Me vi en medio del jolgorio de la fantástica fiesta del Orgullo Gay, en Madrid, junto a un buen amigo que no se pierde una y que había venido a casa precisamente para disfrutar de este gran día para él.
Bailaba y brincaba al paso de las carrozas, aunque él no iba demasiado emperifollado como muchos de los miles de asistentes; iba relativamente discreto, sin demasiadas plumas, pero con un aspecto inequívoco de su condición de homosexual «alegre». Lo disfrutaba muchísimo porque sentía que no sólo no tenía que ocultarse ni avergonzarse de sus inclinaciones, gustos y apetencias sexuales, sino que además podía hacer ostentación de ellos sin temor a ninguna represalia; en realidad él era mucho más «normal» que yo en esa multitud, en términos proporcionales, pues estaba mucho más a tono con todos los que nos rodeaban.
Y en esas estábamos, viendo aquella marea humana desfilar como si aquello fuera el sambódromo de Rio, cuando creí ver a otro amigo homosexual, completamente distinto del que yo acompañaba. Por un momento me pareció que estaba alucinando porque a él no sólo no le gustan este tipo de saraos, ni se siente demasiado orgulloso de nada en particular, sino que tampoco le hacen mucha gracia los que él considera exhibicionistas de su intimidad, los que hacen demasiada ostentación de su homosexualidad, que en esta fiesta son claramente la mayoría. Pero no, él no era aquel tipo serio que miraba la fiesta como si no fuera cosa suya, pese a que algunas personas que estaban junto a él, se veía que eran amigos, no podían ocultar que sí estaban en su salsa.
Cuando salí del error pensé que mis dos amigos, el presente y el ausente, que tienen distinta forma de pensar, aunque comparten gustos íntimos similares, son una demostración de lo mucho que han avanzado en su lucha, aunque todavía queda camino, las víctimas de la intolerancia: en el respeto a todo el mundo, a la personalidad de cada cual, cada uno con sus manías o con sus virtudes. Seguramente, ese es el significado de la fiesta del Orgullo.