Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras)
Mi tiempo en Haití ha tocado a su fin. He pasado en este país casi un año, sin duda el más intenso de mi vida. Recuerdo uno de los últimos días: buscaba por todo el hospital a los responsables de grupo para presentarles al nuevo logista que me iba a reemplazar. ¿Dónde se han metido? Al final los encontré a todos en un pequeño almacén. Cuando me vieron, les noté incómodos, como si escondieran algo. Dumond se rió, se levantó, me rodeó los hombros con su brazo y me apartó del grupo. “Estamos en una reunión, déjanos cinco minutos y vamos a verte, ¿vale?”. Algo se estaba preparando pero no soltaban prenda.
Dos días más tarde conocí el motivo de la reunión. Me hicieron el regalo más bonito: entre todos me habían organizado una fiesta de despedida. Y en Haití saben hacer fiestas: con comida, música y baile. Llegado el momento de los discursos, cuando una paciente, que está con nosotros desde el 14 de enero, tomó la palabra, no pude evitar emocionarme.
Ahora recuerdo muchas historias. Una es la de Jean Hyppolite. No estábamos seguros pero debía de tener más o menos 5 años. Llegó con una pequeña herida en la cabeza. “Se cayó de un árbol”, nos contó Alí, el niño de 10 años que nos lo había traído. Nos dijo que Jean Hyppolite vivía en un orfanato próximo. Sus piernas eran largas y flacas, y lo mismo sus brazos. Al principio ni siquiera emitía ningún sonido, nos miraba asustado y extendía la mano con insistencia para pedir comida. Los otros niños de la tienda le miraban con desconfianza, como si de un loco se tratara.
Con él no trajeron ninguna ropa. Tampoco pañales, porque, aunque ya es mayorcito, nunca ha aprendido a ir al servicio. Cuando yo iba con pinturas, Alí siempre venía a jugar con él, pero me miraba con cara de consternación cuando veía cómo, a pesar de los pañales que le dimos a Jean Hyppolite, sus sábanas se manchaban. De vez en cuando, una chica del orfanato venía a estar con él, pero se sentaba en la cama de Jean dándole la espalda y se pasaba el día tecleando en su teléfono móvil. Traje un perrito de peluche de Santo Domingo y la muy descarada se lo llevó a su casa.
Con los días, Jean Hyppolite fue cambiando. Los niños y las señoras de la tienda le habían “adoptado” y le limpiaban y le daban de comer. Lo de ir al baño seguía siendo una batalla, pero la enfermera le obligaba cada día. Sus piernas seguían siendo flacas pero había desarrollado una tripa redondita. Cuando iba a verle, además de seguir extendiendo su mano como un auténtico E.T., también utilizaba los brazos para rodearme las piernas con un gran abrazo. Y lo mejor es que empezó a emitir sonidos. Si yo hacía como que me resbalaba, o con los dedos me abría los ojos para poner cara de susto, él se reía a carcajadas sin poder parar. Hacía sonidos con la boca y e incluso empezó a llamar a Alí por su nombre… “A..I”, le decía.
Más tarde, ya en Pamplona, intenté guardar el contacto, informarme de lo que pasa en Haití. En la prensa, Haití de nuevo ha dejado de existir. Pero yo sé que la gente sigue allí, sobreviviendo con una fuerza impresionante a una situación desesperada. La ausencia total de esfuerzo por la reconstrucción del país hace que me sienta pesimista. Me siento mucho más optimista cuando pienso en el personal haitiano que trabaja con MSF: ellos representan para mí la fuerza de la gente haitiana que hará que, al menos algo, persona a persona, se solucione.
La distancia es frustrante y la mala calidad del teléfono acaba irritándome. Pero intento seguir casi a diario lo que pasa. La diferencia para mí es que ahora lo que ocurre allí tiene nombre propio: se llama Julien, Claudia, Junior, Aly o Huguette. Y se trata de sus vidas.
Y ahora estoy en Pakistán, trabajando en la respuesta de MSF a las inundaciones. Su repercusión en los medios de comunicación contrasta con la que tuvo el terremoto en Haití. Y si bien las cifras no son lo más importante, lo cierto es que la magnitud de la catástrofe es gigantesca: 20 millones de afectados, un tercio de la superficie del país.
El equipo de MSF en el que me integro ya trabajaba en Dera Murad Jamali antes de la riada, y esta pequeña ciudad pasó de 100.000 a 400.000 habitantes en pocos días. Como muchas de las casas en las que vivían eran de adobe, el agua se las ha llevado y pasará tiempo antes de que puedan volver a sus lugares de origen. Hay una quincena de proyectos como este en distintas zonas del país.
Hay que trabajar urgentemente para prevenir y tratar los casos de diarrea, de desnutrición, de enfermedades respiratorias, para aportar agua en condiciones aceptables a los desplazados y de ofrecerles alguna clase de cobijo a las familias.
Como en Haití, detrás de la inmensidad de las cifras, hay nombres, familias, situaciones personales y futuros que recomponer.
Y vuelta a empezar.
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Foto 1: Un pequeño paciente del hospital de MSF en Carrefour, Puerto Príncipe.
Foto 2: Personal haitiano de MSF trasladando a un paciente en el hospital de Carrefour.
Foto 3: Vicente Rey con uno de los pacientes del hospital.
(Todas © Vicente Rey.)