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Archivo de junio, 2016

No hay edad para ir al colegio

En Chad, el campo de refugiados de Daresalam hospeda a más de 5.000 refugiados provenientes de Nigeria y Níger. Todos han huido de las atrocidades y violencia que asolan sus países. El colegio del campo es el único sitio donde Yande Tchari, de 17 años y en primer curso, se siente segura. “Sólo en clase consigo quitarme las preocupaciones de la cabeza. El colegio me da la oportunidad de aprender cosas nuevas todos los días”, dice.

UNICEF Chad/2016/Bahaji . Yande y Alhadj juntas en el colegio.

UNICEF Chad/2016/Bahaji . Yande y Alhadj juntas en el colegio.

Yande llevaba a su bebé en brazos. Su bufanda blanca con cuadros morados cubría totalmente su cabeza, pero deja ver una cara muy bella marcada por las dificultades de su vida. Sentada en el suelo frente a su amiga Yekaka Mahamadu y su bebé Mariam, las dos compañeras de clase y madres parecían mucho mayores que las demás.

Durante el recreo, me acerqué a las jóvenes madres para conocerlas. Yande vivía en Lelewa, una isla del Lago Chad en territorio de Níger. En su pueblo consideraban que, al tener 15 años, ya estaba preparada para casarse. “Una noche vinieron mis padres a decirme que me iban a dar en matrimonio a un pescador llamado Kando. Nunca le había visto o conocido, pero por respeto a mis padres no dije nada”. Le pregunté si fue feliz el día de su boda y me contestó inmediatamente, “Mis padres estaban contentos, era lo importante”.

Yande se quedó embarazada después de la boda y su bebé Alhadj nació unos meses después. “Justo después de nacer, Kando fue detenido y asesinado por Boko Haram por negarse a dejar sus pertenencias, su bote, algo de dinero y todo por lo que había trabajado. Ahora mi hijo nunca conocerá a su padre” me contó con amargura.

“Unos pocos días después, unos soldados nos ordenaron dejar el pueblo porque Boko Haram llegaba para matarnos. Acababa de perder a mi marido y tenía a mi bebé en mis brazos. Éramos muchos. Los niños lloraban, algunas de las madres también. Afortunadamente algunos soldados nos vieron y nos llevaron hasta el campo de refugiados de Daresalam”.

En el campo Yande se reunió con Yekaka, su amiga de la infancia del pueblo. “Mi marido también fue asesinado por Boko Haram. Nuestro sufrimiento nos ha unido y ahora nos ayudamos la una a la otra”.

La curiosidad llevó a Yande a entrar en el colegio por primera vez. “Teniendo a mi bebé dudé si ir o no al colegio, pero el director me dijo que podría acudir con él a clase. La primera frase que aprendí en francés fue Comment tu t’appelles?” (¿Cómo te llamas?)”, cuenta contenta Yande.

El recreo terminó y los niños volvieron agitados a clase. Los profesores enfrentan muchos desafíos en estas condiciones: las clases están masificadas, faltan materiales educativos, y para la mayoría de estos niños, es la primera vez que tienen la oportunidad de ir a la escuela.

Después de clase, me encontré de nuevo con Yande y le pregunté sobre sus motivaciones para ir al colegio. “Creo que este colegio puede ayudar a las mujeres a ser autosuficientes. Si no hubiéramos ido al colegio, no estarías aquí haciéndonos preguntas ¿no? Si hubiera tenido la oportunidad de haber ido al colegio, no me habría casado tan joven. Habría ayudado a mi familia y mi madre habría estado orgullosa de mí. Hoy en día el colegio es lo que me ayuda a olvidar mis preocupaciones”.

Mientras tomaba mis notas, Yande cogió un pedazo de papel y un bolígrafo y escribió su nombre y apellido, y ayudó a Yekaka a hacer lo mismo. “Creo que el francés es un idioma muy bonito. Puedes aprender mucho divirtiéndote. Mi hijo Alhadj crecerá para ser un gran escritor. Le voy a enseñar a leer y escribir insh’Allah (si dios quiere)”.

Pude hablar mucho y de muchas cosas con las dos jóvenes: matrimonio, colegio y sus planes de futuro. Al terminar Yande me dijo “Algunas personas se ríen de mi cuando les digo que quiero seguir yendo al colegio, pero en mi opinión, no hay edad para ir al colegio; lo que importa es la voluntad”.

El derecho de proteger a las personas mayores contra la violencia y el abuso no es negociable

Por Beth Howgate, asistente de campañas e incidencia de HelpAge International

Hoy, 15 de junio, celebramos el Día Mundial de Toma de Conciencia sobre el Abuso y Maltrato en la Vejez, un día en el que en más de 40 países los activistas del movimiento Adultos Mayores Demandan Acción reclaman acabar con el maltrato que sufren las personas mayores.

En muchas partes del mundo el maltrato y el abuso hacia las personas mayores continúa sin tener el reconocimiento o la respuesta necesaria, y sigue considerándose un asunto de ámbito privado o un tabú. Pero, como cualquier otra forma de maltrato, estamos ante una violación de los derechos humanos.

El abuso y maltrato a las personas mayores es una realidad, por ese motivo es importante darle la visibilidad necesaria, y la creación de un Día Mundial sobre esta problemática es una manera de poner el foco en este problema sanitario y social. Desde HelpAge trabajamos cada día para visibilizar este tema.

Tuve la oportunidad de conocer de primera mano la historia de Nzingo, y ella es solo uno de muchos ejemplos que hemos encontrado víctimas de abuso y maltrato en la vejez.

Nzingo fue atacada por un familiar (c) Roopa Gogineni/HelpAge International

Nzingo fue atacada por un familiar (c) Roopa Gogineni/HelpAge International

Nzingo tiene 67 años y es de Kenia. Sufrió maltrato por parte de un familiar. En el ataque su madre, de 90 años, falleció.

“Me pegó en la cabeza y me desmayé al instante. Soy incapaz de comprender cuál ha sido el motivo de un acto de brutalidad como ese”, cuenta Nzingo. A pesar de haber sido detenido, el agresor fue puesto en libertad bajo fianza. “Tengo mucho miedo. Ya no puedo dormir bien. Al escuchar cualquier ruido me asusto. Sueño que esa persona me está persiguiendo”, explica.

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Un mal sueño

Por José Luis Hitos Ortiz.
Delegado de la Unidad de Comunicación en Emergencias (UCE) de @CRE_Emergencias en Grecia.

La mujer que tiene a la izquierda de la imagen enseña Lengua en la Universidad. El hombre que la acompaña, su marido, está al frente de una empresa que da empleo a más de 30 personas. Tienen tres hijos y, como se puede intuir en la foto, un cuarto está en camino. Se puede decir –ellos lo afirman sin rubor- que la vida les sonríe.

En presente, sí. Les sonríe. Porque el escenario desde el que responden a esta entrevista, y todo lo que han padecido desde que comenzaron su huida de la muerte que los acechaba en su país detrás de cualquier esquina, forma parte de un mal sueño. Una pesadilla de la que, desgraciadamente, no logran despertarse.

La única pega que tiene su “envidiable” existencia es que ella no se llama Hanna Muller, Julie Clement ni María Domínguez; y él no responde al nombre de Markus Van Garde, Jonas Pedersen ni Renato Andreolli. En sus pasaportes se puede leer: Hanan Halawa y Yousef Hanash, nacidos hace 38 y 42 años respectivamente en Idlib, localidad cerca de Alepo, una de las zonas de Siria más castigadas por la cruenta guerra que desde 2013 está devastando el país de los Omeyas.

Caprichos del “destino”, ese pequeño lunar en su expediente vital es el que hoy los tiene sumidos en este mal sueño, en Ritsona, en un campo de refugiados al norte de Atenas, hacinados con otras 600 personas en un bosque en mitad de la nada. Un recóndito paraje donde organizaciones como Cruz Roja Española tratan de ofrecer algo de apoyo y consuelo entre tanto desconcierto y desesperación.

En cualquier caso, sus ojos delatan su incredulidad. “¡Qué no, qué no, esto no puede ser cierto!”, parecen gritar, mientras con sus palabras –potentes como el mejor gancho de izquierdas de Mike Tyson- recuerdan que su “sueño” nunca fue Europa. “Nos habría encantado seguir con la confortable y acomodada vida que teníamos en nuestro país; si salimos de allí, fue únicamente para salvar la vida de nuestros hijos”.

 Hartos de “pasar el tiempo solo viendo cómo las bombas y los misiles caían sobre nosotros”, decidieron abandonar su ciudad e iniciar la búsqueda de un lugar seguro. Una odisea que los tuvo tres años moviéndose por distintos puntos de Siria, antes de salir hacia Turquía, jugarse la vida en el mar –previo pago al traficante de turno- para alcanzar la isla griega de Chios y, desde allí, llegar a Atenas y a este campamento donde comparten letrina y baño con cientos de personas como ellas.

Personas inmersas desde hace meses, años en la mayoría de los casos, en un sueño macabro del que, pese a todo, confían despertar pronto.

cruz

  • Foto de Ovidio Vega.