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La lucha de la alfabetización: “Nada de lo que he vivido debe sucederle a mis hijos”

Por Gabriel Díaz, cooperante de Global Humanitaria

Casi siempre es difícil ponerse en lugar del otro. Lo es en las cuestiones cotidianas, las más simples; entender, comprender, sentir empatía aunque eso no signifique estar de acuerdo.

Un ejemplo: nuestro hijo lo deja todo por la PlayStation, sin que nosotros los hayamos estimulado a permanecer ese largo rato frente a la pantalla. Vemos cómo se concentra y emplea estrategias. Celebra cuando gana la batalla y se frustra cuando la pierde. Entretanto, nosotros soñamos (o no) con que lea El Principito. Seguramente, el tiempo, los límites y los criterios aprendidos en casa y en la escuela, forjarán parte de su personalidad, y él decidirá.

Ahora, demos un salto grande. Imaginémonos frente a un contrato que estamos obligados a firmar sin saber descifrar esa “sopa de letras” que tenemos ante nuestros ojos. Podemos ver pero no leer, como le ha sucedido a Henriette, quien ha participado en nuestro proyecto de alfabetización en Costa de Marfil. Ella remarca que no está dispuesta a que la historia se repita: “no quiero que mis hijos sean analfabetos como yo. Es un sufrimiento no poder escribir el propio nombre y estar siempre obligada a pedírselo a alguien. Nada de lo que he vivido debe sucederle a mis hijos”.

Alfabetización en Costa de Marfil. (Daniel Kone/Global Humanitaria)

Alfabetización en Costa de Marfil. (Daniel Kone/Global Humanitaria)

Esto, muy común en la Europa de hace algunas décadas, ocurre hoy en América Latina, Asia o África, con los padres de los niños que acuden a las escuelas con las que trabaja Global Humanitaria; tal es el caso de Basilea, quien nos recibió en su pequeña parcela de tierra en Puno, Perú. Sus manos saben labrar pero no escribir. Los habitantes de muchas de esas comunidades viven las consecuencias de cruentas guerras civiles, dictaduras devastadoras o políticas que redujeron el rol del Estado a su mínima expresión, educación incluida. En consecuencia, el analfabetismo ha sido masivo.

Por ese grado de abandono, entender la importancia que la educación tiene para ser jóvenes, mujeres y hombres libres, conscientes de sus derechos y obligaciones, no es tan fácil como puede parecer. Comprender que recibiendo instrucción básica podremos unirnos frente a los abusos sociales, laborales o de cualquier tipo, “no se cae de maduro” para quien no tuvo la oportunidad de recibirla.

Sin dudas resta mucho por hacer: 57 millones de niños no tienen acceso a la educación, de acuerdo con el último informe de Educación Para Todos, de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

Vivimos en un mundo injusto, con grandes desigualdades y segregación social. Por eso, además de cooperar para que la educación llegue a todos, es importante compartir, acercarse, al día a día de niños del Perú rural profundo y olvidado, al de las niñas indias abandonadas que hemos conocido en los hogares de acogida, de los guatemaltecos que hasta hace poco desconocían su propia historia. Ésta es una manera de intentar ponernos en su lugar y de no olvidar, para que la historia no se repita.

Aparentemente hoy existe el consenso global necesario para que todos los niños reciban educación primaria. ¿Puede resultar incómodo para ciertos intereses que los sometidos de siempre tengan las herramientas para dejar de serlo? Es muy probable. Pero en buena medida está en nuestras manos hacer que el derecho a la educación, que llevó siglos conquistarlo, sea por fin un hecho.

Así, caminando juntos a pesar de la distancia, las nuevas generaciones podrán cambiar el rumbo de su historia.