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Haití, ocho meses después: en la distancia

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras)

Mi tiempo en Haití ha tocado a su fin. He pasado en este país casi un año, sin duda el más intenso de mi vida. Recuerdo uno de los últimos días: buscaba por todo el hospital a los responsables de grupo para presentarles al nuevo logista que me iba a reemplazar. ¿Dónde se han metido? Al final los encontré a todos en un pequeño almacén. Cuando me vieron, les noté incómodos, como si escondieran algo. Dumond se rió, se levantó, me rodeó los hombros con su brazo y me apartó del grupo. “Estamos en una reunión, déjanos cinco minutos y vamos a verte, ¿vale?”. Algo se estaba preparando pero no soltaban prenda.

Dos días más tarde conocí el motivo de la reunión. Me hicieron el regalo más bonito: entre todos me habían organizado una fiesta de despedida. Y en Haití saben hacer fiestas: con comida, música y baile. Llegado el momento de los discursos, cuando una paciente, que está con nosotros desde el 14 de enero, tomó la palabra, no pude evitar emocionarme.

Ahora recuerdo muchas historias. Una es la de Jean Hyppolite. No estábamos seguros pero debía de tener más o menos 5 años. Llegó con una pequeña herida en la cabeza. “Se cayó de un árbol”, nos contó Alí, el niño de 10 años que nos lo había traído. Nos dijo que Jean Hyppolite vivía en un orfanato próximo. Sus piernas eran largas y flacas, y lo mismo sus brazos. Al principio ni siquiera emitía ningún sonido, nos miraba asustado y extendía la mano con insistencia para pedir comida. Los otros niños de la tienda le miraban con desconfianza, como si de un loco se tratara.

Con él no trajeron ninguna ropa. Tampoco pañales, porque, aunque ya es mayorcito, nunca ha aprendido a ir al servicio. Cuando yo iba con pinturas, Alí siempre venía a jugar con él, pero me miraba con cara de consternación cuando veía cómo, a pesar de los pañales que le dimos a Jean Hyppolite, sus sábanas se manchaban. De vez en cuando, una chica del orfanato venía a estar con él, pero se sentaba en la cama de Jean dándole la espalda y se pasaba el día tecleando en su teléfono móvil. Traje un perrito de peluche de Santo Domingo y la muy descarada se lo llevó a su casa.

Con los días, Jean Hyppolite fue cambiando. Los niños y las señoras de la tienda le habían “adoptado” y le limpiaban y le daban de comer. Lo de ir al baño seguía siendo una batalla, pero la enfermera le obligaba cada día. Sus piernas seguían siendo flacas pero había desarrollado una tripa redondita. Cuando iba a verle, además de seguir extendiendo su mano como un auténtico E.T., también utilizaba los brazos para rodearme las piernas con un gran abrazo. Y lo mejor es que empezó a emitir sonidos. Si yo hacía como que me resbalaba, o con los dedos me abría los ojos para poner cara de susto, él se reía a carcajadas sin poder parar. Hacía sonidos con la boca y e incluso empezó a llamar a Alí por su nombre… “A..I”, le decía.

Más tarde, ya en Pamplona, intenté guardar el contacto, informarme de lo que pasa en Haití. En la prensa, Haití de nuevo ha dejado de existir. Pero yo sé que la gente sigue allí, sobreviviendo con una fuerza impresionante a una situación desesperada. La ausencia total de esfuerzo por la reconstrucción del país hace que me sienta pesimista. Me siento mucho más optimista cuando pienso en el personal haitiano que trabaja con MSF: ellos representan para mí la fuerza de la gente haitiana que hará que, al menos algo, persona a persona, se solucione.

La distancia es frustrante y la mala calidad del teléfono acaba irritándome. Pero intento seguir casi a diario lo que pasa. La diferencia para mí es que ahora lo que ocurre allí tiene nombre propio: se llama Julien, Claudia, Junior, Aly o Huguette. Y se trata de sus vidas.

Y ahora estoy en Pakistán, trabajando en la respuesta de MSF a las inundaciones. Su repercusión en los medios de comunicación contrasta con la que tuvo el terremoto en Haití. Y si bien las cifras no son lo más importante, lo cierto es que la magnitud de la catástrofe es gigantesca: 20 millones de afectados, un tercio de la superficie del país.

El equipo de MSF en el que me integro ya trabajaba en Dera Murad Jamali antes de la riada, y esta pequeña ciudad pasó de 100.000 a 400.000 habitantes en pocos días. Como muchas de las casas en las que vivían eran de adobe, el agua se las ha llevado y pasará tiempo antes de que puedan volver a sus lugares de origen. Hay una quincena de proyectos como este en distintas zonas del país.

Hay que trabajar urgentemente para prevenir y tratar los casos de diarrea, de desnutrición, de enfermedades respiratorias, para aportar agua en condiciones aceptables a los desplazados y de ofrecerles alguna clase de cobijo a las familias.

Como en Haití, detrás de la inmensidad de las cifras, hay nombres, familias, situaciones personales y futuros que recomponer.

Y vuelta a empezar.

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Foto 1: Un pequeño paciente del hospital de MSF en Carrefour, Puerto Príncipe.

Foto 2: Personal haitiano de MSF trasladando a un paciente en el hospital de Carrefour.

Foto 3: Vicente Rey con uno de los pacientes del hospital.

(Todas © Vicente Rey.)

Haití, siete meses después

  Por Juncal González Carmona (Haití, MSF)

Sí, son siete, y hay que seguir hablando y escribiendo sobre Haití. ¿Por qué motivo? Porque las condiciones de las personas siguen siendo las mismas o peores que las del mes febrero.

En las primeras semanas después del terremoto, se repartieron plásticos y tiendas de campañas, que eran tan sólo una solución a medio plazo, puesto que no dejan de ser más que unas lonas, que aguantan sólo unos meses y no son unas estructuras en la que instalas definitivamente tu hogar.

Era solamente una respuesta a la urgencia, y desde entonces había que empezar con un segundo plan más duradero. Ya sé que es muy fácil escribir “hay que limpiar la ciudad y construir casas”, y que la realidad es mucho más difícil, por cuestiones como la propiedad de los terrenos, y porque la ciudad está llena de escombros y casas medio caídas.

Y se habla mucho de que si el dinero ha llegado o no ha llegado… Llevo seis meses en Haití, y os aseguro que dinero ha llegado, que se ha respondido a muchas necesidades básicas en distintos ámbitos: construcción de hospitales, en los que se han tratados miles de heridos y enfermos, escuelas para que los niños pudiesen retomar las clases, y letrinas, y se han hecho distribuciones de agua y comida, además de un largo etcétera. Pero del dinero que se prometió para la reconstrucción de las viviendas, sólo ha llegado una pequeña parte.

Por eso, siete meses después del terremoto, sales a la calle y te sigues encontrando con carreteras y plazas ocupadas por tiendas y plásticos, bajo las cuales viven familias enteras. Ya hace meses que está lloviendo, y las condiciones de vida de todas estas personas se van deteriorando cada vez más. Las tiendas ya no son tan impermeables, el agua se acumula en las puertas… “llueve sobre mojado”, y nunca mejor dicho…

Esta ha sido una de las mayores emergencias vinculada a una catástrofe natural devastadora desde hace muchos años, y parece que la ayuda se ha quedado a medias, que nos hemos “desinflado”. Qué dolor… dolor para todos los haitianos que no sólo lo perdieron todo (imaginaos que de pronto se desplome tu casa, sin avisarte), sino que luego se tienen que pasar siete meses debajo de una tienda o de un plástico.

Quizás por todo lo que se escuchó en los medios después de los seis meses -que todavía quedaban más de un millón de personas viviendo en condiciones de extrema precariedad-, parece que este último mes sí que hay más personas trabajando en los edificos derrumbados. Son grandes equipos con camisetas de coloricos que distinguen a la organización con la que trabajan, y que van sacando los escombros a mano.

Y no podría terminar este balance “a los siete meses” sin explicaros algo que no deja de sorprenderme, y que no es otra cosa que el ánimo de los haitianos. Sí, están cansados de las condiciones en que viven, y enfadados por tantas promesas incumplidas del gobierno y de la comunidad internacional, pero su fortaleza y coraje son realmente admirables.

Hasta dentro de un mes,
Juncal.

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Foto: Casseus Guiteau, uno de los cientos de miles de haitianos que perdieron sus casas en el terremoto y que desde entonces viven en plena calle, muestra los agujeros de la tienda que apenas le cobija de la lluvia.

Maquinaria

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras) 

Desde que volví a Puerto Príncipe, me choca la ausencia de maquinaria pesada para desescombrar. Prácticamente no se ve ninguna excavadora, y todavía no he visto ninguna grúa.

 Lo que sí se ven son muchas cuadrillas de desescombro, unos con camisetas amarillas, otros verdes o de otros colores. Pero el trabajo es manual, piedra a piedra. Van quitándolas de las ruinas y poniéndolas en mitad de la calle más próxima, esperando que un día de estos un camión pase a recoger los cascotes.

A este ritmo tenemos desescombrado para mucho tiempo.

Noche de guardia

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras)

Mi noche de guardia en el hospital comenzó muy «animada». Llegaron tres pacientes en estado grave al mismo tiempo. Tras estabilizarles, los médicos deciden que hay que trasladar a dos de ellos a otro de los hospitales de MSF en Puerto Príncipe.

 Me pongo manos a la obra para preparar las ambulancias, para asegurarme de que estén equipadas con oxígeno y todo el material necesario para su traslado. En cada ambulancia viajarán además una enfermera y un camillero. Según van saliendo de quirófano, los pacientes son trasladados a la ambulancia y el vehículo sale de inmediato hacia el hospital donde pasarán el post-operatorio.

La calma vuelve hacia las dos de la mañana. Pero cuando estoy a punto de acostarme, me asomo al patio del hospital desde el piso superior, y veo llegar a un hombre andando, con la cabeza envuelta en trapos ensangrentados. Las enfermeras le atienden enseguida y, al ver lo calmadas que están, asumo que su estado no debe de ser muy grave y me acuesto.

Pero no pasan ni tres minutos antes de escuchar pasos rápidos que suben las escaleras. El hombre al que acabo de ver ha recibido dos machetazos, uno en la cabeza y el otro en un brazo. Necesita neurocirugía urgente. Como antes, le estabilizamos y le enviamos de inmediato al otro hospital, donde están los especialistas que pueden operarle.

Al día siguiente, nos informan de que ha salvado el brazo (temíamos que tuvieran que amputarle), y que se recupera bien de sus heridas en la cabeza. Me siento aliviado.

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Foto: estabilización de un paciente con herida de bala en el Centro de Rehabilitación de MSF en Pacot, Puerto Príncipe (© Guillaume Le Duc/MSF, abril de 2010).

Recuerdos del terremoto

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras) 

 Ahora que se cumplen seis meses del terremoto que devastó Puerto Príncipe y varias ciudades de sus alrededores, me viene a la memoria una conversación que mantuve hace pocos días.

En casa, antes de cenar, me siento a hablar con los guardas. Me enseñan a jugar a las cartas, a hablar ‘créole’. Me cuentan también lo que pasa en los barrios donde viven y, así, intento hacerme una idea de lo que ocurre en la sociedad en la que estamos inmersos.

En la conversación, el recuerdo del momento del terremoto surge con facilidad: Francky se encontraba en Grand Goave el 12 de enero. Toda su familia estaba en su casa de Carrefour, un barrio de Puerto Príncipe, a más de 30 kilómetros. Las sacudidas le hicieron caer al suelo al menos cuatro veces: se levantaba para volver a caer.

Me cuenta que cuando la tierra dejo de temblar, intentó llamar a su mujer, sin éxito, y no se lo pensó ni un momento: echó a andar. Anduvo y anduvo durante más de siete horas, encontrando a su paso «casas caídas, muertos y gente herida durante todo el trayecto». Pero me dice, como justificándose: «¿Sabes? Yo no estaba cansado». Y termina: «cuando me vieron llegar, todos se pusieron muy contentos».

Destine tiene 24 años y es el encargado del almacén médico. Me dice que no está bien, que sufre, porque no ve ningún futuro en su vida. Cuando llegó a su casa el día 12, encontró a su abuelo muerto. Hasta hoy no ha podido encontrar el cuerpo de su novia, que sigue entre los escombros. Él estudiaba Economía en una escuela universitaria pero también la escuela desapareció en el mismo minuto, con todo lo demás.

Dice que, con la situación actual, no consigue imaginarse ningún futuro. Y para rematar, el otro día, al volver del hospital, asaltaron a punta de pistola el autobús en el que iba y le quitaron todo lo que llevaba.

Al poco me explica que, trabajando con MSF, va ahorrando un poquito y con eso se quiere ir a estudiar a Santo Domingo y terminar su carrera allí en una buena escuela. Le contesto que me es imposible imaginar hasta qué punto su vida estos últimos meses ha podido ser difícil. Le digo que le admiro porque, a pesar de todo, peleó por conseguir un trabajo con nosotros, y, aunque a ratos le veo triste, no ha habido un sólo día en que le haya visto abatido en el trabajo. Y que si le entiendo bien, tiene la intención de seguir peleando por sus estudios y por lo que venga después. Me mira primero un poco raro, le brillan un poquito los ojos y ahora sí, me sonríe.

Gudu gudu

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras)

El otro día, mientras estaba en el taller, lo sentí. El mismo murmullo de la tierra y, durante un par de segundos, la misma vibración se repitió. Esta vez, la conexión entre mis sentidos y mis músculos fue inmediata, y sin duda batí mi récord de salto de longitud para alejarme lo más rápido posible del edificio.

Pero en realidad no era nada, y también eso lo supe al mismo tiempo que mi cuerpo reaccionaba.

Cuando aterricé y miré a mi alrededor, vi que todo el personal del hospital se había juntado con los pacientes alrededor de las tiendas. Los niños miraban con grandes ojos silenciosos y preocupados, y todo el mundo repetía la misma palabra con una risa nerviosa: «gudu gudu».

Es la palabra que se han inventado en Haití para desdramatizar un poco el tema de los temblores. Pero aunque el alivio de constatar que no había pasado nada liberaba algunas risas, el drama de los recuerdos se veía en muchos ojos, y algunos temblaban del susto.

A la mañana siguiente, Venante llega a la lavandería con el pelo cambiado, todo hueco y rizado. Cuando la veo le digo… «¿Gudu gudu?». Y todas las lavanderas se ríen, esta vez con ganas.

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Foto: Edificio destruido por el terremoto del 12 de enero en Puerto Príncipe (© Michael Goldfarb/MSF)

Cherubin: hierros, guitarra y tormenta

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras) 

Cherubin tiene una fijación externa en el brazo izquierdo. Desde que nuestro administrador le trajo una guitarra no la ha soltado ni un momento. La toca sin que los hierros en su brazo le molesten. La guitarra le trae recuerdos, que le torturan, de una vida anterior.

Y Cherubin se pasea todo el día con la mente en otro lado, intranquilo. Cuando los medicamentos no le tranquilizan, va gritando, de un lado a otro, contra aquel que un día le robó o le timó. Cuando me ve y me reconoce, se para y me dice que le quite la fijación, que le hace daño, pero nunca espera mi respuesta, y sigue andando y gritándole en voz alta a sus fantasmas.

Cherubin tiene algo que hace que su fragilidad provoque afecto a su alrededor. Los demás pacientes le han tomado cariño. Cuando los gritos duran toda la noche nadie protesta y simplemente el guarda me dice, por la mañana, que Cherubin ha pasado la noche intranquilo, que habrá que hacer algo.

Le ha tomado afecto a nuestra enfermera y ella tiene poderes mágicos sobre él. En general, cuando ella llega, Cherubin la escucha y se tranquiliza, acepta los medicamentos y las inyecciones.

Una de las noches en que estábamos los dos de guardia, Cherubin no estaba bien. Las inyecciones no le habían calmado, y lo que habría dormido a tres elefantes no le hacía ni parpadear. Gritaba y se paseaba intranquilo por todo el hospital. A medianoche, cuando ya desesperé, le tomé por el brazo y le dije: «ven, ven a descansar». Me siguió dócil hasta su tienda. Y se durmió casi en mis brazos. Poco después yo mismo me tumbé en mi colchón. A los veinte minutos me despertaron sus gritos en mitad del patio.

Tormenta

Desde el balcón de mi habitación veo la tormenta vespertina arreciar, y pienso en toda la gente que la soporta debajo de los plásticos, viendo correr el agua y el barro alrededor, y esperando que hoy los elementos no se enfurezcan demasiado, y rezando para que ni sus cosas ni sus vidas se vayan con la corriente.

Por la mañana el sol brillará como todos los días, y la tormenta parecerá sólo una pesadilla, una pesadilla más, como cualquier otro día.

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Foto superior: Pacientes en recuperación en el hospital Delmas 30 de MSF en Puerto Príncipe (© Brigitte Guerber-Cahuzac/MSF)

Foto inferior: Grafiti en las calles de Puerto Príncipe (© William Martin/MSF)

Haití: Diario fugaz (3)

Por Ricardo Rodríguez Cid (médico, equipo de emergencias de MSF en Puerto Príncipe)

Seguimos viajando entre el caos circulatorio, el polvo y los claxon y, al fondo, vimos como siempre a los cascos azules apostados en muchas esquinas. En mitad del atasco, era increíble comprobar cómo el resto de los vehículos trataban de dejarnos libre el camino, pues después de casi 20 años trabajando en el país, la gente identifica perfectamente nuestros coches. Para los haitianos, MSF es símbolo de asistencia sanitaria y en muchos lugares del país somos los únicos médicos que la población ha conocido en su vida.

Avanzamos tortuosamente por la ciudad y atrás quedaron los restos del centro histórico. Ahí a lo lejos también quedaron Cité Soleil y el hospital Choscal, mientras nos dirigíamos hacia una de las áreas más despejadas de Puerto Príncipe, donde en un gran terreno que antes se usaba para jugar al fútbol, habíamos levantado un gran hospital inflable en muy pocos días.

De repente me acordé de la réplica del día 20, cuando tuvimos que evacuar Choscal y hacíamos malabarismos para mantener en pie las pocas estructuras de ladrillo que aún funcionaban: una sala de logística, otra de urgencias y los quirófanos.

El resto de las estructuras hubo que montarlas de manera improvisada fuera y los pacientes quedaron ubicados en tiendas, en lo que antes eran los jardines del hospital. Estaban hacinados y temerosos, pero aliviados al ver que la estructura no se les había caído encima esta vez…

Comenzamos la búsqueda del responsable de logística, nerviosos por poder llevar a cabo el traslado cuanto antes, por conocer a qué hora llegaría el helicóptero y si ya traería a los pacientes, impacientes por saber en qué condiciones estarían…

En los momentos de confusión sentíamos aflorar la tensión contenida de los días precedentes. Estábamos más susceptibles, pero por fin llegaba el helicóptero con los pacientes dentro y nos abrazamos a todo el mundo, incluso a aquellos compañeros a los que no habíamos visto antes. A todos nos unía lo vivido y el deseo y la motivación de sacar adelante esta misión; tal vez una de las de mayor envergadura de la historia de MSF.

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Foto 1: Imagen de las calles de Puerto Príncipe (© Julie Rémy)

Foto 2: Quirófano improvisado en el interior de un contenedor (© Benoit Finck/MSF)

Foto 3: Personal de MSF en el hospital de Choscal (© Julie Rémy)

Haití: Diario fugaz (2)

Por Ricardo Rodríguez Cid (médico, equipo de emergencias de MSF en Puerto Príncipe)

Me despertaron diciéndome que adelantaba un día mi regreso, pues debíamos trasladar en helicóptero urgentemente a la República Dominicana a dos pacientes muy graves.

Con apenas tiempo suficiente para recoger las escasas cosas personales que me había llevado, y con el corazón encogido por dejar atrás Haití, a los pacientes y a tantos sentimientos y recuerdos que formarían parte de mi equipaje y de mi persona el resto de mi vida, salí corriendo hacia uno de nuestros vehículos.

Nos dirigimos rápidamente hacia el lugar donde aterrizaría el helicóptero en uno de nuestros viejos Land Cruiser. Al volante estaba Víctor, un compañero haitiano al que conocía bien, pues habíamos trabajado juntos varias veces durante los últimos días.

Una vez más, al cruzar la ciudad, se repitieron las mismas imágenes, y de nuevo afloraron los mismos sentimientos de rabia ante la sinrazón de ver una ciudad desmoronada, que ha arrastrado con ella cientos de miles de vidas y reventado la existencia de miles y miles de personas más.

Para muchos todo ha terminado, otros tendrán que vivir con secuelas físicas y psicológicas el resto de sus vidas, pero la lucha por salir adelante que tiene esta gente es algo que me resulta demasiado difícil de expresar.

El impacto del terremoto ha sido brutal y sus consecuencias son palpables y lo seguirán siendo durante mucho tiempo, mucho más del que nadie desearía. Y por mucho que cruzáramos la ciudad para ir a trabajar a los hospitales, para trasladar heridos o para evacuarlos, no nos acostumbrábamos a las imágenes que se clavaban en nuestras retinas y en nuestros corazones.

Los mínimos indicios de recuperación del país, como ir viendo que desaparecían los cadáveres que estaban en las calles los primeros días, se unían al desorden en las colas de reparto, a la soledad de quienes esperaban junto a un montón de escombros porque allí yacían sepultados los restos de los que más querían, sus recuerdos y su pasado.

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Foto superior: Descarga de un helicóptero de MSF.

Foto inferior: Un psicólogo de MSF escucha a una paciente en el hospital.

Ambas © Julie Rémy

Haití: Diario fugaz (1)

Por Ricardo Rodríguez Cid (médico, equipo de emergencias de MSF en Puerto Príncipe)

Acabo de regresar de Haití, pero recuerdo bien la que resultaría ser, aunque entonces no lo sabía, mi última guardia de 24 horas en el Hospital Choscal de Cité Soleil. Habían pasado más de dos semanas desde aquel fatídico día en el que el mundo se quedó mudo ante la tragedia, el día que sumergió a Puerto Príncipe en la oscuridad más absoluta y cientos de miles de personas lo perdieron todo.

¿Doscientos mil muertos? ¿Cientos de miles de heridos? No lo sé. Esas son las frías cifras oficiales pero, desde mi llegada pocos días después del terremoto, no hice más que contar, muertos, heridos y personas desesperadas, sumidas en la tristeza y el dolor, ese que no es sólo físico, sino que se siente al perder a tus seres queridos. El dolor por vivir en un país sin futuro ni esperanzas.

Aún puedo sentir a flor de piel la frustración de los primeros días, cuando nos faltaban materiales y medicamentos porque nuestros aviones no conseguían permisos de aterrizaje en el aeropuerto de Puerto Príncipe, mientras otros aparatos sobrevolaban sin cesar el hospital; volaban tan bajo que podíamos ver claramente los distintivos que indicaban su procedencia. Bajo ese atronador ruido, casi sin vendas, morfina ni materiales quirúrgicos, trabajábamos con rabia y esperanzas.

Rabia por no tener a mano los tratamientos y materiales que nuestros aviones nos traían y que a buen seguro habrían salvado la vida de aquellos pacientes que murieron por no disponer de ellos; esperanzas porque es la esperanza lo último que se pierde y porque era lo único que teníamos para enfrentarnos a esa situación. Esperanzas también de que nuestros materiales finalmente llegaran, y esperanzas de un futuro mejor para nuestros pacientes y el resto de la población de Haití… pero eso me temo que no podemos saber si llegará algún día.

Amputaciones, fracturas abiertas, traumatismos craneoencefálicos, fracasos renales causados por el síndrome de aplastamiento, infecciones, quemaduras… un dolor inmenso… Niños, ancianos, embarazadas…y también huérfanos, muchos huérfanos. Gente que ha perdido a su familia y a sus amigos… y todo rodeado de escombros, porque aquí pocas cosas quedan aún en pie. Esa era la visión del día a día.

Pasaban los días, momentos eternos que hoy parecen fugaces. Todo lo que hacíamos parecía una gota de agua en un inmenso océano. Los coordinadores comenzaron a hablar de la conveniencia de que algunos de los que llegamos en los primeros equipos nos volviéramos a casa. Llegaban reemplazos. Muchos regresaremos a Haití en breve, al menos ese es nuestro deseo, pues todo lo que se haga es poco. Así que me consolaba saber que, pase lo que pase, aunque algunos nos fuéramos, otros compañeros se quedaban y otros más iban a llegar.

Por mi mente, como todas las noches antes de dormirme, aquel día ví pasar de nuevo el caos y la confusión de los primeros días, los pacientes, los casos más difíciles, los equipos de cirugía trabajando las 24 horas sin interrupción, el importante trabajo que llevan a cabo los equipos de agua y saneamiento…. y entre todo ello, un sinfín de caras, sensaciones y situaciones que dan vueltas y vueltas

Me acosté sabiendo que en pocas horas me informarían de cómo realizar mi viaje de vuelta. No estaba contento; algo de mí se iba a quedar allí.

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Foto superior: Astride Louissaint, de 25 años de edad. «No hemos encontrado a mi madre, pero siento que ha muerto. Después de tantos días, ya no tengo ninguna esperanza de encontrarla con vida».

Foto inferior: Madre e hija perdieron su casa en el terremoto.

(Ambas Hospital Martissant de MSF en Puerto Príncipe. © Julie Remy)