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¡Nos están esperando!

Por Ferry Schippers (MSF, República Democrática del Congo)*

Caminamos en dirección a Musonjo: una larga fila de porteadores atravesando lentamente una paleta de diferentes gamas de verde, con movimientos serpenteantes, reduciendo con cada pequeño pero decidido paso la distancia a nuestra meta de hoy.

Cada paso, sin importar la dificultad que conlleve, me acerca a la meta, y ese es un pensamiento que siempre me hace sonreír.

Pienso en los invasores alemanes, durante la Primera Guerra Mundial, que detuvieron su avance justo antes de llegar a estas montañas, conformándose con ocupar y controlar el Lago Tanganyika, y el más pequeño Lago Kivu. ¿Quién querría adentrarse en estas enormes montañas? ¿Y para qué?

El de hoy será un día de buen ejercicio, para relajar mis músculos un poco, sin cuestas empinadas, como si de un paseo en una tarde de domingo se tratase…

En el extremo noroeste ya puedo distinguir Rubuga, nuestro destino de hoy, una pequeña aldea con sólo un par de casas, un centro de salud y una iglesia. Mañana habrá un relevo de porteadores: el objetivo es hacer que tantas aldeas como sea posible participen en esta tarea, con el fin de que todos nos repartamos el trabajo a partes iguales. La noticia de nuestra llegada ya ha corrido, así que no tenemos problemas para encontrar nuevos porteadores para mañana por la mañana.

Incluso antes de entrar en el pueblo, ya nos reciben el pastor y la enfermera responsables del centro de salud, y naturalmente todo un tropel de niños, curiosos como siempre ante la presencia de este extraño hombre blanco.

La iglesia parece un buen sitio para pasar la noche, pero el pastor insiste en que durmamos en su casa, que ya ha evacuado justo antes de nuestra llegada. Ya han seleccionado la gallina que van a sacrificar para la cena y, antes incluso de que llegue a la casa, ya están calentando agua en un par de ollas para que pueda darme una “ducha”. Qué más podría pedir…

La esposa del pastor ha preparado en la casa adyacente a la suya una pequeña habitación donde poder ducharme. La sala de estar está llena de familiares sentados alrededor de una hoguera; tanto la sala como el cuarto donde me voy a duchar están llenos de humo porque no hay chimenea. Así que vuelvo a marcarme otro récord, dándome la ducha más rápida de la historia: entro conteniendo la respiración, corro hacia el cuarto habilitado para la ducha, me desvisto, me tiro agua por encima, me enjabono, vuelvo a tirarme agua por encima, me visto y salgo corriendo a respirar algo de aire puro.

Todavía me pregunto cómo pueden estar ahí sentados, comer, dormir, etc… En aquel preciso instante, decido dejar de fumar.

Toda la aldea se ha reunido en torno a la casa. Todavía es de día y los tejados ya humean. La última parte de nuestro viaje empieza justo después de dar apretones de manos grandes y pequeñas, viejas y jóvenes.

Ahora estamos de nuevo subiendo en cuesta, escalando la montaña que separa Hauts- Plateaux del bosque de Itombwe, y me hace feliz poder ver ambos al mismo tiempo cuando llegamos a la cumbre.

El tiempo parece estar cambiando. Algunas nubes parecen estar colgando de lado, como si tuviesen miedo de pasar sobre la montaña. Desgraciadamente, cuelgan del lado hacia el que nos dirigimos… Nuestro bien merecido descanso se ve interrumpido sin miramientos por las primeras gotas de agua. Es hora de moverse.

Lluvia… ¿qué es la lluvia aparte de unas gotas de agua que caen sobre nosotros y nos empapan la ropa? El cuerpo humano consiste de un mínimo del 70 % de agua, así que ¿qué son un par de gotas más? Adelante se ha dicho. ¡Nos están esperando!

 

(Continuará)

* Ferry Schippers es coordinador de proyecto de MSF en Hauts-Plateaux.

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Fotos: Clínica móvil hacia Lubumba, en el bosque de Itombwe (Hauts-Plateaux, República Democrática del Congo). © Ferry Schippers.

Preparativos para una caminata de 6+9

Por Ferry Schippers (MSF, República Democrática del Congo)*

Y de nuevo son las 5 en punto de la mañana. Tras dos días de descanso, me preparo para nuestro viaje al bosque de Itombwe, una caminata de dos días a través de la cadena montañosa de Hauts-Plateaux, en el extremo este del país. Ayer ya avisamos a la comunidad local y a las aldeas de los alrededores de que íbamos a necesitar porteadores. Muchos esta vez: 34.

Tardo por lo menos 30 minutos en encontrar el valor de mover hacia un lado de la cama un cuerpo al que ya empiezan a pesarle los años. Me visto en menos de 5 minutos. ¡Todo un récord personal y un motivo de júbilo!, me digo a mí mismo. Lo recordaré cuando regrese la semana que viene…

Los primeros porteadores ya han llegado cuando me dirijo al “baño”, una letrina protegida por una pequeña estructura de bambú cubierta por hierba. Un espectáculo casi romántico. El valle está repleto de nubes bajas que cubren el río, y al fondo del todo puede verse el mercado de Magunda. Me imagino que va a ser un día hermoso y soleado, y me paro a respirar este momento de paz.

Detrás de la oficina puedo ver toda una hilera de material, embalado a conciencia, protegido de la lluvia y preparado para ser transportado. Mesas y sillas plegables, tiendas para las consultas, pilas de rollos de plástico, cajas con vacunas, una gran nevera (que tendrán que cargar entre cuatro personas), bolsas de plástico con arroz, judías, pescado seco y salado, ‘babulas’ (hornillos de carbón tradicionales) y naturalmente carbón, sacos de dormir y tiendas de campaña para dormir. En definitiva, todo lo necesario para nuestra clínica móvil.

Tenemos previsto salir al bosque de Itombwe dentro de dos días. Primero una caminata de seis horas para llegar al valle al borde de Hauts-Plateaux, durmiendo en una pequeña aldea donde nos acogerá, como de costumbre, la hospitalaria población local, y luego al día siguiente emprenderemos una nueva caminata de otras nueve horas subiendo por la montaña hacia el oeste, para descender de nuevo a las puertas de la selva tropical, lo que en inglés llaman “rainforest”, bosque lluvioso. ¿Por qué “lluvioso”? Me temo que lo voy a averiguar muy pronto…

Hay múltiples grupos étnicos en Hauts-Plateaux, como los Babembe, los Bafuliro, los Banyamulenge, etc… La población de Kihuha (y la de Marungu en realidad) son Banyamulenge, también llamados tutsis congoleños. Originariamente estas personas vinieron de Ruanda hace dos siglos, y desde entonces se han producido un par de flujos migratorios más.

Desde la década de los años 70 del siglo XX se denominan «Banyamulenge», para evitar llamarse «Banyarwanda» (gente de Ruanda) y ser vistos como extranjeros. Las tensiones étnicas contra los tutsis aumentaron una vez terminada la era colonial así como el exterminio en 1972 de hutus en Burundi. Como respuesta a ello, los tutsis parecen haber intentado distanciarse de su identificación étnica como ruandeses, asociándose a Mulenge, una aldea en el Moyen-Plateaux, y pasando a ser por tanto “gente de Mulenge”.

Justo antes de emprender la marcha, topo con una mujer que carga con una pila de piedras sobre la cabeza. Siempre me he preguntado cómo pueden estas mujeres cargar con cosas sobre la cabezas, caminar bien derechas y subir y bajar estas montañas, con gracia e indudable orgullo. ¡Sorprendente! Una vez probé a hacerlo y tan ocupado estaba en mantener el equilibrio, que tropecé con un tronco y casi me rompo la crisma en el intento…

(Continuará)

Ferry Schippers es coordinador de proyecto de MSF en Hauts-Plateaux.

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Fotos: todas © Ferry Schippers

Sonrisas, reyes y respiración agitada

Por Ferry Schippers (MSF, República Democrática del Congo)* 

Una vez más, son las cinco en punto de la mañana. Lentamente, la mayoría de los miembros del personal se van despertando y se dirigen a la ducha recién instalada, con la esperanza de ser los primeros en disfrutar del agradable chorro de agua caliente, con la que los vigilantes llenaron el contenedor de 100 litros en lo alto de la pequeña caseta de la ducha. Sé que el asistente de logística ya está ocupado sacando cajas del almacén, envueltas en bolsas de basura para evitar que se mojen con la lluvia.

Sentado en el borde de la cama, con las piernas colgando, repaso en todo lo que hay que hacer hoy. ¿He pensado en todo? ¿Será hoy segura la ruta a la base 2? ¿No es el refrigerador demasiado pesado para que lo transporten entre cuatro personas o debo añadir a otro ayudante? ¡Que no se me olvide llevar los bidones con keroseno, porque si no, el refrigerador será inservible! ¡Andando! ¡Vamos! Hay que salir a las seis en punto como muy tarde…

Miro las dos botellas de plástico que llenaré con agua potable, fresca y filtrada, mi pequeña contribución al reciclaje. Tras una rápida ojeada por la ventana, decido abrigarme bien. Como siempre, iremos caminando, ya que no hay otra forma de llegar. Esta vez, no va a ser fácil. A la izquierda del Anguale, la primera montaña hacia al sur, veo que se están formando grandes cúmulos de nubes negras. Esta vez el desafío va a ser mayor de lo que esperaba.

Dejo mi mente en blanco y trato de concentrarme en los preparativos. ¿Agua? ¡Comprobado! ¿Las uvas pasas? ¡Comprobado! ¿Los nuevos suministros de alimentos para el otro equipo? ¡Comprobado! ¿Teléfono satélite y radios? ¡Comprobado!

Cuando salgo con mi equipaje, la base es un murmullo de sonidos por el ajetreo del trabajo. Sin que nadie lo note, cuento el número de ayudantes de transporte y reviso si cada uno de ellos lleva la identificación correcta de MSF. Entraremos en un entorno hostil, por el que pasan muchos grupos armados, y no puedo dejar nada al azar. Reviso la última información de seguridad y compruebo que es hora de irse.

Me dirijo lentamente al portón y digo “Tugende mugenzi” (“vámonos, amigos”). Los ayudantes se están riendo y alzan su mirada hacia mí, literalmente además, porque soy 30 centímetros más alto que la mayoría de ellos. Les devuelvo la sonrisa y salimos del portón. “Kihuha, allá vamos”. Tenemos 50 kilómetros por delante.

Me sigue una larga fila, transportando medicinas y suministros médicos en cajas marcadas con el logo de MSF. A mitad de la fila, puedo ver a los cuatro chicos responsables de llevar el refrigerador, necesario para conservar las ampollas de las vacunas en nuestra otra base, cuidadosamente embalado con bambú y cuerda. Al llegar a la primera montaña, reduzco la velocidad casi en seco, y empiezo a subir a ritmo lento y constante, mirando mis pies, concentrándome en cada paso que doy, oyendo la frecuencia cada vez mayor de mi respiración agitada.

“¿Estarán oyendo los demás mi respiración?”, me pregunto casi avergonzado mientras observo a los ayudantes que llevan cajas de 20 kilos a cuestas, subiendo la montaña con elegancia de reyes, sin esfuerzo aparente. Me tomo con calma la subida del Anguale. Sé bien lo que aún me queda. Debo reservar fuerzas. Al otro lado, continuamos por un gran valle junto a una de las innumerables corrientes de los Hauts Plateaux, acercándonos lentamente al Kirumba, la segunda montaña más alta, con 3.200 metros de altitud.

 

En la cima del Kirumba, nos tomamos el primer descanso. Los ayudantes se sientan a comer su comida favorita, “bugali”, a base de mandioca. Ya puedo ver Masango, donde tenemos un centro de salud. Parece tan cerca, casi se puede tocar. Aguzando la mirada, trato de distinguir la bandera de MSF. Aún faltan tres horas para llegar allí.

Comienza a llover y los escalofríos me recorren la espalda. Tenemos que descender rápidamente. Permanecer aquí, a esta altura y en estas condiciones, es muy peligroso. Avanzamos, tratando de no caernos por los caminos de barro que se han vuelto pequeños riachuelos. Siento un profundo respeto por los chicos que transportan el refrigerador. Si yo apenas puedo evitar resbalarme, cómo sería si cargase con uno …

Para llegar a Masango, debemos ascender nuevamente. Me consuela pensar que se trata de la última subida. Mis botas están encharcadas y mi sombrero apenas me cubre de la lluvia que me golpea en los ojos. Deja de llover tan de repente como comenzó, e incluso puedo ver cómo aparecen de la nada algunos claros de cielo azul. Los niños de Masango nos saludan mientras nos acercamos al centro de salud. ¿Por qué sonríen? Es algo contagioso, y a pesar de la fatiga, no puedo evitar responderles sonriendo.

En el centro de salud, nos tomamos otro descanso y aprovecho la oportunidad para hablar con los miembros del equipo y revisar la calidad tanto de las operaciones del centro de salud como del área de residuos. Tomo nota de sus observaciones y les prometo que enviaremos a nuestro equipo logístico al día siguiente para reparar el techo del área de residuos, dañado en la última tormenta.

Dos horas más tarde, tras diez horas de subidas y bajadas, llegamos a nuestro destino final de hoy, nuestra segunda base de Kihuha, donde preparamos una clínica móvil para el bosque de Itombwe, un lugar remoto al oeste, en medio de la selva, donde se encuentra una población olvidada sin atención médica desde hace mucho tiempo. Como MSF, debemos ir allí para garantizar que la población tenga acceso a una atención médica de calidad.

Son dos días más andando, y dormiremos en tiendas por el camino. Así que ahora, toca descansar.

Continuará…

Ferry Schippers es coordinador de proyecto de MSF en Hauts-Plateaux.

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Foto 1: Refrigerador para la cadena de frío, en Kitoga, Hauts-Plateaux, RDC. (© Fernando Calero)

Foto 2: De camino hacia Masango, vista desde Kirumba (© Ferry Schippers)

Foto 3: Vista de una aldea poco antes de llegar a Kihuha (© Ferry Schippers)

Foto 4: «Marungu y mis botas», por Ferry Schippers.

 

Despertar en el paraíso

Por Ferry Schippers (MSF, República Democrática del Congo)*

Son las cinco de la mañana. Todo está tranquilo, muy tranquilo. En la cama sin moverme, con los ojos todavía cerrados, intento recordar dónde estoy. Un soplo de aire frío pasa rozando mi cara y me despierta lentamente como el suave susurro de la voz de mi madre cuando yo era pequeño y ella me despertaba para ir a la escuela. Tengo la sensación de que este momento va a durar siempre. Me gusta y dejo que la suave brisa de la mañana siga con su dulce juego.

De repente, rompe el silencio el ya familiar cacareo de un gallo, que sin duda tiene un erróneo concepto del tiempo. Debería saber que es demasiado pronto para despertarse, pero ahora ya es demasiado tarde para volverse a dormir, y poco a poco abro los ojos. Siempre duermo con la ventana abierta y siempre disfruto intensamente del cielo nocturno y de los tenues sonidos de la aldea de Marungu cuando decide irse a dormir.

Marungu, una pequeña comunidad en la cima de las montañas de Hauts-Plateaux, en Kivu Sur (en el este de la República Democrática del Congo), a una altitud de 2.900 metros, es una aldea muy aislada formada por un par de docenas de casas tradicionales hechas de bambú y excrementos de vaca mezclados con arcilla, la mayoría de ellas con un techo de paja.

Paseo la mirada por mi habitación de tres metros por tres. A la izquierda, una estantería con demasiadas notitas recordatorias de lo que tengo que hacer hoy. Como si me pudiera olvidar… Delante, al lado de la puerta, algunos estantes más con mi reserva personal de cosas de comer. La comida aquí no se sale mucho del arroz y las alubias tradicionales, el pollo, la cabra, el pescado salado y ahumado, y una pasta de maíz llamada bugali. Así que de vez en cuando necesito algo distinto. Una vez al mes bajo al valle, a Uvira, una ciudad a orillas del lago Tanganyka y me compro alguna cosa. Me doy cuenta de que tengo que comprar más queso y algunos sandwiches, que acabé ya hace una semana.

Decido levantarme despacio. Todavía está oscuro y hace frío. La estación de lluvias empezó hace un par de semanas, por lo que la temperatura ha bajado por la noche a 5 grados centígrados. Mi babula, un pequeño hornillo de carbón tradicional, está aparcado en un rincón de la habitación, frío y olvidado. Le pediré al guarda que lo reavive lo antes posible. La vida es mucho más agradable cuando tienes un hornillo caliente.

Pongo mi cafetera en el ya reavivado y ahora caliente babula, anticipando con paciencia el buen café que me voy a tomar, y salgo a escuchar los sonidos de Marungu desperezándose. Ya puedo ver el humo saliendo de los tejados de paja. La población local empieza la mañana encendiendo una hoguera dentro de sus casas sin chimenea. Algunos gallos más siguen el ejemplo del nuestro, y no parecen aceptar un no por respuesta. El despertar de un nuevo día en el paraíso.

Paraíso. Lo llamo paraíso por diferentes motivos. En primer lugar porque se parece a lo que en la imaginación de la gente debería ser el paraíso, sereno, tranquilo. Aunque esto último no podría distar más de la verdad. Aquí arriba, en mi montaña, se encuentra el escondrijo de múltiples facciones militares enfrentadas a las autoridades congoleñas y entre sí. Los enfrentamientos armados entre éstos y el ejército congoleño son frecuentes, haciendo que los habitantes de las aldeas huyan en busca de un lugar seguro, dejando todo lo que han aprendido a querer y proteger tras de sí.

Debido al aislamiento de esta zona (un área de 3.500 km2), a la inseguridad y al difícil acceso, el sistema de salud, cuando lo hay, es muy deficitario. La gente tiene que caminar durante horas e incluso días para llegar a un centro de salud cuando necesita asistencia médica. En el centro de salud tienen que pagar por la asistencia que reciben, cosa que a menudo no pueden permitirse. Incluso cuando están graves, a veces optan por quedarse en casa porque no pueden permitirse pagar por la atención sanitaria que necesitan o tienen que andar largas distancias hasta las estructuras de Médicos Sin Fronteras, donde saben que pueden conseguir atención médica gratuita. MSF apoya de momento a seis centros de salud en esta zona.

A mí me resulta muy obvio responder a la pregunta de por qué MSF ha decidido ayudar a esta población que sufre. Como coordinador de terreno, no tengo la menor duda de por qué estoy aquí. Tenemos que ayudar a estas personas. Ayudarles a construir un buen sistema de salud con buen acceso a la atención sanitaria gratuita de calidad. Ayudar a la población desplazada y proporcionarle abrigo y material básico de supervivencia, junto naturalmente a asistencia médica en su sentido más amplio.

Todos nuestros esfuerzos, incluyendo la sensibilización de la población, se centran en detectar a las víctimas de la violencia sexual dentro de las primeras 72 horas de haber sido agredidas, que es el límite para poder ofrecer medidas preventivas contra el VIH/sida y los embarazados no deseados por ejemplo. Otra de las tareas importantes que llevan a cabo nuestros equipos es el aporte de apoyo psicológico y el seguimiento de estas víctimas y de los desplazados.

Exceptuando la carretera que conduce hasta nuestra base en Marungu, no hay más caminos aquí en Hauts-Plateaux. Tenemos que andar durante horas, cruzando incluso montañas más altas, para llegar a la población. Nuestra segunda base en Kihuha se encuentra a 10 horas a pie. Mi equipo está dividido entre las dos bases, lo que supone todo un reto en materia de gestión.

Son las seis y ya es de día. Ya empieza a haber movimiento. Pueden verse personas seguidas de montones de cabras. Las mujeres van a la fuente a por agua. Las más mayores cargan unos 20 litros y los niños de 5 a 10. Mirando a estas mujeres, recuerdo una conversación con una de ellas.

Vino al centro de salud por la noche. Había sido violada el día anterior y venía en busca de ayuda, en plena noche, para evitar el estigma y la repulsa por parte de su marido, su familia y el resto de la comunidad. En ausencia de su marido, había sido violada por cuatro hombres. Tuvo que reunir todas sus fuerzas para acudir en busca de ayuda. Fuimos corriendo al centro de salud con una enfermera especializada en violencia sexual y nuestra psicóloga para tratarla de la mejor forma que pudimos. Nos dijo que necesitaba nuestra ayuda pero lo más triste es que no creía que pudiésemos hacer nada por ella. “¿Por qué? ¿Por qué?… mañana todo será igual”, nos dijo.

No, no necesito ninguna motivación externa para trabajar con MSF. Vivo aquí desde hace más de un año, escucho, veo y hago todo lo que está en mis manos para ayudar a estas personas que necesitan de una asistencia que nunca habían recibido antes de la llegada de MSF, aquí, en su propio “paraíso”.

(Continuará…)

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* Ferry Schippers es coordinador de proyecto de MSF en Hauts-Plateaux.

Fotos: todas © Ferry Schippers.

Para terminar, Senga y Espoir

Por Amos Hercz (República Democrática del Congo, Médicos Sin Fronteras)

Mi misión en Congo ha llegado a su fin, y escribo esta última entrega con el corazón en un puño. Un compañero y amigo, así como un conductor de MSF, resultaron heridos recientemente en un incidente violento. Hombres armados pararon el coche de la organización, cuando circulaba a plena luz del día por una carretera con bastante tráfico. Les dispararon. Ambos se recuperaron de sus heridas y están bien.

Nuestro proyecto acababa de terminar la vacunación contra el sarampión de la que os he estado informando en el blog, que llegó a más de 110.000 niños en los distritos sanitarios de Lemera y Ruzizi. Otras intervenciones de MSF siguen en marcha, pero, a la luz de los acontecimientos, el futuro es incierto.

Pero volviendo a la vacunación, ahora recuerdo algunos casos concretos. A veces recibíamos llamadas del personal de enfermería para avisarnos de la llegada al punto de vacunación de algún niño especialmente enfermo. Una de ellas, llamémosla Senga, era pequeña, estaba por debajo de su peso normal, y padecía la fiebre y la respiración acelerada típicas de la neumonía severa.

Para cuando llegué desde la base, había llegado otro pequeño en las mismas condiciones, y pronto nos llegó un tercero. En Congo, las madres me parecen mucho más tranquilas que las de mi país. La madre de Senga se afanaba en consolar a su pequeña y tenerla cerca, y a mí me sonreía con respeto, pero aparte de eso, apenas se hacía notar. La niña no opuso demasiada resistencia a mi examen médico, señal inequívoca de su gravedad.

Debido a su estado, nos llevamos en el todoterreno a Senga y otro de los niños, al que llamaremos Espoir, junto con sus madres, a un centro de salud más grande. El sonido de sus respiraciones aceleradas a mi espalda me mantuvo en tensión durante todo el trayecto: 90 minutos de baches en la carretera. Llegué a dudar de que la perfusión intravenosa con antibióticos que les habíamos puesto para el trayecto no se terminara antes de llegar.

Las dos madres se pasaron el trayecto hablando como si se conocieran de toda la vida. Después, me dijeron que esto es algo muy típico aquí. En Canadá esto no ocurre: los padres de un niño enfermo son más extrovertidos en su sufrimiento cuando el niño está vivo, y habitualmente aceptan su muerte con resignación, mientras que en Congo, son las vicisitudes de la enfermedad las que se llevan con calma, incluso con aceptación, mientras que es la muerte la que suscita la expresión pública del dolor.

Especulo con las razones de este comportamiento, y no consigo decidir si esto procede del fatalismo, de la ignorancia, del realismo, de la fe, o de alguna otra filosofía. Mis reflexiones no me llevan demasiado lejos…

Senga sobrevivió, Espoir murió. En el hospital de referencia, la madre de este último reconoció haber acudido primero a un curandero, que el día anterior les había dado ciertas medicinas. Todo indica que el niño aspiró también parte del preparado, y que eso le causó una inflamación de los pulmones de la que no llegó a recuperarse.

En Canadá, les habría puesto a ambos en ventilación mecánica, para ayudarles a respirar, pero en Congo no hay este tipo de aparatos. Dejé el hospital resignado, y no volví a ver a Espoir.

Senga luchó durante días. Me pasaba a verla con regularidad, y cuando ya fue evidente que saldría adelante, ese día su madre me dedicó una amplia sonrisa que, por encima de las diferencias culturales, entendí a la perfección.

Hasta la próxima,

Amos.

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Fotos: Vacunación contra el sarampión, campaña de MSF en Lemera y Ruzizi, República Democrática del Congo (© Amos Hercz)

Una corta historia sobre violencia sexual y cosas que podrían estar cambiando

Por Amos Hercz (República Democrática del Congo, Médicos Sin Fronteras)

 

Luvungi es uno de los centros de salud a los que regreso a menudo para ver a pacientes con sarampión. Su personal está compuesto por enfermeros congoleños y unas pocas monjas italianas. Uno de los días hasta me ofrecieron un café “expresso”; estaba fresco, muy sabroso, sin una pizca de sabor amargo. No había tomado ni un solo café desde mi llegada desde Canadá. ¡Estos pequeños lujos pueden suponer un gran placer!

Pero volvamos Lemera, donde está nuestra base. Tuvimos que utilizar las cortinas que encontramos en la casa a modo de división para conseguir más espacios y separar los dedicados a trabajo y almacenaje de las “habitaciones” para vivir. En lo que había sido el salón colocamos siete grandes congeladores médicos; al menos uno de ellos se carga y descarga constantemente de vacunas durante las horas en que estamos en casa.

El tintineo de plástico congelado es omnipresente. Los congeladores se abren lo menos posible, para mantener la temperatura estable. Ni siquiera metemos ahí el agua para nuestro propio consumo, tema que me viene a la cabeza cada vez que pego un trago de agua caliente.

 Pocos días después de mi fantástico “expresso”, recibí una preocupante llamada desde Luvungi a las seis y media de la mañana. Estaba en pie desde las cinco, preparando otra jornada de vacunación. El supervisor en Luvungi me explicó frenéticamente que habían sido asaltados por la noche, que tres hombres habían escalado la el muro exterior del recinto con una escalera, mientras obligaban al guarda a guardar silencio a punta de pistola.

Una vez dentro, inmovilizaron también a los enfermeros que estaban de guardia y las monjas, les robaron, y les encerraron en una habitación. Luego se fueron a las salas de hospitalización, donde robaron también a los pacientes ingresados, e incluso violaron a una mujer.

Me desplacé a Luvungi esa misma mañana. Las hermanas aguantaban el tipo con fortaleza, aunque estaban muy afectadas. La mujer que había sido violada recibió atención médica inmediata, incluyendo la profilaxis post-exposición para evitar infecciones de transmisión sexual.

Nos imaginábamos que querría permanecer en el anonimato, pero de hecho decidió denunciarlo a la policía. Esto es muy inusual en Congo: podría ser la señal de que estamos acercándonos a un punto de inflexión en el historial de violencia sexual en este país.

Estando aquí, recibí una segunda señal, durante la fervorosa celebración del Día Internacional de la Mujer, el 8 de marzo. Hubo manifestaciones en las calles, y muchos discursos. Por la tarde, uno de nuestros compañeros congoleños nos invitó a algunos de nosotros a ver las festividades.

La celebración se había trasladado a una especie de club de reuniones, donde había mujeres de todas las edades, la mayoría agrupadas según los colores de sus vestidos. Todo el mundo estaba bailando. Yo me uní a la fiesta, en apoyo de aquellas muestras de solidaridad femenina que habíamos vivido durante todo el día. Me contaron que hace tres o cuatro años no había nada de esto.

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Fotos: Personal congoleño durante la campaña de vacunación contra el sarampión (© Amos Hercz)

Vacunando contra el sarampión en Congo

Por Amos Hercz (República Democrática del Congo, Médicos Sin Fronteras)

Hola de nuevo. Algunos quizás recordéis que ya estuve escribiendo en este blog desde Haití. Mi nombre es Amos Hercz, soy médico, canadiense, y ahora trabajo con MSF en la República Democrática del Congo.

Nunca antes había estado en África. Me sorprendió darme cuenta de que ya conocía a mucha gente en el equipo cuando llegué al proyecto: muchos habíamos coincidido precisamente en Haití durante la epidemia de cólera. Ahora estamos en Kivu Sur para tratar el sarampión.

En mi país nadie piensa mucho en el sarampión, es una fiebre infantil benigna. Y es rara. Gracias a la eficacia de los programas de vacunación, lo habitual en Norteamérica es registrar menos de 100 casos al año. En África, sin embargo, la desnutrición, la carencia de vitaminas y la falta de acceso a la atención médica han hecho que esta enfermedad sea, en niños, la causa número uno de muerte prevenible por vacunación.

El sarampión deja el sistema inmunitario temporalmente débil y vulnerable a infecciones secundarias. La Organización Mundial de la Salud (OMS) afirma que, incluso contando con el mejor de los cuidados, la tasa de mortalidad por sarampión en los países en desarrollo es de un 5%, es decir, 1 de cada 20 niños. Se suele decir que una de las pérdidas más catastróficas que alguien puede sufrir es la muerte de uno de sus hijos. En Congo, son pocas las familias que no han perdido al menos a uno.

 La logística de la vacunación es un quebradero de cabeza… para que funcione, la vacuna necesita mantenerse congelada o refrigerada desde el mismo momento en que es fabricada hasta que es inyectada. Asegurar la refrigeración durante el almacenamiento y transporte atravesando múltiples fronteras africanas es muy difícil.

A eso hay que añadir redes eléctricas que no funcionan, generadores que no pueden mantenerse activos continuamente; refrigeradores que no son fiables, temperaturas que aumentan durante el día, y un sol ecuatorial cerca del equinoccio. Todos estos retos están relacionados con lo que se llama “cadena de frío”: y si hay un solo fallo en la cadena, la vacuna no funcionará.

Establecemos nuestra base en Lemera, en Kivu Sur, para iniciar la vacunación. Las doce personas del equipo nos hacinamos en una casa de dos habitaciones y un baño. No hay muebles en la sala principal, por lo que la llenamos con refrigeradores médicos de la mejor calidad. Los cables, tan gruesos como mi dedo pulgar, serpentean a lo largo de la habitación hasta el panel eléctrico. Tuvimos que volver a cablear toda la casa para poder usar la corriente eléctrica.

 El día en que llegamos, organizarlo todo nos llevó casi hasta la medianoche. Todos los días, nos levantamos a las 5. Yo pensaba que, con tanta gente, habría mucho caos para usar el baño, por ejemplo, pero la verdad es que nos turnamos con una coordinación de lo más tranquila. En media hora, la mayoría estamos ya en el patio colindante donde están almacenados nuestros equipamientos y aparcados los vehículos.

Falta una hora para que amanezca y el aire es todavía fresco. Con el primer rayo de luz, después del frenesí de la organización, se cargan los todoterrenos y diez equipos de vacunación salen al camino.

Uno de nuestros enfermeros participó recientemente en una campaña de vacunación contra la gripe en Canadá. Me contaba que si su equipo de vacunadores podía cubrir una escuela con 180 niños en un día, lo consideraban un logro importante; en esta intervención, cada vacunador, usando jeringas preparadas con antelación por dos asistentes, puede vacunar entre 175 y 240 personas por hora, o entre 1.050 y 1.440 en una jornada diaria de seis horas.

Para romper el ciclo de una epidemia, necesitamos vacunar a más del 90% de la población propensa. En nuestra región, esta cifra asciende a 133.000 niños…

 (Continuará)

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Fotos: Campaña de vacunación de MSF en Kivur Sur, RDC. Marzo de 2011 (© Amos Hercz)

¿Sólo otro día de hospital?

Por Stella Evangelidou (República Democrática del Congo, Médicos Sin Fronteras)

Aquel día no entré en la sala de consulta psicológica del hospital como suelo hacer. Dejé que mi colega Théo pasara consulta en mi lugar, mientras yo me sentaba fuera con las mujeres que esperaban pacientemente para verle.

Me senté en la fila con ellas, observándolas, intentando sentir con ellas, ponerme en su lugar… violada, echada de casa por un marido cruel, embarazada de un niño que no quiero tener… Intenté hablar con ellas en su dialecto local, el Masi, y a cambio obtuve amables sonrisas y miradas brillantes…

Y esto en un contexto en el que el sexo es cualquier cosa menos placer: es mera reproducción, es arma de intimidación, es arma de guerra o incluso es venganza de portadores del VIH que intencionadamente quieren contagiar a otros.

Las sonrisas son poderosas ya que animan el alma y el cuerpo. He meditado sobre las dificultades que en Occidente experimentamos a la hora de sonreír y reírnos a carcajadas. Aquí en Congo, se diría que la gente busca cualquier chispa para encender la llama de la risa.

No obstante, estas sonrisas no consiguen tapar el sufrimiento y el trauma psicológico… aunque los hace más soportables. Una sonrisa en la mirada, una fusión de optimismos a la hora de vivir y de ser a pesar de los desafíos de esta vida: conflicto armado, violencia, violencia sexual…

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Foto: Sonrisas en Haut Plateaux, República Democrática del Congo (© Stella Evangelidou)

Heridas de guerra que no se curan con vendas

Por Stella Evangelidou (República Democrática del Congo, Médicos Sin Fronteras)

En la República Democrática del Congo, una catástrofe provoca la siguiente: las malas condiciones de salubridad llevan al cólera, las infraestructuras deficientes llevan a accidentes, y el conflicto lleva al desplazamiento de poblaciones civiles…

El país está en un constante estado de alerta, pero parece que la gente está acostumbrada a esta concatenación de desgracias…

Mi trabajo aquí consiste en establecer, junto con el personal congoleño, un sistema eficaz de atención en salud mental y psicosocial para aquellas personas que sobreviven a la violencia sexual. Esta es una guerra invisible… No hay tasas de mortalidad, sólo historias que reflejan el horror de un conflicto.

Las mujeres tienen el coraje de narrar las violaciones que han sufrido, vivencias que aturden cuando las escuchas…

N. fue raptada por militares. Tras dos meses de esclavitud sexual en su campamento, se quedó embarazada y, más tarde, consiguió escapar. Volvió a su casa embarazada de un bebé que no quería tener, pero el aborto es ilegal en este país.

C. fue violada cuando volvía del mercado. Cuando su marido se enteró, la echó de casa como si la culpa fuera suya.

 P. vio cómo los militares mataban a su marido a tiros. Después, irrumpieron en su casa y violaron delante de sus hijos.

Estas son heridas de guerra que no pueden curarse con vendas y medicinas.

La “epidemia de violaciones” en la RDC está considerada como la peor del mundo. Se describe habitualmente a la violencia sexual como un arma con la que se intimida a la población civil. Aquí en Kalonge hay dos escenarios principales para este drama: el primero, cuando las mujeres recogen leña o labran campos que están lejos de sus pueblos y cerca de los bosques donde los militares tienen sus campamentos, y el segundo, cuando se producen ataques armados durante la noche contra las aldeas.

Debido a la discriminación y el estigma en el seno de las familias y de las comunidades, las mujeres tienden a hablar de las violaciones demasiado tarde, cuando los síntomas mentales y físicos son graves.

Por eso, sensibilizar a las comunidades rurales sobre la violencia sexual es de gran importancia, y por esta razón hemos formado a personas de estas comunidades para que trabajen como promotores y educadores sanitarios.

A lo largo de todo el día sigo dando vueltas a las historias que estas mujeres me han contado. Ni siquiera consigo concentrarme en el libro que hace dos semanas no podía dejar de leer. Me acuesto cansada. ¿A cuántas mujeres violarán esta noche?

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Foto 1: La pequeña Pierrete fue violada por los hombres armados que la retuvieron durante dos meses. Este de RDC. (© Julie Rémy)

Foto 2: Mujeres en Kalonge, RDC. (© Stella Evangelidou).

Foto 3: Formación e atención psicosocial para el personal congoleño de MSF, en Kalonge, RDC (© Stella Evangelidou)

Bahati

Por Pavithra Natarajan (MSF, RDCongo)

Os contaba en el anterior post la historia de nuestra pequeña paciente atacada por una rata. Aquel día fue completo: esa misma tarde, cuando me dirigía a la sesión de formación sobre partos para nuestro personal local, me llamaron por radio para atender una emergencia en la carretera.

Dos coordinadores de MSF habían pasado el día evaluando la situación humanitaria en el campo de desplazados internos de Mpati, uno de esos asentamientos improvisados surgidos en plena montaña, situado a unas dos horas de accidentada carretera desde nuestra base en Mweso.

A la vuelta, se trajeron en el coche a una mujer embarazada que llevaba dos días con obstrucción del parto. Y fue en plena carretera donde, de repente, el parto se reanudó: ¡las carreteras con baches suelen tener este efecto!

El problema es que ninguno de los dos coordinadores era sanitario, así que una matrona del hospital y yo salimos disparadas en otro coche desde Mweso para intentar llegar antes de que el bebé naciera.

No lo conseguimos. Uno de mis compañeros nos avisa por radio: “bien, el bebé está fuera… pero lo que ocurre es que… bueno, no estamos seguros de qué hacer ahora”. Parece que el pequeño no respira.

Así que la única opción que nos queda es la asistencia en remoto: empiezo a darles instrucciones por radio, mientras me agarro fuertemente para que mi cabeza deje, literalmente, de golpear contra el techo del coche ya que, con las prisas, nuestro conductor no puede evitar los baches.

Hoy puedo decir que todo salió bien. El bebé empezó a respirar. Le han llamado ‘Bahati’, que significa ‘Suerte’.

Foto: El niño de la foto también se llama Bahati, y también es de Kivu Norte. Estaba siendo trasladado junto con su madre desde la aldea de Muheto al centro de nutrición terapéutica en Mweso. Tenía un año y apenas pesaba 5 kilos.

Bahati nació en un campo de desplazados. Su madre había llegado huyendo de su pueblo tras un ataque. Otros dos de sus hijos murieron de diarrea de camino al campo (© Michael Goldfarb/MSF).