¡Que paren las máquinas! ¡Que paren las máquinas!

¡Que paren las máquinas! El director de 20 minutos y de 20minutos.es cuenta, entre otras cosas, algunas interioridades del diario

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Menorca

Como tantos sábados y domingos, ayer por la mañana, muy temprano, fui con mi perra Menorca al monte. Pero no fue una excursión normal.

Menorca me adoptó en agosto de 2005. Yo estaba con mi familia de vacaciones en Menorca, en un hotel entre bosques en medio de la isla, cerca de Sa Roca. Cada mañana, yo salía aún de noche a darme una larga caminata, con los mapas 1/25.000 del Servicio Geográfico Nacional. Un día, cuando sobre las 9 de la mañana ya volvía hacia el hotel, una pequeña perrita blanca salió de un casa escondida entre el arbolado y me acompañó unos centenares de metros haciéndome fiestas. Al rato, cuando aún me quedaba más de un kilómetro para el hotel, se metió de nuevo entre los árboles y me abandonó. O eso creía yo… porque una hora después se presentaba en mi habitación, haciéndome aún más carantoñas que cuando nos encontramos en el monte.

Preguntamos en varias casas de la zona, y nadie la conocía. La llevamos a un veterinario, y no tenía chip. Nadie había denunciado su pérdida. Probablemente había sido abandonada muy pocas horas antes de que nos encontráramos. Fueron mi mujer y mi hija quienes más insistieron para que nos la quedáramos. Yo era renuente porque ya teníamos en casa dos gatos, Calcetines y Figo.

Pese a mi resistencia a quedármela, Menorca me perdonó y me eligió a mí como su principal amor en la familia. Quizás era un amor interesado: desde que ella llegó, la llevaba siempre a mis caminatas por el monte, en mi pueblo de Guadalajara. Olivos, encinas, robles… Cuando salíamos de excursión por esos parajes, Menorca me mostraba su felicidad con unos saltos casi de ballet, alrededor mío. Saltaba en vertical, recogía juntas sus cuatro patas y se sujetaba una décima de segundo en el aire, con sus orejas puntiagudas bien tiesas. Sólo suspendía el ritual cuando divisaba una liebre o un corzo o una perdiz, a los que perseguía hasta que la fatiga la hacían desistir y volver a mi lado con una cuarta de lengua fuera.

Era cariñosa, jovial, alegre, mimosa, divertida, revoltosa. Le han pasado tantas cosas que le ha disputado a Calcetines el protagonismo de su blog. Cuando fue mamá, tuvo un tiempo en que le cambió el carácter, quizás porque sus cuatro cachorros (Fígaro, Manila, Zeus y Zapatitos) eran unos exigentones. Pero después volvió a su natural juvenil, casi adolescente. Tan sociable, que saludaba por la calle a cualquiera que le hacía algún caso. Y tan alocada, que nunca la dejábamos suelta en Madrid porque no sabía detectar ningún peligro: ni el de un perro grande con malas pulgas ni el de un coche en marcha.

Aún no sabemos cómo ocurrió, pero anteayer viernes, a las 10 de la noche, Menorca se cayó por el balcón de casa, desde un cuarto piso. Cuando la encontré en la acera de la calle ya agonizaba. Murió en mis brazos, sin descomponer su graciosa cara, sin un gemido. Estamos abatidos. Aún no acabamos de creérnoslo, pensamos que en cualquier momento la revoltosa Menorca va a salir de un armario o de debajo de una cama para darse cuatro carreras locas por el pasillo.

Como tantos sábados y domingos, ayer por la mañana, muy temprano, la llevé al monte. La enterré en una ladera, en un lugar donde docenas de veces hemos hecho un alto en nuestras excursiones y nos hemos sentado a comer almendras y beber agua y a ver si en el otro lado del valle se movía un corzo o una liebre.