Por Xavi Casero (Haití, Médicos Sin Fronteras)
Así es. No lo ven, no quieren verlo. No les dejan verlo. No les han dejado verlo, o a quien intentó verlo no le pudieron pagar las gafas graduadas para ver tal necesidad. Necesidad de simplemente dar un salto. Ellos quieren saltar, no de mierda en mierda, sino hacia una vida mejor. Pero no les dejan, no les dejamos.
Y me sigo preguntando si lo ven o no lo ven. Sigo sin obtener respuesta, mientras voy al centro del tratamiento del cólera en mi coche con todo tipo de radios para comunicarnos todos con todos, en una capital donde la comunicación es en criollo. Idioma que sólo ellos conocen.
Por fin llego a nuestro CTC. Bien vallado y aislado a simple vista de todo el desasosiego, inseguridad, barbarie, desaliento que nos rodea. Bien vallado para los que aquí venimos nos sintamos seguros y podamos trabajar, intentar pensar.
Nuestro trabajo consiste en salvar vidas de esas gentes que, viviendo en la porquería, bebiendo el agua que emana de semejante injusticia negra, en forma de fuentes de contagio de un cólera mortal, nos llegan medio moribundos en camilla.
Nos llegan en camilla, alguien los trae. Alguien los deja en la puerta. Si les ha dado tiempo a llegar, pues el cólera te mata en 12 o 24 horas si no sabes que tienes que beber tanta agua como diarreas tienes. Así que muchos no llegan y no vienen en camilla. Directamente otros los llevan quién sabe dónde y los entierran quién sabe dónde. Pero otros nos llegan, y nuestro trabajo es curarlos.
No es fácil ni difícil, curarlos es nuestro trabajo. Gracias a unos goteros maravillosos que vienen de la maravillosa Europa que todo lo puede, y después de cuatro o cinco o siete días, hemos curado a esa persona que llegó en camilla. No sabemos cómo ni de dónde. Le hemos curado el cólera, le hemos dado comida y plátanos.
Hasta un cursillo acelerado para que no vuelva a beber esa agua o liquido negro que rodea las alcantarillas de su casa. Si es que la tiene. La casa.
Pero no le damos dinero para comprar agua embotellada. Este no es nuestro papel, y en todo caso tampoco es la solución en un país que está, en tantos ámbitos, al borde de la quiebra.
Por suerte se habrá inmunizado del cólera y aunque vuelva a beber agua llena de bacterias malignas, ya no morirá de ello. Morirá de una malaria que nadie atendió, una tuberculosis que nadie trató, un sida que nadie diagnosticó, una neumonía o crisis asmática o infarto que ni el mismo notó… pero ya no morirá de cólera. Morirá de alguna otra cosa de las muchas que golpean a esta gente, de las muchas que pueden matarte cuando nunca vas al médico: llevamos 20 años trabajando en este país pero todo lo que hacemos nunca parece suficiente porque no podemos llegar a todos.
Pero nos sentimos bien. Porque esa persona ya no ha muerto de cólera, y puede volver a su basura, a su casa de plástico que una ONG le hizo, a su medio cuarto medio derruido que le queda después del terremoto. Puede volver a su casa sin familia que le espere. Puede volver a su casa sin hijos, ni perros, ni televisión ni vistas al mar. Porque el mar que divisa también es mugriento y lleno de plancton lleno de cólera. Un mar donde también flotan las bolsas de plástico como si fueran medusas artificiales, que tardarán años en descomponerse.
Y nos sentimos contentos porque hemos vencido un caso más de cólera. Y con el trabajo bien hecho nos volvemos a casa en nuestro coche. Con las ventanillas bien subidas, los pestillos bien cerrados para nuestra seguridad.
Y volvemos a casa volviendo a mirar por las ventanillas el mismo paisaje de diez horas atrás, que no ha cambiado. Todo sigue ahí: el río inundado de bolsas, plásticos, coches quemados, toneladas de basura que desbordan su negra agua, su hedor. Todo sigue igual. Y nosotros llegamos a casa, donde nos espera el reposo hasta el día siguiente.
Intentamos comer algo. Intentamos hablar algo. Intentamos olvidar tanto, mucho, todo lo visto ese día que os acabo de contar. Todo eso hay que hacerlo antes de que vuelva a sonar el despertador a las 5 o 6 de la mañana del día siguiente para ir a seguir salvando vidas.
Hay que aprovechar las pocas horas de calma y sosiego para no hacerte más preguntas, responderte a una o dos, las más sencillas. Pensar solo en lo bueno, bonito de cada día: la cara de ese niño sonriente que se fue de alta agradeciéndote que vuelve a correr. El espíritu de satisfacción de tantas miles de personas que desde que estamos aquí nos agradecen cada día nuestra presencia. Los cientos, miles, millones de sonrisas que nos dedican los habitantes de esta gran y negra urbe por intentar ayudarles a dar el salto.
Ese gran salto a la felicidad, que es sinónimo de igualdad de oportunidades. Para que, si yo puedo y quiero vivir, lo haga. Y para que si ellos quieren y pueden vivir, también lo hagan. Y que no venga una epidemia y se lo impida.
En eso pensamos, para poder conciliar el sueño… en que mañana, otros diez o veinte haitianos habrán encontrado una razón más para seguir adelante. Una razón muy poderosa que a todos nos mueve: la razón de un poco menos de sufrimiento en cada uno de nuestros días.
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Foto 1 y 3: Centro del Tratamiento del Cólera de MSF en Dessalines (© Amos Hercz)
Foto 2: Barricada en el barrio de Petionville, Puerto Príncipe, vista desde una ambulancia de MSF (© Aurélie Baumel)