Los finales siempre llegan

Las cosas saben diferente cuando eres consciente de que se acaban. Cuando el final se acerca escuchas más a los pájaros, miras más a las montañas, respiras más. Intentas atrapar todo lo que has vivido, lo que has aprendido, cada pequeña cosa que te acercó poco a poco a la persona que eres ahora.

Es una sensación extraña la de decir adiós a las cosas, la de saber que será la última vez que te reirás con algún enfermero, la última operación, el último paciente. Incluso la última emergencia a mitad de la noche no parece tan horrible. Procuro absorberlo todo, hasta la última palmera, sacar lo máximo de cada minuto. Pero aunque el tiempo se dilate, aunque se enlentezca al máximo, no cambia nada. Porque es lo que tienen los finales, que siempre llegan.

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Y no lo describiría como algo triste, no es malo ni melancólico. Es el momento en que tomas consciencia de estar llena: de experiencias, de sentimientos, de gente y lugares… Llena y lista para volver a casa. Y quién sabe lo que depara la vida, quizás no sea un adiós, sino un hasta la vista.

Con su energía, ellas conseguirán todo lo que se propongan

Alicia y Marina empezaron hace cuatro años exactamente igual que yo. Tras acabar la carrera de Medicina, no tenían energía ni ganas para hacer el examen MIR, necesitaban un respiro, y fue así cómo llegaron a Camerún. Su aventura, en cambio, no fue en Widikum sino en Dschang, otra de las comunidades de las Siervas de María. Se trata de un hospital que por aquel entonces aún se encontraba en construcción.

Aprovechando la casa de voluntarios montaron ellas solas un pequeño dispensario, donde atendían consultas y hasta tenían algún que otro ingreso.

Un bebé en la incubadora

Un bebé en la incubadora

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Una voluntaria charla con una madre camerunesa

A la vuelta a Madrid, lo que hicieron les supo a poco. Volvieron más veces, primero para rehabilitar un dispensario en Banki, una comunidad rural de la zona, y más adelante para ayudar a las hermanas de numerosas maneras. De su experiencia anterior, conocían la labor de las siervas, su implicación en ayudar y en ocasiones su falta de medios para llevar a cabo esa labor. Además, comprendieron que no cualquier ayuda sirve, hay que entender la cultura y la sostenibilidad de lo que haces. Así fue como, entre una cosa y otra, surgió Idiwaka, una ONG que según sus palabras: “se basa en que la única forma de conseguir un verdadero cambio es capacitando al personal local para que ellos mismos sean los impulsores de su propio progreso

Esta pequeña organización va creciendo poco a poco, añadiendo colaboradores y proyectos como el de la lactancia artificial para madres VIH+ o las campañas de cirugía. En este momento, estas dos todoterrenos se encuentran en Widikum debido a su último logro: La Unidad de Neonatología patrocinada por el Banco Santander. Acompañadas de especialistas en Neonatología, se dedican a impartir clases al personal del hospital, a organizar cómo se llevará a cabo el proyecto y a encargar el material necesario. No contentas con eso, han realizado e impreso para todo el personal unos protocolos de actuación ante enfermedades, adecuados a los recursos y medicamentos que disponen. Todo ello no las ha parado para atender a los pacientes de pediatría del hospital, las emergencias por la noche… Sinceramente, ignoro de dónde sacan la energía estas dos chicas, pero algo tengo seguro: Van a conseguir todo lo que se propongan.

 

Clara

Los verdaderos protagonistas del cambio en Camerún

– ¿Cómo creéis que se puede ayudar al desarrollo en Camerún? – Martin nos miraba inquisitivo con sus ojos azules desde la otra punta de la mesa. No sólo sus ojos estaban clavados en nosotras, los de todos sus jóvenes alumnos también, como si esperaran que falláramos la pregunta para la que ellos tenían la respuesta. Y no es para menos, toda su vida gira en torno a ello, no es un tema al que le hayan dedicado poca reflexión.

Martin es un profesor belga que vino a Dschang, este pueblo de Camerún, con un objetivo: formar a jóvenes cameruneses para que ellos mismos fueran quienes promovieran el cambio de su país. Con ese fin, les imparte clases donde fomenta su espíritu emprendedor y su búsqueda del cambio. Pero como  bien dice, a pesar de ser blanco (o precisamente por ello) él no es el protagonista, ellos lo son.

Grupo de futuros emprendedores cameruneses

Grupo de futuros emprendedores cameruneses

Con Cyrille a la cabeza, un ingeniero de biomasa, y Severin, economista, trabajando a su lado, llevan a cabo jornadas de formación para emprendedores. «Formación para la que habrá un seguimiento de su actividad y una ayuda por nuestra parte, a nuestro nivel financiero, que si bien no es suficiente, al menos promueve la iniciativa», explica Cyrille. Ellos no piden dinero ni recursos, lo que necesitan es conocimiento, educación, que les tiendan una mano para ayudarles a levantar un país desarrollado y puramente suyo.

Critican duramente otros sistemas de ayuda y voluntariados considerando que enlentecen este tipo de espíritu de cambio, adormilando a la población. Su idea es otra, distinta, más ambiciosa sin duda, pero quién sabe, quizás sí sea la respuesta a la gran pregunta. Que aquellos que más conocen Camerún, que lo viven y entienden, consigan una educación y por tanto la capacidad de que su mañana sea siempre mejor que su ayer.

Respeto y profundo cariño para César, un verdadero ‘contriman’

Desde el primer momento, Cesar ya te saluda con humildad y simpatía. Es el centro de todo el hospital, EL MÉDICO en kilómetros a la redonda, una figura que parece muy lejana, casi inalcanzable, para el resto de gente, más de lo que podamos imaginar. Sin embargo, las personas le saludan por la calle, le regalan plátanos y mangos, todo el mundo añade a su respeto por él un profundo cariño. cesarc

¿Y cómo llegó a ser algo así en un lugar donde la diferencia social es tan marcada? ¿Qué le hace diferente? Bueno, entre otras muchas cosas, porque nuestro querido médico no es sólo eso, es un verdadero contriman, un auténtico vecino de la zona, nativo en su corazón, e incluso en sus costumbres y sentimientos, y eso quiere decir muchas cosas.

Puede que sepa hacer una cesárea a la luz de una linterna o reseccionar parte de un intestino, pero cuentan por ahí que el otro día abrió con un machete una palmera caída e hizo su propio vino de palma, como cualquier otro habitante del pueblo. También será al que veas hacer una reanimación a algún enfermo grave, o el que sostenga la aguja reconstruyendo un destrozo en una pierna accidentada. Pero, al mismo tiempo, compra una oveja viva y es capaz de degollarla y despellejarla sin mancharse la camisa, para luego cocinarla.

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Nuestro médico nació en el Congo, en una casa en medio de la selva. Mucho antes de coger los atlas de anatomía ya ayudaba a su familia a cultivar las cosechas, a cuidar animales o a cualquier otra de las labores que llevan a cabo a diario sus actuales pacientes. Muchos no saben ni leer ni escribir, algunos sólo hablan una lengua local indescifrable, pero no importa, porque lo que les une es algo más básico, más profundo. César les entiende y, a pesar de cómo haya podido cambiar su vida, no lo olvida.

Es así cómo tenemos un médico especial, alguien que estando lejos de su hogar, lo ha reencontrado cerca. Un médico con mayor prestigio entre sus pacientes que el mejor especialista pero que, en su humildad, no es consciente de ello. No deja que nada lo aleje de sus pacientes, como si de hijos se tratara. Es un gran médico, pero lo que le hace aun mejor, es que no renunciará jamás a ser un contriman.

Un mundo de contrastes y algún despilfarro

Estar en un pueblo perdido de África es en muchas ocasiones como viajar en el tiempo. Vuelves a una época en la que no se da por hecho la electricidad o el agua corriente, donde para comer hay que cultivar, llevar las cosecha a cuestas y venderla en el mercado. El despertador queda sustituido por el canto del gallo, la ropa se lava a mano en el río y las calles carecen de la suficiente entidad para tener nombre propio. Pero también hay otras cosas, elementos de nuestro mundo, y este contraste es lo más característico.

Está presente allá donde mires: en el hombre cargando leña sobre la cabeza con un móvil en la mano, en las personas con el traje tradicional y gafas de sol, en las casas de adobe con antenas parabólicas.

Sin embargo, donde más inquietante resulta esta diferencia es allá donde reside el poder, esos pocos privilegiados. El otro día el jefe político de la zona de Widikum nos invitó a ver un puente en construcción.

Construcción del puente para atravesar el río.

Construcción del puente para atravesar el río.

En su lujoso 4×4 recorrimos un camino de tierra durante 40 minutos hasta llegar a un río perdido en la selva. A pesar de lo recóndito del lugar, el proyecto en cuestión bien podría ser un puente de la M-30, la arteria que circunvala Madrid, tanto por diseño como medios. Millones y millones de francos invertidos, sin duda, todo para cruzar a un pequeño pueblo. ¿De verdad era necesario tal despliegue? Una estructura más sencilla y resistente podría cumplir sin problema el mismo propósito, sin desproporciones ni florituras. ¿No encontraron un destino mejor para ese dinero?

Pescador echando las redes

Pescador echando las redes

Entre tanto, a unos metros  de ese monstruo de cemento y hierro, un pescador arroja su red al río, confiando en poder volver a casa con algo que llevar a la mesa familiar, ajeno a todo. Es posible que eso sea lo que más asusta de este contraste, lo integrado que está en la cultura, lo indiferente que resulta. Porque poco importa que un puente sea más o menos pretencioso, cuando peleas a diario por tu comida y tu techo.

Mi pequeño y sentido homenaje a Fidelis

Estando en Camerún, llegó un momento en el que creí que ya no podía sentir nada, en el que sin saber cómo, las desgracias a mi alrededor de alguna forma no me llegaban. La gente con más experiencia en la zona me dice que es normal, que es necesario para no volverse loco siendo médico. No me gusta demasiado, es como no ser una persona, como desconectar en ese momento crítico y no sentir, ni bien ni mal. Pero siempre hay rayos de luz, momentos en los que recuerdas eso que enterraste. Hoy quiero contar uno de esos momentos, la historia de Fidelis.

Fidelis era un niño de 10 años que llegó una tarde al hospital llevado a cuestas por su hermano, apenas un año mayor. Sus piernas y brazos eran como palos, y su vientre grande como el de una embarazada y duro como la madera. Tenía un tumor, algún tipo de linfoma que le ocupaba todo el abdomen. Kingston, su hermano, nos suplicó que por favor se lo quitásemos, mientras Fidelis resoplaba incapaz de hablar a causa del dolor. No había solución y lo supimos desde el principio. En el hospital ya lo conocían de dos veces anteriores: La primera cuando intentaron abrir para quitar la masa, únicamente para darse cuenta de que ya era demasiado tarde. La segunda poco tiempo después, cuando quedó huérfano tras la muerte de su madre a la espera de una diálisis.

Desde el principio tuvimos las manos atadas, sólo podíamos hacer una cosa, procurar que sufriera lo menos posible con nuestros limitados medios. No fue fácil, aquí carecemos de morfina, y tanto para conseguirla en Camerún como para traerla de España se necesitan permisos especiales. Intentamos aplacar el dolor con otros fármacos menos potentes, con un poco de efecto placebo y con el cariño de todo el personal. A pesar de todo sabíamos que no era suficiente.

Un día Fidelis empeoró de súbito: no podía respirar, se asfixiaba. Recuerdo todavía la imagen de él en la cama sin aire suficiente para hablar y Kingston mirando sin saber qué hacer. Recuerdo al doctor César en la puerta porque no soportaba verlo sufrir así. Y recuerdo lo peor de todo, el oxígeno estaba bien. Se nos estaba muriendo y no podíamos hacer nada para aliviarle ¿Cuánto podría tardar en morirse así? ¿horas, días?

Sin explicación alguna mejoró ligeramente, lo justo para encontrar la fuerza necesaria para irnos a casa a dormir algo esa noche. Al día siguiente, y sin explicación alguna, volvió a poder respirar. Estuvo bien unas semanas después de ese episodio y casi parecía que tendría meses por delante. Pasaba los días sentado en las escaleras del hospital mirando las montañas de palmeras, saludando a todo el mundo al pasar, medio dormido. Pocas noches conseguía dormir, pero ahí estaba, vivo a fin de cuentas, y mejor de lo que creíamos posible.

Fidelis

Finalmente y más pronto que tarde, llegó su hora. Tuvo suerte, acabó siendo muy rápido: un día estuvo bien y al siguiente no. Fin, sin sufrimiento gratuito. Y, donde este niño llegó abandonado a su suerte, sus últimos momentos los pasó acompañado de todos: hermanas, enfermeros, trabajadores… Quiero creer que al menos eso pudimos dárselo, una despedida digna, nuestro cariño.

Hoy quería hacer este pequeño homenaje a Fidelis, para darle las gracias por recordarme que por mucho que haya visto, no puedo dejar de sentir. Porque habrá casos donde eso me permita llegar un poco más allá, donde a veces no alcanza la medicina, y donde más ayuda se necesita.

Malabarismos para llegar a un diagnóstico más barato

Tras una mañana de trabajo en el hospital, hoy nos hemos sentado a comer y en ese momento de relax, entre risas, las médicos internistas que están colaborando en el hospital  nos han contado las pequeñas incidencias de su día:

«Ha llegado un paciente hoy del que sospechábamos una tuberculosis. No tenía suficiente dinero para pagar una placa de tórax que necesitaríamos para ver sus pulmones, así que se nos ocurrió que podríamos llegar al diagnóstico con el análisis del esputo, para que nos mandaran la medicación lo antes posible. El problema es que su tos era seca, no expectoraba, con lo que difícilmente íbamos a conseguir la muestra para analizarla.

Al final tuvimos la idea de ponerle un aerosol con agua con sal hasta que tosiera, pero obviamente no podíamos hacer eso en cualquier lado, en cuanto se pusiera a toser diseminaría el bacilo por doquier. La única forma que nos pareció posible fue soltar el cable del oxígeno por la ventana de una habitación y que esperara en la parte de atrás del edificio hasta toser. El cable era corto así que el pobre hombre tuvo que estar una hora de pie pacientemente esperando.

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Para cuando llegó el gran momento estábamos ahí esperando; parecía que funcionaba, la tos venía de abajo que era lo que necesitábamos. El esputo estaba ya casi a nuestro alcance, y en nuestras manos esperaba el frasco abierto, cuando va el hombre, se quita la mascarilla y ¡lo escupe al suelo! Empezamos a gritar «¡No no no!». El hombre se puso nervioso, empezó a limpiar con el zapato el suelo, atorado creyendo que nos habíamos enfadado porque ensuciara el jardín. Al final acabamos con el frasco vacío en la mano, el esputo en el suelo y en el zapato y un ataque de risa impotente. African way.»

A Victorine le faltó un soborno para escapar de la muerte

Muchos pacientes mueren. A veces no sabemos por qué, con los pocos medios con que contamos hay diagnósticos que se nos escapan. En otras ocasiones, nos falta la habilidad, la técnica quirúrgica o el material. Hay algunas veces en las que carecemos de un tratamiento determinado, aunque sea una pastilla, aunque no sea cara. Es así como perdimos a Victorine.

En Camerún, un hospital tiene que tener unas características particulares para tener la autorización de tratar a pacientes con tuberculosis. Un laboratorio separado, habitaciones aisladas… Hace unos años nuestro hospital invirtió en todo ello, con el caudal de enfermos con SIDA, era necesario estar preparados para una de sus complicaciones más frecuentes.

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Todo funcionó una temporada, hasta que entró en juego en la ecuación la política, y con ella, la corrupción. Al parecer algo en el hospital fallaba y no podían aplicar el tratamiento, de hecho, a no ser que se donara una nada despreciable suma, no tendrían la autorización siquiera de dar el tratamiento, aunque lo tuvieran por otros medios. Las hermanas no pudieron pagar ese soborno disfrazado y desde entonces a todos los tuberculosos los tenemos que mandar a Batibo, un pueblo cercano.

Victorine, sin embargo, no tenía ni el dinero, ni la compañía ni la salud suficiente para ese desplazamiento. Al infectarse con el VIH su familia la abandonó y tras perderse entre la prostitución y la miseria, llegó a nosotros con sus 23 años y más hueso que carne. Tenía tuberculosis y lo sabíamos, pero poco podíamos hacer.

Aun así, las voluntarias no se rindieron y a base de pedir y presentar el caso, consiguieron que les dejaran tratarla si entregaban dos muestras que demostraran el diagnóstico. Tras mucho esfuerzo lo lograron, pero la burocracia va lenta, y entre unas cosas y otras pasaron los días. Victorine no vivió para ver llegar esas pastillas, le faltó un soborno para escapar de la muerte.

El voluntario aprende más de lo que enseña

Todos los voluntarios entramos por la puerta con la misma frase: «He venido a ayudar, haré lo que sea que necesitéis». Muchas veces me pregunto qué venimos buscando realmente, y si al final  lo encontramos. Porque, a fin de cuentas, ¿qué es ayudar en un sitio como éste? Tengamos la idea que tengamos, venimos aquí y lo único que podemos hacer es improvisar.

Al principio siempre toca estar perdido, desaprender y conseguir todo el conocimiento que puedas en el menor tiempo posible. Vas a contrarreloj, el tiempo del voluntario suele ser limitado y cuanto más consigas hacer, mejor. Así que te encuentras aprendiendo dosis, enfermedades, precios de fármacos y pruebas… Todo es importante.

Una voluntaria con el Dr. César

Una voluntaria con el Dr. César

Pero aprender no termina ahí, apenas empieza. Tienes que absorber toda una cultura, abrir la mente a cada cosa que veas y pararte un segundo a intentar comprender, por equivocado que pueda parecerte. Quizás eso es lo más difícil, olvidar todo lo que siempre creíste cierto, asumir que algunas cosas no son tan certeras como pensabas. Para qué engañarnos, también es la parte más bonita de toda la experiencia.

Porque al final el tiempo que tanto temías que pasara, termina y llega el momento de la despedida. Detrás de ti dejas a un médico un poco más descansado después de poder compartir la carga de trabajo, un poco más sabio con aquellas cosas que pudieras enseñarle; a lo mejor a algún paciente un poco mejor, incluso alguno al que salvaste la vida. A fin de cuentas son cosas que se difuminarán con los años, los meses que empeñaste no cambiarán el mundo. O sí, porque te cambiaron a ti, porque aprendiste mucho más de lo que enseñaste. Porque en el día de mañana eso te hará mejor médico, mejor ingeniero pero sobre todo, mejor persona.

África empieza en el parto

El otro día una voluntaria del hospital dijo «África empieza en el parto». Es así como llegan al mundo los nuevos habitantes, el futuro y la esperanza de desarrollo. Es en ese momento cuando se decide una vida que podría cambiar muchas, el momento más vulnerable y crítico. Pero ¿cómo es nacer aquí?

Para comenzar, no se nace siempre en un hospital. Parir en la casa suele ser la primera opción, sobretodo  en Widikum y en los demás pueblos «cercanos» a cargo de nuestro hospital. Se trata de una población rural, no educada y en la mayor parte viviendo en zonas de muy difícil acceso, rodeados de selva. Lo intentarán, a ver si con suerte se ahorran el dinero de ir al hospital y cuando todo se tuerza vendrán gritando y llorando. La mayor parte de veces, demasiado tarde.

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Incluso si quieren hacerlo bien, no es nada fácil. Nos han llegado embarazadas que llevaban 8 horas de parto, tras kilómetros y kilómetros andados porque a pie es su única manera de llegar al hospital. Fetos que sufren durante horas por la imposibilidad de una monitorización continua, mujeres que toman algún mejunje de medicina tradicional que mata al niño u otras que llegan con el feto muerto desde hace días completamente infectado…

Las madres mueren, los niños mueren, hasta con el personal más preparado. Falta otra cosa, faltan medios, falta educación. Y mientras tanto, seguirán llegando niños cuyo cerebro no recibió demasiado oxígeno al nacer, seguirán aumentando los epilépticos, la gente no demasiado lúcida y las demás complicaciones. Y todo se seguirá decidiendo en ese primer llanto que esperamos aguantando la respiración.