Previsible, sin novedades, repetitivo, deslavazado, aburrido, plúmbeo… Rajoy ha leído un discurso de investidura como si fuera un penoso trámite -«¡qué pereza!»-, un discurso que probablemente quedará como una de sus peores intervenciones parlamentarias, si no la peor. Lo ha leído con tal aire cansino, tan sin emoción ninguna, tan sin pulso, tan sin alma, que el candidato más parecía resignado a su suerte, la de la derrota, que motivado por el afán y la esperanza de movilizar algún sí o alguna abstención nuevos en estas tres jornadas de la sesión de investidura.
¿Está el presidente en funciones aún con el síndrome postvacacional o todo es una impostación, una puesta en escena, un hacerse el desvalido para que se recuerde menos que es el presidente de la desigualdad social récord, de la deuda récord, de las tensiones territoriales récord; el presidente del partido carcomido por la corrupción, de los sobres con sobresueldos para la cúpula directiva, de los ordenadores rotos a martillazos para destruir pruebas? ¿Una impostación también para desviar la atención hacia la forma del discurso y así reparemos menos en el fondo, en el contenido, en algunos de los sapos que ha tenido que tragarse, en algunas de las medidas que ha tenido que prometer o proponer, a instancias de su socio Ciudadanos, y que son una enmienda a la totalidad, un rectificado, de la gestión del propio Rajoy entre 2011 y 2015?
Con esa forma y ese fondo del discurso, con ese continente y ese contenido, el «o yo o el caos» de Rajoy ha sonado hoy aún menos convincente que estos días y semanas pasados.
Alguien que le conozca poco pensaría esta tarde que el presidente en funciones está pensando en tirar la toalla. Pero no, no será así. La máxima vital de Rajoy –«la vida es resistir, y que alguien te ayude», como le dijo él mismo a la mujer de Luis Bárcenas en uno de sus memorables sms- sigue vigente, y mañana, en las réplicas, el presidente en funciones habrá recuperado el tono y resucitará.