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La tuberculosis es capaz de llegar hasta los rincones más insospechados

Por Solenn Honorine, periodista de MSF. Adaptado por Fernando G. Calero, periodista de MSF.

Susan Mabika, paciente VIH positiva y con TB-MDR, trata de seuir haciendo su vida normal en la medida de lo posible. Foto: Julie Remy
Susan Mabika, paciente VIH positiva y con TB-MDR, trata de seuir haciendo su vida normal en la medida de lo posible. Foto: Julie Remy

La tuberculosis resistente a los medicamentos (TB-DR por el inglés) sigue extendiéndose en el sur de África. El incremento de casos se ve favorecido por la elevada prevalencia del VIH/SIDA en los países de la región (las personas VIH positivas tienen un riesgo mucho mayor de desarrollar esta enfermedad en su forma activa) y también por su naturaleza altamente contagiosa. En lo más profundo del Zimbabue más rural, MSF gestiona un proyecto para detectar y tratar la TB-DR y para evitar que ésta se siga expandiendo.

Antes de que se inventasen los tratamientos para luchar contra la tuberculosis, aquellos europeos acaudalados que padecían la “tisis”, tal y como se conocía entonces la enfermedad, buscaban refugio en lujosos sanatorios de Suiza. Por aquel entonces, y a falta de medicamentos efectivos para combatirla, se consideraba que el aire fresco proveniente de los Alpes era la mejor opción para intentar curarse. Hoy en día, con la tuberculosis “normal” prácticamente erradicada en los países occidentales, y sin apenas medicamentos para luchar contra las formas resistentes de la enfermedad, no existe refugio alguno en las montañas que pueda acoger a los cientos de miles de afectados que hay en Asia, África y Europa del Este.

Aunque aquellos paisajes suizos no son muy diferentes a los verdes prados que hoy encontramos en Takawira, la pequeña aldea en la que vive Lorraine Zemba, parece bastante obvio que los lujosos chalets alpinos en los que se alojaban aquellos europeos de principios del siglo XX nada tienen que ver con las chozas cubiertas con techos de paja de esta localidad del Zimbabue más rural.

Casas en Chigweremba, una de las pequeñas aldeas del Zimbabue más rural. Foto: Julie Remy
Casas en Chigweremba, una de las pequeñas aldeas del Zimbabue más rural. Foto: Julie Remy

Nos encontramos inmersos en los primeros días de invierno y una fría brisa recorre la inmensidad de las suaves colinas. No hay una sola casa a la vista en kilómetros, luce el sol en el cielo y sólo unos pocos árboles rompen la homogeneidad de la amarilleante sabana. Miro hacia todas las esquinas de este idílico lugar y me doy cuenta de que es todo lo contrario de todos aquellos sitios en los que suelen darse la mayor parte de los casos de tuberculosis: cárceles, barrios marginales hacinados, calles estrechas y tortuosas que atrapan a esas malditas bacterias que se quedan en suspensión en el aire durante horas y horas…. Y eso me hace entender que, ni siquiera en un lugar tan poco propicio para la dispersión de una enfermedad como esta, nadie está a salvo de poder contraerla. Por eso tenemos que estar tremendamente alerta.

Hasta hace poco, se solía decir que quienes desarrollaban la TB-DR eran aquellas personas que no tomaban correctamente el tratamiento contra la tuberculosis “clásica” y que por consiguiente habían desarrollado resistencias a los antibióticos de primera línea. Sin embargo, éste no era el caso de Lorraine, que había terminado su tratamiento y estaba curada del episodio anterior de tuberculosis que tuvo cuatro años atrás. Además, casi la mitad de los pacientes de MSF en Buhera jamás han contraído tuberculosis antes de desarrollar la cepa resistente a los medicamentos, sencillamente tuvieron la desgracia de entrar en contacto con la bacteria resistente expectorada por alguien infectado. Hay un factor fundamental que explica la emergencia de la TB-DR en el sur de África: Lorraine, como uno de cada seis adultos en Zimbabue, es VIH positiva. Y es que, al debilitar el sistema inmunológico de los afectados, el VIH abre la puerta a infecciones oportunistas como la TB. En el caso de una persona sana eso no significaría necesariamente que esa persona acabara desarrollando la enfermedad, pero en el caso de una persona con el VIH esa persona tiene todas las papeletas para que así sea.

Lorraine y su marido Isaac se dedican a la agricultura de subsistencia, cultivando boniatos, verduras y maíz cerca de su casa. Cuando Lorraine contrajo la TB-DR, la vida de toda la familia sufrió un duro revés, ya que durante un tiempo no le quedó más remedio que apartarse de su bebé. “Apenas tenía dos años, no quería poner en riesgo su vida”, cuenta Lorraine.

La casa de Lorraine Zemba está situada a 7 kilómetros del centro de salud más cercano. Foto: Solenn Honorine/MSF
La casa de Lorraine Zemba está situada a 7 kilómetros del centro de salud más cercano. Foto: Solenn Honorine/MSF

“Cuando el médico de MSF nos explicó lo que era TB-DR, pensé que no había esperanza y que Lorraine iba a morir”, recuerda Isaac. “No podía comer porque tenía llagas en la boca y estaba tan delgada que parecía como si su cuerpo hubiese desaparecido. Y yo, como tenía que cuidar de nuestro pequeño, apenas podía trabajar para alimentar de los demás niños. Afortunadamente la familia de Lorraine vino a ayudarnos, así que gracias a eso logramos salir adelante”.

El tratamiento de la TB-DR lleva consigo un largo y penoso proceso que dura dos años. En Zimbabue, como en gran parte del mundo, los médicos son los únicos profesionales sanitarios a los que se les permite administrar medicamentos, especialmente las inyecciones diarias que forman parte del régimen de tratamiento de la TB-DR durante los seis primeros meses. Por eso Lorraine tenía que ir cada día a la clínica más cercana, que está situada a siete kilómetros de su casa, y atravesar a pie los densos bosques de la montaña. “No es lo mejor para un enfermo, la verdad”, explica ella. “Cada día tenía que andar durante dos horas y media ida y dos horas y media vuelta. Sentía que se me salían los pulmones por la boca y me encontraba muy débil. Para llegar a tiempo a mi cita diaria de las 7 de la mañana, tenía que guiarme por las estrellas y la luna, así que el día que los médicos de MSF me dijeron que ya podía empezar a recibir el tratamiento en casa, casi lloro de alegría”.

Lorraine fue diagnosticada por uno de los vehículos de MSF que hace la ronda de visitas a los pacientes con TB-DR y que recogen muestras de esputo de aquellas personas con síntomas de estar padeciendo la enfermedad. Por aquella época, de 8 de la mañana a 4 de la tarde, un solo vehículo recorría unos 350 kilómetros por caminos de tierra para llegar a los rincones más apartados de la zona. El personal de MSF siempre sigue la misma rutina en cada parada: sale del coche con una mascarilla quirúrgica para evitar el contagio, prepara las píldoras y las inyecciones, pincha los medicamentos en el brazo o en la pierna del paciente, le observa tragarse su píldora, vuelve a subirse en el coche y se dirige a por el siguiente paciente. “En aquel momento la tarea no era fácil, pues sólo teníamos un coche para hacer todo el trabajo. Ahora ya disponemos de dos, así que podemos dedicarle un poquito más de tiempo a cada paciente y también podemos ir un poquito menos rápido por esas peligrosas carreteras”, dice con una sonrisa Simbarashe Kamba, la enfermera de MSF que ha coordinado los equipos de periferia desde que se inició el proyecto en Buhera.

Buhera. Foto: Solenn Honorine/MSF
Buhera. Foto: Solenn Honorine/MSF

La TB-DR solía ser una enfermedad poco frecuente en el distrito; algunos años no se diagnosticaba ningún caso, otros años solamente uno, y los años más raros llegaban a darse dos. Pero de repente, a mediados de 2011, empezaron a aparecer uno o varios casos al mes. ¿Qué había cambiado?, ¿se había desatado una epidemia? “No, la cosa fue mucho más sencilla”, explica Kamba. “Introdujimos una nueva máquina para obtener diagnósticos rápidos y precisos. Hasta entonces, como en todos los demás lugares, sólo existían las pruebas tradicionales, cuyos resultados podían llegar a tardar hasta 2 meses. A veces, cuando por fin podíamos poner a un paciente en tratamiento, ya era demasiado tarde para él, y eso hacía que muchos enfermos ni siquiera se interesaran en obtener un diagnóstico”. El nuevo protocolo nacional de salud recomienda ahora que cada paciente VIH positivo que empiece a tener tos sospechosa sea analizado con esta nueva máquina. Y eso, obviamente, es un gran avance. Ahora falta implementar dichas máquinas en todos los distritos y disponer de personal cualificado suficiente.

A día de hoy hemos llegado a diagnosticar 38 casos al día en Buhera, lo cual hace que este sea el distrito con mayor número de casos de TB de toda la zona rural de Zimbabue”, afirma Kamba. “Algunos distritos vecinos tienen muy pocos casos y otros no tienen ninguno, pero tampoco disponen de la máquina para diagnosticarlos. La gran diferencia para nosotros es que ahora buscamos activamente los casos de TB-DR. Y cuando buscas, encuentras”, añade el Dr. Ye Htun Naing, médico de MSF en Buhera.

Lorraine Zemba. Foto: Solenn Honorine/MSF
Lorraine Zemba. Foto: Solenn Honorine/MSF

Así que la carga real que supone actualmente la TB-DR en Zimbabue no es del todo conocida; se está efectuando un estudio de prevalencia para tener una mejor idea sobre el número de casos que podría haber en el país, pero aún está muy lejos de completarse. Y mientras tanto, sin diagnósticos ni tratamientos, las personas que sufren TB sin saberlo continúan propagando la enfermedad cada vez que tosen.

Para llevar a cabo la atención descentralizada de la TB-DR, es decir, para poder ir a casa de los pacientes en lugar de hacerles desplazarse hasta el hospital, necesitas disponer de muchos recursos: coches y conductores que se desplacen por terreno y dos enfermeras a jornada completa dedicadas a visitar un puñado de pacientes que están dispersos por la zona. Y si eso ya es de por sí difícil para una organización internacional del tamaño de MSF, no digamos lo que supondrá para los ya limitados recursos del departamento de salud local una vez que MSF le traspase sus operaciones el año que viene. Pero la alternativa a eso es incluso más cara que esta descentralización: encerrar a los pacientes en hospitales como se hacía con los tísicos del siglo XIX.

Lorraine ya está oficialmente curada y por fin ha vuelto a retomar su vida normal. Su hijo acaba de cumplir los 4 años y está feliz de que su madre pueda volver a acariciarle y jugar con él sin miedo a infectarle. Sin embargo, quién sabe si esta escena habría sido posible si hubiera tenido que seguir yendo día tras día a la clínica.