Claro que las mujeres son idiotasAl fin y al cabo Dios las creó a imagen y semejanza de los hombres George Elliot

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Mi madre le da al rollo zen

Hace poco más de un mes que he vuelto a vivir con mi madre. Exactamente hoy se cumple un mes y once días. De momento todo va mejor de lo esperado. Tocaré madera. Tenemos pequeños roces, pero normales en cualquier convivencia.

En general nos va bien. Nos cuidamos, charlamos, reímos, vemos la tele, cenamos juntas e, incluso, algún día hemos ido a comer…

En fin, que todo sería maravilloso si no fuera por un pequeño detalle. Entre las nuevas aficiones de mi señora madre está la filosofía oriental en el sentido más amplio de las palabras.

Se apuntó a tai chi, yo la animé porque durante unos años lo practiqué y me parecía genial (mea culpa), y su vida ha dado un giro.

Cuando llego a casa de trabajar, el comedor apesta a incienso. A mí no me gusta ese olor, se me clava en la garganta. Es muy desagradable cenar las delicatessen que cocinamos con esa sensación. Lo peor es que ahora me ha encargado que le compre una cajita de barritas en una tienda india que hay al lado de mi trabajo en la que hacen descuentos del 50%. La pela es la pela.

Además, me ha vetado el paso a la terraza (el único lugar del piso donde fumo) hasta las 10 de la mañana. Dice que es su momento de recogimiento, en el que practica tai chi y coge energías para el nuevo día que empieza, y no puedo salir. Así que si quiero echarme el primer piti de la jornada o mirar el mar o dejar que el pelo se seque un poco con la ventisca o tender el albornoz, me jodo y no lo hago.

Ha quitado el espejo de cuerpo entero que teníamos en el pasillo porque, dice, rebota las energías y hace que no fluyan con normalidad. Ahora sólo puedo ver si voy bien vestida de cintura para arriba.

Por no hablar del grito que me pegó el domingo, que aún me tiemblan las orejas. Salía yo del baño con prisas porque, como siempre, llegaba tarde al cine, y oigo: «CARLOTAAAAAAAAAAAAAAAA, ¿adónde te crees que vas?».

El caso, que me había dejado la tapa del baño levantada (debe ser la tercera o la cuarta vez que lo hago en toda mi vida) y se había mosqueado. «¿No ves que se me escapa el feng shui?», me preguntó. Sí, a mi madre se le escapaba el feng shui.

Y así estamos. El otro día pensé apuntarla a un curso de informática o de tecnología, a ver si se quita de la cabeza tanto rollo zen. Pero en seguida rechacé la idea. A ver si va a ser peor el remedio que la enfermedad y voy a crear una pequeña geek oriental…

No quiero una cuenta vivienda

Acabo de llegar del banco. Hasta ahora, siempre que no he vivido en mi casa, he estado en pisos de alquiler.

Hace unos días, mientras veía House, me planteé sentar la cabeza y abrir una cuenta vivienda. Así, dentro de cuatro años, me vería obligada a comprar un pisín (a piso no llego, como muchas personas de mi edad).

Por ese motivo he ido hoy al banco, con todas mis libretas, dos, bajo el brazo y una sonrisa temerosa en los labios porque, si he de decir la verdad, no lo tenía muy claro.

Términos como euríbor, tipos de interés, Ibex… Si bien sé lo que son soy incapaz de comprenderlos. Básicamente porque el pensamiento abstracto me ha parecido extremadamente complicado desde siempre.

“¿Estás segura de que te vas a comprar un piso dentro de cuatro años, Carlota?”, me ha preguntado sorprendido el director de la oficina cuando le he expuesto mi iniciativa. “Bueno, hombre, sí, ¿no? Quiero decir que si ahorro…”, le he respondido indecisa.

La verdad es que previsiones tan grandes a tan largo plazo siempre me han dado miedo. ¿Quién sabe cómo voy a estar yo en el 2012? ¿Voy a estar sola o acompañada? ¿Tendré trabajo? ¿Podré hacer frente a la hipoteca? ¿Cómo será mi nómina, si la tengo?

Encima, el otro día leía que la mitad de los jóvenes de entre 26 y 35 años serían pobres si no recibieran ayuda de sus padres. ¡Nos habrán jodido!

En fin, que he cambiado la cuenta vivienda por una cuenta de ahorro. Quizás en el fondo sean la misma cosa, pero al menos no me siento presionada por la forma. ¿He hecho bien?