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Zimbabue: «El estigma y la discriminación hacia pacientes con enfermedades mentales están muy extendidos en la sociedad»

Norman Magaya, enfermero de salud mental de MSF, trabaja en el equipo de rehabilitación de la unidad de Psiquiatría del Hospital Central de Harare

Soy el enfermero de rehabilitación de salud mental de la unidad de Psiquiatría del Hospital Central de Harare. Nuestro equipo trabaja con pacientes de la comunidad que han sido dados de alta tras una estancia en el hospital.

En las comunidades en las que trabajamos, el estigma y la discriminación hacia los pacientes con enfermedades mentales están muy extendidos. La gente carece de información sobre salud mental. La atención que se ofrece a los pacientes de salud mental no es la misma que la que se da a los que padecen otras patologías como el VIH, y hay pocos defensores de la salud mental, si es que hay alguno.

Personal de MSF y del Ministerio de Salud y Atención a la Infancia baila con pacientes durante la conmemoración, en la prisión, del Día de la Salud Mental. Como parte de la celebración, pacientes de salud mental de la prisión de Chikuburi, en Harare, representan testimonios con poesía hablada, bailes y actuaciones teatrales © Rachel Corner/De Beeldunie

Aquí la gente tiene ideas erróneas sobre la salud mental. Hay personas que asocian las enfermedades mentales con prácticas nocivas. Hay quien achaca estas patologías a espíritus malvados. Otros culpan a los pacientes por estar enfermos. A menudo se puede escuchar a gente que sostiene que los pacientes de enfermedades mentales han cometido crímenes contra otras personas y que la enfermedad es el castigo por esas acciones.

Todo esto se traduce en que cuando las personas padecen alguna enfermedad mental, sus parientes a menudo las llevan a algún curandero tradicional antes de acudir a hospitales o clínicas. También hay pacientes con enfermedades mentales que sufren el rechazo de su familia por su condición. Hay gente que directamente abandona a su familiar enfermo en los hospitales y nunca vuelve a ver cómo evoluciona.

Parte de mi trabajo consiste en conducir sesiones de psicoeducación con pacientes, familiares y con la comunidad en general, para que tomen conciencia de los problemas de la salud mental. A los parientes de los enfermos les doy una visión de la enfermedad de su familiar y les digo cómo pueden ofrecer apoyo como miembros de la familia.

Desde que se puso en marcha el equipo de rehabilitación de Médicos Sin Fronteras (MSF), que hace un seguimiento de los pacientes de la comunidad, el número de personas atendidas en el departamento ambulatorio del hospital se ha reducido. Se debe a que muchos pacientes están siendo atendidos en clínicas locales. Desde MSF damos formación a enfermeros de clínicas para proporcionar tratamientos y atención a los pacientes con enfermedades mentales, así que parte de mi trabajo es enseñar y formar a este personal. Por ejemplo, cuando vamos de visita a las clínicas ofrecemos a los enfermeros la posibilidad volver a ver a pacientes en nuestra presencia, así podemos apreciar cómo lo hacen y si hay algún área en la que necesiten asistencia.

Anna Morris es una bailarina zimbabuense que trabaja como entrenadora con MSF en la sala de salud mental. Enseña terapia de baile a los pacientes. Enfermeros y pacientes actúan durante la conmemoración del Día de la Salud Mental © Rachel Corner/De Beeldunie

El área de la salud de enfermedades mentales es la más abandonada, y a la que muchos trabajadores no desean dedicarse. Hay un estigma incluso entre los profesionales sanitarios. Pero también he visto a muchos pacientes que ahora están comprometidos con este trabajo. Algunos están haciendo sus propios proyectos y otros están contratados como profesionales. Cosas así me motivan.

Los retos a los que hacemos frente en el equipo de rehabilitación incluyen la escasez de personal en las clínicas. Los pacientes, a veces, no pueden tener las medicinas que necesitan si nosotros no les tenemos entre nuestros registros del equipo de rehabilitación. Algunas medicinas no están disponibles en la clínica. Hay pacientes que no tienen empleo, por lo que les es más difícil comprar medicación por su cuenta y recaen.

Cuando se introdujeron las actividades de rehabilitación, había cierta resistencia en las clínicas hacia la salud mental, porque esta no era una prioridad: la preferencia se daba a otras atenciones como el VIH, la tuberculosis, la malaria o el cuidado prenatal. La situación ahora es diferente. Nos sentimos parte del equipo.

Debra Machando, psicóloga clínica, durante un encuentro en la unidad de Psiquiatría del Hospital Central de Harare © Natacha Buhler/MSF

Para combatir el estigma que sufren los pacientes con enfermedades mentales, necesitamos sensibilizar a la comunidad sobre la salud mental. Son necesarias campañas de concienciación a todos los niveles, desde los barrios pasando por distritos y provincias hasta nivel nacional.

La salud mental está directamente relacionada con muchas otras condiciones psicológicas. Por medio de una enfermedad mental, se puede estar expuesto, por ejemplo, al VIH. La salud mental es la base de toda la medicina preventiva en términos de daño físico.

Batangafo: «Lo único que le queda a toda esa gente es su propia vida»

Por Natacha Buhler, responsable de comunicación de MSF en RCA

Desde finales de julio de 2017, los combates entre las facciones ex-Seleka y anti-balaka han vuelven a incendiar el norte de la República Centroafricana. Miles de personas se han visto obligadas a abandonar sus refugios en Batangafo y alrededores, en donde estaban instalados desde la crisis en 2013-2014. Muchos de ellos han buscado protección en el complejo hospitalario administrado por MSF.

«Estoy cansada de correr. Mientras se siga oyendo el zumbido de los disparos, me quedaré en el hospital». Esther tiene 30 años y vive en una cabaña hecha con ramas. Junto a ella están su hija y su hermano menor. La cabaña está justo detrás del edificio en el que se encuentra el quirófano de nuestro hospital en Batangafo. El 29 de julio de este año, tras el enésimo estallido de violencia entre las facciones de la antigua coalición Seleka y la anti-Balaka, Esther y unas 16.000 personas más, buscaron refugio en este lugar.

Esther Ngaindiro, de 30 años, vive en el hospital de Batangafo desde el brote de violencia del 29 de julio. Antes, vivía en el emplazamiento de Baga para desplazados internos, donde algunos de sus familiares fueron asesinados durante los enfrentamientos. Ahora está en el hospital con su hija y otros miembros de su familia. Su madre decidió quedarse en Baga, ya que cree que si ella si Esther se separan, habrá más opciones de que alguna de las dos sobreviva para cuidar de la familia © Natacha Buhler/MSF

Los «acontecimientos», como se conoce aquí la violencia que devastó el país en 2013 y 2014, todavía están presentes en la mente de todo el mundo. No todos los que huyeron de Batangafo en 2013 regresaron cuando pasó la gran oleada de violencia. Muchos tenían miedo de volver a sus casas y por eso unas 23.000 personas decidieron quedarse durante todo este tiempo en los campos de desplazados de la zona.

Sin embargo, si algo tengo comprobado en el tiempo que llevo aquí, es que en este país la violencia se ceba de manera especialmente cruel con los más débiles.  Aquellos que ya habían perdido todo en el pasado, vieron en julio cómo sus precarias cabañas quedaban completamente calcinadas, lo cual les llevó a tener que huir una vez más.

«No sé por qué pelean. Cualquier motivo parece ser suficiente para comenzar a luchar de nuevo; para aprovechar la oportunidad de saquearlo todo y dejarnos sin lo poco que tenemos. En los enfrentamientos de julio, algunos de mis familiares fueron asesinados y todas mis pertenencias fueron destruidas o robadas», continúa Esther, que, como tantos otros, llevaba en uno de estos campos desde hacía tres años.

Hoy, Esther está en el hospital junto con miles de personas, con la esperanza puesta en que este lugar pueda brindarles un mínimo de seguridad. Y ojalá pudiéramos dársela, pero a día de hoy, por desgracia, ni siquiera un hospital puede considerarse a salvo de los combates o de las bombas. Lo que sí vemos es que la cantidad de personas desplazadas que acoge el recinto varía de acuerdo con la evolución del conflicto. A veces somos más y otras veces somos bastantes menos.

Desde que estallara la violencia en Batangafo, algunas personas que habían buscado un refugio intentaron volver a casa cuando la situación se calmó. Pero se vieron forzadas a refugiarse de nuevo en el hospital cuando la violencia resurgió a principios de septiembre © Natacha Buhler/MSF

Tras los incidentes de julio, la violencia continuó en Batangafo durante los meses de agosto y septiembre de este año, hasta que los ex-Seleka y anti-Balaka firmaron un nuevo alto el fuego. Luego, en octubre, surgió un nuevo grupo de «autodefensa» con las mismas ganas de pelear que todos los demás. Fue fundado en un pueblo situado no muy lejos de aquí y allí es donde ahora se están librando los combates; más allá del río que separa la ciudad de la comunidad vecina, Saragba. Muchos de los que llegan al hospital huyendo de allí lo hacen sin absolutamente nada. Y casi todos nos hablan de aldeas totalmente quemadas y de cuerpos sin sepultar.  La violencia aquí no cesa.

«Mi madre se quedó en el campo de desplazados. Me dijo que era mejor si nos separábamos, porque si algo le sucedía a una de nosotras, entonces la otra podría cuidar de la familia», comenta Esther. «La temporada de lluvias fue dura, las lonas que usamos no nos resguardaban de la lluvia. Pasamos muchas noches de pie, apretujados los unos contra los otros. Se ha acabado la temporada y todavía seguimos aquí. No hay nada que hacer. Antes, me dedicaba un poco al comercio. Pero hace ya mucho que se nos acabó el dinero».

Aunque refugiarse en el hospital de Batangafo puede ser la opción más fiable en términos de seguridad, también contiene riesgos ocultos como el contagio de enfermedades. Un hospital es esencialmente un sitio donde tratar a personas enfermas © Natacha Buhler/MSF

Hay poco que celebrar cuando pensamos en cómo será el futuro en Batangafo. Esther, como muchos, dice que espera que vuelva a reinar la paz para poder comenzar a ganar dinero y poder cuidar de su familia. Su mayor anhelo es el de enviar a su hija a la escuela. Pero no se acaba de creer que eso sea algo que pueda llegar a suceder algún día. «Para que haya paz, no puede haber hombres armados», dice mirando al suelo. “Pero aquí los hombres no están dispuestos a dejar la violencia de lado”.

 

Médicos Sin Fronteras (MSF) ha prestado apoyo al hospital de Batangafo desde 2006, brindando atención médica gratuita a la población de la ciudad y de sus alrededores. La organización también ha establecido redes de trabajadores comunitarios en los cinco ejes fuera de la ciudad, de modo que el tratamiento para la malaria y para la diarrea siempre está accesible para la mayor parte de la población sin tener que desplazarse hasta el hospital. En la carretera de Ouogo, donde actualmente se libran los combates, solo dos trabajadores de 16 lograron llegar al hospital para reabastecerse del suministro de medicamentos paras sus respectivas zonas. La inseguridad también impide que el equipo de MSF acceda a aquellos lugares donde se libran los combates. La mayor parte de la población que vive allí ha huido al bosque o al campo, donde no tienen acceso a la atención médica, mientras que los puestos de salud en las aldeas han sido saqueados, destruidos o abandonados.Los trabajadores sanitarios también son víctimas del conflicto y, como todos los demás, se vieron obligados a huir para tratar de poner a salvo sus vidas.

MSF lleva trabajando en la República Centroafricana desde 1997 y hoy brinda asistencia médica a las poblaciones de Bria, Bambari, Alindao, Batangafo, Kabo, Bossangoa, Boguila, Paoua, Carnot, Zemio y Bangui. En 2016, la organización atendió un millón de consultas médicas, vacunó a 500.000 niños contra diversas enfermedades, realizó 9.000 intervenciones quirúrgicas y ayudó en el parto de 21.000 bebés en el país. Sin embargo, desde comienzos del año, con la intensificación del conflicto armado, la organización ha tenido que adaptar cuatro de sus 16 proyectos para responder a las necesidades más  urgentes de las personas directamente afectadas por el conflicto.

El error de la automedicación contra la hepatitis C en Camboya

Por Theresa Chan, Médicos Sin Fronteras, desde Camboya

Desesperada por una cura, en Camboya la gente gasta cantidades que no pueden permitirse en tratamientos contra la hepatitis C que no son efectivos. Theresa Chan, de Médicos Sin Fronteras, cuenta las historias de automedicación que encuentra en la clínica de Phnom Penh cada día.

Trabajamos a toda máquina en la clínica de hepatitis C de Phnom Penh. Desde que llegué aquí hace dos meses, he visto a 350 pacientes en distintas fases del tratamiento. Gasté una caja de recargas de bolígrafos en una semana en Camboya, mientras que en Estados Unidos un boli me duraba dos o tres semanas.

Toueng Sreymon, técnico de Farmacia de MSF, distribuye medicamentos contra la hepatitis C en el hospital de MSF en Phnom Penh, Camboya. © Todd Brown

Dado que nos estamos preparando para inscribir a 1.000 personas en el programa de antivirales de acción directa (DAA, por sus siglas en inglés), el tipo de visita médica que más recibo son revisiones generales. En estas consultas, obtengo un rápido historial médico, prestando especial atención a cualquier tratamiento previo de hepatitis C. Es importante, porque la gente que ha sido tratada anteriormente con DAA pero no ha finalizado el tratamiento o que ha sufrido más de una vez la enfermedad pese a haber recibido los medicamentos, necesita una evaluación especial y es posible que requiera un tratamiento más largo o complejo.

Cuando pregunto a nuestros pacientes si han sido tratados contra la hepatitis C con anterioridad, suelo obtener varias respuestas. Gran parte de ellos no puede permitirse económicamente los DAA, así que la respuesta mayoritaria es no. A veces dicen que sí, y tengo que ponerme el sombrero de detective y preguntar el nombre del medicamento (normalmente no lo saben), cuántas veces al día lo tomaba y de cuántas pastillas diarias constaba el tratamiento. Pregunto todo esto porque los DAA suelen tomarse una o dos veces al día, así que si un paciente me dice que tomaba 13 pastillas tres veces al día, sabré que se trataba probablemente de suplementos vitamínicos.

Algunos pacientes me cuentan que tomaron suplementos vitamínicos porque les dijeron que frenarían el avance de la hepatitis C. Esto me molesta, porque no hay pruebas de que nada influya en el avance natural de la hepatitis C más allá de los factores individuales, que no están bien definidos, la presencia o ausencia de infección por hepatitis B o VIH y el consumo de alcohol o drogas. Me preocupa que los pacientes con hepatitis C sean fácilmente objetivos de marketing manipulador de vitaminas y otras intervenciones cuyo beneficio no está probado. No creo que las vitaminas sean malas, pero los pacientes me dicen que pagan entre 20 y 50 dólares mensuales, y eso es mucho dinero en este país: los trabajadores no capacitados, como costureros o empleados de la construcción, ganan solo 5 o 6 dólares diarios.

Furgoneta de complementos vitamínicos frente a la clínica de MSF en Phnom Penh, Camboya © Theresa Chan

La gente puede ser incitada a hacer gastos más caros que no ayudarán a que se recuperen de la hepatitis C. Un hombre gastó cientos de dólares durante tres meses en un tratamiento de DAA de sofosbuvir y ribavirin, dos medicinas que usamos en nuestros tratamientos, pero lo hacemos conjuntamente otros medicamentos como daclatasvir o ledipasvir. El principio general para tratar la hepatitis C es que se deben usar combinaciones de fármacos que funcionan a través de diferentes mecanismos. De otro modo, se corre el riesgo de generar resistencia y es posible que el tratamiento no sirva.

Eso mismo le ocurrió a este paciente: tomó estas medicinas durante tres meses, pero las compró por su cuenta y los consumió sin supervisión médica. No podía saber que la combinación de esos medicamentos nunca eliminaría la hepatitis C. Ahora se ha sumado a nuestro programa, varios cientos de dólares más pobre y aún con el virus detectable en su sistema circulatorio.

“Quería curarme”, me dijo cuando le pregunté por qué había elegido ese tratamiento.

No le culpo por querer curarse. Yo también quiero que se cure. Quiero que esos cientos de pacientes que atendemos a diario se curen. Lo que no quiero es que esas personas gasten el dinero que no tienen en tratamientos que no son efectivos. Por desgracia, es común oír historias como esta en nuestra clínica cuando la gente habla de épocas en las que MSF aún no había llegado a Phnom Penh.

A salvo en Turquía, los sirios siguen atormentados por la guerra

Por Caroline Willemen, asesora de salud mental de MSF

Una mujer y su hija reciben atención en una de las clínicas donde trabaja MSF con refugiados sirios. Anna Surinyach.

Una mujer y su hija reciben atención en una de las clínicas donde trabaja MSF con refugiados sirios. Anna Surinyach.

Una mujer sale al patio soleado de una vieja casa en Killis (Turquía), nos saluda y llama a su hijo para que limpie con un trapo un par de sillas de plástico para que nos sentemos. Su nombre es Loubna* y durante la próxima media hora compartirá con dos agentes comunitarios de salud mental sus reflexiones sobre lo que supone ser una refugiada siria.

Mientras, su hijo pequeño juguetea y se esconde detrás de ella. El niño tiene curiosidad por los dos extraños que acaban de entrar en su casa, pero al mismo tiempo se muestra inquieto.

Los dos trabajadores son parte de un equipo de diez personas que visitan cada día a los refugiados sirios en sus hogares y también en lugares públicos para ofrecerles una primera atención psicosocial e identificar quienes de ellos necesitan seguir un tratamiento psicológico.

Muchas de las personas a las que atendemos llegaron a Turquía hace varios años. Su sentimiento de inseguridad ha menguado pero siguen afectados por la guerra por muchísimas razones. La primera de ellas, la proximidad a Siria, tanto emocional como física. Aquí en Killis, a unos pocos kilómetros de la frontera, puede verse desde las colinas y a veces incluso escuchar el sonido distante de los bombardeos.

Pero mucho más difícil de afrontar son los fuertes lazos emocionales con su país. Todos aquí tienen familiares o amigos en Siria de los que no han tenido noticias desde hace demasiado. Y cuando las tienen son historias desgarradoras de la rutina diaria de un país en guerra.

Luego están los desafíos propios de vivir en el extranjero. La población de Killis es hoy una mezcla casi al 50% de sirios y turcos. Sin embargo, para muchos refugiados encajar en un país que no es el suyo sigue siendo una lucha constante. Tal y como Loubna nos cuenta mientras tomamos café, “es difícil ser un extranjero cuando no se tiene trabajo ni un hogar y la familia está lejos”.

La mujer duerme poco. Cuenta que antes era muy sociable, pero que ahora, sin embargo, evita el contacto con el resto de personas. Loubna vive con sus cuatro hijos y su cuñada en una casa austera. Cuando amanece, el patio se torna un lugar acogedor, pero los plásticos que cubren las ventanas recuerdan rápidamente el frío invierno que esta familia acaba de atravesar. Las condiciones en las que viven los sirios también pueden generar tensiones. Los hogares que visitamos oscilan entre los que son algo confortables y garajes que han sido convertidos en precarios habitáculos, con poca luz natural y ausencia de privacidad. No es extraño que la salud mental de los refugiados se resienta en esta situación.

Siempre me siento algo incómoda cuando entro a estos hogares acompañando a nuestros agentes de salud mental, que también son sirios. Sin embargo, es una agradable sorpresa ver que a la gente no parece importarle la presencia de un extranjero. Durante nuestras visitas, encontramos a las mujeres y a los niños casa, dispuestos a conversar con nosotros y compartir sus experiencias. Nos sirven interminables rondas de café o té y siempre me impresiona ver lo rápido que mis colegas se ganan la confianza de las personas a las que asistimos.

Una mujer y su hija reciben atención en una de las clínicas donde trabaja MSF con refugiados sirios. Anna Surinyach.

Una mujer y su hija reciben atención en una de las clínicas donde trabaja MSF con refugiados sirios. Anna Surinyach.

Tal y como nos dice una pequeña de diez años: a ella le encanta su profesora y de mayor quiere ser también maestra. Pero entonces su madre empieza a llorar en silencio. Fátima*  explica que ella concibe la educación como la herramienta más importante que se le puede dar a un niño para su futuro. Pero muestra también una gran preocupación por sus dificultades económicas, que le obligarán a dejar de llevar a sus hijos a la escuela para que empiecen a trabajar. Es solo un ejemplo de cómo los niños resultan afectados por esta guerra. Loubna menciona que los juegos infantiles han cambiado y que ahora incluyen armas, tiroteos y aviones de guerra. Un reflejo de lo que los más pequeños consideran algo normal.

Cada sirio en este pueblo tiene una triste historia que contar. Pero también es impresionante comprobar su resiliencia. Aunque Loubna crea que jamás podrá regresar a Siria, guarda algo de esperanzas en el futuro y da gracias porque su familia está a salvo en Turquía. Fátima, por su parte, sonríe cuando dejamos su casa y agradece a los agentes comunitarios de salud mental la oportunidad de poder compartir sus pensamientos y sus miedos. Asegura que se ha quitado un gran peso de encima.

*Los nombres se han cambiado para proteger la privacidad.

Médicos Sin Fronteras apoya a Citizens’ Assembly, una ONG turca, en Killis desde 2013. Además de salud mental y ayuda psicosocial, MSF gestiona una clínica de salud primaria para la población que ha huido de Siria.

Nunca pensé que en Afganistán donde todos piensan que solo hay guerra pudiera encontrar tanta paz

Elia E. Martínez Mercado, ginecóloga del proyecto de maternidad de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Khost, Afganistán.

Elia E. Martínez, ginecóloga de MSF en Khost, sostiene a un recién nacido en la maternidad

Elia E. Martínez, ginecóloga de MSF en Khost, sostiene a un recién nacido en la maternidad

Hoy ha sido mi último día de guardia. Tres meses aquí y no lo creo, ha sido una experiencia única. Cuando llegué, el hospital era diferente y no es que en este tiempo haya cambiado, es solo que ahora lo siento parte de mí, le tomé cariño, igual que a la gente que trabaja en él.

A las señoras de limpieza que me saludan cada día con una sonrisa cuando llego al hospital, que me toman la mano, me abrazan y hacen que al entrar al hospital empiece el día con una sonrisa. A las comadronas que visten sus uniformes azules y sus velos. Algunas usan un piercing en la nariz. Aunque cubren su cabello dejan ver sus aretes y van siempre gritando de un lugar a otro, amables y alegres.

También me he encariñado con las pacientes y sus familiares. Ahora ya no me resulta tan extraño encontrar a las abuelas y suegras sentadas en el piso de la entrada de la sala de partos con los recién nacidos entre las piernas, envolviéndolos con mantas y amarrándolos con un lazo de colores que mágicamente hace que dejen de llorar. Es todo tan diferente a México, donde las madres no quieren ni que les de el aire a sus hijos.

Las pacientes con sus vestidos y velos. Casi todas con dibujos de jena en las manos y las plantas de los pies. Alguien me dijo que era una tradición para estar preparadas para la muerte pues nunca se sabe lo que puede pasar. Otros dicen que es solo por estética. Las pacientes casi nunca sonríen. Están serias, ocultan su dolor, algunas solo gritan cuando dan a luz, y otras permanecen calladas junto a sus acompañantes, generalmente las madres de sus esposos.

Cuándo paso consulta y las reviso me gusta darles la mano, acariciarles la cara y, aunque no hablamos el mismo idioma, creo que nos comunicamos. Me sonríen y tratan de decirme cosas que casi nunca entiendo, solo puedo saber lo que dicen cuando alguna traductora o colega afgana hace de intérprete.

Muchas veces dicen que rezarán por mí, que soy buena doctora. En ese momento siento que todo vale la pena. Cuando estamos en la sala de parto me gusta tomarlas de la mano y acompañarlas mientras superviso el trabajo de las doctoras o comadronas. Cuando termina y tienen a su bebé, me abrazan, me acarician la cara y sonríen. Nunca pensé que en este país, donde todo el mundo piensa que solo hay guerra, podría encontrar tanta paz y satisfacción.

Al principio, las doctoras me trataban con cierta distancia. Ahora creo que confían en mí, siento que somos un equipo. Me preguntan cosas y discutimos sobre los casos y tratamientos. Creo que también he podido transmitir parte de mi experiencia sobre cómo tratar a las pacientes. No se trata solo del manejo clínico, sino también de reconfortarlas, de hacerlas sentir bien y en confianza; de acompañarlas en un proceso tan importante como el nacimiento de un hijo o una hija.

Tengo ganas de regresar, de volver a Afganistán y a Khost, un proyecto que ocupará un lugar importante en mi memoria porque esta ha sido mi primera misión con MSF y aquí  empecé a cumplir mis sueños. Espero que sea la primera de muchas más salidas a terreno. Me encanta mi trabajo, lo disfruto y me llena de satisfacción ahora más que nunca, porque siento que estoy aportando un granito de arena a este mundo que parece ir de cabeza.

 

“El 90% de nuestros pacientes son heridos de guerra a causa de bombardeos y ataques aéreos”

La doctora Mariela Carrara atendiendo a un paciente de urgencias en Saada (Yemen).

La doctora Mariela Carrara atendiendo a un paciente de urgencias en Saada (Yemen).

Por Mariela Carrara, doctora de urgencias Médicos Sin Fronteras (MSF) en Saada, Yemen.

Cuando llegué por primera vez a Saada en mayo, la ciudad era objeto de ataques aéreos todos los días. Los bombardeos, que caían muy cerca del hospital, nos obligaban a vivir en el sótano del centro hospitalario. Con cada estallido, se podía sentir cómo temblaban las ventanas y puertas. Dos meses más tarde, la ciudad había sido destruida casi por completo y apenas quedaban habitantes.

Ahora, los bombardeos aéreos tienen lugar a más de 20 kilómetros de distancia, hacia la frontera con Arabia Saudí. Nuestro equipo ya no vive en el sótano del hospital y se aloja en una vivienda cercana. La gente ha vuelto a la ciudad y habitan los edificios que aún quedan en pie. Algunas tiendas están abiertas y se puede comprar fruta y ropa en el mercado.

Pero más allá de la ciudad, en las zonas en las que muchas personas desplazadas buscan refugio, las condiciones son realmente precarias. Las familias que han tenido que abandonar sus hogares están viviendo en pequeñas tiendas de campaña y tienen muchas dificultades para conseguir agua y recibir atención sanitaria. Hace diez días distribuimos artículos de primera necesidad para algunos de los desplazados.

El hospital ha cambiado mucho desde que estoy aquí. Debido a las necesidades médicas urgentes de los pacientes, el número de camas ha aumentado de 30 a 94, y la unidad de cuidados intensivos se ha ampliado de 7 a 16 camas. Como médico de urgencias especializada en medicina interna, paso la mayor parte de mi tiempo entre la sala de urgencias y el departamento de pacientes ingresados.

On october 26th, the Haydan hospital we support in northern Yemen has been hit by several air strikes. The first bombing took place at 22:30 local time and last midnight. Miriam, project coordinator in Saada, went this morning Haydan, but could not enter the building because there were still bombs that had not exploded. The hospital is completely destroyed: the emergency room, OPD, IPD, the laboratory, motherhood and the block. But the bombing did not cause any casualties. Only one person was slightly injured. Staff and two hospitalized patients could leave the building after the first strike. This hospital was still functional only for the whole Haydan region which has a population of about 200,000 inhabitants. On average 150 patients had received emergency a week by personnel from the Department of Health that is supported with incentives. The Haydan region bordering Saudi Arabia is in Sa'ada governorate, which is controlled by the Houthis. It is bombarded every day by the coalition led by Saudi Arabia.

Hospital de Haydan, en el norte de Yemen, tras el bombardeo de la coalición liderada por Arabia Saudí el 26 de Octubre de 2015. Foto: MSF.

La mayoría de nuestros pacientes – más del 90 por ciento – presentan heridas de guerra causadas por los bombardeos y los ataques aéreos. El 21 de enero, un ataque aéreo en la ciudad de Dayan, a unos 22 km al noroeste de aquí, causó numerosos muertos y heridos. Cuando comenzó la operación de rescate y llegaron las ambulancias la zona fue bombardeada por segunda vez causando más víctimas. El conductor de una ambulancia de un hospital apoyado por MSF y cuatro de los cinco pacientes que transportaba el vehículo sanitario murieron en el ataque.

Recibimos a los primeros pacientes a las tres de la tarde. Los traían los propios vecinos en sus coches particulares. Nos dijeron que más heridos estaban en camino. Los seis heridos llegaron graves y algunos requirieron maniobras de reanimación.

Activamos inmediatamente nuestro plan para la atención a víctimas múltiples. Se incorporó más personal y se trajeron nuevos suministros médicos, instalamos tiendas de campaña fuera del hospital para el triaje de los pacientes y para los heridos que llegaran en un estado más estable, trasladamos a pacientes de la sala de hospitalización para liberar más camas y abrimos un tercer quirófano.

Cuando llegó el siguiente grupo de heridos minutos más tarde, todo estaba en su lugar. Fue un muy buen trabajo en equipo. Tenemos tanta experiencia en la atención a víctimas en masa a estas alturas que nuestro personal sabe perfectamente cuál es su papel.

Muchos de los pacientes requerían entrar en quirófano tal y como llegaban. Tenemos cuatro cirujanos – dos generales y dos ortopédicos – y son increíbles. Fue un trabajo duro. A las siete de la tarde habíamos recibido 41 heridos.

El conductor de la ambulancia fallecido en el ataque había trabajado en el hospital mucho tiempo y todo el mundo le conocía. Cuando llegaron noticias del ataque aéreo en Dayan fue el primero en salir para rescatar a los heridos. Así es como era, un hombre muy amable y comprometido que siempre estaba ayudando a la gente. Todo el mundo estaba muy triste por su muerte.

MSF159777 Shiara hospital destroied Perspective

Hospital de Shiara tras el bombardeo. Foto: MSF.

Tras los ataques a los hospitales de Haydan en octubre y al de Shiara en enero, el número de pacientes se redujo: la población tenía miedo y no se sentía segura en unos hospitales que estaban resultando objeto de ataques. Sin embargo, después de unas semanas, los pacientes han comenzado a regresar. Además de los heridos de guerra, estamos viendo, cada vez más, a yemeníes con enfermedades crónicas, atendemos más partos en la maternidad y más mujeres acuden para atención prenatal y planificación familiar por lo que hemos aumentado el número de matronas.

A pesar de que las condiciones no son fáciles, y el trabajo es, en muchas ocasiones, todo un reto, me alegro de estar trabajando aquí. Los yemeníes son extremadamente agradables y están muy agradecidos por la ayuda que reciben. A cambio, estamos tratando de hacer todo lo que podemos por ellos.

“Mi historia podría ser el guión de una película”

Suar huyó del servicio militar en Siria y tomó la arriesgada ruta hacia el Kurdistán iraquí a manos de una red de traficantes de personas. Cruzó campos minados y durante el trayecto perdió sus posesiones más preciadas. Después se instaló en el campamento de Domeez, donde actualmente trabaja para Médicos Sin Fronteras (MSF) como enfermero.

Suar absconded from military service in Syria and made a run for Iraqi Kurdistan, a journey that involved people smugglers, minefields and the loss of his most precious possessions.

La situación en Daraa se estaba poniendo difícil y no me gustaba el cariz que estaban tomando las cosas. A medida que los grupos rebeldes comenzaron a multiplicarse, cada vez se iban desplegando más soldados en los puestos de control y otros efectivos militares eran enviados a las casas de quienes ellos consideraban sospechosos, rompiendo las puertas en mitad de la noche, sin importar si había o no mujeres y niños en el interior. Aquellos soldados cometían actos vergonzosos, tales como robos y saqueos, y acosaban a todo el mundo. Yo no quería formar parte de aquello. Agarré mi documento de identificación militar y, a pesar de que no tenía documentos de identidad civil, me puse de camino a Damasco.

Sentía pavor a ser detenido por un grupo rebelde en uno de los muchos puestos de control que había a lo largo del camino y de ser reconocido como un soldado. Mi única esperanza era que no me pidieran en ningún momento mis documentos. Así que tomé un autobús que estaba repleto de pasajeros y recé porque me dieran un asiento al lado del conductor. Mi deseo se hizo realidad. Los oficiales de seguridad que comprueban los documentos asumieron que yo era el ayudante del conductor y pasaron de largo.

En Damasco encontré una compañía de autobuses que se encargaba de organizar trayectos al Kurdistán sirio. Les expliqué mi situación y el gerente lo arregló todo para que viajara con otros kurdos en un autobús que iba por caminos secundarios. Estuvimos 24 horas en la carretera. Los conductores del autobús usaban teléfonos móviles para mantenerse informados entre sí acerca de los peligros que se encontraban a lo largo del camino y para sugerirse rutas alternativas. Había una especie de compartimento secreto en la cual me podría haber escondido en caso de emergencia, pero tuvimos suerte y llegamos sin incidentes.

Pocos días después de llegar al kurdistán sirio, recibí una llamada de la base militar en la que me decían que el depósito había sido forzado, las armas robadas y que algunos soldados se habían unido a los rebeldes. Esa fue la gota que colmó el vaso. No tenía interés alguno de enfrentarme a la inevitable investigación, así que decidí tomar el riesgo y escapar de nuevo.

Un tipo que conocí me puso en contacto con unos traficantes de personas. El día en que iba a salir, hubo un incidente y de repente se incrementaron los controles de seguridad en ambos lados de la frontera. Me escondí junto a otras seis personas en una casa durante días, esperando que la situación se calmara. En lo que concierne a todas las partes enfrentadas, nosotros éramos combatientes en edad de servicio evadiendo nuestro deber. Desertores.

De repente un día, nos dijeron que nos íbamos. Primero fuimos a un pueblo y luego a otro. Pagamos el equivalente a 500 dólares y fuimos escoltados a través de tres puestos de control. Luego nos pidieron que caminásemos el último kilómetro y medio solos en la oscuridad. Comenzamos a andar y al poco tiempo fuimos descubiertos por tres hombres armados que iban en moto. Nos dijeron que nos detuviéramos y luego comenzaron a disparar. Me tiré al suelo, como me habían enseñado en el ejército, y esperé. Mis amigos siguieron corriendo y casi los mataron. Cuando los disparos terminaron, me puse de pie y eché a correr, pero olvidé recoger el bolso en donde tenía todas mis posesiones más valiosas: mis títulos de estudiante, una muda de ropa y un teléfono móvil.

Llegamos a un puesto de control iraquí. Los funcionarios nos interrogaron, tomaron nuestros datos y nos pidieron que esperásemos mientras comprobaban la información en su sede de Bagdad. Un amable oficial se acercó y nos advirtió de que corríamos el riesgo de ser deportados a Siria. Nos aconsejó que corriéramos hacia el puesto que se encontraba más adelante. Fue entonces cuando recordé mi bolso. Mi futuro dependía de los documentos que tenía en él y no podía irme sin ellos. Mi amigo se ofreció a ir a buscar el bolso y se puso en marcha hacia el lugar que habíamos dejado atrás. De repente, alguien nos alertó de que tuviéramos cuidado, que aquel campo por el que habíamos pasado poco antes era un campo minado. Ahí fue cuando me di cuenta de lo cerca que habíamos estado de la muerte. Tuvimos que llamar al amable oficial nuevamente, que aparentemente sabía dónde estaban las minas, para que nos dijera cómo podíamos recuperar mis pertenencias. Nos pidió que de momento fuéramos al registro y nos dijo que ellos ya lo arreglarían.

Comenzamos el proceso de registro y por fin alguien contactó con otra persona para que fuera a rescatar el bolso; estaba claro que el precio a pagar sería alto. Tuve que negociar duro, pero al final obtuve de vuelta mis valiosas y escasas pertenencias.

Poco más tarde, estaba por fin en el Kurdistán iraquí. Mi ropa estaba hecha harapos y los cortes y las heridas que había sufrido tardaron dos meses en sanar, pero estaba a salvo y vivo.

Cuando llegué por primera vez al campamento de Domeez, había menos de 100 tiendas de campaña. Para entonces mi familia también se había reunido conmigo y Domeez era el lugar lógico para solicitar la condición de refugiado. Empecé a preguntar por trabajo y, por casualidad, tres semanas más tarde, me encontré con un miembro del equipo internacional de MSF que hablaba árabe. Llevé mis documentos a la entrevista y me contrató en el acto gracias a mi formación médica.

Aún así, mis padres no estaban contentos conmigo. Continuaron molestándome para que me casara. En el pasado, siempre me había negado a hacerlo a causa de mis estudios. Y en aquel momento, estaba ocupado con el trabajo y en comenzar una nueva vida. No quería pensar en tener una esposa. Sin embargo, mis padres fueron implacables. Poco después de recibir mi última negativa, mi padre me anunció que me habían comprometido oficialmente con la hija de nuestros vecinos. Increíblemente, por raro que parezca, ahora puedo decir que aquello fue lo mejor que me ha pasado en la vida.

Suar absconded from military service in Syria and made a run for Iraqi Kurdistan, a journey that involved people smugglers, minefields and the loss of his most precious possessions.

Tenemos una niña y nos hemos mudado a nuestra propia tienda. La vida en el campo no siempre es fácil; hay cortes de energía seis horas al día y una gran cantidad de polvo. De todas maneras, estoy feliz porque tenemos trabajo dentro y fuera del campamento; tenemos dignidad.

Estoy agradecido por todo lo que me ha pasado, pero sobre todo, estoy agradecido porque me casé con una mujer buena y porque tengo un gran trabajo con el que ayudo a la gente.

Sin embargo, no todo iba a ser felicidad en esta historia; la vida del refugiado no siempre es fácil.

Mi hija Helma, que ahora tiene ocho meses, tiene problemas de salud. Soy enfermero especialista en reanimación, así que sé bien cuando las cosas van mal. La niña lleva varias semanas con convulsiones, pero no está claro por qué y ninguno de los tratamientos que le hemos dado ha funcionado. Como padre y enfermero que soy, siento que tengo que darle la mejor atención médica que haya. Esté donde esté.

Si tuviera pasaporte, saldría inmediatamente y la llevaría al mejor hospital de Alemania, donde sé que mi hija recibiría el tratamiento adecuado. Pero soy un refugiado, sin pasaporte. Estoy atrapado y no puedo ir a ninguna parte. Mi esposa tampoco tiene pasaporte -de hecho, al igual que muchos sirios kurdos, no tiene ni siquiera un documento de identificación sirio.

No quiero viajar ilegalmente con mi hija; sería demasiado peligroso para una niña que está tan enferma. Yo mismo lo he hecho y sé lo peligroso que puede ser cruzar las fronteras de forma ilegal. La única forma posible de salir de aquí es hacer una petición formal a través de la ONU para que mi hija reciba un tratamiento médico en el extranjero, pero se necesita tiempo y hay muchos otros refugiados en la misma situación que nosotros. Y lo cierto es que no sé si mi hija dispone de ese tiempo. La vida del refugiado no es ni mucho menos sencilla.

Los nombres han sido modificados.

«Vivir huyendo se convirtió en nuestro día a día»

Arfa de 30 años, "vivir huyendo se ha convertido en nuestro día a día”

Arfa de 30 años, «vivir huyendo se ha convertido en nuestro día a día”

Sara Creta, periodista de Médicos Sin Fronteras (MSF).

Dejó Afganistán hace 4 meses junto a su marido y sus hijos porque ya no podían seguir viviendo allí. Los talibanes amenazaban a su marido constantemente por no respetar la voluntad del mullah y él estaba seguro de que un día acabarían por asesinarle. Por eso decidieron irse a Irán.

En Irán tampoco les acogieron bien. Arfa me decía que no paraban de hostigarles y de molestarles, así que, tras 5 días, emprendieron de nuevo la ruta y se dirigieron hacia Turquía.

En Turquía les obligaban a trabajar 12 horas al día si recibir apenas nada a cambio. Incluso ella, que por aquel entonces estaba embarazada de 9 meses, tenía que trabajar en las mismas condiciones lamentables que todos los demás. Apenas 10 días después de dar a luz, Arfa y su familia decidieron que había llegado el momento de intentar cruzar el Egeo. Como miles de personas más, se subieron a bordo de una lancha neumática atestada de gente y se lanzaron al mar. Eran conscientes de que podrían haber corrido la misma suerte que las 3.000 personas que murieron el año pasado haciendo ese mismo trayecto, pero afortunadamente los guardacostas griegos les rescataron y les salvaron la vida.

Después de embarcar en un ferry desde las islas griegas hasta Atenas, se pusieron en marcha hacia Macedonia. Pasaron sin demasiados problemas; por aquel entonces, los afganos sirios e iraquíes todavía estaban bien vistos en Europa y las autoridades les permitían cruzar las fronteras.

Después llegaron a Serbia, y una vez allí, se dirigieron a la frontera con Croacia. En aquella nueva frontera les informaron de que debían volver a Serbia. Se quedaron esperando a la intemperie en tierra de nadie durante un día y medio, pero nadie les informó de la situación legal en la que estaban ni de cuáles eran los motivos por los que no podían pasar.

En Serbia les dicen que vuelvan a Macedonia para que les expidan un nuevo permiso, pero Arfa y su familia no quieren regresar ni confían en que les vayan a dar ese permiso. En la frontera con Croacia, los funcionarios les dicen lo mismo: «o nos traes un visado sellado por Serbia o no podrás entrar en Croacia».

Arfa tiene niños, ha pasado mucho frío y se queja de que la policía croata no les ha ayudado en nada.  Es más, les culparon de su situación y les preguntaron que por qué no se habían quedado en su casa. El caso es que llevan tres meses esperando y no saben si podrán pasar en algún momento.

Me dice que han llorado mucho, que lo han pasado mal. Ahora llevan dos semanas en el campo de Sid, cerca de la frontera de Serbia con Croacia, donde han sido atendidos por Médicos Sin Fronteras. Cuando la conocí, no paraba de preguntarme si sabía por qué estaban cerradas las fronteras y si podía decirle qué podían hacer una vez llegados a ese punto. Me hubiera gustado poder ayudarle, pero lo cierto es que no tengo respuestas para esas preguntas.

Lo que más me marcó de Arfa fue la frase con la que se despidió de mí: «Si quieren que volvamos hasta Afganistán es mejor que nos maten. No tenemos nada, lo hemos perdido todo».

Un campo de refugiados atrapado en el fango

Por Nicolas Robichez, logista de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Grande-Synthe, cerca de Dunkerke.

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Más de 2.000 refugiados, la mayoría kurdos, viven acampados en condiciones inhumanas en el campo de Grande-Synthe.

Llegué por primera vez al campo de Grande-Synthe, cerca de Dunkerke, hace dos meses, junto a dos compañeros de MSF, un médico y el coordinador del proyecto. En ese momento, había 800 refugiados entre los que se contaba un pequeño grupo de niños. Pero ahora salta a la vista: cada vez hay más y más familias, con más y más niños pequeños. Calculo que pueden llegar a 100 los niños que acoge ahora el campo. Voluntarios han construido una pequeña escuela donde da clases un profesor kurdo. Pero ¿durante cuánto tiempo podrá estar el maestro aquí? Como todos los refugiados el también sueña con una sola cosa: llegar a Inglaterra. Si lo consigue, ¿quién lo reemplazará?

Dicen en Calais – ese lugar lleno de vallas y alambres de púas – que las cosas están mejor en Dunkerque. Sólo es un rumor, pero la gente que estaba en Calais ha venido aquí con la esperanza de cruzar a Inglaterra. La población del campamento se ha más que duplicado. Se estima que ahora viven aquí unas 2.000 personas. La mayoría son kurdos procedentes de Irán, Siria e Irak, pero también hay kuwaitíes y vietnamitas.

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El incremento es en parte debido a las nuevas llegadas, pero también hay que buscarlo en el hecho de que el campamento de Teteghem, a 10 kilómetros, haya sido desmantelado por las autoridades. A mediados de noviembre, los 250 refugiados de Teteghem fueron trasladados a instalaciones que suelen albergar campamentos de verano o centros de tránsito en Saboya (en el centro de Francia) y en las Landes (en la costa Atlántica). Otros vinieron hasta aquí donde vi como llegaban descalzos. Lo que quieren es estar cerca de Inglaterra.

Nunca creeríais cómo es esto, en qué condiciones está la gente aquí. Los habitantes de Grande-Synthe viven rodeados de barro y charcos. Duermen en tiendas extremadamente finas en medio de la suciedad. Grupos de  voluntarios han construido algunos refugios e instalado una gran tienda. Hay muchas personas que, ya sea a título individual o como voluntarios de ONG, quieren ayudar a los migrantes. Muchas vienen a Grande-Synthe a echar una mano, especialmente los fines de semana. Llegan ingleses, alemanes, belgas y franceses. Traen consigo todo tipo de donaciones (tiendas, comidas, ropa, etc.), pero son cosas que no dan respuesta a las necesidades que tienen los habitantes del campamento.

El resultado es que, sobre el lodo descansan ropa y alimentos. Los restos de comida atraen a las ratas. En este sentido y siguiendo nuestras recomendaciones las autoridades realizan dos operaciones de exterminio de roedores a la semana. Para ello ponen veneno fuera del alcance de los niños.

Como muchas cosas han sido abandonadas en el barro. Antes de instalar la clínica donde atendemos las consultas médicas, tuvimos que emplear una excavadora mecánica para limpiar el lugar de todos los materiales que habían quedado atrapados en el fango.

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Hemos creado un centro de distribución para poner orden en el caos reinante. Se trata de un contenedor marítimo abierto al que hemos incorporado un toldo y que empleamos para organizar el reparto. También estamos contactando con los donantes y voluntarios para pedirles que traigan los  suministros que realmente son necesarios y se olviden de los zapatos de tacón y el salmón ahumado. Hemos planeado construir una nave enorme fuera del campo donde la gente pueda almacenar las donaciones y ordenarlas y clasificarlas antes de entregarlas. La gestión de este almacén la confiaremos a un grupo de voluntarios.

Creo que desde MSF podemos conectar a refugiados, grupo de voluntarios y autoridades. El alcalde de Grande Synthe es muy activo y tiene la voluntad de ayudar a los migrantes. Ha instalado bloques de baños en un área cercana a la entrada al campo. Como no había suficientes aseos y duchas, estamos instalando 20 baños químicos adicionales. Aunque los voluntarios limpian regularmente estas instalaciones, todavía hay problemas en la gestión de los servicios. Desde MSF nos aseguramos de que los lavabos y aseos funcionan correctamente y  vamos a instalar un sistema que limita las duchas a diez minutos por persona. El sistema llevará incorporado una campana que suena un minuto antes del final para que nadie se enfade cuando el agua caliente se termine.

La recogida de basuras es también una operación conjunta. Hemos colocado contenedores en todo el campo y son las autoridades las que se ocupan de realizar la recogida de basura. Hemos repartido bolsas de basuras y los refugiados se encargan de realizar la limpieza semanal. A pesar de que se ha hecho mucho, la verdad es que los refugiados de Grande-Synthe, incluidas familias con niños y bebés de apenas dos meses, luchan por mantenerse a flote en el barro, mientras duermen rodeados de frío y humedad en unas condiciones inhumanas.

Una segunda oportunidad en medio de la violencia urbana

Camilo* es un joven de 30 años que vive en un barrio de la ciudad del pacífico colombiano de Buenaventura donde la violencia urbana existe hace mucho tiempo

Camilo participó en una banda urbana, ahora aprende a sobrevivir con una discapacidad. Fotografía: Erika Sánchez/MSF

Por Brillith Martínez Herrera, psicóloga de Médicos Sin Fronteras (MSF).

Camilo* es un joven de 30 años que vive en un barrio de la ciudad del pacífico colombiano de Buenaventura donde la violencia urbana pedura desde hace tiempo. Cuando hace dos meses llegó a la consulta psicológica que tiene MSF en esta ciudad portuaria por primera vez, su rostro reflejaba una profunda tristeza. Se presentó como una persona tranquila y de pocas palabras y así empezó a relatar su historia: “Hace 10 años mi vida era normal, me gustaba la pintura y la música. Pero el conflicto se hacía cada vez más intenso en el barrio y para muchos jóvenes como yo la única forma de seguir con vida y proteger a la familia era entrar a formar parte de un grupo armado ilegal. Pertenecí a uno de los más fuertes del barrio y llegué a convertirme en uno de los hombres más respetados. Hasta que en una pelea con miembros de otra banda recibí el golpe”. Camilo hace referencia a una pelea entre bandas que acabó con la vida de varios de sus amigos y por poco con la suya también, ya que recibió una grave herida en la cabeza con un arma blanca. Esta le ocasionó un trauma craneoencefálico y lo dejó inconsciente durante algunos días y produjo pérdida de la memoria durante meses. Este impacto le dejó graves secuelas en forma de parálisis en el lado derecho de su cuerpo y le obligó a vivir con una discapacidad.

“Me sentía triste, sin ánimo para pintar o escuchar música, permanecía solo, encerrado, y sin querer vivir. Fue entonces cuando conocí a MSF, los escuché en una actividad que hicieron en el barrio”, cuenta Camilo. En estos dos meses de terapia, Camilo ya ha recibido atención interdisciplinar del psicólogo, médico y trabajador social, donde ha encontrado un lugar para expresarse, reflexionar sobre su vida en medio del conflicto urbano, y manifestar cómo se siente actualmente. “Desde el golpe mi vida cambió. Ahora estoy aprendiendo a sobrevivir con una discapacidad”.

Camilo ha podido sobreponerse a situaciones dolorosas y siente que puede salir adelante a pesar de la adversidad. Está retomando la música y la pintura, se plantea un proyecto de vida a nivel personal y profesional. Su autoestima ha mejorado, además de estar fortaleciendo su capacidad física a través de terapias en casa asesoradas por una médico de MSF y sus relaciones familiares y sociales se están restableciendo paulatinamente. En estos dos meses ha dado un nuevo significado a la experiencia traumática: “Ahora siento que es una segunda oportunidad”. Camilo considera que su historia de vida y supervivencia puede ayudar a jóvenes discapacitados como él que atraviesan experiencias difíciles por causa del conflicto armado.

MSF trabaja en Colombia desde 1985. Actualmente tiene proyectos en los departamentos de Valle de Cauca, Cauca y Nariño. En Buenaventura, los equipos de MSF ofrecen atención médica integral a los sobrevivientes de violencia sexual y también servicios clínicos de Salud Mental a las víctimas de la violencia de manera presencial a través de un consultorio y de una línea telefónica gratuita que funciona las 24 horas del día.

*El nombre es ficticio para mantener la confidencialidad del paciente.