Raúl Torres, coordinador de Médicos del Mundo en Mauritania
Cuarenta y tantos niños viviendo en un espacio de unos 20 metros cuadrados. Niños que han sido confiados por sus padres a un marabú (maestro religioso que enseña el Corán) sea por tradición, sea, como en muchos de los casos, simplemente por no poderlos alimentar. Niños obligados a mendigar. Niños que nunca han visto un médico ni han pisado una escuela convencional.
Ésta es la estampa tantas veces vista al transitar por distintas ciudades africanas. Ésta es la realidad de los niños talibés, todos ellos varones y de etnia peul ¿Qué pensar al respecto? ¿Acaso entenderlo como una ‘peculiaridad sociocultural’? ¿O más bien denunciar la situación? Si es así, ¿A quién? ¿Quién es el culpable? ¿Los padres, el marabú, la sociedad, todos nosotros?
Hemos llegado a un punto en nuestro mundo en que ya nada nos escandaliza. Todo es ya sabido. Se supone que es una consecuencia inevitable de… ¿De qué? Yo mismo tampoco me escandalicé. Ya sabía de su existencia. Ya me había cruzado con estos niños en muchos lugares. Tampoco me consideraba capacitado para cambiar esa situación, al menos sustancialmente.
O sea que allí estaba. Negociando para que nos dejaran poner una tirita en forma de saneamiento, educación para la salud, vacunas y revisiones médicas, una tirita que, en cualquier caso no curaría la herida, sólo la aliviaría.
No paraba de preguntarme: ¿Qué más podemos hacer? ¿Rebelarse? ¿Cómo? ¿Es mejor dejar que las cosas cambien por sí mismas y limitarse a poner esa tirita que alivia el dolor? ¿Quizás sea testimoniar lo mejor que podemos hacer? ¿Denunciarlo? ¿A quién, cómo y dónde? ¿Sólo con contarlo basta, quizás? Era todo preguntas, ninguna respuesta.
De camino de vuelta a la oficina cambiamos de tema, hablamos de ya no recuerdo qué. Nadie se había sorprendido. Al fin y al cabo es la realidad cotidiana de este lugar. Así es el mundo en que vivimos.
No sabía si conocerlo de primera mano era un lujo o una penitencia libremente autoimpuesta. Lo que sí que sabía es que ello me obligaba a no permanecer impasible. No sólo debíamos tratar de mejorar la situación concreta de aquellos niños que habíamos visto, debíamos ir más allá.
La única clave que encontré, por tanto, pasaba por no acostumbrarse. Nunca dejar de conmoverse por estas realidades. Si lo hacemos, jamás, nunca cambiará nada. Como nada ha cambiado hasta hoy. Por la indiferencia colectiva. Por esa indiferencia que hoy me ha amenazado, pero a la que, gracias a estas líneas, estoy tratando de alejar definitivamente.
Mañana seguiré conociendo otras realidades similares. Espero mantener mi capacidad de indignación logrando dejar la indiferencia a un lado. Hoy más que nunca, debo aplicar el lema de Médicos del Mundo: combatimos todas las enfermedades, incluida la injusticia.