Claro que las mujeres son idiotasAl fin y al cabo Dios las creó a imagen y semejanza de los hombres George Elliot

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Mi primera cana

Mírala. No puede ser. Ahí está. Firme, lisa, dura, orgullosa, larga y… Blanca. Blanca como la nieve… O más.

¿Cómo puedo tener una cana? Soy una vieja. ¡Dios, tengo una cana! Y no podría salir en otro sitio, no. En la sien izquierda, con alevosía… Ahí, para que se vea bien.

Me vuelvo a mirar en el espejo, a ver si todo es una ilusión óptica. Nada. Es la cruda realidad.

Llamo a mis amigas. “Soy objeto de la mayor injusticia de la semana. Me ha salido una cana”, les digo. Y se ríen de mí. “Tíñetela, mujer”, me responden. Seguro que ellas tienen y me lo han escondido. Fijo.

Quedo con mi madre y se lo suelto. “Mamá, mira. Tengo una cana”, pongo voz trágica y cara de pena, con las madres va bien hacerse la víctima.

Pero no puede ser más cruel: “Joder. ¡Y qué gorda! Bueno, hija, es que ya vas teniendo una edad…”.

Toma bofetada sin mano, que son las que más duelen. Y me la da mi madre, mi señora madre. La misma que a mis 30 añazos me sigue llamando popoletas, cuqui, cuchi, fuffyfuffy y demás horteradas varias.

Va a ser verdad. Me hago mayor, ¡y me da vértigo!

Pero si soy una niña aún… No tengo hijos, no tengo hipoteca, no tengo nada de nada… Voy a llamar a mi peluquera. Le diré que me tiña, que tengo una crisis y que…

Quiero cambiar de imagen.