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Archivo de septiembre, 2016

Velando por la salud de menores refugiados en Grecia

Jamal El Kadib, delegado de Cruz Roja Española en Grecia.

Mis últimas semanas en Skaramagas estuvieron cargadas de información, trabajo y movimiento en lo relacionado con tareas administrativas y asistencia jurídica a las personas refugiadas. Es cierto que en el puesto de la Cruz Roja en Skaramagas no atendemos, en principio, consultas de tipo administrativo o jurídico, pero el hecho de que el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) hubiera empezado a registrar a las personas refugiadas repercutió en el trabajo que desarrollábamos en el día a día.

La clínica de Cruz Roja atiende a diario más de un centenar de personas por diversas causas. Para ello, se dispone de un médico de medicina general o de familia, dos pediatras, una enfermera y una matrona. Las consultas se atienden por orden de llegada o según la dolencia o cuadro médico del paciente (triaje).

Sin embargo, la actividad más destacada fue la campaña de vacunación donde tratamos, en colaboración con la Cruz Roja Helénica, de vacunar a los niños y niñas de entre uno y quince años que no habían sido vacunados en su país de origen o simplemente por carecer de documentación que lo pudiera probar.

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Campaña de vacunación de menores en el campamento de refugiados de Skaramagas.

La campaña empezó a finales de junio informando a los representantes de la comunidad a través de reuniones que se suelen mantener cada jueves. Después procedimos a trasladar la información mediante carteles publicitarios traducidos por nuestros traductores al árabe y al farsi (idioma persa, lengua oficial en Irán, Afganistán y hablado en algunas zonas de Irak) y más tarde con mi ayuda como traductor, se trasladó la información por megafonía a todos los sectores del campo.

A partir de la primera semana de julio, empezamos a distribuir las citas en cada caravana o tienda. Se distribuyeron alrededor de mil citas y habíamos habilitado un espacio con suficiente personal para atender a unos cuarenta menores cada hora. Hay que tener en cuenta que una vez vacunado el niño o la niña, debían permanecer en un espacio habilitado para ello, en observación, al menos unos 30 minutos para poder atenderle en caso de efectos no deseados de la vacuna.

El compañero de Cruz Roja Málaga, Jamal Elkadib (a la izquierda), informando por megafonía de la campaña de vacunación en el campamento de refugiados de Skaramagas.

El compañero de Cruz Roja Málaga, Jamal Elkadib (a la izquierda), informando por megafonía de la campaña de vacunación en el campamento de refugiados de Skaramagas.

La campaña arrancó coincidiendo con el registro de las personas refugiadas en las dependencias de ACNUR, y con las distribuciones diarias de productos y alimentos, algo que pudo ralentizar de algún modo la campaña.

Sin embargo, a medida que avanzaba el día, fuimos recibiendo a niños y niñas sin parar. Durante las dos semanas que ha durado la campaña pudimos atender a casi mil niños y niñas de diversas nacionalidades. No se registraron incidencias de ningún tipo, pudimos evitar colas, esperas innecesarias y exponer a los menores al sol más de lo deseado. Por ello, nos encontramos satisfechos con el resultado obtenido con la campaña de vacunación.

En la media hora que permanecían los niños y niñas dentro del espacio habilitado para la vacunación, teníamos a voluntarios y voluntarias de la Cruz Roja Helénica y de otras organizaciones, tal como Save The Children, para encargarse de entretener a los menores a través de dinámicas de grupos, juegos, manualidades, pinturas, etc.

Campamento de refugiados de Skaramagas.

Campamento de refugiados de Skaramagas.

Durante esta pausa, los compañeros y compañeras de atención psicosocial pudieron interactuar con las madres y los padres para averiguar las necesidades de cada familia, el tipo de intervenciones que les gustaría tener y las actividades en las que podrían participar. También intentamos recabar información sobre las competencias y profesiones de los mismos en su país de origen. Las demás actividades se desarrollaron igual que en las semanas anteriores, aunque cabe señalar que después del mes sagrado de Ramadán, cambiamos el horario de la atención en la clínica.

En julio se abrió un paréntesis en mi misión en Skaramagas, puesto que me asignaron a la isla de Chíos. Es una isla fronteriza con Turquía, donde siguen llegando personas refugiadas por mar. La isla está al límite de su capacidad, además, suele ser un destino turístico muy importante en agosto en Grecia. Nuestra intervención allí sirve para atender a pacientes tanto adultos como de pediatría, y al mismo tiempo, tratar de evaluar la situación para más intervenciones de Cruz Roja Española en la isla. Sabemos que la situación es tensa y las condiciones de vida son muy complicadas en dicha isla. La información que nos llega desde allí nos indica que hay personas refugiadas en Chíos que llegaron en marzo y siguen sin poder viajar a Atenas y que muchos de ellos y ellas duermen en tiendas de campaña.

Además de traductor, destacan mi perfil como mediador y mi experiencia como educador y trabajador en el Centro de Migraciones de Cruz Roja en Málaga para desarrollar esta parte de la misión en Chíos. En este sentido, quiero aprovechar y agradecer a mis compañeras y compañeros del Área de Inmigrantes y Refugiados, que me ofrecen su apoyo y aportan ideas, que desde la distancia son muy necesarias, tanto a nivel operativo como a nivel anímico. En especial, a David Ortiz (responsable del Área de Inmigrantes y Refugiados en Málaga, antiguo director del Centro de Migraciones) por su disponibilidad absoluta para atenderme las 24 horas al día, sus orientaciones y su apoyo constante e infinito para poder gestionar mejor el día a día durante la misión, sobre todo proponiendo ideas innovadoras para desarrollar actividades para las personas refugiadas con la finalidad de bajar la tensión entre las comunidades de refugiados aquí en Grecia.

Mi próximo informe lo enviaré desde Chíos.

Una historia de vida… o muerte. La realidad en Chíos

Jamal El Kadib. Delegado de la Cruz Roja Española en Grecia. Focal Point en Chíos.

La mañana del sábado empezó como es habitual en la isla de Chíos, lenta, sin apenas gente por la calle y con el viento soplando irremediablemente fuerte. Eran las 7h28 e iba conduciendo la furgoneta de la Cruz Roja Helénica acompañado de uno de los mejores nefrólogos de España, que forma parte del equipo desplazado por la Cruz Roja Española a Grecia, con la intención de hacer el mismo recorrido de cada mañana y pasar a recoger a las tres enfermeras griegas que nos dan soporte en la clínica de Chíos.

Las sensaciones eran muy positivas en la furgoneta, convertida en una improvisada ambulancia por las circunstancias. Se respiraba un ambiente agradable hasta que recibí la primera notificación del día. Era en un grupo de whatsapp, donde los diferentes actores que coordinamos y trabajamos en el campo intercambiamos cierta información básica, nada confidencial por supuesto, pero que resulta de gran importancia para nuestro trabajo del día a día en los tres campos de refugiados improvisados en Chíos.

En la notificación se informaba que había llegado en una barca (patera, como las conocemos en España) a las inmediaciones del centro de la isla 49 personas refugiadas procedentes de Turquía. El hecho de recibir nuevas llegadas irregulares ya no sorprende tanto porque se ha convertido en algo diario y aparentemente asumido tanto por la población como por las propias organizaciones que trabajamos en la ayuda de estas personas.

Sin embargo, nos preocupaba mucho más el hecho de decidir cruzar los apenas ocho kilómetros de mar que separan Turquía de Grecia con el viento soplando tan fuerte y el mar tan agitado, jugándose la vida rumbo a Chíos o a cualquier otra isla cercana. Lo que para ellos supondría el final de una pesadilla infernal y el reinicio de los sueños y, por ende, de una nueva vida.

Preocupaba, sí, y mucho porque aparentemente a lo largo de este año, cuando soplaba el viento, habitualmente no llegaban pateras, ni se las esperaba, porque saben que la distancia que separa las dos orillas con el viento en alta mar puede ser una trampa, a menudo irremediablemente mortal. Parecía una especie de pacto no escrito entre todos y todas los implicados en este proceso. Las primeras preguntas que hicimos al llegar al hotspot de registro y campo de acogida Vial eran ¿han llegado todos? ¿Algún problema? ¿Falta alguien? Afortunadamente las respuestas eran todas tranquilizantes. Los propios refugiados y refugiadas nos comentaban que habían llegado todos sanos y salvos, por lo que se siguió el protocolo habitual de registro y reconocimiento médico de todas las personas recién llegadas.

Así pues, la jornada del sábado transcurrió sin apenas incidentes que señalar. Antes de firmar el parte de salida, volví a asegurarme y confirmar que efectivamente todos los recién llegados habían recibido su correspondiente reconocimiento médico por parte de la organización que coordina la salud y la asistencia social entre los refugiados. Me comentaron que las únicas dos personas que habían necesitado derivación al hospital eran una señora embarazada de nueve meses y un señor que tenía el azúcar por las nubes.

Al día siguiente, abriendo la clínica como todos los días sobre las 9h de la mañana, se me acerca una señora con su hijo, acompañados de una traductora. Esta última me comenta que la familia venía de Suecia para llevarse a su hija de 17 años que supuestamente había llegado en la barca del sábado. La traductora me dijo que habían estado buscando en los listados de los recién llegados a lo largo de la semana pero que no encontraban su nombre en ningún sitio. Agradezco a la traductora su intervención y me hago cargo de la familia con la intención de ayudarla a encontrar a la menor.

Respondiendo a mis preguntas me comenta que su hija había salido el sábado de Turquía y que les habían asegurado que todos los ocupantes de la barca habían llegado sanos y salvos. Sin embargo, de repente, cuando me dijo el nombre y apellidos de la menor, empecé a sentir inevitablemente cierta preocupación, sobre todo me volvieron a la mente aquellas dudas y malas sensaciones viendo lo fuerte que soplaba el viento la madrugada del viernes al sábado. Cada vez que la madre me enseñaba las fotos de la hija, se incrementaban mis dudas y se convertían en una sensación de angustia, preocupación e incertidumbre.

Empecé a llamar a nuestros coordinadores en materia de búsqueda y responsables del proyecto ‘Family Links’ para el restablecimiento del contacto familiar. Nadie sabía absolutamente nada de la menor. En un momento dado, la pregunta dejó de ser si habíamos visto a la niña, y se convirtió, sin darnos cuenta en si sabíamos de algún náufrago o si hubo víctimas mortales en los últimos días.

Después de agotar todas las vías de búsqueda en Grecia, el coordinador de la Federación de Sociedades de la Cruz Roja comenzó a buscar a través de sus contactos en Turquía para comprobar si alguien sabía algo de la menor. Me pidió ir a preguntarles si sabían el nombre de alguien más que supuestamente había salido con ellos en la barca. Cuando fui a buscarlos a la sala de espera improvisada para este tipo de casos, ya se habían ido, y al preguntar por ellos nadie los había visto salir.

Por la tarde, en el camino al hotel, vi a la familia sentada cerca del puerto principal de la isla. Decidí parar y preguntarles por qué se habían ido sin más. A medida que me iba acercando, veía a la señora, con el velo y gafas negras de sol mirando al horizonte, sin moverse ni un ápice, veía las montañas de Turquía que se mostraban con nitidez desde el otro lado del mar y veía al hijo que de vez en cuando le daba un abrazo, como si la consolara. Allí empezaron mis peores sensaciones. Me acerqué más y pregunté al hijo si todo iba bien. Me hizo un signo de negación con la cabeza y aguanto lo indecible para confirmarme los peores temores y decirme que su hermana había naufragado antes de llegar a la frontera de Europa, que había salido en otra barca el sábado por la noche.

Les volví a preguntar si estaban seguros y les pedí que me dijeran cómo se habían enterado de la trágica noticia. En estos casos, habitualmente, intentamos confirmar y validar de forma fehaciente cualquier pérdida humana, ya que, en algunos casos, las mafias pueden aprovechar estas lagunas para dar por hecho que una persona ha muerto y luego secuestrarla para la trata de personas.

La respuesta de la familia fue tajante y no dejaba dudas al respecto, el tío de la menor había llegado a Turquía y pudo identificar el cadáver de su sobrina. Había muerto ahogada antes de cruzar la frontera de Turquía. Era una de las tres víctimas mortales de una barca que nunca pudo llegar a Grecia. Se volcó a pocas millas después de la salida de las playas de Azmir en Turquía. Se rescataron a otros 23 candidatos a solicitantes de asilo y fueron devueltos al punto de salida.

La menor, que se llamaba Nadia, murió simplemente porque quería volver a sentir el cariño de su familia, los abrazos de su madre y la seguridad de poder tener un futuro al menos sin miedos. No lo consiguió. Murió cómo muchos y muchas luchando contra el viento, el mar, las fronteras, murió huyendo de los horrores de la guerra en su Alepo natal para agonizar y dejarse la vida a menos de seis mil metros del lugar donde había quedado para volver a sentir el calor, el aliento y la seguridad que le inspiraba su madre.

La última pregunta que me hizo su hermano antes de despedirse y dar las gracias a la Cruz Roja fue: “¿Hay alguna manera de denunciar a los traficantes? Es que nos sentimos estafados y apenados por la poca consideración que tiene esta gente por la vida y por las personas”.

Nunca olvidaré sus nombres, sus historias, sus rostros. Hacemos todo lo posible todas las personas que estamos aquí, sin embargo, la impotencia es mayúscula, ante tanta adversidad. Cuando me preguntan si es importante que estemos aquí, la respuesta no radica en la importancia, sino en la necesidad. Cruz Roja siempre estará donde se encuentren las personas más vulnerables, y por lo tanto, su presencia aquí es incuestionable.

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Una nueva ciudad en el desierto

A las afueras de un pueblo polvoriento de Iraq, está floreciendo una nueva ciudad. Cada día, cientos de personas llegan al campamento de desplazados de Debaga.

“400 de los que estamos aquí nos fuimos juntos”, cuenta Ali*, que al igual que otros muchos residentes del campamento es de Haji Ali, al sur de Mosul, en la provincia de Ninewa. Huyeron durante la escalada del conflicto en su pueblo, cuando el grupo armado de la oposición, que llevaba dos años en el poder, comenzó a perder terreno. “Nos escapamos y nos fuimos hacia el río Tigris”, dice.

En el camino que lleva a la entrada del campamento, los vehículos reducen la marcha hasta avanzar al paso de las personas. Las familias llegan como pueden: a pie, apiñados en coches destartalados o en la parte trasera de camionetas. En el arcén hay una fila de casetas y refugios. En uno de ellos, un hombre corta con una sierra un bloque grande de hielo. En otro, tres niños se esconden del calor abrasador bajo una lona azul.

© UNICEF/UN025325/Mackenzie Ali*, de 75 años, llegó al campamento después de caminar durante dos días para escapar del conflicto de su pueblo. Anduvo junto a otros cientos de habitantes de su pueblo. Su grupo se vio atrapado en el conflicto y dos personas resultaron heridas de bala. Los militantes abdujeron a su hijo después de tomar el control del pueblo hace dos años. “No sabemos qué fue de él”, dice. “No hemos vuelto a saber nada”.

© UNICEF/UN025325/Mackenzie
Ali*, de 75 años, llegó al campamento después de caminar durante dos días para escapar del conflicto de su pueblo. Anduvo junto a otros cientos de habitantes de su pueblo. Su grupo se vio atrapado en el conflicto y dos personas resultaron heridas de bala. Los militantes abdujeron a su hijo después de tomar el control del pueblo hace dos años. “No sabemos qué fue de él”, dice. “No hemos vuelto a saber nada”.

Hace un calor sofocante. Las calles están llenas de camiones que transportan agua y ayuda humanitaria de emergencia. Muchos de los niños que hay van descalzos. La mayoría de las personas salieron de sus casas tan deprisa que la única ropa que tienen es la que llevaban puesta cuando escaparon.

“Unos hombres armados entraron en nuestra casa y comenzaron a disparar. Querían obligarnos a ir a otro lugar para utilizarnos como escudos humanos”, cuenta Fatima*, familiar de Ali.

Debaga se construyó para albergar únicamente a las familias desplazadas que vivían en emplazamientos informales de la zona. En noviembre de 2015 –aproximadamente, un mes después de su apertura– el campamento de Debaga ya acogía a 3.300 personas. Desde entonces, el número ha crecido diez veces más.

Rápidamente, el campamento se amplió a un estadio de deportes cercano, y cerca de allí se está construyendo otro asentamiento. En la actualidad, hay más de 30.000 personas repartidas entre los tres asentamientos, y se estima que en los próximos meses llegarán 15.000 más.

El segundo asentamiento, llamado simplemente El Estadio, es un campo de fútbol de césped seco flanqueado por dos grandes gradas. En tiempos mejores fue un terreno de juego en el campo donde los niños solían pasarse la pelota de aquí para allá. Ahora, alberga filas de tiendas rodeadas por una alambrada.

© UNICEF/UN027628 Una familia que dejó hace poco su pueblo y llegó al campamento de Debaga se reúne en su tienda. Después de huir de su hogar la casa quedó destruida, pero Abu Omar, el padre, aseguró: “Mi familia es lo más importante. Estamos a salvo. Eso es lo que importa”.

© UNICEF/UN027628
Una familia que dejó hace poco su pueblo y llegó al campamento de Debaga se reúne en su tienda. Después de huir de su hogar la casa quedó destruida, pero Abu Omar, el padre, aseguró: “Mi familia es lo más importante. Estamos a salvo. Eso es lo que importa”.

“Escapamos por la noche”, cuenta Nektal. “En total, éramos unos 200 habitantes del pueblo. Caminamos hasta Makhmour y allí nos ayudaron a llegar hasta aquí”.

Mientras cruzaban una tierra de nadie entre grupos armados, el hermano pequeño de Nektal pisó una mina terrestre. “No pudimos llevarlo con nosotros, tuvimos que dejarlo ahí”, explica Nektal.

A la entrada del Estadio hay dos tiendas grandes llenas de mujeres y niños esperando para ser alojados en una tienda individual. Sanar está cuidando de Salafia, una niña alegre con la cara regordeta y una cicatriz en el antebrazo izquierdo.

“Una bomba rompió una ventana de nuestra casa”, explica Sanar. “Los cristales rotos le cayeron en el brazo. Ella estaba dormida cuando sucedió; de hecho, siguió durmiendo”.

© UNICEF/UN027632/Mackenzie Unos niños juegan en un balancín improvisado en una de las nuevas extensiones del campamento para desplazados de Debaga, conocido como Debaga Dos.

© UNICEF/UN027632/Mackenzie
Unos niños juegan en un balancín improvisado en una de las nuevas extensiones del campamento para desplazados de Debaga, conocido como Debaga Dos.

Sanar huyó con 12 miembros de su familia y juntos realizaron a pie el trayecto de seis horas. Cuando llegó al campamento de Debaga, recibió un kit de emergencia distribuido como parte del Mecanismo de Respuesta Rápida liderado por UNICEF. Los alimentos, el agua y los suministros de higiene incluidos en el kit están ayudando a su familia a salir adelante durante los primeros días en el campamento.

En el exterior de la tienda hay decenas de personas en fila que llevan cubos y esperan para recibir agua. Contar con agua limpia y adecuada es uno de los asuntos más urgentes en el campamento. Cada día, UNICEF transporta en camiones 945.000 litros de agua potable, lo que corresponde a 35 litros por persona. UNICEF, además, está proporcionando duchas y letrinas y evaluando constantemente la calidad del agua para garantizar que siga siendo segura.

El plan a largo plazo consiste en perforar hasta seis pozos. Pronto se comenzará a trabajar en un canal de agua que distribuirá el agua por el campamento y, al mismo tiempo, acabará con la necesidad de enviar 60 camiones distribuidores cada día.

En el principal centro de tránsito del campamento, dos nuevos contenedores prefabricados se están instalando junto a la clínica del campamento. Los equipos de salud y nutrición de UNICEF utilizarán los contenedores como unidades permanentes de supervisión de inmunización y crecimiento. En todo el campamento, los trabajadores de la salud, vestidos con batas blancas, garantizan que los niños estén al día con las vacunas esenciales contra la poliomielitis, el sarampión y otras enfermedades prevenibles.

A la vuelta de la esquina, los niños juegan en un espacio adaptado para ellos establecido con la ayuda de UNICEF. Estos lugares brindan a los niños la oportunidad de hacer deporte, aprender música, crear arte, pasar tiempo con los amigos y, en definitiva, volver a ser niños.

Mientras el conflicto de Iraq sigue ocasionando nuevas oleadas de desplazamientos, escenas como las de Debaga se harán cada vez más frecuentes.

Foto 4 © UNICEF/UN025353/Mackenzie Unos niños corren hacia una tormenta de arena pasajera en un terreno que se está preparando para ser otra extensión del campamento para desplazados de Debaga, conocido como Debaga Dos.

Foto 4
© UNICEF/UN025353/Mackenzie
Unos niños corren hacia una tormenta de arena pasajera en un terreno que se está preparando para ser otra extensión del campamento para desplazados de Debaga, conocido como Debaga Dos.

“Las dificultades logísticas son enormes”, asegura el Jefe de la Oficina de Erbil, Maulid Warfa. “La situación es muy fluida y cambia constantemente. Estamos proporcionando suministros de emergencia, así como agua y saneamiento. Hemos abierto dos espacios adaptados para la infancia y estamos vacunando a los niños; pero esto es solo el principio. Tenemos mucho trabajo por delante. Quedan miles de personas por llegar”.

*Los nombres se han cambiado

 

 

 

 

Chris Niles

Consultora de comunicación en emergencias de UNICEF Iraq