarnos incluso sexualmente o para vivir en grupos sociales”. Las investigadoras se refieren a la mosca del vinagre, un insecto que, a la hora de aparearse, parece estar influido por la bacteria Lactobacillus plantarum, ubicada en su tracto intestinal. “Aparentemente esta bacteria produce metabolitos a partir de la fermentación del almidón que ingiere la mosca y que inducen la producción de feromonas, influyendo así en sus preferencias sexuales de apareamiento al solo elegir moscas que también ingieren almidón. Podríamos decir que la bacteria ayuda a la mosca a buscar pareja y, además, una pareja con sus mismos gustos alimentarios”.

Ahora bien, ¿se pueden extrapolar estas teorías a los seres humanos? Según algunos expertos, sí. Concretamente, las investigadoras citan a Michael Lombardo, de la Universidad Grand Valley (EE UU). Este autor defiende que la evolución de los seres vivos invertebrados y vertebrados hacia el comportamiento gregario y social “no ha respondido solo a la necesidad común de defensa, optimización de recursos alimentarios o crianza de la prole. Podría existir también otro factor más sutil como la necesidad de transmisión interindividual de una microbiota beneficiosa que aporta múltiples beneficios”.

Peláez y Requena coinciden en que, teniendo en cuenta los beneficios nutricionales y protectores que la microbiota intestinal nos aporta y la facilidad de transmisión vertical y horizontal en el ámbito familiar y social, estas teorías también pueden ser válidas para la especie humana. No obstante, advierten, “aún hay que profundizar en los mecanismos concretos por los que la microbiota afecta a la salud humana y a nuestro comportamiento”.

El Mar Muerto ¡está muy vivo!

Por Mar Gulis

Como en el Mar Muerto no hay peces ni animales grandes, antiguamente se pensaba que no albergaba ningún tipo de vida. De hecho, contiene tal cantidad de sal que prácticamente ninguno de los seres que habitan en otros mares y océanos pueden sobrevivir en sus aguas.

En algunas zonas, el Mar Muerto llega a alcanzar niveles de salinidad casi diez veces superiores a los del Mediterráneo. Esto ocurre porque la ‘cubeta’ en la que se encuentra está 200 metros por debajo del nivel del Mediterráneo. Cuando el agua del río Jordán desemboca en él no puede salir por ningún sitio: solo puede evaporarse y a medida que esto ocurre las sales se van concentrando.

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Cuando el nivel del Mar Muerto baja se forman depósitos de sal como este / Wikipedia

Sin embargo, el Mar Muerto está lleno de vida. A simple vista, en las zonas menos saladas pueden observarse pequeños invertebrados como la Artemia salina, pero si recurrimos a otras formas de análisis descubriremos que está ‘abarrotado’ de microorganismos de los tres grandes dominios de la vida: bacterias, arqueas y eucariotas (los seres humanos, los animales y las plantas formamos pequeñísimas ‘ramas’ de este último). En un mililitro de agua del Mar Muerto puede haber 10 millones de bacterias y arqueas y diez veces más de virus. Hay tantos, que el agua puede llegar a adquirir los colores marrones o rojos de sus pigmentos.

Pequeñas piedras de sal / Wikipedia

La salinidad del Mar Muerto es tan elevada que se forman pequeñas piedras de sal / Wikipedia

Los microorganismos del Mar Muerto son halófilos, lo que significa que están adaptados a vivir en un ambiente con altas concentraciones de sal. Para entender cómo lo logran podemos imaginar que cualquier membrana celular (sea de un halófilo o de un no halófilo) se comporta de forma similar al Gore-Tex. Este material es muy popular en el calzado y la ropa de montaña porque sus diminutos poros, al ser mucho más pequeños que las gotas de agua, no dejan pasar el agua líquida. En cambio, sí permiten el paso de las moléculas de vapor de agua, que no están agrupadas en gotas. Como resultado, el Gore-Tex es resistente a la lluvia pero facilita la transpiración. Es decir, se trata de una membrana ‘semipermeable’; exactamente igual que las membranas celulares.

Eso sí, en el caso de las células, el agua puede atravesar la membrana pero la mayoría de sustancias disueltas en ella, no. Si la concentración de solutos, por ejemplo de sal, es la misma en el interior y en el exterior, no hay ningún problema. Las moléculas de agua irán entrando y saliendo en la misma proporción. Pero si la concentración de sal en el exterior es mayor que en el interior, las moléculas de agua tenderán a salir de la célula hasta que las concentraciones de sal se igualen en los dos lados de la membrana. Como resultado de este fenómeno, conocido como ósmosis, la célula se secará y morirá.

Para seguir activa, la célula tiene que evitar perder agua. La solución a la que recurren los halófilos consiste en acumular una sustancia soluble en agua (iones de potasio, glicina-betaina, dimetilsufoniporpionato, etc.) en el interior de la célula, en cantidades similares a las que hay en el exterior, pero que permite el funcionamiento normal del metabolismo.

Halobacteria / Wikipedia

Halobacterium / Wikipedia

Los halófilos fueron los primeros extremófilos (microorganismos que viven en condiciones extremas) en ser aislados y estudiados porque estropeaban las conservas en salazón. Sin embargo, hoy siguen resultando enormemente interesantes para la ciencia. Sirva de ejemplo el caso de Halobacterium, una arquea que puede encontrarse en el Mar Muerto y que, a fuerza de hacer frente a los estragos que produce la sal, ha aprendido a recomponer su ADN incluso cuando queda totalmente fragmentado. Esta particularidad ha despertado el interés de la misma NASA, que busca en los mecanismos de supervivencia de este microorganismo las claves para proteger a los astronautas de uno de los mayores peligros que podrían enfrentar en una misión a Marte: la radiación espacial.

El Mar Muerto está lleno de vida, sí, y además podría ayudarnos a llevar la vida humana a otros planetas.

 

Si quieres más ciencia para llevar sobre la vida en el Mar Muerto, organismos resistentes a la sal y extremófilos, consulta La vida al límite (CSIC-Catarata), de Carlos Pedrós.