Claro que las mujeres son idiotasAl fin y al cabo Dios las creó a imagen y semejanza de los hombres George Elliot

Archivo de marzo, 2008

Quiero más bodas bacanales (parte 1)

Quien se inventó la frase «la realidad supera la ficción» se quedó corto. Muy corto. Cortísimo. Y si hubiera sido uno de los invitados de la boda a la que fui el sábado se habría dado cuenta de ello.

La tarde empezó muy romántica, en una preciosa iglesia y acabó como una auténtica bacanal en el elitista restaurante.

Sabéis que yo no daba un duro por esa celebración (si no contamos los 300 euros que solté en la cuenta bancaria de los novios y los 20 euros de la peluqueria, el traje, lo aproveché de una boda anterior, que no está el horno para bollos y para algo se lleva el rollo vintage, ¿no?) pero al final tengo que reconocer que el esfuerzo valió la pena.

Ver a la abuela del novio, medio borracha o borracha entera, bailando como una descosida el Walking on sunshine, de Katrina and the Waves no tiene precio.

La señora hacía movimientos espasmódicos, jaleada por los amigos de los novios. Estaba pletórica. Pero la pobre no acabó bien la noche. Una ambulancia la vino a buscar al restaurante: se rompió algo cuando fue al baño. Un mal pis le jodió la velada. Eran las once y media de la noche.

Mejor le fue a la amiga que me acompañó, que ligó (por decirlo finamente) con un canoso de muy buen ver, amigo del ya marido de mi prima segunda. Una sonrisita por aquí, otra por allí y un «si quieres, nos vemos en el baño». Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, entre los entremeses y el primer plato.

«Carlota, bajo un momento», me dijo con la mirada puesta en el canosito. «Por supuesto, tómate tu tiempo», le respondí sonriendo en dirección al chaval, que ya bajaba las escaleras.

Y me quedé mirando a la mesa de los niños, que tenía justo enfrente. ¿Sabrán ellos lo que se cuece en los servicios de este restaurante?, me pregunté mientras veía como engullían su plato de macarrones.

Un golpe seco en la frente rompió mi ensimismamiento. Le sucedió otro, y otro, y otro. Eran los críos. Me habían adoptado como diana y se divertían tirándome las piedrecitas del barroco centro de mesa. Y sus padres, riéndoles la gracia.

Menuda metáfora: mi amiga echando un quiqui y yo, el objetivo del centro de tiro del chiquipark. Necesitaba una solución, al menos tenía que parar los golpes, y fui a lo que casi nunca falla: el soborno.

Saqué un billete y me acerqué a la chiquimesa. «Os doy cinco euros para chuches si paráis con las piedrecitas», les solté con una sonrisa de oreja a oreja. «Vale», me dijeron los tres o cuatro bombarderos.

Superado el primer problema, me llegó el segundo. Mi amiga me tiraba de la americana del esmoquin. Iba algo despeinada, pero todo lo demás en su sitio. «Joder, hija, qué rapidez», le dije. «No, no… Si es que no…», me respondió.

¿Qué le habría pasado?

Lo que faltaba. Voy de boda

Ya lo dicen, ya. Las desgracias nunca vienen solas. Y es que después de dos semanas un poco fastidiada de salud (dolores varios y un resfriado de tres pares de narices) este fin de semana me toca ir de boda.

Se casa una prima segunda y, como no, me ha invitado. A veces dudo si este tipo de invitaciones son «de corazón» o son para sacarte cuatro perras. No dejan de ser personas con las que has tenido un roce mínimo.

No se trata de una prima-hermana, ni de una amiga, ni de alguien con quien hayas convivido o quieras… Es una prima segunda, con la que he coincidido básicamente en BBC (Bodas, bautizos y comuniones).

Muchos pensaréis que yo podría haber rechazado la invitación. Cierto. Pero, me pilló de flojera y, en según qué momentos, no sé decir que no.

Además, me aseguró que podía llevar «a un amigo, o amiga, o lo que quieras… Como eres tan rarita». Así que le respondí que iría con un par de colegas. Al menos tendremos barra libre. Y si yo soy rarita, ella que lo pague.

En fin, que nunca me han gustado estos acontecimientos. De hecho, según cuenta la leyenda familiar, mi primer gran enfado fue en mi bautizo. Yo, como cabe de esperar, no lo recuerdo.

El segundo, y este sí que lo tengo en mi memoria, fue en la primera comunión. Asqueada de tener que ir con un vestidito (obligué a mis padrinos a que al menos me lo compraran corto) blanco y rosa, exigí a mi madre lucir mis relucientes zapatos de charol negro. Mis favoritos.

La cosa acabó mal. Me tragué la hostia antes de entrar a la iglesia.

Ah! Al final llevé los zapatos blancos que me habían comprado mis padres para la ocasión. Semanas después los llevamos al zapatero y los teñimos de negro. Aún deben correr por casa…

Voy a ser una supernanny

Esta noche voy a hacer de canguro. No ejerzo de ello desde tiempos de la facultad. Estoy muy nerviosa.

La verdad es que me llevo de maravilla con los dos críos que voy a cuidar durante toda la noche, y que tienen 7 y 4 años. Son tan fantásticos como sus padres, una pareja amiga mía, pero eso no es óbice para que esté atacada.

Es demasiada responsabilidad. ¿Y si se caen y se hacen daño? ¿Y si se les atraganta la sopa o la tortilla? ¿Y si se aburren? ¿Y si echan de menos a sus papás? ¿Y si me preguntan de dónde vienen los niños? ¿Qué hago? ¿Qué les digo?

La última vez que estuve con ellos fue una tarde. Creo que lo llevé bien. Si no contamos que, como no tenía ninguna película infantil a mano, deleité a los pequeños con el DVD de U2 Go Home, Live at Slane Castle, y les instruí sobre Bono, The Edge y demás.

Pero esta vez no me van a pillar en bragas. Llevo en mi bolsa verde de fin de semana Madagascar y Peter Pan. Y un libro de cuentos. Porque, lo he de reconocer, la última vez la cagué con el de Caperucita y no quiero volver a caer en el error.

La pequeña me pidió que le relatara todo lo que rodea el «abuelita, abuelita, que orejas más grandes tienes». Pero no me acordaba. Así que decidí hacer una Carlota’s mix story, mezclando a Blancanieves, la Cenicienta, los tres cerditos, Candy, Candy, Juana y Sergio y, si me llega a apurar, meto ahí hasta al mismísimo House y su Lupus.

Con todo, la niña me puso ojos de plato y me soltó: «Yo no me lo sabía así». Yo le respondí: «Es una nueva versión que me explicaron ayer. Está chulo, ¿no?».

No sé si por pena o por inocencia ella me dio la razón. Hoy no me pilla. Mañana os cuento cómo me ha ido.

Soy un poco cotilla

Ya me he apuntado al gimnasio, era uno de mis propósitos para este año. Hace ya casi un mes que voy a la piscina y estoy encantada. Sobre todo por el monitor que tienen unas encantadoras abuelitas que están aprendiendo a nadar. Está buenísimo.

A pesar de todo, intento ir a mi rollo. Me pongo en el carril número 4, cerca de la escuela de sirenas jubiladas, que se colocan del 1 al 3, y de su monitor, por supuesto.

Hoy, mientras descansaba mirando al mar (es lo mejor de esta piscina, las vistas) he escuchado la conversación de dos amigas que tenía en los carriles del otro lado.

«Me siento utilizada por los hombres», decía la del gorro de colores, que arrastraba las eses. Al parecer es relaciones públicas de algo y, por lo que explicaba, los últimos rollos que ha tenido han sido gracias a eso.

El problema, según decía, es que cree que los ¡cinco! tíos que se acuestan con ella (o ella con ellos) lo hacen para entrar gratis en ese sitio en el que trabaja.

En ese punto, he decidido reincorporarme al nado y he hecho unas cuantas piscinas más, siempre ojo avizor por si las colegas se volvían a detener y seguían con su charla.

Y así han hecho, y yo he descansado otra vez. La amiga de la leona sexual que se siente utilizada le ha hablado claro. «¿No crees que estás exagerando? No creo que nadie se tire a alguien que no le gusta para no pagar 20 euros«, le ha dicho.

«Es más, creo que tu les utilizas más a ellos que ellos a ti. Con la excusa de que les pones en la lista de entrada, te los trajinas», ha añadido.

He estado a punto de dar un salto a lo Gemma Mengual y empezar a aplaudir las salidas de una y de otra. Pero no. He hecho tres piscinas más y me he ido a la ducha, envidiando la gran memoria de la chica del gorro de colores, capaz de acordarse de los nombres de todos sus amantes.

«Tengo una enfermedad, el desestrés»

El sábado me invitaron a una fiesta de cumpleaños. Era de una conocida de una conocida de una amiga mía. Entre los invitados había una chica que me pareció especialmente graciosa, Meri. Iba vestida con una camiseta verde y una minifalda negra. Tenía un tipazo.

Aparentemente era muy fina: morena con el pelo liso y largo y con los ojos azules, muy bien vestida y peinada, sonriente. Pero cuando hablaba… Le salía la vena arrabalera que tenía dentro. Me hizo tanta gracia que me pasé revoloteando a su alrededor buena parte de la fiesta, observándola y escuchando lo que decía.

La chavala, muy complaciente, escuchó a otra chica que corría por allí y que tenía un «gran problema». Al parecer no tenía nada que hacer en su trabajo. «Me aburro. Me paso el día leyendo la prensa o tomando cafés», le decía. Meri, rauda y veloz, le solucionó en un momento el quebradero de cabeza: «Mira, pava, esto se arregla con un par o tres de cubatas».

A medida que la fiesta avanzaba y que el alcohol iba haciendo mella, Meri se me confesó: «No estoy bien, tía, tengo una enfermedad«, me soltó de golpe. Yo me preocupé. Con lo sanota que se la veía…

«¿Qué te pasa?», le pregunté. «Sufro desestrés. Como voy tan liada durante la semana, cuando llega el finde me da el desestrés y me quedo como una marmota, no paro de dormir. Al parecer, es algo normal. Lo vi en un reportaje de la 2″, me explicó complaciente. Yo le puse remedio con su misma medicina y le respondí: «Mira, guapa, esto se arregla con un par o tres de cubatas». «Tienes razón», me dijo, «¿quieres un pelotazo?».

Le dije que no y me fui a buscar a mis amigas. Se lo conté en el baño. Fue en ese momento cuando decidimos marcharnos de allí. Nos montamos la fiesta por nuestra cuenta.