«El Hormiguero» se lanzó anoche al formato diario en directa competencia con ese fenómeno de la vergüenza ajena patria que es «Escenas de matrimonio«.
Se lanzó, se zambulló y se hundió con una primera entrega que empezó bien (le sienta estupendamente a Motos el trato jocoso de la actualidad diaria), con interesantes propuestas novedosas (el juego de las webcams, por ejemplo, que después funcionó fatal); pero que desgraciadamente fue derivando en un más de lo mismo con la presencia de Javier Sardá como primer invitado estrella de la temporada (es muy interesante ver cómo la competencia entre cadenas queda en un segundo plano frente al corporativismo de las productoras…) que aceleró acontecimientos sin sustancia ni ton ni son al tiempo que bromeaba sobre una supuesta colonoscopia, asistía a las demostraciones del científico de cabecera del programa – con prisas, a trompicones – mientras departía brevemente con un sosias que pasaba por allí.
A esas alturas «El Hormiguero» ya no era esa reserva moral en la que yo confiaba ver refugiarse a una buena parte de esos millones de españoles condenados a los brevetes chabacanos y ramplones de «Escenas de matrimonio«.
No.
En ese momento «El hormiguero» acogía a Toño, el guionista del programa; un tetrapléjico que hacía chistes sobre su condición, con ese humor negro que sólo se consiente a los lisiados sobre sí mismos, como si no ofendieran a otros en su misma situación. O incluso a mí, que quedé repugnado por el espectáculo que no es humor, es bufonada. Una bufonada patética. Y cruel para aquellos que, con todo el derecho, no compartan su sentido del humor autoparódico.
Un programa bien pensado y bienintencionado – tal vez, no lo dudo. Pero mal estructurado, mal resuelto y muy, muy decepcionante.
Aunque, eso sí, al menos Pablo Motos no malversó ningún verbo en infinitivo para gastárselo en imperativos esta vez…