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El poder del deporte para cambiar el mundo

Por Rocío Vicente, técnico de programas de UNICEF Comité Español

Hay emociones que perduran para siempre y recuerdos que no se olvidan. Esa final, el empuje de las compañeras, los últimos largos.  Cómo olvidar todos esos momentos en los que un balón, una camiseta o un equipo nos ha dado tanto.

Mirando atrás, son muchas las alegrías unidas al deporte y, también, las grandes lecciones. Pocas derrotas nos han enseñado tanto, y pocas veces la perseverancia ha derribado tantas barreras. El deporte nos ha mostrado que es posible unir por encima del odio y las diferencias. Y que, en momentos de desesperanza, como alguien dijo una vez, tiene el poder de cambiar el mundo.

Por eso el deporte, entendido como educación física pero también como un juego en su faceta más libre y espontánea, es fundamental para la vida de los niños. Para UNICEF el deporte es una herramienta clave, porque actúa para lograr otros objetivos y, por eso, es parte esencial de todo lo que hacemos para mejorar la vida de los niños en cualquier parte del mundo. Nos ayuda, por ejemplo, a que los adolescentes de las favelas, en las grandes urbes de Brasil se interesen más por la educación, haciendo su currículo escolar más atractivo. En Sudáfrica o China formamos a profesores de educación física para mejorar sus habilidades pedagógicas y que sepan cómo proteger a sus alumnos. Pero, sin duda, uno de sus aspectos más valiosos es cómo el deporte ayuda a los niños que han vivido situaciones traumáticas a canalizar su dolor y cicatrizar heridas.

El poder del deporte para cambiar el mundo

Un grupo de niños sirios juega al fútbol en el campo de refugiados de Zaatari, Jordania / © UNICEF/UN033508/Al Khatib

Cerca de la frontera con Siria, en el campo de refugiados de Zaatari, sencillas instalaciones para aprender y jugar en torno a un balón o una comba consiguen sacar una pequeña sonrisa a los niños sirios que, por fin, han dejado atrás una cruenta guerra.

Jamás olvidaré las palabras de Ranya, quien con tan solo 7 años me contaba que su mayor ilusión, desde su llegada, había sido volver a jugar con su amiga y verla por fin en clase.

El deporte es tan fundamental que afecta al desarrollo físico, mental y social de los niños, y es uno de sus derechos. Y esto significa poner todos los medios posibles, la inversión y un marco legislativo acorde para que sea una realidad. Es decir, que nuestras ciudades o escuelas cuenten con los recursos y espacios apropiados para que los niños puedan practicar deporte sin importar el barrio en el que vivan o la economía de sus familias. Y, sin duda, todos y todas tienen que poder jugar, correr o nadar, dejando atrás estereotipos o roles ya demasiado caducos.  Sin embargo, hoy en día perduran obstáculos que impiden que muchos niños se diviertan con el deporte. En nuestras sociedades más próximas, cada vez más encerradas, sedentarias y pendientes de la comercialización, hemos cedido tiempos y abandonado espacios. En otros países, el abismo de la desigualdad o la violencia hace que ejercer este derecho sea impensable.

El poder del deporte para cambiar el mundo

Niños jugando en el patio de su escuela en Ndjamena, capital de Chad/ © UNICEF/UN0294720/ Frank Dejongh

En España, junto con el Consejo Superior de Deportes, tenemos el compromiso de trabajar para lograr que cuando los niños practiquen deporte estén seguros y protegidos, ya que así “El abuso sexual infantil queda fuera de juego”. Y nuestro centro de investigaciones en Florencia, Innocenti, junto con la Fundación del Fútbol Club Barcelona ha publicado un informe en el que, por primera vez, se analiza la importancia de este derecho para el bienestar y desarrollo de todos los niños.

Porque, desde UNICEF, queremos que el deporte y el juego lleguen a todos los niños y cada uno de los niños; porque en él tiene que caber nuestra diversidad, valores y culturas; porque todos los niños, allá donde se encuentren, tienen que poder disfrutar, jugar y volver a reír, porque la infancia es nuestra primera memoria y nuestros recuerdos, parte de esa felicidad que nunca se olvida.

El 6 de abril es el Día Internacional del Deporte para el Desarrollo y la Paz

Las víctimas invisibles de la guerra en Siria

Por Scott Hamilton, Médicos Sin Fronteras, desde Irbid, en Jordania. 

Atención domiciliaria a pacientes con enfermedades no transmisibles en el norte de Jordania

Tanto Mohanned como Samir usan sandalias de goma. “El calzado fácil de poner y quitar es mucho más útil para los días en los que tienes que hacer varias visitas a domicilio”, dice Mohannad.

Al tiempo que conversan animadamente, ambos suben a una camioneta junto con Moataz, que será su chófer hoy. Los tres se comportan como viejos amigos, riendo y bromeando el uno con el otro. «Es importante que nos llevemos bien y que nos divirtamos», explica Samir; «a veces pasamos más tiempo con nuestros compañeros que con nuestras familias».

Mohanned y Samir hacen visitas domiciliarias a los pacientes que no pueden ir por sus propios medios hasta el hospital. El 60% de ellos son refugiados sirios. ©Scott Hamilton/MSF

Samir es enfermero y Mohannad, médico. Todas las semanas realizan visitas domiciliarias a refugiados sirios y ciudadanos jordanos que se encuentran en situación especialmente vulnerable en la Gobernación de Irbid, en el norte de Jordania. Todos sus pacientes sufren lo que se denomina enfermedades no transmisibles, cuyos principales exponentes son las enfermedades cardiovasculares (como los ataques cardiacos y los accidentes cerebrovasculares), el cáncer, las enfermedades respiratorias crónicas (como la enfermedad pulmonar obstructiva crónica y el asma) y la diabetes. Hoy visitarán a cuatro de estos y para ello tendrán que conducir más que de costumbre, ya que uno de los objetivos del programa es llegar hasta las personas con dificultades de movilidad que viven más alejados del centro de la ciudad de Irbid.

El programa de visitas domiciliarias de MSF comenzó en agosto de 2015. «Antes atendíamos a los pacientes en dos clínicas en la ciudad de Irbid. Todavía lo hacemos, pero las visitas domiciliarias también son necesarias. Muchos de nuestros pacientes no pueden venir a la ciudad, ya sea porque se encuentran demasiado débiles físicamente para hacer el viaje, o porque no pueden costeárselo», explica Samir.

La primera casa que visitan es el hogar de dos pacientes: un matrimonio formado por Aziz y Azam. Su hija y sus tres nietos les abren la puerta. La casa es de una planta y apenas está amueblada. El modo distendido y familiar con que los pacientes saludan a Samir y Mohannad es revelador. «Conozco a estos pacientes desde hace mucho tiempo», cuenta Samir. «Es un poco como tener parientes lejanos».

Aziz es un refugiado sirio. Hace poco sufrió un derrame cerebral y por el momento no puede salir de la cama. ©Scott Hamilton/MSF

En primer lugar, Samir y Mohannad le toman la presión arterial a Aziz y comprueban sus reflejos. Aziz sufrió un derrame cerebral, es diabético y, por el momento, no puede salir de la cama. A pesar de su frágil estado, se esfuerza en explicar su situación:

«Llevamos aquí cinco años. Nos fuimos de Siria porque tanto la salud de Azam como la mía estaban empeorando. Fue por culpa de los bombardeos. Yo cultivaba una granja; no era mía, pero nos permitía vivir bien. También tenía mi propia casa. Hace años, mi abuelo palestino cruzó a través de Jordania y se estableció en Siria. Ojalá se hubiera quedado aquí en Jordania; ojalá no hubiéramos visto nunca esta guerra. Nuestra hija todavía está en Siria y pensamos en ella constantemente. No nos resulta fácil vivir aquí, el alquiler es caro y somos ocho personas viviendo en una casa muy pequeña. Tenemos sólo un hijo trabajando; él tiene que pagarlo todo, incluso la electricidad y las facturas. Queremos volver a casa, pero sólo lo haremos cuando no haya más guerra ni más matanzas».

Azam se quedó ciega hace 15 años. Sufre glaucoma y tendría que ser operada. ©Scott Hamilton/MSF

Azam se quedó ciega hace 15 años. Sufre glaucoma y tendría que ser operada. También necesita colirio, pero cada frasco cuesta 23 dinares jordanos (algo más de 27 euros); un precio demasiado alto para ella. Afortunadamente nosotros podemos ofrecérselo gratuitamente.

«Vivir los bombardeos y la guerra fue extremadamente estresante, ciega o no. Pero estoy feliz de estar aquí. Aquí la comunidad nos recibió con agrado. Nuestros vecinos nos visitan y el propietario, que sabe de nuestra situación, nos hace un descuento en el alquiler«.

Azam por su parte tiene diabetes e hipertensión. Mientras Samir le hace un análisis de sangre y verifica su presión arterial, Mohannad coge en brazos a su nieto más pequeño, que ha empezado a arrojar juguetes. Tras breves momentos de bullicio, se sienta contento con Mohannad y se queda observando a través de la ventana a los pájaros que pasan volando.

El doctor Mohannad sostiene en brazos al más pequeño de los nietos de Aziz y Azam. ©Scott Hamilton/MSF

De camino a la segunda casa del día, Samir habla con cariño de una antigua paciente. «Un francotirador le disparó en la cadera. Las heridas fueron graves, pero logró sobrevivir. La tratábamos por hipertensión, y a pesar de su estado siempre insistía en ofrecernos un desayuno. Lamentablemente, murió hace poco de un ataque al corazón. Es la parte más dura de este trabajo; la gente que se nos va».

La tercera paciente que hoy visita el equipo se llama Khairiya. Sufre hipertensión y también es ciega. En su situación le resulta muy difícil acudir a una clínica de la ciudad para hacer revisiones médicas, así que está feliz de que recibirnos en su casa.

Khairiya sufre hipertensión y es ciega. En su situación le resulta muy difícil acudir a una clínica de la ciudad para hacer revisiones médicas. ©Scott Hamilton/MSF

«Llevamos aquí desde 2013. La violencia y la tensión hacían muy difícil nuestra vida en Siria, pero el viaje hasta aquí tampoco fue fácil. Incluso tuvimos que caminar parte del viaje. Cuando nos acercamos al puesto fronterizo, un guardia se percató de que yo era ciega. Me tomó de la mano y me condujo durante la última parte del camino. A pesar de que tuvimos algunas oportunidades de ir a vivir a Estados Unidos y Canadá, estoy feliz de que estemos en Jordania, ya que es un país que comparte tradiciones con el nuestro. Nuestra mayor preocupación ahora es el dinero. Somos cinco personas viviendo aquí y nuestro hijo apenas gana lo necesario para pagar el alquiler y los alimentos».

Mientras Mohannad comprueba la presión arterial de Khairiya, su hija prepara café y explica que también ella necesita ver a un médico. Mohannad le dice que la referirá a uno en el ministerio de salud. A medida que hablan, su hijo de dos años gatea hacia su abuela. Está completamente  fascinado por el dispositivo que emplean para medir la presión arterial.

La cuarta paciente del día es Saltiya. Se encuentra postrada, también tiene hipertensión y hace poco sufrió un derrame cerebral. Mientras su esposo, su hija y sus nietos dan la bienvenida a Mohannad y a Samir a su casa, ella se esfuerza por abrir los ojos.

En la casa de Saltiya viven doce miembros de una misma familia. Todos están especialmente preocupados por su salud, pues tiene hipertensión y hace poco sufrió un derrame cerebral. ©Scott Hamilton/MSF

En esta casa viven doce miembros de una misma familia y todos están especialmente preocupados por Saltiya. A pesar del precio de la electricidad, hay dos ventiladores encendidos en el cuarto para que ella no pase demasiado calor. Al hijo de Saltiya le resulta difícil mantener a su familia. En Siria era panadero y su padre era propietario de un supermercado. Cultivaban sus propias hortalizas y tenían un olivar, pero cuando empezó a ver cómo pasaban los misiles por encima de su casa decidió que tenían que salir de allí.

En el camino de regreso a la ciudad, Mohannad y Samir discuten sobre la pertinencia de este programa. Para unos profesionales que están acostumbrados a trabajar en proyectos destinados a responder a los efectos inmediatos de la guerra, a las epidemias, a catástrofes o a hambrunas, esta es una misión sin duda diferente. Sin embargo, al visitar los hogares de estos pacientes se les presenta una cruda realidad: se trata de personas con necesidades médicas reales y continuas que viven en situaciones muy precarias. Pueden haber escapado de la guerra, pero su futuro sigue siendo incierto.

Ninguno de los pacientes a los que visitaron hoy podía recibirles por sí solo. No tienen apenas dinero ni movilidad física, así que la pregunta más acuciante que Mohannad y Samir siempre se hacen es la misma: si MSF no tuviera un programa como este, ¿cómo iban a recibir tratamiento todas estas personas?

Las madres coraje de Siria. Segunda parte

Testimonio de Fátima*, proveniente de la Gobernación de Dar’a, Siria

 “Nunca en mi vida había visto la felicidad como algo tan lejano e inverosímil”.

Fatima, una madre siria de 45 años recibe medicamentos en Irbid. Fotografía: Maya Abu Ata/MSF

Fátima, una madre siria de 45 años recibe medicamentos en Irbid. Fotografía: Maya Abu Ata/MSF

«Miedo, ataques aéreos, bombardeos… esos fueron los motivos que me llevaron a salir de Siria. Dejé el país hace seis años. Todavía recuerdo cómo me sentí el día que abandoné mi país. Mi marido, los niños y yo creíamos que la muerte sería más misericordiosa que permanecer allí. La terrible guerra en Siria no solo me obligó a abandonar mi país para buscar protección para mi familia y para mí en otro lugar, sino que también tuvo un impacto en la salud de mi marido, que sufrió 21 ataques a causa del miedo y de la tensión constante bajo la que vivíamos. Nos aterrorizaba la idea de algo malo pudiera pasarle a nuestros hijos y ese estrés continuo acabó pasándole factura. Y sí, es cierto que mi marido ya era un hombre enfermo desde hacía bastantes años, pero al final su estado de salud se deterioró tanto que tuvieron que amputarle una pierna.

En aquel momento, yo solo pensaba en cómo podría encontrar un lugar seguro para mi familia; un sitio que estuviese suficientemente alejado de las crueles zarpas de la guerra. Y, cómo no, en obtener un tratamiento médico que pudiera aliviar el continuo dolor de mi marido.

Nunca podré olvidar aquellas jornadas en las que cruzamos a Jordania; sé que se quedarán marcadas a fuego en nuestra historia. Fueron dos días de absoluta tristeza y desesperación, con mi marido apoyándose en mi hombro para mantenerse en pie. Formábamos un espectáculo dantesco e inolvidable; un amputado, su esposa, dos hijas y tres hijos. Una familia que no tenía nada, excepto la ropa que llevaban puesta, un pesado dolor en el pecho y muchos viejos recuerdos. Eso fue todo lo que nos pudimos llevar; lo demás, todas aquello que nos resultaba querido, lo dejamos todo atrás.

Estaba preocupada y estresada. Me encontraba constantemente pensando en qué podía hacer para ayudar a mi familia y ayudarles a ponerse a salvo. Permanecimos cuatro meses en el campo de refugiados de Zaatari, donde pasamos la mayor parte del tiempo en el hospital marroquí. Cuando llegamos al campo de Zaatari sufría de hipertensión. Mi marido, aparte de todos los problemas que ya veía arrastrando, tampoco salió indemne: los acontecimientos en Siria también le afectaron y en Zaatari le dijeron que sufría de diabetes e hipertensión.

«Nuestra miserable situación llevó a mi marido al borde de la desesperación».

Tras esos cuatro meses, decidimos abandonar el campo. Teníamos la esperanza de que la situación mejorase, pero no lo hizo. Sí, es cierto que conseguimos dejar atrás la cultura de las «caravanas del desierto», dónde vivíamos entre el polvo y la arena, pero en nuestro nuevo hogar la nieve y la lluvia llegaron sin previo aviso y cubrieron nuestra «casa» con el manto del crudo invierno.

Durante este tiempo, mis hijos trataron de trabajar para pagar el alquiler y mantener a la familia. Nuestra miserable situación llevó a mi marido al borde de la desesperación, una vez más, pero no permití que se me contagiase ese sentimiento de desesperanza. Visitaba regularmente el dispensario médico para tratar de obtener medicamentos y el tratamiento que necesitaba mi marido. Y traté también de aliviar el agotamiento que se dibujaba tan claramente en las frentes de mis hijos. Les di apoyo psicológico, les pedí que tuvieran paciencia y que resistieran, recordándoles lo fuertes que habíamos sido. Y así logré que no perdieran la esperanza.

Las constantes dificultades y penalidades acabaron por derrotar a mi marido: un día sufrió un infarto cerebral y falleció de inmediato. Aquel día supe lo duro que puede llegar a ser el sufrimento. Nunca en mi vida había visto la felicidad como algo tan lejano e inverosímil. Me di cuenta de que a partir de ese momento estaba sola y que tendría que luchar por mí misma contra todas las mareas sorprendentes de la vida. Tenía que seguir adelante, sobrevivir y ayudar a mi familia, porque, como me repetía a mí misma constantemente, no habíamos hecho nada malo a nadie, nos merecíamos vivir en paz.

Cuando nos trasladamos a Irbid, mi hijo menor estaba haciendo sus estudios de tercer grado. Yo le animé a que completara su educación a pesar de nuestra difícil situación y de nuestras limitaciones económicas. Hoy en día ya está en séptimo y quiere continuar su formación para poder llegar a ser médico en el futuro y poder prestar una atención médica como la que hoy nos proporciona Médicos Sin Fronteras (MSF).

Conocí esta organización y sus servicios unos meses antes de la muerte de mi marido. Un médico que conozco me dijo que MSF era una organización médica internacional que proporcionaba servicios gratuitos. Así que los busqué, me registré y desde entonces recibo la atención médica que necesito, incluyendo un apoyo psicosocial que en este momento resulta imprescindible para mí. Me enseñaron cómo hacer frente a las presiones psicológicas de una manera saludable, y cómo adaptarme a mis problemas financieros y hacer frente a los problemas familiares. Además, nunca dejo de orar y alabar a Dios cada vez que tengo ese sentimiento de asfixia. La oración me da cierta sensación de confort, pero también necesito el apoyo psicológico que me da la organización. Ahora me doy cuenta de que me siento más cómoda y aliviada que durante mi periplo hasta aquí, ya que tengo a mis hijos conmigo. Me siento más segura y estable, lo que despierta una sensación de alivio dentro de mí.

Fatima, una madre siria de 45 años recibe medicamentos en Irbid. Fotografía: Maya Abu Ata/MSF

Fátima, una madre siria de 45 años recibe su tratamiento en Irbid. Fotografía: Maya Abu Ata/MSF

Seguiré siendo fuerte para poder mantener a mi familia. A pesar de las duras circunstancias, me esfuerzo al máximo para encontrar un rayo de luz, algo de esperanza para esta humilde familia. Continúo buscando trabajo, mientras tanto proporciono a mi familia apoyo moral, pero no puedo prestarles apoyo financiero.

Al fin y al cabo, soy madre, y todo el mundo sabe cuál es la definición de la madre y qué significa ser madre y refugiada siria.

* Se ha modificado el nombre para mantener su confidencialidad.