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La tuberculosis es capaz de llegar hasta los rincones más insospechados

Por Solenn Honorine, periodista de MSF. Adaptado por Fernando G. Calero, periodista de MSF.

Susan Mabika, paciente VIH positiva y con TB-MDR, trata de seuir haciendo su vida normal en la medida de lo posible. Foto: Julie Remy
Susan Mabika, paciente VIH positiva y con TB-MDR, trata de seuir haciendo su vida normal en la medida de lo posible. Foto: Julie Remy

La tuberculosis resistente a los medicamentos (TB-DR por el inglés) sigue extendiéndose en el sur de África. El incremento de casos se ve favorecido por la elevada prevalencia del VIH/SIDA en los países de la región (las personas VIH positivas tienen un riesgo mucho mayor de desarrollar esta enfermedad en su forma activa) y también por su naturaleza altamente contagiosa. En lo más profundo del Zimbabue más rural, MSF gestiona un proyecto para detectar y tratar la TB-DR y para evitar que ésta se siga expandiendo.

Antes de que se inventasen los tratamientos para luchar contra la tuberculosis, aquellos europeos acaudalados que padecían la “tisis”, tal y como se conocía entonces la enfermedad, buscaban refugio en lujosos sanatorios de Suiza. Por aquel entonces, y a falta de medicamentos efectivos para combatirla, se consideraba que el aire fresco proveniente de los Alpes era la mejor opción para intentar curarse. Hoy en día, con la tuberculosis “normal” prácticamente erradicada en los países occidentales, y sin apenas medicamentos para luchar contra las formas resistentes de la enfermedad, no existe refugio alguno en las montañas que pueda acoger a los cientos de miles de afectados que hay en Asia, África y Europa del Este.

Aunque aquellos paisajes suizos no son muy diferentes a los verdes prados que hoy encontramos en Takawira, la pequeña aldea en la que vive Lorraine Zemba, parece bastante obvio que los lujosos chalets alpinos en los que se alojaban aquellos europeos de principios del siglo XX nada tienen que ver con las chozas cubiertas con techos de paja de esta localidad del Zimbabue más rural.

Casas en Chigweremba, una de las pequeñas aldeas del Zimbabue más rural. Foto: Julie Remy
Casas en Chigweremba, una de las pequeñas aldeas del Zimbabue más rural. Foto: Julie Remy

Nos encontramos inmersos en los primeros días de invierno y una fría brisa recorre la inmensidad de las suaves colinas. No hay una sola casa a la vista en kilómetros, luce el sol en el cielo y sólo unos pocos árboles rompen la homogeneidad de la amarilleante sabana. Miro hacia todas las esquinas de este idílico lugar y me doy cuenta de que es todo lo contrario de todos aquellos sitios en los que suelen darse la mayor parte de los casos de tuberculosis: cárceles, barrios marginales hacinados, calles estrechas y tortuosas que atrapan a esas malditas bacterias que se quedan en suspensión en el aire durante horas y horas…. Y eso me hace entender que, ni siquiera en un lugar tan poco propicio para la dispersión de una enfermedad como esta, nadie está a salvo de poder contraerla. Por eso tenemos que estar tremendamente alerta.

Hasta hace poco, se solía decir que quienes desarrollaban la TB-DR eran aquellas personas que no tomaban correctamente el tratamiento contra la tuberculosis “clásica” y que por consiguiente habían desarrollado resistencias a los antibióticos de primera línea. Sin embargo, éste no era el caso de Lorraine, que había terminado su tratamiento y estaba curada del episodio anterior de tuberculosis que tuvo cuatro años atrás. Además, casi la mitad de los pacientes de MSF en Buhera jamás han contraído tuberculosis antes de desarrollar la cepa resistente a los medicamentos, sencillamente tuvieron la desgracia de entrar en contacto con la bacteria resistente expectorada por alguien infectado. Hay un factor fundamental que explica la emergencia de la TB-DR en el sur de África: Lorraine, como uno de cada seis adultos en Zimbabue, es VIH positiva. Y es que, al debilitar el sistema inmunológico de los afectados, el VIH abre la puerta a infecciones oportunistas como la TB. En el caso de una persona sana eso no significaría necesariamente que esa persona acabara desarrollando la enfermedad, pero en el caso de una persona con el VIH esa persona tiene todas las papeletas para que así sea.

Lorraine y su marido Isaac se dedican a la agricultura de subsistencia, cultivando boniatos, verduras y maíz cerca de su casa. Cuando Lorraine contrajo la TB-DR, la vida de toda la familia sufrió un duro revés, ya que durante un tiempo no le quedó más remedio que apartarse de su bebé. “Apenas tenía dos años, no quería poner en riesgo su vida”, cuenta Lorraine.

La casa de Lorraine Zemba está situada a 7 kilómetros del centro de salud más cercano. Foto: Solenn Honorine/MSF
La casa de Lorraine Zemba está situada a 7 kilómetros del centro de salud más cercano. Foto: Solenn Honorine/MSF

“Cuando el médico de MSF nos explicó lo que era TB-DR, pensé que no había esperanza y que Lorraine iba a morir”, recuerda Isaac. “No podía comer porque tenía llagas en la boca y estaba tan delgada que parecía como si su cuerpo hubiese desaparecido. Y yo, como tenía que cuidar de nuestro pequeño, apenas podía trabajar para alimentar de los demás niños. Afortunadamente la familia de Lorraine vino a ayudarnos, así que gracias a eso logramos salir adelante”.

El tratamiento de la TB-DR lleva consigo un largo y penoso proceso que dura dos años. En Zimbabue, como en gran parte del mundo, los médicos son los únicos profesionales sanitarios a los que se les permite administrar medicamentos, especialmente las inyecciones diarias que forman parte del régimen de tratamiento de la TB-DR durante los seis primeros meses. Por eso Lorraine tenía que ir cada día a la clínica más cercana, que está situada a siete kilómetros de su casa, y atravesar a pie los densos bosques de la montaña. “No es lo mejor para un enfermo, la verdad”, explica ella. “Cada día tenía que andar durante dos horas y media ida y dos horas y media vuelta. Sentía que se me salían los pulmones por la boca y me encontraba muy débil. Para llegar a tiempo a mi cita diaria de las 7 de la mañana, tenía que guiarme por las estrellas y la luna, así que el día que los médicos de MSF me dijeron que ya podía empezar a recibir el tratamiento en casa, casi lloro de alegría”.

Lorraine fue diagnosticada por uno de los vehículos de MSF que hace la ronda de visitas a los pacientes con TB-DR y que recogen muestras de esputo de aquellas personas con síntomas de estar padeciendo la enfermedad. Por aquella época, de 8 de la mañana a 4 de la tarde, un solo vehículo recorría unos 350 kilómetros por caminos de tierra para llegar a los rincones más apartados de la zona. El personal de MSF siempre sigue la misma rutina en cada parada: sale del coche con una mascarilla quirúrgica para evitar el contagio, prepara las píldoras y las inyecciones, pincha los medicamentos en el brazo o en la pierna del paciente, le observa tragarse su píldora, vuelve a subirse en el coche y se dirige a por el siguiente paciente. “En aquel momento la tarea no era fácil, pues sólo teníamos un coche para hacer todo el trabajo. Ahora ya disponemos de dos, así que podemos dedicarle un poquito más de tiempo a cada paciente y también podemos ir un poquito menos rápido por esas peligrosas carreteras”, dice con una sonrisa Simbarashe Kamba, la enfermera de MSF que ha coordinado los equipos de periferia desde que se inició el proyecto en Buhera.

Buhera. Foto: Solenn Honorine/MSF
Buhera. Foto: Solenn Honorine/MSF

La TB-DR solía ser una enfermedad poco frecuente en el distrito; algunos años no se diagnosticaba ningún caso, otros años solamente uno, y los años más raros llegaban a darse dos. Pero de repente, a mediados de 2011, empezaron a aparecer uno o varios casos al mes. ¿Qué había cambiado?, ¿se había desatado una epidemia? “No, la cosa fue mucho más sencilla”, explica Kamba. “Introdujimos una nueva máquina para obtener diagnósticos rápidos y precisos. Hasta entonces, como en todos los demás lugares, sólo existían las pruebas tradicionales, cuyos resultados podían llegar a tardar hasta 2 meses. A veces, cuando por fin podíamos poner a un paciente en tratamiento, ya era demasiado tarde para él, y eso hacía que muchos enfermos ni siquiera se interesaran en obtener un diagnóstico”. El nuevo protocolo nacional de salud recomienda ahora que cada paciente VIH positivo que empiece a tener tos sospechosa sea analizado con esta nueva máquina. Y eso, obviamente, es un gran avance. Ahora falta implementar dichas máquinas en todos los distritos y disponer de personal cualificado suficiente.

A día de hoy hemos llegado a diagnosticar 38 casos al día en Buhera, lo cual hace que este sea el distrito con mayor número de casos de TB de toda la zona rural de Zimbabue”, afirma Kamba. “Algunos distritos vecinos tienen muy pocos casos y otros no tienen ninguno, pero tampoco disponen de la máquina para diagnosticarlos. La gran diferencia para nosotros es que ahora buscamos activamente los casos de TB-DR. Y cuando buscas, encuentras”, añade el Dr. Ye Htun Naing, médico de MSF en Buhera.

Lorraine Zemba. Foto: Solenn Honorine/MSF
Lorraine Zemba. Foto: Solenn Honorine/MSF

Así que la carga real que supone actualmente la TB-DR en Zimbabue no es del todo conocida; se está efectuando un estudio de prevalencia para tener una mejor idea sobre el número de casos que podría haber en el país, pero aún está muy lejos de completarse. Y mientras tanto, sin diagnósticos ni tratamientos, las personas que sufren TB sin saberlo continúan propagando la enfermedad cada vez que tosen.

Para llevar a cabo la atención descentralizada de la TB-DR, es decir, para poder ir a casa de los pacientes en lugar de hacerles desplazarse hasta el hospital, necesitas disponer de muchos recursos: coches y conductores que se desplacen por terreno y dos enfermeras a jornada completa dedicadas a visitar un puñado de pacientes que están dispersos por la zona. Y si eso ya es de por sí difícil para una organización internacional del tamaño de MSF, no digamos lo que supondrá para los ya limitados recursos del departamento de salud local una vez que MSF le traspase sus operaciones el año que viene. Pero la alternativa a eso es incluso más cara que esta descentralización: encerrar a los pacientes en hospitales como se hacía con los tísicos del siglo XIX.

Lorraine ya está oficialmente curada y por fin ha vuelto a retomar su vida normal. Su hijo acaba de cumplir los 4 años y está feliz de que su madre pueda volver a acariciarle y jugar con él sin miedo a infectarle. Sin embargo, quién sabe si esta escena habría sido posible si hubiera tenido que seguir yendo día tras día a la clínica.

Kahuzi, el monte que todo lo ve

Por Ana de la Osada, enfermera y coordinadora médica de MSF en Kalonge, RDC.

Kalonge. Al fondo, el monte Kahuzi. Foto: Ana de la Osada
Kalonge. Al fondo, el monte Kahuzi. Foto: Ana de la Osada

El monte Kahuzi, un antiguo volcán ya extinguido, es el pico más alto del Parque de Kahuzi-Biega. Desde Kalonge siempre es fácil encontrarlo. Kahuzi conoce todo lo que pasa en este pequeño pueblo de Kivu Sur, en la República Democrática de Congo. Y no es de extrañar, porque desde su cumbre a 3.308 metros seguro que tiene una buena perspectiva. Se podría decir que Kahuzi es “el monte que todo lo ve”.

Kalonge. Foto: Ana de la Osada
Kalonge. Foto: Ana de la Osada

Kahuzi también sabe del ritmo que la vida tiene por aquí. La luz, la lluvia, el sol… todo influye en las actividades de la gente, sobre todo si tenemos en cuenta que aquí, en un mismo día, podemos llegar a tener todas las estaciones del año. Digamos que Kalonge es “térmicamente inestable”, que aquí las apariencias engañan. Conseguir hacer un buen pronóstico del tiempo en este pequeño lugar es todo un desafío, incluso para los meteorólogos más atrevidos.

Sin embargo, eso forma parte de su encanto. Trabajar aquí, como MSF lleva haciendo desde 2008, es en parte un privilegio. Las colinas verdes que nos rodean dibujan un paisaje digno de ver, y el contraste con el marrón de los caminos hace que a veces no sepas hacia donde prefieres mirar. El monte Kahuzi lo sabe y por eso mismo contribuye también con su fuerte presencia a la belleza de este lugar: el sol desperezándose detrás de él, las nubes que muchas veces compiten entre ellas para rodear su cumbre, los cielos rosados del atardecer que hacen que la luz ambiente cambie a un color más grisáceo, los relámpagos que asoman tras las nubes amenazando tormenta…

Kahuzi vigila la base de MSF día y noche. Conoce nuestros movimientos entre la casa y la oficina, entre la oficina y el hospital y nuestras salidas a los pueblos remotos de la periferia.Está al corriente de que dentro de unos meses MSF terminará su trabajo aquí, entre colinas, caminos y gentes amables deseosas de saludarnos. Sabe que nos instalamos aquí de manera temporal, para dar apoyo a una población maltratada por los desplazamientos, ligados siempre a esos episodios de violencia que en este país son tan frecuentes. Sin embargo, ahora la situación es distinta, más calmada y con más recursos a nivel sanitario, lo cual nos ha obligado a replantearnos si nuestra presencia en este lugar sigue siendo indispensable.

Puesto de salud apoyado por MSF en la periferia de Kalonge. Foto: Fernando Calero/MSF
Puesto de salud apoyado por MSF en la periferia de Kalonge. Foto: Fernando Calero/MSF

Llegar a este punto no ha sido fácil y por supuesto hay días o momentos en que te preguntas si realmente deberíamos irnos o si por el contrario sería mejor quedarse, porque al estar inmerso en esta pequeña realidad las cosas se ven desde otra perspectiva. Aquí la objetividad se difumina ligeramente, porque muchas veces no es fácil que la parte racional se anteponga a la emocional, y en el pequeño día a día de Kalonge siempre se viven muchas emociones, buenas o malas, pero emociones al fin y al cabo.

No es fácil decir adiós, al menos nunca lo ha sido para mí. Despedirse de un proyecto, de un lugar en el que llevamos ya seis años, de toda esta gente a la que hemos dado tanto apoyo… pero, ¿quién dijo que este trabajo fuera fácil?

Nuestro objetivo en este tiempo ha sido facilitar a la población un acceso gratuito a la salud y para ello nos hemos sumergido en las actividades del Hospital de Kalonge y de ocho Centros de Salud, distribuidos en diferentes pueblos, en los que se da una atención primaria.

Mi posición como coordinadora del equipo médico del proyecto me ha dado la oportunidad de tener una visión global de las dificultades que hay a nivel de salud, pero también de todo lo que hemos logrado en este tiempo con nuestro trabajo. Lo que más destacaría es sin duda el apoyo que damos a las mujeres, las grandes luchadoras de una sociedad en las que la discriminación y la desigualdad de género están al orden del día.

La maternidad de nuestro hospital es el servicio con mayor actividad durante todo el año. El número de partos no depende de la estación en la que nos encontremos, y al contrario que otras enfermedades como la malaria o las infecciones respiratorias, ni la lluvia ni la estación seca dan tregua a nuestras mamás. Para que os hagáis una idea de lo frenético del ritmo, en Kalonge tenemos una media de 9 partos al día… lo cual supone que cada año unas 3300 mujeres dan a luz aquí.

El primer bebé nacido en la nueva maternidad. Foto: Ana de la Osada
El primer bebé nacido en la nueva maternidad. Foto: Ana de la Osada

Hace poco hemos terminado, gracias al apoyo y trabajo de nuestro equipo logístico, un nuevo edificio para la maternidad y la neonatología. Ahora hay más espacio las mamás y los bebés, más luz para levantar el ánimo en las situaciones difíciles, mayor capacidad para atender más pacientes. El día en el que “nos mudamos” al nuevo edificio fue emocionante: durante unas semanas tuvimos que trasladar la maternidad a una gran tienda de campaña, con las dificultades e incomodidades que eso conlleva para todo el personal médico y sobre todo para las mujeres que venían a parir al hospital. Sin embargo, los esfuerzos valieron la pena. Durante la mañana en la que estuvimos trasladando todo el material al nuevo edificio, una mujer se puso de parto, así que ese mismo día pudimos inaugurar el paritorio. Para mí fue una satisfacción pensar en la suerte que tuvo esa mamá al poder dar la bienvenida a su bebé en esa estructura nueva y confortable que habíamos construido. Fue nuestro primer bebé de la nueva maternidad y todos los que estábamos allí presentes. ¡Os podéís imaginar la enorme sonrisa que teníamos en la cara!

Las circunstancias y los contextos cambian, y nosotros estamos obligados a plantearnos a estar presentes allí donde más se necesite, donde vayamos a tener más impacto. Ojalá pudiéramos llegar a todo, pero no es así, y eso nos obliga a priorizar.

Mientras tanto, hasta la despedida, seguimos teniendo un gran trabajo por hacer: luchar contra reloj por dejar las cosas bien terminadas y dar el apoyo necesario para que tras nuestra salida las cosas puedan seguir rodando, que al fin y al cabo eso es lo más importante.

Recién nacido en la maternidad de Kalonge. Foto: Fernando Calero/MSF
Recién nacido en la maternidad de Kalonge. Foto: Fernando Calero/MSF

Nos vamos despidiendo paulatinamente y de manera programada. Cuidar la percepción que la población tiene de nuestra salida es ahora una de nuestras prioridades, porque pese a que dentro de poco ya no estaremos en Kalonge, MSF continúa trabajando en este inmenso país, lleno de necesidades que cambian día a día. El seguir siendo aceptados es parte fundamental para que podamos trabajar de la mejor manera posible.

Nosotros nos iremos, pero quiero pensar que un gran poso del trabajo que MSF ha hecho aquí también quedará: mujeres embarazadas que han podido parir en una estructura de salud en lugar de en una casa, niños a los que hemos curado de esa enfermedad tan terrible y a la vez tan fácil de tratar (cuando se tienen los medios) que es la desnutrición, personas desplazadas a las que les hemos facilitado el acceso a la salud…

Pese al paso del tiempo, el monte Kahuzi seguirá dominando el paisaje, vigilando todo lo que pasa por Kalonge. Y si en algún momento se da cuenta de que MSF tiene que volver, así nos lo hará saber.

República Centroafricana: La espiral de violencia parece no tener fin (y II)

Por Natalie Roberts, médico de emergencias de Médicos Sin Fronteras en República Centroafricana

Poco después del éxodo de Bozoum, partí junto al jefe de proyecto desde Bozoum para hacer una misión exploratoria del resto de la región noroeste, desde la ciudad de Bosemptele, al sur de Bozoum, hasta la frontera con Chad y Camerún.

Tras la destrucción de los centros de salud, MSF puso en marcha clínicas móviles. Fotografía: Natalie Roberts/MSF

Tras la destrucción de los puestos de salud, MSF puso en marcha clínicas móviles. Fotografía: Natalie Roberts/MSF

Cuando llegamos a la primera de las aldeas, el jefe del puesto de salud me dijo que quería mostrarme algo. Pidió a toda la gente que me llevaran a sus hijos enfermos. El primer niño que vi era muy pequeño, evidentemente sufría de malaria y se veía en muy mal estado. Me ofrecí a llevarlo al hospital de Bozoum, pero la madre dijo que estaba demasiado lejos y que no se sentía segura de dejar su pueblo. Me invadió un sentimiento de impotencia porque el niño necesitaba urgentemente ser hospitalizado, pero lo único que podía hacer en esos momentos era darles algunos de los medicamentos que llevaba en mi equipo de emergencia.

En ese momento me di cuenta de que teníamos que ir más a menudo a los pueblos y de que podíamos conformarnos con trabajar solo en la ciudad. La gente tenía demasiado miedo de salir de sus aldeas, y además no había suficientes carreteras o medios de transporte en la zona como para llegar fácilmente. Cuando volaba hacía la República Centroafricana iba pensando que me tocaría tratar a mucha gente con traumatismos provocados por la violencia. Sin embargo, una vez que ya estaba instalada allí, me di cuenta de que, al menos fuera de Bangui, lo que había era mucha más gente muriendo a causa de enfermedades comunes en África, como pueden ser la malaria y otros problemas de salud, que por heridas de bala.

La gente había huido de sus casas y vivía ahora al aire libre, en el campo o en el monte, durmiendo en el suelo o debajo de los árboles. En las aldeas cuentan con pozos, pero ahora que estaban en el monte tenían que beber el agua que encontraban en los charcos o en los ríos.

Todos los puestos de salud que visitábamos estaban en mal estado. La gente no tenía acceso a la atención médica porque no se atrevían a salir del bosque y porque tampoco tenían ya un lugar al que acudir para ser tratados. Por si fuera poco, los medicamentos de los puestos de salud habían sido quemados o robados. El personal sanitario que todavía seguía allí nos contó que muchos de los que habían huido estaban muriendo en el monte, pero era difícil evaluar el número total de fallecidos.

En cuanto nos organizamos, empezamos a organizar clínicas móviles en las aldeas. Cada mañana recibíamos de 600 a 700 niños, así que al final terminamos por crear un hospital pediátrico para niños con malaria en Bocaranga.

Durante esas primeras semanas, tengo que admitir que hubo momentos en los que llegué a sentir miedo. Corría el mes de febrero y todavía había muchos grupos armados en los alrededores. Los rumores circulaban por todos lados y cuando al día siguiente llegábamos a una aldea para confirmar los relatos y atender a la población, siempre nos encontrábamos con casas que seguían ardiendo.

En las aldeas, los atacantes van de casa en casa y no dejan títere con cabeza. La gente no tiene armas sofisticadas o pistolas. Es una violencia individual, cara a cara. En un momento dado, era difícil cruzarse con alguien que no portara algún tipo de cuchillo por la calle. Incluso los niños de seis o siete años andaban con grandes machetes. En otras circunstancias estos cuchillos se utilizaban para trabajar en el campo o para las labores diarias, pero cuando la tensión aumenta todo el mundo tiene miedo. Y uno es más susceptible de matar a alguien cuando tiene algo con lo que puede hacer bastante daño.

La mayor parte de los centro de salud sufrieron saqueos y quedaron inutilizables. Fotografía: Natalie Roberts/MSF

La mayor parte de los centros de salud sufrieron saqueos y quedaron inutilizables. Fotografía: Natalie Roberts/MSF

Cada vez que había una escaramuza, veíamos pacientes que tenían heridas abiertas causadas por machetes y que corrían el riesgo de infectarse y de agravarse. Vimos a muchos pacientes golpeados con palos: os aseguro que aquí comprendí que verdaderamente es posible matar a alguien a palos. A menudo, las personas no nos contaban como había sucedido, pero podíamos llegar a imaginar que había sido bastante brutal. He visto heridas causadas por explosiones de bombas y por otras formas de violencia, pero la violencia cara a cara es difícil de digerir y de comprender.

Todos hablaban de los seres queridos que habían perdido. Fui a una aldea donde 23 personas habían sido asesinadas por una serie de atacantes que fueron matando a todo el mundo casa por casa. Un mes después, todos los supervivientes seguían reviviendo este terrible episodio en sus mentes y no lograban recuperarse.

Lo más difícil es que es casi imposible saber cómo y cuándo va a terminar esta situación. El conflicto afecta a todo el país y la espiral de violencia parece no tener fin.

República Centroafricana: La espiral de violencia parece no tener fin (I)

Por Natalie Roberts, médico de emergencias de Médicos Sin Fronteras en República Centroafricana

La ciudad de Bocaranga desierta tras los saqueos. La mayoría de las localidades de la ruta Bozoum – Bossemptele – Bocaranga habían sido incendiadas. Fotografía: MSF

La ciudad de Bocaranga desierta tras los saqueos. La mayoría de las localidades de la ruta Bozoum – Bossemptele – Bocaranga habían sido incendiadas. Fotografía: MSF

Tan pronto como me bajé del avión en Bozoum, me informaron de que acababa de producirse una refriega entre grupos armados que había dejado bastantes heridos. Me requerían de inmediato en el hospital. La pista de aterrizaje está ubicada a unos cinco kilómetros de la ciudad, y a lo largo de los diez minutos de camino en el 4×4 no dejé de ver casas quemadas ni un solo momento. No había un alma por las calles. Los rumores de que iban a producirse nuevos ataques y el miedo ante las consecuencias de los mismos habían hecho huir a todo el mundo.

Mientras nos acercábamos, íbamos tratando de imaginarnos qué situación nos encontraríamos en el hospital. Me bajo del coche y mis compañeros me llevan directamente hasta donde se encuentra el paciente más grave, un hombre herido de bala. Lo atendí mientras el resto del equipo se ocupaba de los pacientes con lesiones menos graves.

En ese primer momento sólo había cinco o seis pacientes. Pregunté si esos eran todos o si aún había más por llegar. Otro de los miembros del equipo me informó de que había varios heridos musulmanes que no habían podido desplazarse todavía hasta allí por miedo a ser atacados. Alrededor de una hora más tarde, 18 de estas personas llegaron al mismo tiempo.

Los heridos habían sido alcanzados por muchas esquirlas provocadas por la explosión de una granada que había sido lanzada en un barrio musulmán; otros tenían heridas de bala por el tiroteo que siguió. Un hombre resultó herido en un ojo y otros tenían heridas de diversa consideración en la cabeza.

Tuvimos que tomar una decisión difícil sobre un paciente en particular: tenía una herida de bala en la ingle que había atravesado su arteria femoral. A primera vista no parecía tan grave, y de hecho el orificio de entrada era más bien pequeño, pero al ponerle de espaldas rápidamente vimos que el orificio de salida de la bala era más grande y que sangraba profusamente. Un gran charco de sangre cubrió el suelo en apenas segundos.

El paciente no habría sobrevivido a una operación o a un traslado hasta otro hospital. Como teníamos la esperanza de que coagulara, le hicimos una transfusión de seis unidades, algo que resulta muy difícil en un lugar donde no hay un banco de sangre. A pesar de esto, continuó sangrando durante horas y murió en el hospital esa misma noche.

Todos nos sentimos muy frustrados. No era más que una pequeña herida, pero estaba justo en el peor lugar posible y le había causado daños irreparables. Si esta misma herida hubiera estado unos cuantos centímetros más arriba o abajo, el paciente habría sobrevivido.

En la República Centroafricana la gente honra a sus muertos haciendo sonar los tambores durante la noche. El cementerio se encontraba muy cerca del hospital de Bozoum y también cerca de la casa donde dormía el equipo de Médicos Sin Fronteras. Cada vez que alguien se nos moría en el hospital, nos tocaba escuchar el retumbar de los tambores durante toda la noche. Era como una especie de penitencia que hacía imposible que pudiéramos olvidar que alguien acababa de morir.

MSF puso en marcha clínicas móviles para asistir a la población dado que los centros de salud habían sido saqueados o destruidos. Fotografía: Natalie Roberts/MSF

MSF puso en marcha clínicas móviles para asistir a la población dado que los centros de salud habían sido saqueados o destruidos. Fotografía: Natalie Roberts/MSF

Esa noche, la mayoría de los pacientes no quisieron dormir en el hospital porque no se sentían seguros. Al día siguiente, fuimos al barrio musulmán para continuar tratando a los heridos. Era evidente que la gente se preparaba para huir de la ciudad: vaciaban sus casas de todas sus pertenencias y las colchonetas y ropa de cama se apilaban en las calles. El ataque contra el barrio musulmán había sido el tiro de gracia para una población que llevaba meses sufriendo las iras de sus propios vecinos.

Nos informaron de que un convoy transportaría a los musulmanes a Chad. La mayoría de estas personas había nacido en la República Centroafricana y había vivido toda su vida en Bozoum, donde tenían negocios, casa, familia. Al igual que cualquier otro habitante del pueblo, pertenecían a la comunidad local. Pero ya no hablaban de lo que les había pasado; simplemente habían aceptado que tenían que partir.

El convoy de camiones llegó dos o tres días más tarde. Contábamos el número de los que llegaban y de los que salían y cruzábamos los dedos para que no ocurriera nada. Sabíamos que su presencia podía encender la mecha de nuevo, puesto que en el pasado ya habían sido atacados otros vehículos que trataban de evacuar a la gente. Además, no estábamos seguros de si habría suficiente sitio para todos en el interior de los vehículos…. y temblábamos ante la mera posibilidad de que alguno de los grupos más marginados se quedará atrás.

Finalmente, la población entera de musulmanes, compuesta por dos o tres mil personas, subió a bordo de los 14 camiones. Sufría de verles allí: hacía calor y les esperaba un largo viaje de siete horas hasta la frontera. Cada camión estaba atestado de cientos de personas y de sus pertenencias. En algunos podía haber hasta 200 personas. Nadie nos informaba de dónde iban a dormir y a pesar de que contábamos con la presencia de una escolta armada ésta nunca detendría los posibles ataques que se produjeran.

Nos quedamos ahí mirando mientras la gente subía a los camiones. No había nada que pudiéramos hacer. Una comunidad entera había sido devastada. Sabíamos que lo mismo estaría ocurriendo en la mayoría de las ciudades del noroeste. Intuíamos que muchas otras personas estaban eligiendo la misma opción desesperada y que habían decidido dejar sus casas para ir a vivir en un campo de refugiados.

Mentes Ocupadas: trepar para salir del agujero

Por Jameela Dudin, psicóloga de Médicos Sin Fronteras en Cisjordania

Muro de Cisjordania. Fotografía: Juan Carlos Tomasi/MSF

Muro de Cisjordania. Fotografía: Juan Carlos Tomasi/MSF

Mohammed*, de 28 años, está divorciado y tiene un hijo pequeño. Es de un pueblo del sur de Hebrón que está cerca de muchos asentamientos de colonos judíos. Una carretera principal conecta los asentamientos con Cisjordania. El pueblo está dividido en dos áreas: una zona pertenece a la división que se hizo entre Cisjordania e Israel en 1948, y la otra corresponde a la división de 1967. La localidad está separada de Israel por un muro de seguridad. La población de esta zona está constantemente presionada por incursiones del Ejército israelí.

Mohammed vive en condiciones difíciles por su situación financiera. Quiere a su país y tiene fuertes convicciones políticas lo que ha traído problemas a la hora de encontrar un trabajo. Antes de conocer a Médicos Sin Fronteras (MSF), había sido detenido siete veces por ambas partes. Estuvo cinco años en una prisión israelí y dos en las cárceles de la Autoridad Palestina. Durante el tiempo que pasó en la cárcel, su padre y su hermano murieron y su mujer se divorció porque estaba en prisión.

Durante un periodo de cinco meses, Mohammed asistió a 14 sesiones terapéuticas con un psicólogo de MSF. Sufría ira, nerviosismo, falta de confianza, preocupaciones constantes y problemas en su relación con su hijo y su familia. Le costaba encontrar un trabajo y mejorar su vida a causa de los arrestos. Las fuerzas israelíes y la Autoridad Palestina le ponían muchos obstáculos por sus afiliaciones políticas. Mohammed describía su situación como si intentas trepar fuera de un gran agujero y tienes a alguien empujándote hacia abajo continuamente.

Mohammed solicitó una mujer psicóloga. Ella sintió una gran responsabilidad. ¿Sería un buen modelo femenino? ¿Conseguiría que Mohammed recibiera una experiencia reparadora tras la inestabilidad de sus relaciones con las mujeres? Durante las sesiones, trabajaron como gestionar las presiones de su vida. Se le dio permiso para expresar sus emociones y la oportunidad de comportarse de otra manera. Para Mohammed fue de mucha ayuda gozar de espacio para trabajar la confianza en sí mismo y encontrar un lugar en su entorno familiar.

Tras salir de la prisión, Mohammed fue atendido por el médico de MSF ya que sufrió algunos problemas de salud incluyendo dolores de estómago, diarrea severa y vómitos con sangre.

Después de un tiempo, fue capaz de hacer planes y marcarse objetivos para el futuro que estaban bajo su control. Superó las barreras en su conflicto interno. Se sentía orgulloso de ir a las sesiones de MSF. “Es mi vida y voy a vivirla bien” dijo.

En el momento de escribir esta historia, Mohammed fue detenido otra vez por las fuerzas de Israel y está en la cárcel sin sentencia.

*El nombre es ficticio para preservar la privacidad del paciente.

 

“Esta es una enfermedad de héroes. Si logras vencerla, serás capaz de hacer cualquier cosa que te propongas”

Por Solenn Honorine, periodista de MSF Sudáfrica. Adaptado por Fernando G. Calero, periodista de MSF España. Fotos: Rowan Pybus

Siyabulela Qwaka 1

Siyabulela Qwaka es el último paciente que ha logrado vencer a la tuberculosis extrarresistente a los medicamentos (TB-XDR) en Sudáfrica y el cuarto desde que Phumeza Tsile mostrara cuál era el camino a seguir hace apenas 10 meses. Además de Siyabulela, otras tres personas iniciaron el tratamiento al mismo tiempo que él. Sin embargo, hace ya tiempo que todos ellos perdieron la batalla contra esta terrible enfermedad que termina con la vida del 87% de los afectados.

Cuando por fin termina su jornada, Siyabulela deja a un lado el arma que le ha acompañado a lo largo de estos dos últimos años de lucha: su sentido del humor. “Para quitarle trascendencia, solíamos hacer como si todo fuera una broma. Yo era consciente de que mi salud no estaba bien, pero hacía como si estuviera fuerte. Bromeaba con mis amigos acerca de mi muerte, pero en lo más profundo de mi interior, sentía que no quería morir”, explica.

Las dos docenas de pacientes a los que Siyabulela dirige su relato en la clínica II de Khayelitsha, un inmenso suburbio a las afueras de Ciudad del Cabo en el que viven unas 400.000 personas, asienten con la cabeza cada vez que Siyabulela habla. Es su ventana a la esperanza: el pasado mes de febrero logró vencer a la tuberculosis extremadamente resistente (TB-XDR). Todos ellos sufren la misma enfermedad a la que él venció. Y todos son conscientes de que el camino a la curación está lleno de obstáculos.

Siyabulela empezó el tratamiento al mismo tiempo que otros tres pacientes, hace ahora dos años y dos meses. Él fue el único que logró vencer a la enfermedad. Los demás han muerto hace tiempo, un infausto recuerdo en el que este grupo de apoyo prefiere no pensar. En Sudáfrica, solo el 13% de los pacientes diagnosticados de TB-XDR logran sobrevivir.

Siyabulela Qwaka 2En el proyecto de Khayelitsha, MSF está tratando por todos los medios de cambiar el signo de esta enfermedad introduciendo nuevos medicamentos en el tratamiento, como por ejemplo el Linezolid, un fármaco que fue desarrollado para luchar contra otra bacteria, pero que está ofreciendo unos resultados prometedores contra la TB-XDR, como demuestra el caso de Siyabulela. El problema es que en Sudáfrica el Linezolid está protegido por una patente y resulta tan caro que no puede administrársele a todos aquellos que lo necesitan. Cada pastilla cuesta unos 70$ y un paciente suele necesitar una por día durante los dos años de tratamiento, lo que eleva la suma a más de 85.000 dólares por paciente, lo cual resulta completamente inasumible para la mayoría de personas. Y eso, teniendo en cuenta que el Linezolid es sólo una más de las muchas pastillas que tienen que tomar. En los proyectos de MSF somos nosotros los que asumimos ese coste, pero la solución estaría en que se permitiera la entrada en el país del genérico que está disponible en otros lugares del mundo y que cuesta hasta 10 veces menos que el producto que comercializa Pfizer. Es cierto que hay otros medicamentos que ya están en la rampa de salida de las farmacéuticas, pero aún no están disponibles de cara al público y pasarán varios años hasta que se comercialicen.

“Fue un viaje muy largo”, recuerda Siyabulela. “Recuerdo que el día en que me dieron los resultados, el doctor me llevó a una habitación aislada en la que me dijo que no solamente era positivo, sino que era “triplemente positivo”. Ahí es cuando pensé que no había ninguna esperanza de salir vivo”.

Siyabulela Qwaka 3Aquello fue en marzo de 2012. 3 meses antes, una radiografía reveló el agujero que tenía en uno de sus pulmones. Tuberculosis. Hasta hace poco, la gente solía decir que el que contraía la TB-XDR o la TB-DR (una variante de la TB con menos resistencias que la XDR y cuyos pacientes tienen mayor esperanza de vida) era porque no había tomado de manera correcta el tratamiento, y que por ello había generado resistencias. Sin embargo, un reciente estudio de la Universidad de Ciudad del Cabo demostró que el 80% de los afectados por TB-DR en Sudáfrica contrajeron la bacteria simplemente respirándola. Al igual que Siyabulela, muchos de ellos nunca antes habían tenido tuberculosis antes de verse afectados por la variante resistente a los medicamentos.

El Linezolid fue el principio de aquello que Siyabulela llama, citando las palabras de Mandela, “un largo camino hacia la libertad”. Dado que ningún otro de los nuevos medicamentos para luchar contra la TB está aún en el mercado, los doctores que se encuentran ante un caso de TB-DR o XDR tienen que recetar las únicas medicinas que están disponibles a día de hoy: y todas tienen en común que son extremadamente tóxicas y que pueden llegar a producir terribles efectos secundarios. Phumeza, la primera paciente que logró vencer a la TB-XDR en Sudáfrica, se ha quedado permanentemente sorda como consecuencia de los efectos secundarios que le provocaron alguno de los viejos medicamentos que tuvo que tomar.

Aunque Siyabulela ha tenido la suerte de no experimentar efectos secundarios tan extremos, tampoco se puede decir que su largo periplo fuera un camino de rosas. El periodo más difícil para él fueron los 9 meses durante los cuales tuvo que ir día tras día a la clínica para que le pusieran unas dolorosísimas inyecciones (200 al final de ese periodo). Le dolía tanto que apenas podía sentarse. “Tampoco fue fácil tener que tomar una docena de pastillas diarias (unas 15.000 a lo largo de los dos años), y menos aún sabiendo como sabía que me producirían unas nauseas terribles”, añade.

Siyabulela Qwaka 4Siyabulela decidió que lucharía contra la enfermedad con todo lo que tenía. Peleó sin descanso y en todo momento por recuperar su salud y tuvo que dejar su trabajo como desarrollador de software para centrarse en seguir a rajatabla el difícil tratamiento, sobreviviendo a base de las ayudas sociales. “Fue una decisión difícil, sobre todo teniendo en cuenta que el 60% de la población en edad de trabajar de Khayelitsha no tiene un empleo, pero tenía que poner todas mis energías en esto”, insiste.

A los 28 años, la vida de Siyabulela se quedó suspendida en el tiempo, pero ahora que está curado, todas sus esperanzas y energías han vuelto a él con más fuerza que nunca. En los últimos meses de tratamiento se inscribió en diversos cursos de refresco que le sirvieron para ponerse al día de lo que se pedía en el mercado laboral después de tanto tiempo fuera. Ahora, tras seis meses de búsqueda con altos y bajos, finalmente ha encontrado un nuevo trabajo en una compañía de tecnología de la información.

Siyabulela ha ganado esta batalla por su vida y sabe que eso es algo que no está al alcance de cualquiera. Por ello, trata de animar a los demás pacientes recordándoles que algunos de los más importantes personajes de la historia reciente de Sudáfrica, como Mandela o Desmond Tutu, también tuvieron tuberculosis. “Eso tiene que motivaros”, les dice. “Esta enfermedad es una enfermedad a la que sólo los héroes pueden enfrentarse, pero si logras vencerla, podrás hacer cualquier cosa que te propongas en la vida”.

Siyabuela termina su charla y se sienta junto a los demás pacientes mientras estos le aplauden. Uno de ellos comienza a cantar un estribillo: “determinación, fuerza, esperanza”. El resto le acompaña a capella con ese ritmo que sólo los africanos tienen. Luego, todos juntos, a coro, se unen en una sola voz: “Aunque llueva, tienes que salir. Doctora Jenny, danos por favor Linezolid”.

A veces, los atascos de tráfico son buenos

Por Padma Priya, periodista de Médicos Sin Fronteras en India

Iba en un rickshaw, un triciclo motorizado, y estábamos en un atasco, así que empecé a hablar con el conductor, Bishnu. Me contó que estaba ayudando a sus hermanos para que pudieran estudiar en Patna, la capital de Bihar.

Le dije que había estado hace poco en Bihar y me pregunto que por qué. Le expliqué que trabajo para Médicos Sin Fronteras y que la organización está luchando contra la desnutrición y el kala azar en ese estado. Cuando pronuncié kala azar, su gesto cambió y me dijo que su madre había estado aquejada de esta enfermedad. Le pregunté dónde había sido tratada y me dijo que en Hajipur. “¿Trabajas para ese MSF?”, me preguntó.

Su madre había recibido tratamiento en el hospital de Sadar, donde trabajamos. “La pobreza debe ser erradicada en Bihar y el kala azar también. La educación es la única forma de conseguirlo”, dijo mientras detenía el vehículo frente a mi casa.

Paciente de kala azar en el distrito de Vaishali, estado de Bihar, India. Fotografía de Anna Surinyach.

Paciente de kala azar en el distrito de Vaishali, estado de Bihar, India. Fotografía de Anna Surinyach.

Le pagué y cuando ya me iba añadió: “Por favor, continúen tratando a nuestras familias en Bihar que sufren el kala azar. Muchos han muerto porque no había tratamiento”. En días como este, me siento afortunada de trabajar en una organización como Médicos Sin Fronteras.

La respuesta al brote de Ébola se asemeja a una intervención en una zona de guerra

Mariano Lugli, coordinador de emergencias de Médicos Sin Fronteras para el brote de Ébola en Guinea

Miembros de MSF aseguran el traje de protección antes de entrar en el centro de tratamiento  del Ébola Copyright: Amandine Colin/MSF

Miembros de MSF aseguran el traje de protección antes de entrar en el centro de tratamiento del Ébola Copyright: Amandine Colin/MSF

Llegué a Guéckédou, donde comenzó el brote, hace dos semanas. La situación era confusa, los casos aún no se habían confirmado, pero todo apuntaba al Ébola. Así que establecimos medidas de protección para garantizar la seguridad desde el principio.

Lo primero que hicimos fue tratar de reducir el pánico entre el personal de salud, que a menudo son los primeros en verse afectados por la enfermedad. Los trabajadores de salud del hospital de Guéckédou se vieron afectados al igual que cuatro médicos en Conakry. Cuando ocurre un brote, una gran cantidad de personal sanitario huye porque están asustados. Así, en Guéckédou, los pacientes quedaron completamente solos durante dos o tres días.

Este es el motivo por el que incluso antes de la confirmación del brote de Ébola, realizamos sesiones de formación con médicos y enfermeros en las que explicamos cómo poner en marcha medidas de control de infección ante el virus en los hospitales con el fin de protegerse a sí mismos.

Había mucho que hacer en muy poco tiempo: la construcción de una sala de aislamiento para los pacientes (lo que hicimos en dos días) y el establecimiento del control de la infección en el hospital. El siguiente paso era identificar a las personas que habían tenido contacto con los pacientes y realizar un seguimiento continuado durante 21 días. Si no presentaban síntomas durante este tiempo, podrían ser declarados no contaminados. También comenzamos la vigilancia epidemiológica, organizamos actividades de sensibilización con los medios de comunicación locales para proporcionar información esencial a la población local y, al mismo tiempo, creamos equipos para identificar los posibles casos y llevarlos a las salas de aislamiento. Solo poniendo en marcha  todas estas actividades de forma inmediata puedes esperar contener la epidemia.

Se suponía que debía estar diez días, pero en mi camino de regreso a Conakry me dijeron que se habían confirmado casos en la capital así que me quedé. Como coordinador de emergencias, empleo mucho tiempo en reuniones, pero cuando tenía tiempo me gustaba ayudar al equipo médico que entra en las salas de aislamiento a recoger muestras de sangre y mantener el ánimo de los compañeros.

Monia Sayah, enfermera de MSF, explica al personal del hospital Guéckédou como se transmite el virus y como protegerse cuando tratan los pacientes. Copyright: Amandine Colin/MSF

Monia Sayah, enfermera de MSF, explica al personal del hospital Guéckédou como se transmite el virus y como protegerse cuando tratan los pacientes. Copyright: Amandine Colin/MSF

Resulta muy estresante trabajar en esta situación porque conoces la enfermedad, sabes cuáles son los riesgos, que no puedes cometer errores y que tienes para mantener la concentración en todo momento. Al mismo tiempo, los recursos humanos están bajo presión y estás cansado. Al principio, el equipo se levantaba a las dos y las tres de la mañana para hacer rondas en la sala de aislamiento.

Creo que se asemeja mucho a una intervención en una zona de guerra, hay una enorme solidaridad entre los miembros del equipo y todos tratamos de ayudarnos unos a otros. El hecho de tener que vestirse con ropa de protección para entrar en las salas de aislamiento y localizar pacientes en las comunidades es muy estresante para todos los involucrados, pero en términos de la solidaridad entre las personas, es muy positivo.

Hay gran estigma asociado al Ébola por lo que tenemos psicólogos que ayudan a los pacientes y sus familias. Situar a una persona en aislamiento es una decisión muy importante y resulta especialmente difícil con pacientes que se encuentran en el límite por los síntomas que presentan y su historial de contactos con pacientes infectados. Así que hemos creado zonas separadas dentro de la sala de aislamiento: una para los casos confirmados y otra diferente donde están los que aún la infección no ha sido confirmada mediante análisis de laboratorio. Ya en estos momentos, un laboratorio en Guéckédou  puede analizar las pruebas y en doce horas determinar si las personas tienen la enfermedad.

Regresé ayer a casa. Mi mujer es enfermera pediátrica. Trabajó en Liberia durante un brote de fiebre hemorrágica de Lassa, así que conoce este tipo de enfermedades. No me he atrevido todavía a decirle a mis padres donde he estado –aunque estos días va a estar en todos los medios italianos – así que voy a tener que contárselo pronto.

 

“Sí, estoy feliz por él, pero no olvido que los otros cuatro están muertos”

Por Jennifer Hughes, doctora de MSF y Goodman Makhanda, paciente afectado por tuberculosis extremadamente resistente a los medicamentos

Una madre junto a su hijo en el mostrador del dispensario de la zona industrial de Matsapha, Suazilandia. ©Sven Torfinn.

Una madre junto a su hijo en el mostrador del dispensario de la zona industrial de Matsapha, Suazilandia. ©Sven Torfinn.

Hace apenas dos semanas, y después de haber pasado más de dos años bajo tratamiento para la pre-TB-XDR (tuberculosis extremadamente resistente a los medicamentos), por fin pudimos confirmar oficialmente que Siyabulela Qwaka estaba curado. Se trataba de una grandísima victoria y de una excepcional noticia, ya que la probabilidad de curación para una persona con pre-TB-XDR o con TB-XDR es inferior al 20%, así que ese día, como no podía ser menos, preparamos una modesta celebración en la clínica de atención primaria de Khayelitsha, en Sudáfrica.

Siyabulela Qwaka fue uno de los primeros pacientes en formar parte del proyecto piloto que Médicos Sin Fronteras (MSF), en colaboración con los departamentos de salud locales, puso en marcha para mejorar los resultados del tratamiento a personas con pre-TB-XDR y TB-XDR, así como para tratar de encontrar alternativas válidas para aquellos pacientes de TB-MDR (multirresistente) que no estaban respondiendo a la medicación.


Todo el personal se reunió para felicitar a Siyabulela, el cuarto paciente desde que se inició el proyecto que logra abandonar la clínica completamente curado. Cuando el héroe del día hizo un recorrido en voz alta por las dificultades que había pasado a lo largo de estos dos últimos años, las lágrimas de emoción empezaron a hacer presencia entre todos aquellos que estábamos en la sala. «Y todo esto, a pesar de que no soy VIH positivo… pues para ellos esta experiencia es aún mucho más dura», nos decía emocionado. Siyabulela enumeró los efectos secundarios que sufrió durante todos y cada uno de los días que estuvo bajo tratamiento y mencionó el estigma al que tuvo que hacer frente cuando la gente le etiquetó de «persona aquejada por TB de la mala». También rememoró la fuerza de voluntad que tuvo que tener para “arrastrarse” día tras día hasta a la clínica y esperar a que le administrase esas pastillas que tanto daño le hacían y que no le garantizan una cura. Todos aquellos que estuvieron a su lado durante estos dos años, tanto el personal de la clínica como los trabajadores comunitarios, merecen sentirse orgullosos de este logro y sentirlo en parte como suyo, pues Siyabulela no siempre aceptó de buena gana que la única opción que tenía para seguir vivo y poder continuar su carrera de Tecnología de la información era la de seguir el tratamiento. En los momentos más duros tuvimos que hacer un gran esfuerzo para convencerle de que tenía que seguir adelante. No fue fácil, pero hoy todos somos conscientes de que valió la pena animarle para que siguiera luchando.

Goodman Makhanda

El momento en el que le dieron de alta fue verdaderamente emocionante. Nos lo tomamos como un pequeño receso en la batalla para detectar, tratar y erradicar la TB-DR, una lucha que empieza por nuestra comunidad, pero que tiene la clara vocación de servir como ejemplo para todos esos lugares del mundo en los que la TB también está causando estragos. Sin embargo, yo que hace poco también fui diagnosticado de TB-XDR, sé que en el fondo de mi corazón había una pregunta que no dejaba de rondarme: ¿por qué ha de sentirse tan agradecido Siyabulela? ¿Será porque los médicos finalmente recibieron el diagnóstico correcto de que tenía pre-TB-XDR, “tan sólo” cuatro meses después de que llegara por primera vez a la clínica con los síntomas propios de la enfermedad?, ¿O debería estar agradecido por haber recibido un régimen de medicamentos que los médicos pensaban que podrían funcionar, aunque en el fondo no estaban muy seguros de que así fuera? ¿Quizás por el hecho de haber recibido un montón de dolorosas inyecciones que tenía que aguantar sin rechistar, confiando en que sirvieran para algo, mientras esperaba sentado a ver a ver si estos eran o no los últimos años de su vida? ¿O debería estar agradecido por haber sido considerado “elegible” para recibir el tratamiento, por haber tenido la suerte de estar en Khayelitsha y tener así la posibilidad de ser tratado con linezolid, un medicamento cuyo precio es demasiado alto para que su gobierno pueda ponerlo a disposición de las personas sin asistencia médica?… ¿O quizás fuera porque le dijeron que no le quedaba otra opción que tragarse 20 pastillas cada día durante dos años y aguantar los efectos secundarios terribles que iba a sufrir… y que aun así tendría que considerarse afortunado porque no había otras opciones disponibles? O, en definitiva, ¿por el hecho de que él no es una de las otras cuatro personas que comenzaron el mismo tratamiento a la vez que él? Personas, todas ellas, que hace tiempo que ya no están entre nosotros.

Durante los dos años de tratamiento, los pacientes de TB-XDR puedenm llegar a tomar hasta 20.000 pastillas. ©Sydelle WIllow Smith

Durante los dos años de tratamiento, los pacientes de TB-XDR puedenm llegar a tomar hasta 20.000 pastillas. ©Sydelle WIllow Smith

Si cada año hay miles de personas que están siendo diagnosticadas en Sudáfrica, yo lo que quiero es que alguien me explique por qué nunca había oído hablar de la TB-DR antes de resultar contagiado – a pesar de ser un paciente diabético que ha asistido a una clínica local por lo menos una vez al mes desde hace muchos años. Si esta enfermedad es realmente ese bicho asesino que infecta a la gente sólo con respirar, ¿no debería de haber decenas personas advirtiendo al respecto en todas las clínicas, taxis, escuelas y rincones de las hacinadas infraviviendas de Khayelitsha? ¿Por qué podemos conseguir tratamiento antirretroviral para el VIH si nuestro recuento de CD4 es de 350, y en cambio nadie hace nada para reducir el riesgo tan evidente de morir de tuberculosis? ¿No deberíamos exigir que alguien nos explicara cómo proteger a nuestras familias de una enfermedad que se transmite a través del aire y que nos afecta a todos, sin distinción de raza, sexo o comportamiento? ¿Y no deberíamos exigir tener acceso a un diagnóstico rápido y a un tratamiento eficaz si hemos tenido la mala suerte de respirar en el lugar equivocado y en el momento equivocado?

Jennifer Hughes

Una de las razones por las que decidí estudiar medicina fue que me gustaba la idea de que mis actos y mi conocimiento pudieran influir de manera positiva en la vida de las personas. Y siempre que fuera posible, en la vida de una importante cantidad de personas. Ver a Siyabulela curado me hace sentir feliz de ser médico, pero esa alegría se me apaga cuando recuerdo la mirada de tristeza de todos aquellos que iniciaron el largo camino del tratamiento y que no pudieron terminarlo, el abatimiento que sintieron cuando por fin fueron conscientes de que no me quedaba ninguna otra alternativa que ofrecerles. En esos momentos no puedo evitar pensar que me equivoqué cuando decidí dedicarme a la medicina, que tendría que haber sido maestra de escuela o planificadora de urbanismo, o incluso ingeniera, qué sé yo. Lo que sí sé es que cualquier persona que se dedique a una de estas profesiones puede contribuir más que yo a cambiar la vida las personas.

Y es que, ¿cuál es el impacto real que podemos conseguir médicos y enfermeras con nuestro trabajo, si en realidad lo único que podemos ofrecer a nuestros pacientes es, como mucho, un 20% de posibilidades de sobrevivir?

A nosotros nos dicen constantemente que deberíamos considerarnos afortunados de poder trabajar con pacientes de TB-DR en Sudáfrica, concretamente en Khayelitsha. Tenemos, por lo menos en teoría, los recursos suficientes para detectar, diagnosticar y tratar a la mayoría de casos sospechosos de TB prevalente y de TB-DR. En muchos otros lugares del mundo ni siquiera tienen acceso a una prueba de diagnóstico de laboratorio, y mucho menos a los medicamentos para tratar la enfermedad. Una vez que los pacientes han sido diagnosticados de TB-DR en Sudáfrica, la mayor parte de las opciones de tratamiento recomendadas por la OMS están disponibles para su tratamiento. Y para los pacientes con pre-TB-XDR y TB-XDR, hay un montón de grupos de trabajo que tienen por lo menos interés en ayudarles a acceder al mejor tratamiento disponible y en ofrecerles las mayores posibilidades de curarse. Obviamente, en otros países, no tienen ni la mitad de facilidades.  Pero la realidad es que a pesar de todos estos «lujos», el porcentaje de éxito que tiene el tratamiento de la TB en Sudáfrica sigue siendo tan bajo como el de cualquier otro lugar: menos de 50% de los pacientes con TB-DR, la “menos mala” de las tres “más malas” variantes de la enfermedad, completan el tratamiento con éxito.

Phumeza Tisile fue la primera surafricana en ganar la batalla a la TB-XDR. ©Sydelle WIllow Smith

Phumeza Tisile fue la primera surafricana en ganar la batalla a la TB-XDR. ©Sydelle WIllow Smith

Por eso necesitamos tener un régimen de tratamiento contra la TB que sea totalmente nuevo y que funcione realmente, un tratamiento que no haya sido desterrado de la época obscurantista de la medicina moderna para ser reutilizado. Necesitamos un tratamiento que la gente pueda tomar sin temor a perder alguna de sus funciones corporales, sin temor a volverse loco o a quedarse sordo. Exigimos que por fin haya un tratamiento que los departamentos de salud puedan adquirir a un precio razonable y que les permita tratar a los cientos, a las miles de personas que lo necesitan, y no uno por el que haya que pagar hasta 13.000$ por paciente, como es el caso del linezolid de Pfizer, el único que se ha demostrado mínimamente efectivo hasta ahora (siempre que se use combinado con otros) para curar a los pacientes de TB-XDR.

También es necesario que los recursos y la tecnología para asegurar un acceso rápido al diagnóstico estén disponibles para todo el mundo y poder identificar así a aquellos que necesitan acceder a mejores regímenes de tratamiento. Y que una vez que estén diagnosticados, todo el mundo pueda a acceder al tratamiento, no sólo aquellos que tengan la suerte de estar en el momento preciso y en el lugar adecuado.

¿Y yo qué puedo hacer?, me dirás ahora. Pues tú también puedes aportar tu granito de arena firmando el manifiesto de MSF contra la TB-DR –elaborado por pacientes y médicos en la web que hemos creado a tal efecto: msfaccess.org/tbmanifesto. La petición apela al acceso universal al diagnóstico y al tratamiento de la TB-DR, a que se desarrollen mejores regímenes de tratamiento y a que haya fondos disponibles para llevar a cabo estos programas. ¡Te animo a que te unas a la iniciativa y a que pases la voz! ¡Entre todos, podemos lograrlo!

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Goodman Makhanda nació y creció en la provincia de Eastern Cape, desde donde se trasladó a Khayelitsha con la intención de encontrar un trabajo. A día de hoy trabaja en una tienda de ropa en Ciudad del Cabo. Desde que el pasado año fuera diagnosticado de TB-XDR (su primer diagnóstico de  TB), se ha convertido en un poderoso altavoz para concienciar a su comunidad acerca de la enfermedad y para dar a conocer los retos a los que se enfrentan pacientes y personal sanitario a la hora de poder acceder a mejores tratamientos.

La Dr. Jennifer Hughes es la responsable médica de MSF en Khayelitsha. La organización médico humanitaria trabaja en colaboración con el Departamento de Salud y con varias contrapartes locales para responder a la epidemia de tuberculosis resistente a los medicamentos.

Los muchos rostros del mal

por Minja Westerlund, psicóloga de Médicos Sin Fronteras en Papúa Nueva Guinea*

 

Entrada al Centro de Apoyo Familiar de MSF en Tari (© MSF).

Entrada al Centro de Apoyo Familiar de MSF en Tari (© MSF).

 

He de empezar explicándoos que Médicos Sin Fronteras proporciona ayuda médica y psicológica a las personas que han sobrevivido a una violación en Tari, Papúa Nueva Guinea. La violación no sólo es un delito que afecta a muchos aspectos de la vida humana, sino que también es una emergencia médica, un trauma psicológico que tiene consecuencias profundas en el ámbito de la familia y de la sociedad.

Aquella mañana de lunes comenzó de una forma triste en el Centro de Apoyo Familiar. Recibimos a una paciente que había sido violada por ocho hombres. La mujer había ido a visitar a unos familiares durante el fin de semana y, al bajar del autobús, fue asaltada por un grupo de hombres, que abusaron de ella por turnos. Llegó a nuestra clínica con la ropa desgarrada, llena de barro, y padeciendo un dolor físico agudo.

Otra paciente que se presentó en el Centro nos contó que el autobús en el que viajaba fue detenido por un grupo de ladrones, que sustrajeron a todos los pasajeros su dinero y objetos de valor. Además, forzaron a todas las mujeres: las apartaron del resto de pasajeros y las violaron.

Desde que empecé a trabajar en este proyecto y a ser testigo de todos los hechos terribles que vemos en nuestra clínica, me he preguntado innumerables veces por qué. ¿Por qué alguien comete estos crímenes horrendos? A veces, me inclino a pensar, como supongo que hace la mayoría, que quienes perpetran estos actos son malos por naturaleza. La gente se divide en ‘nosotros’ (‘los buenos’) y ‘los otros’ (‘los malos’). Este dualismo simplista de ‘buenos’ contra ‘malvados’, sin embargo, no es muy constructivo si queremos entender realmente los actos del mal.

Philip Zimbardo, profesor y psicólogo social, escribe las acciones horribles son posibles para cualquiera de nosotros en las circunstancias correctas (o equivocadas). Las situaciones y ambientes sociales tienen efectos significativos en el comportamiento de las personas, y no se trata sólo de variables de personalidad o de genes. Pensad en el ejemplo clásico de los campos de concentración nazis que estaban en manos de mujeres y hombres normales y corrientes.

Así, el profesor Zimbardo escribe que, con el objeto de entender el comportamiento extraño, deberíamos siempre comenzar por analizar la situación pero debemos evitar caer en el determinismo: la gente sigue siendo responsable de sus actos. Tampoco deberíamos categorizar a las personas como ‘buenas’ o ‘malas’. Cuando sostenemos ese enfoque de la gente como ‘buena’ o ‘mala’, aquellos considerados ‘buenos’ parecería que carecen de toda responsabilidad.

Sí, fue el violador quien violó, ¿pero qué pasa con aquellos de nosotros que contribuimos a mantener un sistema donde prevalece la desigualdad de género? ¿Alguno de los ocho hombres que violaron a nuestra paciente lo hubiera hecho si la hubiera conocido a solas, por separado?

Para terminar, si este tema os interesa, me gustaría recomendaros un libro del profesor Zimbardo: ‘El efecto Lucifer: el porqué de la maldad’.

La semana que viene os cuento sobre quienes vuelven a sonreír a pesar de todo.

 

*Minja es psicóloga. Su cometido principal en el proyecto de MSF en Tari ha sido facilitar atención en salud mental y apoyo psicológico a las víctimas de violencia sexual e intrafamiliar, fundamentalmente a mujeres. Más información sobre el trabajo de MSF en Papúa, en este vídeo.