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Caminante, no hay camino… en Kalonge

Por Jana Brandt, coordinadora de Médicos Sin Fronteras en Kalonge (República Democrática del Congo).

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Caminan, caminan y caminan. En Kalonge, aparte de algunos moto-taxis que no todos se pueden permitir, los medios de transporte no existen, ni siquiera los burros, las mulas o los caballos. Todo, realmente todo, desde muebles de madera hasta sacos de plátanos, se transporta a pie. La mayoría de las veces se lleva la carga sobre la cabeza. Y normalmente sobre la cabeza de la mujer.

La fuerza física de las mujeres congoleñas es impresionante. ¿Sacos de carbón de 30 o 40 kilos? Ningún problema, incluso estando embarazada. “Y aún así, andan más rápido que nosotras”, pienso avergonzada. Los habitantes de Kalonge caminan desde muy pequeños y la costumbre hace el hábito. Las niñas aprenden desde chiquititas a cargar agua en una botella pequeña o a transportar palitos de madera para hacer fuego en la casa.

Con los pies como únicos medios de transporte, la medición de las distancias en Kalonge es muy relativa. Cuando preguntas si fulano de tal vive lejos, la respuesta suele ser negativa: siempre dirán que vive “cerca”, aunque para nosotros sea lejos. Caminar durante una hora seguida hasta llegar a algún lugar es considerado “aquí al lado”. Caminar durante tres o cuatro horas para llegar a la oficina y entregar algún informe, o simplemente para saludarte, es absolutamente normal. “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”, decía Machado, y no puede haber mejor descripción para la vida diaria de Kalonge.

Caminar para llegar al colegio. Caminar para trabajar los campos. Caminar para buscar madera. Caminar para llegar al mercado, no sólo para comprar, sino sobre todo para vender. Caminar para traer agua. Y muy importante: caminar para llegar a un puesto de salud, arrastrando el peso de una enfermedad. Es esta la realidad de Kalonge. Las distancias medidas en kilómetros para llegar a un centro de salud no son muy grandes (oscilan entre los 25 y 30 kilómetros para los trayectos más largos), pero esta distancia se vuelve penosa para cualquier persona castigada por una enfermedad y físicamente debilitada.

Sólo si el estado de salud del paciente es demasiado grave, es la familia o la comunidad quien lleva al enfermo al hospital. Caminando, por supuesto. Con los seis coches de MSF no tenemos la capacidad de transportar a todos los enfermos de Kalonge desde los centros de salud hasta el hospital. Kalonge tiene una población de 142.779 habitantes y materialmente es imposible cubrir todos los requerimientos sanitarios y logísticos que allí se presentan. Sólo a veces, durante las visitas semanales a los centros, podemos llevar al hospital en nuestros coches a algunos enfermos graves o urgentes.

Una imagen que se me ha quedado grabada en la memoria es la del padre que cargó con su hija de 3 años a la espalda durante horas, hasta llegar, desesperado, a uno de nuestros centros de salud: la pequeña estaba a punto de morir por los efectos de una fuerte anemia causada por la malaria. Llevaba la preocupación y el cansancio escritos en la cara c???????????????????????????????uando abrazaba con desesperación a la niña –Emedo era su nombre-, mientras los enfermeros le inyectaban glucosa y artesunato (un antipalúdico) para devolverle la vida.

Una vez estabilizada en el centro de salud, la llevamos en uno de nuestros coches al hospital, donde el equipo médico se ocupó de ella. Unos días más tarde se la veía dando sus primeros paseos por el recinto del hospital, agarrada de la mano de su padre, que ahora ya lucía una gran sonrisa. Cuando nos descubrió, se nos acercó y dijo en un francés que le salió con dificultad: “¡Dios va os dar alguna cosa!” Yo no soy creyente, pero reconozco que me emocioné.

Por suerte, el caso de Emedo no es frecuente en Kalonge. Aquí estamos a 1.800 metros de altura, y por tanto la malaria no suele ser un problema mayor, al revés que en las zonas cálidas de Kivu Sur, donde las epidemias de paludismo causan cada año muchas víctimas mortales. En Kalonge son más frecuentes las enfermedades diarreicas y las infecciones respiratorias debido al clima frío y la abundante lluvia.

Pero el caso de Emedo también demuestra que caminar lo es todo en Kalonge. En Kalonge, caminar es vida. En todos los sentidos, día tras día.

 

 Puedes leer otros posts de Jana desde Kalonge aquí.

 

 

Memorias del RUSK. Parte I: golpes al hígado.

Por J. Mas Campos, coordinador de emergencias de MSF en Kivu Sur, República Democrática del Congo

Hace mucho tiempo que no daba señales de vida, desde el brote de ébola. Disculpen, fueron tiempos azorados, frenéticos, preñados de aprendizaje, rabia y coraje. O eso, o que el trabajo me volvió algo introvertido.

Tómense estos posts como repaso y despedida. He pasado los últimos 10 meses embarcándome en toda clase de emergencias en la República Democrática del Congo, más concretamente en la provincia de Kivu Sur. Las siglas del equipo son RUSK, Réponse d’Urgence Sud Kivu, una reducida unidad de respuesta rápida formada por expatriados y congoleños bien avenidos, que viaja ligera, trabaja rápido y se acompasa armoniosa como un acordeón (insha’allah) en los momentos de trabajo de mayor sobrecarga.

Estos 10 meses requieren, de la parte de un amnésico como yo, una cronología de efemérides que pretenda ser mi particular cuaderno de bitácora para no perder memoria de cuanto acaeció en este interregno. Intentémoslo, pero ya les aviso que será largo y vendrá por partes:

Septiembre de 2012. Hace calor y fumo demasiado. La encomienda de las emergencias debuta a lo grande con una de las más terribles fiebres que existen en el mundo, las hemorrágicas del Ébola en Isiro, Provincia Oriental de Congo. Si lo recuerdan, ya desacralicé su aura demoníaca en otra historia “novelada”.

Equipos de MSF durante una intervención de emergencia para atender a desplazados en Kalonge, Kivu Sur, en julio de 2012 (© Juan Carlos Tomasi).

Equipos de MSF durante una intervención de emergencia para atender a desplazados en Kalonge, Kivu Sur, en julio de 2012 (© Juan Carlos Tomasi).

Octubre, sudor y entrenamiento: aterrizo en el RUSK y comienzo un aprendizaje exhaustivo para prepararme como emergencista. Como peso pluma que soy en esto, encajo los primeros golpes en el hígado al enfrentar las turbulencias propias de cada comienzo: los puentes se quiebran a nuestro paso, las carreteras se hunden… qué diablos, nadie dijo que fuera a ser fácil. Pero apretamos los dientes y nos decimos, como en el poema de Kipling: músculos, ¡resistid!

En noviembre repican marciales las marchas bélicas en la lejanía: estamos al quite en todo el feo embrollo del grupo insurrecto M–23, cuando la ciudad de Goma cae ante sus legiones en poco más de tres días. Al sentarse los grandes generales a negociar, finalmente la guerra no llega a desatarse. El equipo médico del RUSK colabora en la “re-apertura” del proyecto de Minova tras su evacuación. Aliviados por la incruencia y la benignidad del desenlace (si bien, momentáneo), deponemos los escudos, pero proseguimos la guardia.

Diciembre y enero nos deparan la oportunidad de emprender una acción preventiva contra una epidemia de sarampión que ya había contagiado a más de 700 niños en una inestable y volátil zona del Kivu Sur, Bunyakiri. Luego de asegurarnos de que a los niños ya enfermos se les dispensa el tratamiento adecuado, durante 6 semanas recorremos largas distancias en coche, en motocicleta y a puro pie por parajes de selva, montañas y barro.

Tenemos la inmensa buenaventura de conocer paisajes de una exuberancia y belleza tales, que a veces me pregunto quién es el verdadero beneficiario de este trabajo: son increíbles los hallazgos que, sin buscarlos, puedes encontrarte… los hay que pagarían fortunas con tal de presenciar tales portentos.

Al cabo de las Navidades, y a pesar de las vacaciones y sus colegios cerrados, en contra de las grandes distancias que las madres y los niños deben recorrer para acceder a los sitios de vacunación de MSF, pese a la lluvia torrencial o al calor tempestuoso, y, sobre todo, a despecho de la violencia y las armas que dejan pendiendo de un hilo el devenir cotidiano de la existencia en este selvático rincón, exuberante de vegetación y ríos, azotado cíclicamente por violencias y masacres, hemos vacunado a más de 65.000 niños, acabando afortunadamente con la epidemia.

(Continuará)

Si quieres leer otros posts de J. Mas Campos desde RDCongo, pincha aquí.

 

Maldita sea, al Ébola se le puede vencer

Por J. Mas Campos, coordinador de Emergencias de Médicos Sin Fronteras en Kivu Sur, República Democrática del Congo*

13:00 horas, escala en Bunia, salto a un Grand Caravan de doce pasajeros cuyo piloto es un mzungu[1] que habla kiswahili porque se crió en las afueras de Bukavu. No sé por qué recuerdo al escritor John Maxwell Coetzee, a los afrikaners, a Sudáfrica, si nunca estuve allí.

Tras dos semanas de Ébola, viajo a París a un curso de formación de emergencias, el más reputado de cuantos MSF Épicentre imparte: epidemiología, desnutrición, campañas de vacunación, cólera, etcétera. Creo que esto de las emergencias va a insuflarme nuevo coraje y agallas: realmente es ahí donde el trabajo de Médicos Sin Fronteras marca más la diferencia.

Antes de tomar las avionetas para salir de la Provincia Oriental, coordino la última reunión de la mañana y entrego mis particulares armas (el móvil y el ordenador, la pistola y la placa) a un veterano que aterriza para reemplazarme. Cierro con una despedida sincera (“ha sido un honor trabajar codo con codo con vosotros”) y una concesión a la galería, un chascarrillo popularizado aquí entre los nacidos en los 70: al estilo del capitán Furillo de Canción triste de Hill Street, a cuya voz mis compañeros asemejan la mía, termino con un “tengan cuidado ahí fuera”. Carcajadas entre los españoles que compartimos el universo de fetiches y referencias; los congoleños no entienden nada, pero nos citamos en los Kivus. Nos decimos adiós calurosamente sin tocarnos. Me regalan un sombrero en cuero de cowboy. Ahora sí que voy a ser todo un pintas.

La avioneta cabecea zarandeada entre las nubes por una súbita tormenta. Los cielos se han entenebrecido de repente y las lluvias se arremolinan alrededor de la nave azotando los cristales de la cabina con virulencia. La pareja de ancianos africanos que viaja a mis espaldas debe pensar que este mzungu está loco…y es que me he echado el sombrero sobre los ojos e intento proseguir mi cabezada.

Si no manifiesto síntomas (fiebre, vómitos, diarrea, etcétera) en los próximos 21 días, confirmaremos que no habré caído enfermo de Ébola. No hay necesidad de cuarentenas, cada vez sabemos más del enemigo, pero en el pasado, cuando existía el miedo a causa de su absoluto misterio, había muchas más cautelas. Miro por la ventanilla: bajo el mar embravecido de la borrasca, la luz del día se refleja en el horizonte al rebotar el resplandor solar contra la cúpula celeste. Tengo ganas de fumar, de echar una cerveza.

Este mes de septiembre he aprendido varias cosas sobre el Ébola, pero sólo una fundamental: se le puede vencer. Al Ébola se le puede vencer. He visto a un hombre de 78 años, un hombre que había perdido a la mitad de su familia por la malaventura de estas fiebres hemorrágicas, sobrevivir a la incubación y contagio: Papá Gaga, un pastor de una iglesia que se quejaba en la guardia de confirmados de “dolor de articulaciones”. También he presenciado en cambio cómo una joven de 19 años perecía de Ébola en la cama de al lado.

Es paradójico que salga de esta experiencia esperanzado. Pero es cierto: la supervivencia, la propia existencia, depende de uno, de tu sistema inmune, de la resistencia que plantes. Esa convicción me persuade nuevamente y me concilia con nuestra naturaleza valiente y cobarde. El destino es mitad carácter; la otra mitad, llamémosle hado, fortuna o azar, propone embustera el combate. Lo peor de este virus es que puede acabar con familias enteras, porque la transmisión es más fácil cuanto más estrecho sea el contacto entre humanos.

Triste, real, metafóricamente angustiosa, la vil manera en la que el Ébola se prevale de quienes más te quieren para matarte. El último ‘sms’ antes de embarcar me informó de que tenemos cuatro positivos confirmados. Y yo me tengo que marchar. Pero me resisto, me revuelvo en el asiento tras el copiloto dentro de la cabina de la avioneta, que sigue surcando la tormenta, forcejeo en el aire con esos fantasmas personales, y sentencio: al Ébola se le puede vencer. Sonrío.

A París desde RDC me va a llevar dos días llegar. A veces este trabajo se entrevera en estos contrastes tan brutales: de la interdicción del contacto humano, la angustia asfixiante de la escafandra y el olor a cloro constante, a pasear por los empedrados de París por primera vez en 15 años.

Si alguien conoce bien la ciudad, por favor, sea tan amable de recomendarme un cálido restaurante donde no sirvan mal vino y las viandas no me cuesten un riñón. Claro que quién va a querer un riñón de un posible contacto de Ébola… Qué diablos, suerte tendré si en el curso de formación me dan la mano… (humor negro de emergencias, muy común, ya sé, me estoy tarando).

Voy a Europa en bancarrota, casi sin un céntimo, y en las últimas. Las tarjetas y el teléfono las despaché en valija urgente hacia Bukavu cuando, en el tránsito hacia la misión del Ébola, hice escala en Goma. Así que solamente traigo la envejecida ropa de terreno, algunas camisas arrugadas y una barba de varios días. Y un sombrero en cuero de cowboy.

La tormentita amaina y el sol escarda la lana de las nubes. Joder, sólo quería escribir cinco frases, y me embalo y acabo como siempre… Maldita sea, el condenado pendientito de Hauts-Plateaux me sigue mortificando como el primer día y no me deja dormir de este lado. Me incorporo, olfateo al piloto y al frente veo Entebbe, el aeropuerto de Kampala, Uganda. Aquí me quedé encallado hace un par de años por un tema de visado cuando debía volver a Dolo Ado (Etiopía).

Recuerdo que el pequeño hostal donde nos alojamos en aquella ocasión tenía algunas vistas nocturnas fabulosas de las colinas de Kampala. Como las luces que se contemplan desde ese restaurante italiano abierto a la bahía de colinas de Kigali. Esa va a ser la prioridad principal del día: tomar una cerveza de noche delante de un bonito panorama.

Ah… y encontrar una lavadora.

15 horas. Kampala.

Por la noche, escribo un correo a Barcelona proponiéndome de nuevo, a mi regreso de París, para continuar coordinando la emergencia del Ébola en caso de que no encuentren a nadie.

 

 * Pepe es, desde el pasado mes de julio, responsable del RUSK, equipo de “Réponse d’Urgence Sud Kivu” (Equipo de Respuesta de Emergencia en Kivu Sur), en República Democrática del Congo. Puedes leer también su primer post desde RDC, «Los demonios de mi personal bestiario».

 Foto: Médicos de MSF se preparan para trata a pacientes con ébola en RDCongo, septiembre de 2012 (© Teresa Sancristóval/MSF).


[1] Término en África meridional, central y oriental para una persona de origen extranjero. Traducido literalmente, significa «alguien que deambula sin rumbo fijo» o «vagabundo sin rumbo».

Vacunando contra el sarampión en Congo

Por Amos Hercz (República Democrática del Congo, Médicos Sin Fronteras)

Hola de nuevo. Algunos quizás recordéis que ya estuve escribiendo en este blog desde Haití. Mi nombre es Amos Hercz, soy médico, canadiense, y ahora trabajo con MSF en la República Democrática del Congo.

Nunca antes había estado en África. Me sorprendió darme cuenta de que ya conocía a mucha gente en el equipo cuando llegué al proyecto: muchos habíamos coincidido precisamente en Haití durante la epidemia de cólera. Ahora estamos en Kivu Sur para tratar el sarampión.

En mi país nadie piensa mucho en el sarampión, es una fiebre infantil benigna. Y es rara. Gracias a la eficacia de los programas de vacunación, lo habitual en Norteamérica es registrar menos de 100 casos al año. En África, sin embargo, la desnutrición, la carencia de vitaminas y la falta de acceso a la atención médica han hecho que esta enfermedad sea, en niños, la causa número uno de muerte prevenible por vacunación.

El sarampión deja el sistema inmunitario temporalmente débil y vulnerable a infecciones secundarias. La Organización Mundial de la Salud (OMS) afirma que, incluso contando con el mejor de los cuidados, la tasa de mortalidad por sarampión en los países en desarrollo es de un 5%, es decir, 1 de cada 20 niños. Se suele decir que una de las pérdidas más catastróficas que alguien puede sufrir es la muerte de uno de sus hijos. En Congo, son pocas las familias que no han perdido al menos a uno.

 La logística de la vacunación es un quebradero de cabeza… para que funcione, la vacuna necesita mantenerse congelada o refrigerada desde el mismo momento en que es fabricada hasta que es inyectada. Asegurar la refrigeración durante el almacenamiento y transporte atravesando múltiples fronteras africanas es muy difícil.

A eso hay que añadir redes eléctricas que no funcionan, generadores que no pueden mantenerse activos continuamente; refrigeradores que no son fiables, temperaturas que aumentan durante el día, y un sol ecuatorial cerca del equinoccio. Todos estos retos están relacionados con lo que se llama “cadena de frío”: y si hay un solo fallo en la cadena, la vacuna no funcionará.

Establecemos nuestra base en Lemera, en Kivu Sur, para iniciar la vacunación. Las doce personas del equipo nos hacinamos en una casa de dos habitaciones y un baño. No hay muebles en la sala principal, por lo que la llenamos con refrigeradores médicos de la mejor calidad. Los cables, tan gruesos como mi dedo pulgar, serpentean a lo largo de la habitación hasta el panel eléctrico. Tuvimos que volver a cablear toda la casa para poder usar la corriente eléctrica.

 El día en que llegamos, organizarlo todo nos llevó casi hasta la medianoche. Todos los días, nos levantamos a las 5. Yo pensaba que, con tanta gente, habría mucho caos para usar el baño, por ejemplo, pero la verdad es que nos turnamos con una coordinación de lo más tranquila. En media hora, la mayoría estamos ya en el patio colindante donde están almacenados nuestros equipamientos y aparcados los vehículos.

Falta una hora para que amanezca y el aire es todavía fresco. Con el primer rayo de luz, después del frenesí de la organización, se cargan los todoterrenos y diez equipos de vacunación salen al camino.

Uno de nuestros enfermeros participó recientemente en una campaña de vacunación contra la gripe en Canadá. Me contaba que si su equipo de vacunadores podía cubrir una escuela con 180 niños en un día, lo consideraban un logro importante; en esta intervención, cada vacunador, usando jeringas preparadas con antelación por dos asistentes, puede vacunar entre 175 y 240 personas por hora, o entre 1.050 y 1.440 en una jornada diaria de seis horas.

Para romper el ciclo de una epidemia, necesitamos vacunar a más del 90% de la población propensa. En nuestra región, esta cifra asciende a 133.000 niños…

 (Continuará)

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Fotos: Campaña de vacunación de MSF en Kivur Sur, RDC. Marzo de 2011 (© Amos Hercz)