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Día del Niño Africano: África es fuerte

James Elder, jefe de comunicación de UNICEF para África Oriental y Meridional

De acuerdo, ¿quién sigue confuso respecto a la COVID-19?

Después de meses de una cobertura 24 horas al día / 7 días a la semana, parece que sigue sin haber acuerdo en muchos detalles fundamentales: los pros y contras de las medidas de confinamiento. ¿Cuándo es seguro volver a la escuela? ¿Y al trabajo? ¿Cuándo es seguro abrazar a alguien?

Día del Niño Africano: África es fuerte

En Ruanda Igihozo Kevin, de 11 años, estudia en casa debido a la crisis del coronavirus. /© UNICEF/UNI319836/Kanobana

Pero algo sabemos seguro: a pesar del continuo aumento de casos, África lo está haciendo bien en la batalla contra la COVID-19. Esta crisis ha sacado de nuevo la cara más innovadora del continente. Ha recordado al mundo que quienes primero responden son en realidad la gente del día a día.

Y, francamente, es hora de que lo reconozcamos.

Después de una investigación considerable, he constatado lo bien que lo están haciendo algunas partes de África Oriental y Meridional, zona en la que trabajo. Desde los trabajadores de primera línea hasta los emprendedores, pasando por las intervenciones de los gobiernos.

Para echar una mirada inspiradora y darse un placer visual con este continente, no hay que ir más allá del vídeo que unos realizadores han hecho desde el epicentro de esta pandemia, Convicts NYC. Recientemente se hicieron famosos por su película NY Tough, una emotiva cinta basada en los resúmenes diarios del gobernador de NY sobre la gestión de la crisis de la COVID-19. El video logró 2 millones de visualizaciones y fue compartido por Ellen DeGeneres, Diddy, Hillary Clinton o Katie Couric.

Ahora, en el Día del Niño Africano, Convicts ha llevado la atención a África con la producción de Africa strong (“África fuerte”). “Quiero mostrar una historia que es verdad en mi hogar, mi continente”, explica el ganador de la copa mundial de rugby, Tendai Mtawarira, que narra el vídeo. “Todos sentimos el dolor, pero también vemos la humildad y los héroes. Y lo vemos todos los días. Africa Strong es el testimonio de esas personas. De quienes están en primera línea de la pandemia y todo el caos que trae. Y quiero que esta cinta vea la luz el día que más importa”.

Ese día es, por supuesto, el Día del Niño Africano. Cada año desde 1991, esta fecha se conmemora en memoria de los jóvenes activistas que fueron asesinados durante el levantamiento de Soweto en Sudáfrica. Recuerda el sacrificio de los jóvenes estudiantes negros, que tomaron las calles protestando contra un Sistema educativo injusto y demandando que se les enseñara en una lengua que comprendieran. En este día, Africa Strong quiere alabar su valentía y reflejar los obstáculos a los que los jóvenes se siguen enfrentando hoy.

Y, todavía, hay muchos. Los impactos directos y secundarios del virus amenazan con revertir los logros para los niños más pobres del continente. La pandemia –y la respuesta a esta- ha puesto sobre las familias dos tipos de presión distintos: el miedo sanitario y una inseguridad financiera sin precedentes. La pérdida de empleos y la reducción de los salarios están afectando a nivel global, pero para quienes están más cerca de la base de la pirámide económica, las familias con muy pocos o ningún ahorro, así como escasas reservas alimentarias, el impacto es inmediato y se une a los niños fuera de la escuela, los problemas de salud mental, la violencia y el abuso sexual.

Nos han dicho que estos problemas pueden empeorar. “Y, aun así, la gente resiste”, dice Mtawarira, que nació en Zimbabwe. “La gente permanece los unos al lado de los otros. Se animan unos a otros. Y abunda el ingenio”.

Tiene razón. Y, si no, miren estos datos de África Oriental y Meridional:

  • Sudáfrica envió 30.000 trabajadores de la salud comunitarios para examinar al 15% de su población en menos de un mes.
  • Mozambique lanzó una línea gratuita de información sobre el coronavirus para que la gente pudiera conectar con los médicos y, así, reducir el número de personas que iba a los centros de salud.
  • Etiopía –con más de 100 millones de habitantes- completó un estudio puerta a puerta en la capital en solo tres semanas.

En lo que se refiere a innovación:

  • En Ruanda, los emprendedores tienen acceso a becas, mentorías y servicios legales. El país tiene también cinco robots anti epidemia que se utilizarán para los controles de temperatura.
  • Las universidades de Zimbabwe y Kenia están produciendo mascarillas, geles y equipos de protección para los ciudadanos.

En educación, UNICEF se ha aliado con una compañía de telefonía para garantizar el acceso gratuito a las plataformas educativas en varios países. Más allá de lo digital, organizaciones como UNICEF están ayudando a millones de niños a seguir aprendiendo a través de radio, SMS y materiales impresos.

Finalmente, en lo que se refiere a combatir la pobreza, Kenia, Namibia, Sudáfrica y Madagascar han mostrado un gran liderazgo en llevar dinero a quinees más lo necesitan.

No podemos negar que vienen tiempos duros. Ya lo están siendo. Y vendrán momentos peores. Pero el mundo no debería olvidar lo que, pese a las dificultades, muchas personas han hecho hasta ahora. ¡África es fuerte!

Ciclón Idai: el agua de la vida en medio de un desastre natural

Por Andrew Brown, UNICEF Malawi

El 7 de marzo, en mitad de la noche, Annie decidió huir de su casa con sus hijos. Entre ellos estaba Ndaziona, que había nacido dos días antes. Llovía desde hacía cuatro días, el caudal del cercano río Shire aumentaba, y el estado de la casa de adobe y paja empezaba a ser precario. Annie se levantó en medio de la noche para ir al baño. “Miré fuera y vi una gran cantidad de agua que venía”, recuerda. “Cogí a los niños y corrí. Habíamos avanzado no más de 20 metros cuando la casa colapsó a nuestra espalda”.

Fue un encuentro cercano y terrorífico con la muerte. “Los niños lloraban, yo tenía mucho miedo”, cuenta Anne. “Me di cuenta de que nos libramos de morir por segundos. Creo que Dios fue el que me hizo levantarme”.

Ciclón Idai: el agua de la vida en medio de un desastre natural

Annie con el pequeño Ndaziona, que nació solo dos días antes de que su casa se derrumbara por las inundaciones en Malawi / ©UNICEF Malawi/2019/Amos Gumulira

Annie y sus hijos Chimwemwe, de 10 años, Usta, de 7, Alefa, de 5, y el bebé Ndaziona, caminaron varios kilómetros hasta la casa del jefe, donde pasaron la noche con otras ocho familias. Al día siguiente llegaron a Bangula Admac, un campo de evacuación. Allí pasaron dos semanas.

El campo se asienta sobre un antiguo mercado. Cuando llego allí, las lluvias han parado y el día es caluroso. La gente se sienta a la sombra de los árboles o bajo tejados de acero. Algunas mujeres están cocinando. Otras traen agua en cubos. Unos cuantos comerciantes venden fruta y rosquillas fritas a los evacuados. Un molino se erige entre la masa de personas. Un tejado y algo de suelo firme proporcionan refugio, pero los lados están abiertos a los elementos.

El jefe del campo, Isaac Falakeza, es un profesor jubilado. Me cuenta que han llegado unas 5.300 personas, de las que más de 1.800 han llegado cruzando el río desde Mozambique, donde las inundaciones han sido peores. “Estamos desbordados pero ayudamos a la gente igual, independientemente de su procedencia. No discriminamos a nadie. Nuestro mayor reto es la comida. Cada familia debería recibir una bolsa de harina, pero ahora solo tenemos una bolsa para cada dos familias”.

El agua y el saneamiento también son un reto”, continúa. “UNICEF nos ha enviado cientos de cubos, pastillas de jabón, artículos para tratar el agua y ocho letrinas. Esto está ayudando. Estamos priorizando a las familias más necesitadas: las que tienen niños pequeños o alguna persona discapacitada”.

Con un cubo sobre su cabeza, Annie camina durante diez minutos hacia bomba de agua en su antiguo pueblo. Coge agua limpia y la acarrea de vuelta. Durante el camino, pasa por las ruinas de su hogar. Las paredes de adobe se han convertido en una montaña de tierra, y tan solo queda un trozo del techo de paja. Ni siquiera esto puede salvarse.

“Quiero volver a casa”, asegura Annie. “El campo no es buen lugar para mi bebé. Pero tendré que ahorrar 30.000 kwacha (unos 41 dólares) para reconstruirla”. Cuando le pregunto cuánto gana en un mes, Annie sonríe. “Entre 800 y 1.200 kwacha (1,66 dólares) al día, por hacer la colada de otros y recolectar leña para vender. Gasto la mayor parte del dinero ese mismo día. Lo invierto en comprar judías y verduras para acompañar nuestra harina”.

De vuelta al campo, el oficial de Agua y Saneamiento de UNICEF, Allan Kumwenda, enseña a Annie cómo saber si el agua que tiene es segura. Pone unas gotas de cloro y luego utiliza un contenedor de plástico con códigos de colores para comprobar los niveles. “Incluso aunque el agua sea segura en la bomba, a menudo se contamina en el camino de vuelta”, explica. “La gente tiene suciedad y gérmenes en los dedos, y a veces acaban en el cubo. Alrededor del 60% del agua se contamina así. Y esto aumenta el riesgo de propagación del cólera y otras enfermedades, algo muy peligroso para los niños pequeños”.

Al final de su demostración, Allan da a Annie el resto del bote de tratamiento de agua. “Estoy muy contenta con esta ayuda de UNICEF. Puedo usar el cubo para coger agua y almacenarla, y la botella para convertirla en agua limpia. Esto es muy importante para mis hijos, ya no estoy tan preocupada”.

Ciclón Idai: el agua de la vida en medio de un desastre natural

Annie coge agua en un cubo proporcionado por UNICEF, que le ha ayudado a comprobar si es potable / ©UNICEF Malawi/2019/Amos Gumulira

Los suministros de UNICEF ya han llegado a las zonas afectadas por las fuertes lluvias e inundaciones en el sur de Malawi, dando algo de respiro a las familias de los centros de evacuación. Sales de rehidratación oral, antibióticos y cientos de mosquiteras con insecticida, que son fundamentales.

“Tras un desastre como el del ciclón Idai, la prioridad de UNICEF es ayudar a los niños y familias que han perdido sus hogares y que viven en centros de evacuación o con otras familias en sus comunidades”, explica el representante de UNICEF Malawi, Johannes Wedenig. “Tenemos artículos de emergencia preparados de antemano en zonas de Malawi que sufren desastres naturales de manera habitual. Esto nos ha permitido reaccionar rápidamente para abordar las necesidades más inmediatas”.

UNICEF sigue sobre el terreno para apoyar a los niños afectados por el ciclón Idai con agua y saneamiento, educación, servicios nutricionales y protección.

Zimbabue: «El estigma y la discriminación hacia pacientes con enfermedades mentales están muy extendidos en la sociedad»

Norman Magaya, enfermero de salud mental de MSF, trabaja en el equipo de rehabilitación de la unidad de Psiquiatría del Hospital Central de Harare

Soy el enfermero de rehabilitación de salud mental de la unidad de Psiquiatría del Hospital Central de Harare. Nuestro equipo trabaja con pacientes de la comunidad que han sido dados de alta tras una estancia en el hospital.

En las comunidades en las que trabajamos, el estigma y la discriminación hacia los pacientes con enfermedades mentales están muy extendidos. La gente carece de información sobre salud mental. La atención que se ofrece a los pacientes de salud mental no es la misma que la que se da a los que padecen otras patologías como el VIH, y hay pocos defensores de la salud mental, si es que hay alguno.

Personal de MSF y del Ministerio de Salud y Atención a la Infancia baila con pacientes durante la conmemoración, en la prisión, del Día de la Salud Mental. Como parte de la celebración, pacientes de salud mental de la prisión de Chikuburi, en Harare, representan testimonios con poesía hablada, bailes y actuaciones teatrales © Rachel Corner/De Beeldunie

Aquí la gente tiene ideas erróneas sobre la salud mental. Hay personas que asocian las enfermedades mentales con prácticas nocivas. Hay quien achaca estas patologías a espíritus malvados. Otros culpan a los pacientes por estar enfermos. A menudo se puede escuchar a gente que sostiene que los pacientes de enfermedades mentales han cometido crímenes contra otras personas y que la enfermedad es el castigo por esas acciones.

Todo esto se traduce en que cuando las personas padecen alguna enfermedad mental, sus parientes a menudo las llevan a algún curandero tradicional antes de acudir a hospitales o clínicas. También hay pacientes con enfermedades mentales que sufren el rechazo de su familia por su condición. Hay gente que directamente abandona a su familiar enfermo en los hospitales y nunca vuelve a ver cómo evoluciona.

Parte de mi trabajo consiste en conducir sesiones de psicoeducación con pacientes, familiares y con la comunidad en general, para que tomen conciencia de los problemas de la salud mental. A los parientes de los enfermos les doy una visión de la enfermedad de su familiar y les digo cómo pueden ofrecer apoyo como miembros de la familia.

Desde que se puso en marcha el equipo de rehabilitación de Médicos Sin Fronteras (MSF), que hace un seguimiento de los pacientes de la comunidad, el número de personas atendidas en el departamento ambulatorio del hospital se ha reducido. Se debe a que muchos pacientes están siendo atendidos en clínicas locales. Desde MSF damos formación a enfermeros de clínicas para proporcionar tratamientos y atención a los pacientes con enfermedades mentales, así que parte de mi trabajo es enseñar y formar a este personal. Por ejemplo, cuando vamos de visita a las clínicas ofrecemos a los enfermeros la posibilidad volver a ver a pacientes en nuestra presencia, así podemos apreciar cómo lo hacen y si hay algún área en la que necesiten asistencia.

Anna Morris es una bailarina zimbabuense que trabaja como entrenadora con MSF en la sala de salud mental. Enseña terapia de baile a los pacientes. Enfermeros y pacientes actúan durante la conmemoración del Día de la Salud Mental © Rachel Corner/De Beeldunie

El área de la salud de enfermedades mentales es la más abandonada, y a la que muchos trabajadores no desean dedicarse. Hay un estigma incluso entre los profesionales sanitarios. Pero también he visto a muchos pacientes que ahora están comprometidos con este trabajo. Algunos están haciendo sus propios proyectos y otros están contratados como profesionales. Cosas así me motivan.

Los retos a los que hacemos frente en el equipo de rehabilitación incluyen la escasez de personal en las clínicas. Los pacientes, a veces, no pueden tener las medicinas que necesitan si nosotros no les tenemos entre nuestros registros del equipo de rehabilitación. Algunas medicinas no están disponibles en la clínica. Hay pacientes que no tienen empleo, por lo que les es más difícil comprar medicación por su cuenta y recaen.

Cuando se introdujeron las actividades de rehabilitación, había cierta resistencia en las clínicas hacia la salud mental, porque esta no era una prioridad: la preferencia se daba a otras atenciones como el VIH, la tuberculosis, la malaria o el cuidado prenatal. La situación ahora es diferente. Nos sentimos parte del equipo.

Debra Machando, psicóloga clínica, durante un encuentro en la unidad de Psiquiatría del Hospital Central de Harare © Natacha Buhler/MSF

Para combatir el estigma que sufren los pacientes con enfermedades mentales, necesitamos sensibilizar a la comunidad sobre la salud mental. Son necesarias campañas de concienciación a todos los niveles, desde los barrios pasando por distritos y provincias hasta nivel nacional.

La salud mental está directamente relacionada con muchas otras condiciones psicológicas. Por medio de una enfermedad mental, se puede estar expuesto, por ejemplo, al VIH. La salud mental es la base de toda la medicina preventiva en términos de daño físico.

Divididos caeremos: Cómo la organización comunitaria es clave para vencer al sida

Por Solenn Honorine, periodista de MSF en Johanesburgo, Sudáfrica.

Mzwandile Mabusela recoge sus medicinas en Hospital Mpilo, en Bulawayo, Zimbabue.  Fotografía: Juan Carlos Tomasi

Mzwandile Mabusela recoge sus medicinas en Hospital Mpilo, en Bulawayo, Zimbabue.
Fotografía: Juan Carlos Tomasi

Hoy concluye la Conferencia Internacional del Sida en Melbourne que se ha venido celebrando del 20 al 25 de julio para explorar estrategias para vencer a la mayor pandemia de nuestros tiempos. El VIH sigue acabando con la vida de 1,6 millones de personas cada año, la mayoría de ellas en países pobres del África subsahariana.

Para hacer llegar el vital tratamiento antirretroviral (ARV) a los 16 millones de personas que siguen necesitándolo en todo el mundo, hay que conseguir superar una de las principales barreras: la distancia a los centros de salud. Los modelos comunitarios de atención médica son una de las fórmulas para simplificar el acceso al tratamiento. En el distrito de Gutu en la Zimbabue rural, la introducción del Grupo Comunitario de tratamiento antirretroviral por parte de MSF ha transformado la vida de las personas con VIH.

Cuando Arnon Chipondoro de 68 años supo que su hija Elizabeth era VIH positiva, se sintió profundamente aliviado. “¡Yo también!”, le dijo. Había estado viviendo con ese secreto durante tres años – un secreto que sospechaba que compartía con otros muchos en su aldea. En Zimbabue, uno de cada siete adultos vive con el virus que ataca de forma indiscriminada y que llega a sitios tan lejanos como la remota aldea de Lowlands, apenas un grupo de chozas con tejado de paja dispersas por la sabana.

Arnon Chipondoro y su hija Elizabeth forman parte ahora del grupo Grupo Comunitario de Tratamiento Antirretroviral Fotografía: Solenn Honorine/MSF

Arnon Chipondoro y su hija Elizabeth forman parte ahora del grupo Grupo Comunitario de Tratamiento Antirretroviral Fotografía: Solenn Honorine/MSF

Durante los tres últimos años, Arnon había estado saliendo sigilosamente de su casa a las cuatro de la madrugada para caminar a través del bosque bajo un cielo estrellado. Iniciaba su camino hacia el centro de salud con discreción: si los vecinos veían que iba allí con frecuencia, empezarían a rumorear sobre si era seropositivo o no. Arnon solo encendía la linterna de su móvil para cruzar el río que separaba su aldea de la ciudad de Gutu. Se subía los pantalones hasta medio muslo, con cuidado de no resbalar en las vacilantes rocas. “Es el mejor atajo”, explica. “Durante la estación de lluvias tenía que andar por la carretera y tardaba de cinco a seis horas en llegar al centro de salud”.

Cuando hacía bueno llegaba a la clínica a las siete de la mañana, lo bastante temprano de forma que solo las personas que habían dormido en el porche del centro de salud estuvieran por delante en la cola de pacientes que esperaban para ver a su enfermera o médico. Hacía mediodía regresaba corriendo a casa para llegara al caer la noche. “Y esto solamente para recoger los medicamentos, nada más. Ni siquiera veíamos al médico porque la gente como nosotros, que respondemos bien al tratamiento no necesitamos que nos examinen en cada visita”, interviene su amiga Varaidzo Chipunza. “Pero ahora es distinto. Ahora todo se ha agilizado y cuando llegamos a la clínica ya nos han preparado la medicación y no tenemos que hacer cola”.

Varaidzo pertenece al Grupo Comunitario de Tratamiento Antirretroviral de Arnon, un modelo creado por Médicos Sin Fronteras que fue introducido en el distrito de Gutu de Zimbabue hace un año. En estos grupos solo un miembro del tiene que desplazarse a la clínica cada vez para recoger la medicación de todos los pacientes que lo integran. Esto significa que, ahora, Arnon solamente tiene que desplazarse hasta la clínica una vez al año, cuando todos los miembros del grupo deben acudir juntos para su consulta anual con el médico y comprobar que su medicación funciona adecuadamente. En el resto de ocasiones, en lugar de desplazarse, recibe en su aldea, casi en la puerta de su casa, la medicación que necesita para sobrevivir gracias a miembro del grupo.

Varaidzo Chipunza y su marido Antony Chivanga viven con VIH desde hace tres años. Desde que se creó el Grupo Comunitario de Tratamiento Antirretroviral en su aldea de Lowlands resulta más fácil seguir el tratamiento. Fotografía: Solenn Honorine/MSF

Varaidzo Chipunza y su marido Antony Chivanga viven con VIH desde hace tres años. Desde que se creó el Grupo Comunitario de Tratamiento Antirretroviral en su aldea de Lowlands resulta más fácil seguir el tratamiento. Fotografía: Solenn Honorine/MSF

Todo ello se traduce en no tener que emplear todo un día de trabajo en el campo perdiendo además un día de unos ingresos ya de por sí bajos. En resumen, Arnon no tiene que elegir entre su salud a largo plazo y su supervivencia económica a corto plazo. Además, ahora forma parte de un grupo que le apoyará si tiene un problema con los efectos secundarios de las píldoras y con cuyos miembros podrá hablar sobre la carga que supone vivir con el VIH de por vida. Su grupo ya le ha ayudado a aliviar el peso que le suponía guardar su secreto.

En la aldea de Lowlands, Arnon, su hija Elizabeth y tres personas más, han decidido que su enfermedad no tiene por qué vivirse de forma aislada. En un intento por desafiar al virus han llamado a su grupo “Tashinga” – que en Shona significa “Hemos sufrido, pero luchamos”.

Elizabeth abre una delgada libreta llena de notas escritas a mano de forma impecable. “Es nuestra Constitución”, explica. Regla número uno: si un miembro del grupo tiene un problema, los otros tienen que ayudarle. Regla número dos: la participación en el grupo es obligatoria. Regla número tres: las discusiones del grupo son confidenciales. Y la lista continúa, ciñéndose a la ley que los cinco se han impuesto a sí mismos. Naturalmente, el dinero es una preocupación: cuando uno de ellos va a la clínica, recibe un dólar de cada integrante para compensar por el día de trabajo pedido en el campo, permitiéndole que coma en la ciudad. La solidaridad creada por un secreto compartido: como siempre sobra algo de dinero, el grupo lo guarda cada mes y está planeando poner en marcha una granja de pollo comunitaria.

Excepto que, en realidad, ya no hay secreto. El grupo Tashinga ya ha empezado a movilizarse, hablando con otros en la aldea de la necesidad de hacerse los análisis y comenzar el tratamiento cuanto antes. Esto no es solo fundamental para que no enfermen o mueran a causa del VIH si no que ha quedado demostrado que cuando los ARV funcionan bien, el riesgo de transmisión del virus se reduce hasta un 96%. La adherencia al tratamiento servirá para controlar la pandemia del VIH y esto solo puede ocurrir si la gente tiene acceso al tratamiento a pesar de los obstáculos. “Desde que se formó el grupo mi vida ha cambiado. Las reuniones con otras personas que viven con VIH me han ayudado a aceptar mi situación y ahora ya puedo hablar de ello en voz alta”, afirma Varaidzo.

Todos los miembros se conocían antes de la creación del grupo, no hay anonimato en una aldea del Zimbabue rural. Pero fue solo por casualidad que supieron de la situación de los demás, encontrándose en la clínica de Gutu. Hay al menos, dicen, cinco personas más en el pueblo que también han contraído el virus. “No quieren desvelar su condición, así que se esconcen yendo a otra clínica que incluso está más lejos”, explica Antony Chivanga, marido de Varaidzo. Se ríe. “Pero sabemos que al final acabarán por unirse a nuestro grupo”.

La estrategia de grupos comunitarios de Tratamiento Antirretroviral fue puesta en marcha por primera vez por MSF en Tete, Mozambique, en 2008. Forma parte un modelo comunitario de atención cuyo objetivo es superar las barreras para acceder y adherirse al tratamiento reduciendo la distancia a los centros sanitarios y el coste de los desplazamientos. El modelo está siendo progresivamente adoptado por otros países del sur de África y ha demostrado tener éxito en la continuación del tratamiento. Así, en Tete, más del 90% de las 8.100 personas que forman parte de los grupos seguían tomando antirretrovirales cuando la continuidad del tratamiento en todo el país era sólo del 64%. En 2012 el modelo de grupos comunitarios fue adoptado por el Gobierno de Mozambique como modelo para las personas con VIH.

La tuberculosis es capaz de llegar hasta los rincones más insospechados

Por Solenn Honorine, periodista de MSF. Adaptado por Fernando G. Calero, periodista de MSF.

Susan Mabika, paciente VIH positiva y con TB-MDR, trata de seuir haciendo su vida normal en la medida de lo posible. Foto: Julie Remy
Susan Mabika, paciente VIH positiva y con TB-MDR, trata de seuir haciendo su vida normal en la medida de lo posible. Foto: Julie Remy

La tuberculosis resistente a los medicamentos (TB-DR por el inglés) sigue extendiéndose en el sur de África. El incremento de casos se ve favorecido por la elevada prevalencia del VIH/SIDA en los países de la región (las personas VIH positivas tienen un riesgo mucho mayor de desarrollar esta enfermedad en su forma activa) y también por su naturaleza altamente contagiosa. En lo más profundo del Zimbabue más rural, MSF gestiona un proyecto para detectar y tratar la TB-DR y para evitar que ésta se siga expandiendo.

Antes de que se inventasen los tratamientos para luchar contra la tuberculosis, aquellos europeos acaudalados que padecían la “tisis”, tal y como se conocía entonces la enfermedad, buscaban refugio en lujosos sanatorios de Suiza. Por aquel entonces, y a falta de medicamentos efectivos para combatirla, se consideraba que el aire fresco proveniente de los Alpes era la mejor opción para intentar curarse. Hoy en día, con la tuberculosis “normal” prácticamente erradicada en los países occidentales, y sin apenas medicamentos para luchar contra las formas resistentes de la enfermedad, no existe refugio alguno en las montañas que pueda acoger a los cientos de miles de afectados que hay en Asia, África y Europa del Este.

Aunque aquellos paisajes suizos no son muy diferentes a los verdes prados que hoy encontramos en Takawira, la pequeña aldea en la que vive Lorraine Zemba, parece bastante obvio que los lujosos chalets alpinos en los que se alojaban aquellos europeos de principios del siglo XX nada tienen que ver con las chozas cubiertas con techos de paja de esta localidad del Zimbabue más rural.

Casas en Chigweremba, una de las pequeñas aldeas del Zimbabue más rural. Foto: Julie Remy
Casas en Chigweremba, una de las pequeñas aldeas del Zimbabue más rural. Foto: Julie Remy

Nos encontramos inmersos en los primeros días de invierno y una fría brisa recorre la inmensidad de las suaves colinas. No hay una sola casa a la vista en kilómetros, luce el sol en el cielo y sólo unos pocos árboles rompen la homogeneidad de la amarilleante sabana. Miro hacia todas las esquinas de este idílico lugar y me doy cuenta de que es todo lo contrario de todos aquellos sitios en los que suelen darse la mayor parte de los casos de tuberculosis: cárceles, barrios marginales hacinados, calles estrechas y tortuosas que atrapan a esas malditas bacterias que se quedan en suspensión en el aire durante horas y horas…. Y eso me hace entender que, ni siquiera en un lugar tan poco propicio para la dispersión de una enfermedad como esta, nadie está a salvo de poder contraerla. Por eso tenemos que estar tremendamente alerta.

Hasta hace poco, se solía decir que quienes desarrollaban la TB-DR eran aquellas personas que no tomaban correctamente el tratamiento contra la tuberculosis “clásica” y que por consiguiente habían desarrollado resistencias a los antibióticos de primera línea. Sin embargo, éste no era el caso de Lorraine, que había terminado su tratamiento y estaba curada del episodio anterior de tuberculosis que tuvo cuatro años atrás. Además, casi la mitad de los pacientes de MSF en Buhera jamás han contraído tuberculosis antes de desarrollar la cepa resistente a los medicamentos, sencillamente tuvieron la desgracia de entrar en contacto con la bacteria resistente expectorada por alguien infectado. Hay un factor fundamental que explica la emergencia de la TB-DR en el sur de África: Lorraine, como uno de cada seis adultos en Zimbabue, es VIH positiva. Y es que, al debilitar el sistema inmunológico de los afectados, el VIH abre la puerta a infecciones oportunistas como la TB. En el caso de una persona sana eso no significaría necesariamente que esa persona acabara desarrollando la enfermedad, pero en el caso de una persona con el VIH esa persona tiene todas las papeletas para que así sea.

Lorraine y su marido Isaac se dedican a la agricultura de subsistencia, cultivando boniatos, verduras y maíz cerca de su casa. Cuando Lorraine contrajo la TB-DR, la vida de toda la familia sufrió un duro revés, ya que durante un tiempo no le quedó más remedio que apartarse de su bebé. “Apenas tenía dos años, no quería poner en riesgo su vida”, cuenta Lorraine.

La casa de Lorraine Zemba está situada a 7 kilómetros del centro de salud más cercano. Foto: Solenn Honorine/MSF
La casa de Lorraine Zemba está situada a 7 kilómetros del centro de salud más cercano. Foto: Solenn Honorine/MSF

“Cuando el médico de MSF nos explicó lo que era TB-DR, pensé que no había esperanza y que Lorraine iba a morir”, recuerda Isaac. “No podía comer porque tenía llagas en la boca y estaba tan delgada que parecía como si su cuerpo hubiese desaparecido. Y yo, como tenía que cuidar de nuestro pequeño, apenas podía trabajar para alimentar de los demás niños. Afortunadamente la familia de Lorraine vino a ayudarnos, así que gracias a eso logramos salir adelante”.

El tratamiento de la TB-DR lleva consigo un largo y penoso proceso que dura dos años. En Zimbabue, como en gran parte del mundo, los médicos son los únicos profesionales sanitarios a los que se les permite administrar medicamentos, especialmente las inyecciones diarias que forman parte del régimen de tratamiento de la TB-DR durante los seis primeros meses. Por eso Lorraine tenía que ir cada día a la clínica más cercana, que está situada a siete kilómetros de su casa, y atravesar a pie los densos bosques de la montaña. “No es lo mejor para un enfermo, la verdad”, explica ella. “Cada día tenía que andar durante dos horas y media ida y dos horas y media vuelta. Sentía que se me salían los pulmones por la boca y me encontraba muy débil. Para llegar a tiempo a mi cita diaria de las 7 de la mañana, tenía que guiarme por las estrellas y la luna, así que el día que los médicos de MSF me dijeron que ya podía empezar a recibir el tratamiento en casa, casi lloro de alegría”.

Lorraine fue diagnosticada por uno de los vehículos de MSF que hace la ronda de visitas a los pacientes con TB-DR y que recogen muestras de esputo de aquellas personas con síntomas de estar padeciendo la enfermedad. Por aquella época, de 8 de la mañana a 4 de la tarde, un solo vehículo recorría unos 350 kilómetros por caminos de tierra para llegar a los rincones más apartados de la zona. El personal de MSF siempre sigue la misma rutina en cada parada: sale del coche con una mascarilla quirúrgica para evitar el contagio, prepara las píldoras y las inyecciones, pincha los medicamentos en el brazo o en la pierna del paciente, le observa tragarse su píldora, vuelve a subirse en el coche y se dirige a por el siguiente paciente. “En aquel momento la tarea no era fácil, pues sólo teníamos un coche para hacer todo el trabajo. Ahora ya disponemos de dos, así que podemos dedicarle un poquito más de tiempo a cada paciente y también podemos ir un poquito menos rápido por esas peligrosas carreteras”, dice con una sonrisa Simbarashe Kamba, la enfermera de MSF que ha coordinado los equipos de periferia desde que se inició el proyecto en Buhera.

Buhera. Foto: Solenn Honorine/MSF
Buhera. Foto: Solenn Honorine/MSF

La TB-DR solía ser una enfermedad poco frecuente en el distrito; algunos años no se diagnosticaba ningún caso, otros años solamente uno, y los años más raros llegaban a darse dos. Pero de repente, a mediados de 2011, empezaron a aparecer uno o varios casos al mes. ¿Qué había cambiado?, ¿se había desatado una epidemia? “No, la cosa fue mucho más sencilla”, explica Kamba. “Introdujimos una nueva máquina para obtener diagnósticos rápidos y precisos. Hasta entonces, como en todos los demás lugares, sólo existían las pruebas tradicionales, cuyos resultados podían llegar a tardar hasta 2 meses. A veces, cuando por fin podíamos poner a un paciente en tratamiento, ya era demasiado tarde para él, y eso hacía que muchos enfermos ni siquiera se interesaran en obtener un diagnóstico”. El nuevo protocolo nacional de salud recomienda ahora que cada paciente VIH positivo que empiece a tener tos sospechosa sea analizado con esta nueva máquina. Y eso, obviamente, es un gran avance. Ahora falta implementar dichas máquinas en todos los distritos y disponer de personal cualificado suficiente.

A día de hoy hemos llegado a diagnosticar 38 casos al día en Buhera, lo cual hace que este sea el distrito con mayor número de casos de TB de toda la zona rural de Zimbabue”, afirma Kamba. “Algunos distritos vecinos tienen muy pocos casos y otros no tienen ninguno, pero tampoco disponen de la máquina para diagnosticarlos. La gran diferencia para nosotros es que ahora buscamos activamente los casos de TB-DR. Y cuando buscas, encuentras”, añade el Dr. Ye Htun Naing, médico de MSF en Buhera.

Lorraine Zemba. Foto: Solenn Honorine/MSF
Lorraine Zemba. Foto: Solenn Honorine/MSF

Así que la carga real que supone actualmente la TB-DR en Zimbabue no es del todo conocida; se está efectuando un estudio de prevalencia para tener una mejor idea sobre el número de casos que podría haber en el país, pero aún está muy lejos de completarse. Y mientras tanto, sin diagnósticos ni tratamientos, las personas que sufren TB sin saberlo continúan propagando la enfermedad cada vez que tosen.

Para llevar a cabo la atención descentralizada de la TB-DR, es decir, para poder ir a casa de los pacientes en lugar de hacerles desplazarse hasta el hospital, necesitas disponer de muchos recursos: coches y conductores que se desplacen por terreno y dos enfermeras a jornada completa dedicadas a visitar un puñado de pacientes que están dispersos por la zona. Y si eso ya es de por sí difícil para una organización internacional del tamaño de MSF, no digamos lo que supondrá para los ya limitados recursos del departamento de salud local una vez que MSF le traspase sus operaciones el año que viene. Pero la alternativa a eso es incluso más cara que esta descentralización: encerrar a los pacientes en hospitales como se hacía con los tísicos del siglo XIX.

Lorraine ya está oficialmente curada y por fin ha vuelto a retomar su vida normal. Su hijo acaba de cumplir los 4 años y está feliz de que su madre pueda volver a acariciarle y jugar con él sin miedo a infectarle. Sin embargo, quién sabe si esta escena habría sido posible si hubiera tenido que seguir yendo día tras día a la clínica.