He vuelto a leer a Haruki Murakami, tras más de un año de abandono. Descubrí como lector al narrador japonés hace dos años, en un aeropuerto, por casualidad, y me atrapó tanto que leí, muy seguido, todo lo que encontré de él: Al sur de la frontera, al oeste del sol, Tokio blues. Norwegian Wood, Kafka en la orilla, Sputnik, mi amor y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Tantas obras y tan seguidas que acabé un poco ahíto de su estilo y de sus tramas y ya no compré dos de sus más recientes libros: los cuentos de Sauce ciego, mujer dormida y la novela After dark.
Compré hace dos meses los cuentos y, en edición barata de bolsillo (en los Compactos de Anagrama, 9,50 euros), una de sus primeras novelas, La caza del carnero salvaje. Los cuentos son muy irregulares, los hay magníficos y los hay detestables. Se diría que la presencia de algunos en el volumen se debe sólo a que el autor tenía que completar un número determinado de páginas. La caza del carnero, sin embargo, me parece un Murakami puro y del mejor.
El autor ha contado alguna vez que un día muy concreto, de pronto, decidió dedicarse a escribir, a ser escritor. Fue -dice- como una revelación, un día en que estaba viendo un partido de béisbol, durante una jugada clave, en el instante preciso en que el bateador golpeaba la pelota… «No tenía a nadie que me enseñase a escribir, así que tuve que basarme en lo que sabía, que por entonces era la música (…) Aún hoy, al sentarme frente al teclado de la computadora, pienso que estoy ante un piano y me pongo a tocar».
La caza del carnero salvaje no parece la obra de un principiante, la ejecución pianística de un novel. La llevo por la mitad, y me gusta más que muchas de las obras de Murakami que he leído antes. Responde mucho a esto que contaba el propio Murkami en una de sus escasas entrevistas:
«Yo empiezo a escribir sin ninguna estructura, apenas con alguna imagen o una serie de personajes que me interesan. Así como los lectores, no puedo esperar a dar vuelta la página para saber qué pasa con esta gente que he creado, porque no tengo idea del argumento, simplemente dejo que la historia fluya libremente desde mi interior y me sorprendo a mí mismo. Por eso creo que la libre improvisación es simplemente llegar a la esquina sin aliento para ver qué hay al girar en ella, con un sentimiento de excitación que debería ser transferido a los lectores, lo mismo que la sensación de libertad. Esto ya es el punto final, la elevación, esa emoción que uno experimenta al completar su interpretación».