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La conservación de los saberes ancestrales en Bolivia

Por Gabriel Díaz, cooperante de Global Humanitaria.

bol-2Los agricultores, como los navegantes, saben observar y descifrar las señales de la naturaleza, porque así manda la tradición y porque no a todas partes llegan los pronósticos meteorológicos convertidos en espacios estrella de la tele.

En un margen de tiempo relativamente corto, hemos pasado del agujero de la capa de ozono y las consecuencias del efecto invernadero hasta instalarnos en el cambio climático, que no parece ser otra cosa que la fatiga de la madre naturaleza ante tanto desmadre humano. Y así lo perciben los campesinos cochabambinos del centro de Bolivia, que están padeciendo las consecuencias de estos cambios. En ese sentido y sin ánimo de enaltecer desmesuradamente ninguna cultura –casi todas tienen sus bienes y sus males-, los quechuas y aimaras han mantenido un diálogo con la naturaleza que no deja de sorprendernos a quienes provenimos de la ciudad.

Habituados a vivir de lo que la tierra les ofrece, tanto la siembra como la cosecha se convierten en un rito que implica mucha observación previa, con todos los sentidos. Se ve, se huele, se escucha, se palpa. Así lo vive desde hace décadas don Julio Morales, quien a los 82 años comparte su sabiduría con hijos y vecinos, lo que la tierra, la fauna y el cielo anuncian.

Por ejemplo, a comienzos de agosto, Julio levanta las piedras del terreno que habita en el Valle Alto cochabambino. Dependiendo del grado de humedad que presenten, la cosecha de papa (allí hay más de 110 variedades), será buena o mala. Es lo que lo que académicamente se denominan bioindicadores o predicciones agrícolas basadas en indicadores físico atmosféricos que intentan minimizar los efectos del cambio climático. Pero para mantener esta variedad de papas y otros productos como la cebada, es vital preservar el cultivo rotativo, respetar el tiempo de descanso de la tierra, manejarla en diferentes alturas, comunitariamente y con abonos naturales. Esto resulta fundamental para garantizar la seguridad alimentaria familiar y reducir los índices de desnutrición infantil.

Las familias del lugar observan el viento, el comportamiento de ciertos animales, el florecimiento de las plantas, las heladas, las nubes y el brillo y nitidez de las estrellas, a unos 4.000 metros de altura. Y de forma muy coherente, la población rural plantea que el ciclo escolar coincida con el agrícola. Esto prevendría el éxodo constante de los jóvenes del campo a la ciudad, dejando atrás una concepción de la vida que no tiene que ver con el “tener” sino con el “ser integral”, hombres y mujeres viviendo en armonía con su entorno.

Pero el desafío es duro: las multinacionales los presionan y amenazan la producción e intercambio local de semillas, llevando pesticidas depredadores y el mercantilismo que desprecia la economía de trueque. A todo esto la tierra da muestras de cansancio, el clima no ayuda y frente a los que mueven los hilos del poder en la agroindustria estos campesinos se encuentran desamparados, muy solos.

Tras visitar y conocer a campesinos e indígenas del sur de Perú y Bolivia, uno reafirma la convicción de que las fronteras entre países son artificiales y nada justificables. Y también lo son las fronteras interiores –o mentales- que vamos generando y fomentando muchas veces, por desconocimiento o una educación que crea consumidores y no ciudadanos.

Por todo esto, de la mano de CENDA (Centro de Comunicación y Desarrollo Andino) y la comunidad, desde Global Humanitaria desarrollamos proyectos que contribuyen a la conservación o recuperación de los conocimientos ancestrales* de estas culturas milenarias, las más postergadas del continente americano. Aunque es mucho más lo que nos une de lo que nos separa, a la vista está que es preciso dialogar y encontrar espacios de entendimiento, porque cada pueblo debería poder ejercer el derecho de vivir a su manera, en paz con sus vecinos.

Tan sencillo y tan complejo.

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