La televisión ha creado un mundo esquizofrénico en el que entre el individuo y lo global no hay nada. Alain Touraine

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Toño en «El hormiguero»: me equivoqué

Hace unos meses escribí aquí, a propósito del estreno de «El Hormiguero» a diario, ésto:

Toño, el guionista del programa; un tetrapléjico que hacía chistes sobre su condición, con ese humor negro que sólo se consiente a los lisiados sobre sí mismos, como si no ofendieran a otros en su misma situación. O incluso a mí, que quedé repugnado por el espectáculo que no es humor, es bufonada. Una bufonada patética. Y cruel para aquellos que, con todo el derecho, no compartan su sentido del humor autoparódico.

Y me quedé tan ancho.

Bien, ayer vi a Toño por segunda vez en el programa. Y me gustó. Porque no se limitó a hacer chistes sobre el asunto de su parálisis, sino que demostró que es un tipo que tiene gracia para hablar de lo que sea, para contar historias con ingenio y mirarlo todo con acidez. Quizás me apresuré a juzgarlo en su primera intervención, que trataba de ser sólo una presentación de impacto. O a lo peor me equivoco ahora y lo que vi ayer es la excepción. Sea como sea, ayer me pareció un tipo adorable. Y mientras lo veía, me sentía fatal al acordarme de lo que había escrito sobre él. Por eso hoy quería pedirle perdón. Porque me equivoqué. Yo también me equivoco. Mogollón.

El hormiguero a diario

«El Hormiguero» se lanzó anoche al formato diario en directa competencia con ese fenómeno de la vergüenza ajena patria que es «Escenas de matrimonio«.

Se lanzó, se zambulló y se hundió con una primera entrega que empezó bien (le sienta estupendamente a Motos el trato jocoso de la actualidad diaria), con interesantes propuestas novedosas (el juego de las webcams, por ejemplo, que después funcionó fatal); pero que desgraciadamente fue derivando en un más de lo mismo con la presencia de Javier Sardá como primer invitado estrella de la temporada (es muy interesante ver cómo la competencia entre cadenas queda en un segundo plano frente al corporativismo de las productoras…) que aceleró acontecimientos sin sustancia ni ton ni son al tiempo que bromeaba sobre una supuesta colonoscopia, asistía a las demostraciones del científico de cabecera del programa – con prisas, a trompicones – mientras departía brevemente con un sosias que pasaba por allí.

A esas alturas «El Hormiguero» ya no era esa reserva moral en la que yo confiaba ver refugiarse a una buena parte de esos millones de españoles condenados a los brevetes chabacanos y ramplones de «Escenas de matrimonio«.

No.

En ese momento «El hormiguero» acogía a Toño, el guionista del programa; un tetrapléjico que hacía chistes sobre su condición, con ese humor negro que sólo se consiente a los lisiados sobre sí mismos, como si no ofendieran a otros en su misma situación. O incluso a mí, que quedé repugnado por el espectáculo que no es humor, es bufonada. Una bufonada patética. Y cruel para aquellos que, con todo el derecho, no compartan su sentido del humor autoparódico.

Un programa bien pensado y bienintencionado – tal vez, no lo dudo. Pero mal estructurado, mal resuelto y muy, muy decepcionante.

Aunque, eso sí, al menos Pablo Motos no malversó ningún verbo en infinitivo para gastárselo en imperativos esta vez…

‘El hormiguero’, de Pablo Motos

A mí me parece muy bien que haya en la televisión de domingo por la tarde un programa donde se haga ciencia divulgativa y divertida.

Donde, con ironía e inteligencia, se burlen de las razones de la reciente visita de Obiang a España – ‘ a todos les da grima, pero Obiang tiene mucha gasolina‘.

Donde se crucifique a la Pantoja con más gracia que en el resto de programas.

Donde su presentador-guionista-codirector, Pablo Motos, aguante casi una hora y media en plano.

A mí, todo eso me parece muy bien. Fenomenal me parece. Yo incluso podría ver un programa así este domingo por la tarde. Pero no. No puedo. Lo he intentado pero no he podido.

Porque no lo he podido soportar. No he podido soportar que Pablo Motos se pasase su programa utilizando el infinitivo como imperativo, y gritándole a su público ¡mirar! ¡esperar! ¡callar!

A mí, eso no me parece nada bien. A mí eso, me pone de los nervios. Fatal. Es la clase de cosas que me hacen apagar el televisor.