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Si la arquitectura te rodea, deberías empezar a fijarte en ella

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Arquitectura olímpica ¿y después qué?

Salgo de un local abandonado hace años con los pies llenos de polvo y las manos negras. Vamos a convertirlo en vivienda y he estado tomando medidas y datos para levantar los planos. Salgo y observo el portón de entrada, visualizando ya el frente de acero revestido de madera que tengo pensado para la fachada. Sí, va a quedar de muerte.

Cierro la puerta y entro en el bar de la esquina para lavarme. Pido un café cortado mientras la televisión vocea lo bueno que todo va a ser, si Madrid se convierte al fin en ciudad olímpica. El camarero, un dominicano de aire lánguido y yo, cruzamos una mirada escéptica.

-Dentro de siete años….-dice-… vete tú a saber, chico. Si te dicen que dentro de siete años vas a ser millonario….

-¡No puedo esperar tanto! – le interrumpo.

Nos reímos tristemente, sin ruido. No hay nadie mas en el bar, una de esas tabernas antiguas, donde se puede adivinar aún el rancio olor del tabaco fumado hace años que la prohibición no ha logrado arrancar de las paredes churretosas. Me consigo despegar del taburete a duras penas para ir al baño y a mi regreso a la barra el bar sigue vacío y la cochambre no ha resurgido como el ave fénix, a pesar de mis plegarias mientras buscaba un lugar donde secarme las manos.

La foto es a mala idea. La mayoría de las infraestructuras de la olimpiada de Atenas 2004 está en franco estado de abandono

Cuando pierdo mi mirada en el televisor, pienso en los edificios que se harán para el evento soñado por nuestros sucesivos alcaldes y me doy cuenta de que me importa un comino su arquitectura, me resbalan el estilo y el autor, la Olimpiada, si se hace, será espectacular y maravillosa, se inaugurará y abriremos los ojos y la boca para no volver a cerrarla hasta que entre el ganador del maratón, arropado por un griterío ensordecedor. Puede que más de media hora después, cruce la meta  el último participante, con el estadio mucho más silencioso, aunque su esfuerzo haya sido sin duda, mucho mayor que el del primero.

El maratón, como tantas otras pruebas de fondo, no es más que una metáfora de la vida, como lo es también la arquitectura. Una larga preparación hasta que un hombre normal, una ciudad, un arquitecto, deciden presentarse a la prueba de su vida, un maratón, una olimpiada, un edificio. Nervios durante la salida y una larguísima prueba donde la cabeza va tomando protagonismo. Llegado el kilómetro treinta, las piernas dejan de tener la importancia que se les suele adjudicar y el cerebro, pasado el treinta y cinco les arrebata la capacidad de parar. De ahí al final, al momento de la llegada, al momento de la celebración final, de la ceremonia de cierre de las olimpiadas, de la inauguración de la obra, solo queda sufrir y al final, solo muy al final, disfrutar.

Pero ¿que sucede después? ¿Que pasa el día después del maratón? ¿que pasa con esos edificios el día después de la ceremonia de cierre de unos juegos olímpicos? ¿Acaso este decrépito bar, no tuvo su época dorada? ¿Acaso el olor a pintura nueva y los brillos cromados de la barra no llenaron de orgullo y esperanza a un dueño, hace ya años? ¿No hubo un eterno soniquete de conversaciones, solo alteradas por golpes de fichas de domino y risas en sus mesas? ¿En que momento se permitió que se convirtiera en este templo del churrete y de la mugre?

Os diré lo que me preocupa y lo que me importa de verdad desde el punto de vista arquitectónico sobre la celebración de la Olimpiada:

-Que las infraestructuras, deportivas y sociales estén dimensionadas no solo para la necesidad del evento sino también y principalmente para las necesidades de la ciudad y sus habitantes.

-Que edificios, pabellones y residencias no se conviertan en escenarios apocalípticos donde se visite el esplendor perdido de un pasado épico y efímero.

-Que el mantenimiento de todo ello esté pensado desde antes de hacerse para que años después no se descubra que es imposible de acometer la tarea de mantenerlos vivos.

Que la rentabilidad, no solo económica, sino social pueda medirse y sea lo suficientemente buena como para que la inversión merezca la pena. Aquí, no hablo de dinero, hablo de mejora de la comunidad y del beneficio social. Lo cual tampoco significa que se tenga que hipotecar el futuro de dos generaciones para pagarlo.

En definitiva, que el movimiento económico y arquitectónico tenga una repercusión suficiente y mantenida en las vidas de los ciudadanos y que muchos años mas tarde, si procede, recordemos el año de la olimpiada como el año en el que se construyó esa vivienda de alquiler que un día albergó a un campeón de jabalina y hoy sirve de techo a quien lo precise, que sea el año de la inauguración de aquella biblioteca que otrora fue lugar de descanso de deportista y que sea recordado como el año de la inversión pensada e inteligente. Ahí es nada.

-¿Qué le debo jefe?

-Uno treinta, compañero- dice sin retirar la mirada de la televisión.

Tengo que echar unas toallitas húmedas al maletín y el café tomarlo en casa.

Nota del arquitectador: Me debato entre el deseo de albergar una olimpiada en Madrid y la duda sobre su oportunidad. Os diré la verdad, no me decido, aunque como en la vida hay que arriesgar y no hacer nada no nos llevará a mejorar, me declaro abierto a que me demuestren que será bueno. Juro por Akhenaton que me alegraré mañana. En cualquier caso.