Buenas tardes. Aquí me tenéis otra vez: a mí y a mis 39 de fiebre. Como dice mi amiga Lola: «Disfruta ahora que aún tienes menos años que grados de fiebre.» Y en ello estoy, disfrutando de mis delirios cubierto por una manta de conejo frente al ordenador y moqueando. Un cuadro.
Y en esas estaba esta tarde, mientras me comía un pastel de puerros con guarnición de Gelo Catil (esa gata japonesa rosa tan mona con paracetamol) y empalmaba Los Simpson con Padre de Familia, dos de mis series preferidas de la televisión. Y volvía a asistir al milagro, y pensaba «de hoy no pasa, hoy escribo sobre eso».
«¿Sobre qué?», preguntan a coro mis mocos.
Sobre un elemento que tienen en común ambas series y que no deja de maravillarme: cómo en ambas surge de pronto un elemento anecdótico en la trama que se convierte en LA TRAMA. Cómo lo que en principio parece un episodio acerca de cualquier otra cosa, acaba convertido en un capítulo que detona con un pequeño suceso. Y qué maravillosos son esos comienzos de argumento estándar y asistir a lo que sucede en ello sin saber qué será lo que ponga todo patas arriba.
Me fascina esa deconstrucción de la narrativa que, además, lleva consigo otro factor apasionante: la devaluación de hechos que pudieran parecer definitorios. Casi como un juego aleatorio de prioridades. Casi como la narrativa de la vida, y nada que ver con la tradicional forma de contar televisiva. Una genialidad.
(¿Os he dicho ya que tengo fiebre?)