Tras los atentados del pasado martes en Bruselas, muchas voces han vuelto a hablar de Bélgica como un Estado fallido o casi fallido. Como un Estado incapaz -en general- de normalizar el funcionamiento de sus instituciones y -en lo concreto sobre el yihadismo- de integrar a sus minorías, de darles visibilidad de futuro a cientos de miles de jóvenes desarraigados, de desarticular las tramas yihadistas que crecen y se extienden en algunos barrios de Bruselas desde hace al menos década y media, de sacudirse el baldón de ser el país que, en relación a su población, más combatientes extranjeros ha proporcionado al Estado Islámico…
Sea, Bélgica es un Estado casi fallido y de difícil solución. Pero, ¿y el otro Estado que también tiene a Bruselas como su capital, el Estado pluriestatal llamado Unión Europea? El Estado que -solo por enumerar algunas cuestiones recientes- es incapaz de poner en marcha otras medidas económicas de recuperación que el fracasado austericidio, el que ha afrontado el posible Brexit con concesiones que aumentan la desigualdad entre sus miembros, el que añade error tras error e injusticia tras injusticia en la gestión de la crisis de los refugiados y en la aplicación de las leyes internacionales de asilo, el que ha cerrado de facto parte de sus fronteras interiores a la libre circulación de personas, el que muchas décadas después de su fundación aún no ha coordinado a sus servicios de inteligencia y seguridad de modo que a un atentado en París no le siga unos meses después otro del mismo o parecido comando en Bruselas, el que está perdiendo su memoria y su razón de ser de tierra de libertades… ¿ese no es un Estado fallido?
Bélgica sí, sin duda. Pero ¿no está dando también la UE demasiados indicios de ser un Estado casi fallido, un macroestado macrofallido?